1

Asia y Nerea

—Necesito ver tu DNI.

—Venga, Carlo, no seas rancio. Si sólo va ser uno pequeñito. Nadie se va a enterar y menos sus padres.

—Nerea, vivo de esto, es mi negocio. No puedo andar jugándomela todos los días.

—¿Ni por mí?

Nerea le sonrió de manera seductora y juguetona. La chica llevaba el pelo decolorado, despeinado y muy corto, con un flequillo desigual y oblicuo que nacía en el extremo derecho de su frente y le bajaba hasta el ojo izquierdo. Era un corte osado para una adolescente de diecisiete años. Se lo habían cortado la tarde anterior. Asia, la amiga a la que estaba acompañando para hacerse el tatuaje, se había quedado fascinada al verla. La envidió por ser tan valiente y atreverse con un peinado así. Aún tenía mucho que aprender de Nerea.

—Venga, Carlo. No me decepciones —insistió Nerea.

Carlo la miró imperturbable. Esta vez no iba a ceder a sus encantos.

Por el cuello de Carlo asomaba el final de un tatuaje, unas llamas de un ave fénix que extendía sus alas de fuego por toda la espalda. Se lo había enseñado a la chica la primera vez que había ido a tatuarse allí, a su pequeño local de la calle Velarde, en Malasaña. Y hoy Nerea había llevado a Asia, con la que ese año había intimado mucho. Habían coincidido en natación. Aunque en principio no tenían mucho que ver, pronto se hicieron compañeras inseparables y Nerea, año y medio mayor que Asia, la había iniciado en los porros y en el sexo cibernético. También le había enseñado cómo falsificar las notas y los justificantes de ausencia y, ese día, que Asia cumplía dieciséis años, pretendía regalarle un pequeño tatuaje. Asia ya sabía cuál quería, un revólver de cuatro centímetros, con el cañón apuntando hacia su vagina. El mismo que llevaba Rebeca, la protagonista de Tabula rasa: la serie favorita de las chicas. Sobre todo de Asia. Estaba obsesionada con ella.

—Lo siento, Nerea, sin DNI no hay tatuaje.

—Si sabes que soy muy buena falsificando carnés. El mío te lo comiste con patatas. ¿Quieres que me curre otro? Tío, que no te vamos a enmarronar, te lo prometo.

Carlo no estaba demasiado convencido. Dudaba. Nerea decidió darle el golpe de gracia.

—Es su cumple... ¿Y te hemos dicho ya en la zona en la que se lo quiere hacer?

Carlo miró a Asia. Era un bombón de niña. Melena revuelta y castaña que le llegaba hasta los hombros. Con una nariz característica, un poco ancha y con el tabique algo desviado, sí, pero en ella hasta resaltaba su atractivo. «Y ese tono de piel, esa suavidad tan comestible. Y esa cinturita, seguro que se arquea de maravilla». Su camiseta además no dejaba casi nada a la imaginación... Carlo se dirigió a la chica, que aún no había abierto la boca.

—¿Y tú qué dices?

—Lo quiero aquí. —Asia levantó un poco su camiseta y bajó algo sus pantalones.

Carlo salivó como un perro ante una hembra en celo. Nerea miró a Asia y sonrió entre sorprendida y satisfecha por la respuesta de la chica.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Carlo.

—¿Cuántos quieres que tenga?

Nerea le dio un manotazo en la espalda a su amiga.

—No te pases de guarra, guapa. —Miró a Carlo y respondió por ella—. Cumple dieciocho, Carlo, ni más ni menos. Y tú eres el elegido para acabar con su virginidad. Para que luego te quejes.

—Yo ya no soy virgen —protestó Asia.

—En lo que se refiere a tatuajes, tu piel está más virgen que una niña de doce del Opus —la corrigió su amiga.

—Tenéis un peligro las dos... Venga, pasad. Eso sí, una palabra a alguien y yo lo negaré todo. Aquí jamás se hizo el tatuaje. ¿Os queda claro?

Las dos chicas asintieron. Carlo les indicó el camino y señaló a Asia la camilla en la que debía tumbarse, aunque antes le pidió que se bajara los pantalones.

—¿Quieres que me quede en bragas?

—Eres tú quien ha elegido esa parte de tu cuerpo. Si prefieres otro lugar, sólo tienes que decirlo.

Asia miró a Nerea buscando una respuesta. Esta se limitó a asentir. Asia, entonces, sin decir una palabra, se bajó los pantalones y se los quitó. Carlo, al ver a la chica en bragas, reprimió un suspiro. Y tuvo que admitir que estaba mucho más rica de lo que había imaginado. Y esas braguitas de algodón blanco...

—Túmbate ahí.

Asia obedeció. Estaba bastante nerviosa. Carlo abrió una bolsita de plástico con una aguja desechable nueva y la colocó sobre el taladro.

—¿Me va a doler?

—Algo, como la primera vez que te depilaste por... —Carlo señaló su pubis.

—¿Tanto?

—Pero lo soportaste, ¿verdad? —le dijo Nerea—. Tú tranquila, que estoy aquí. Y Carlo es muy bueno, ¿a que vas a tratarla con cariño, Carlo?

—Yo siempre trato con cariño a mis clientas. —«Sobre todo a las vírgenes», pensó—. Si quieres, te puedo poner una crema con anestésico. Tarda unos veinte minutos en hacer efecto, más o menos lo mismo que me llevará reproducir sobre tu piel el dibujo.

—Vale. Lo de la crema suena bien.

Una vez que Carlo calcó el dibujo en su zona pélvica, comenzó a tatuarla. Al primer pinchazo, Asia agarró con fuerza la mano de Nerea.

—Duele —se quejó.

—Tampoco es un parto, tonta. Es el precio por estar guapas.

Carlo siguió adelante. Había días en que le encantaba su trabajo. Era el mejor del mundo. Poder lastimar una piel perfecta como aquella, y dejar su huella ahí, para siempre. Sentir cómo la carne respondía, vibraba, y cómo se erizaba el vello a cada pinchazo...

Una hora y media después Carlo le estaba dando los consejos necesarios para que no se le infectara. Asia se levantó de la camilla y se miró en el espejo. El revólver era igualito que el que llevaba Rebeca, igualito.

—Ahora está un poco inflamado, pero en dos días ya lo verás perfectamente. ¿Te gusta?

—Me encanta, y es como el de Rebeca, ¿verdad?

—A ti te queda mejor. Tienes un cuerpo más bonito —sentenció su amiga.

Asia, pletórica, le dio un beso a Carlo en la mejilla, muy cerquita de sus labios.

—Eres bueno.

—¿Te importa que le haga una foto? —le preguntó Carlo cogiendo una cámara réflex digital de una estantería—. Será un plano detalle, no se sabrá que eres tú.

Asia dudó por un instante.

—¿Pero así? ¿Inflamado?

—Sí, y después, si quieres, vienes un día cuando ya esté curado y te hago otra. ¿Hace?

—Eh... bueno...

Carlo enfocó a la zona pélvica de la chica y disparó un par de fotos. Se las enseñó en la pequeña pantalla de la cámara para que pudiera comprobar que no mentía, que sólo había sacado el tatuaje y que su identidad no corría peligro. Nerea entonces tuvo una idea y se acercó al oído de Asia. Le dijo algo que Carlo no pudo oír. Sólo vio la reacción de la chica, que se revolvió inquieta.

—¿Qué dices? No, no...

—Venga, que te la hago yo con mi móvil. Que esa no es para Carlo, es para ti.

Asia entonces pareció pensárselo.

—¿Pero aquí, ahora y con él delante?

—Asia, lo has tenido a un centímetro de ti, y con esas braguitas ya te lo ha visto todo, ¿qué más da? Además, él es un profesional, ¿verdad, Carlo?

—No sé de qué estáis hablando —dijo el chico.

—Que le voy a sacar yo también una foto, para que tenga un recuerdo. Y mejor sin las bragas.

Carlo las miró sin dar crédito.

—Vosotras queréis que me metan en la cárcel —fue lo único que atinó a decir, pero deseando que la chica recién tatuada accediera a los deseos de la otra.

—Vale, pero me tapo con la mano. Y hazla rápido —dijo Asia, ruborizada.

Asia utilizó la mano derecha para bajarse las bragas de algodón mientras con la izquierda se tapaba el pubis, que llevaba con el pelo muy recortado. Carlo no se perdía detalle, aunque intentaba disimular una distancia y una profesionalidad propias de un ginecólogo que estaba muy lejos de sentir. El espectáculo era grandioso, imposible no reaccionar.

—¡Apúrate!

Nerea capturó el instante con su iPhone 4S. La foto valía la pena.

—Ya está. Vístete.

Asia se subió las bragas lo más rápido que pudo y se puso los pantalones. Nerea, mientras, negociaba el precio con Carlo.

—¿Cuánto me vas a cobrar?

—Para ti, setenta.

Ella fingió escandalizarse.

—¿Setenta? ¿Después de lo bien que te lo hemos hecho pasar? Carlo, te doy cuarenta y porque soy buena.

Las dos amigas salieron de la tienda contentas y entusiasmadas. Asia no dejaba de mirar la foto que le había hecho su amiga. Quién le iba a decir a ella hacía unos meses que se iba a convertir en la chica que veía en el móvil. Tan osada, tan moderna. En ese momento tuvo la certeza de que lo mejor del día y de su vida no había hecho más que comenzar. Aunque no podía estar más equivocada.

—¡Y ahora a por bebida y a casa de Mauro! Menudo fiestón nos espera. Vas a ser la reina, Asia.

La reina.