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Quique y Sergi

I

Quique había sacado a su perro Logan a media mañana a dar un paseo. El chihuahua estaba encantado porque no solían sacarlo a esa hora a la calle. El horario habitual: ocho y media de la mañana, tres de la tarde y nueve de la noche. Media hora arriba o abajo, porque Quique era de costumbres fijas, pero no germánico. Necesitaba despejarse, descansar del trabajo intenso y obsesivo. Un día de estos acabaría en el hospital como no bajara el ritmo y el nivel de estrés. Y también tendría que plantearse bajar el consumo de cocaína. Lo que había empezado como un hábito recreativo, para seguirle el ritmo a los chavales en las discotecas, se estaba convirtiendo en una dependencia. Sobre todo desde que empezaba a necesitar la coca para cumplir con el plazo de entrega de los guiones. Y si no bajaba el ritmo de consumo, al menos debería olvidarse de tomarla en ciertos momentos, como antes de las reuniones del equipo creativo de Tabula rasa con la cadena de televisión. Justo el día anterior había protagonizado un episodio cargado de ira, al más puro estilo de los adolescentes a los que retrataba, en una reunión con los directores de ficción de la cadena. El desencuentro estaba siendo tal que la conversación enseguida había dado paso a una discusión en la que los reproches se habían lanzado como cuchillos afilados. Y cuando hizo perder los nervios a uno de los ejecutivos de la cadena y este le había acusado de que tal vez el problema era que él no sabía escribir, Quique, en vez de respirar y contar hasta diez, algo que siempre le funcionaba, había acabado gritándole:

—¿Que no sé escribir? —Tomó aire para poder decir lo siguiente de carrerilla y no tener que perder el tiempo—: Mira, querido, no sé cómo mantener una relación estable, no sé cómo viajar sin desconectar del curro, no sé cómo ser fiel, no sé cómo volver a disfrutar de las cosas y no sé cómo mantenerme callado en una reunión como esta. Eso no lo sé hacer. ¿Pero escribir? Escribo tan bien que hasta cuando vosotros llenáis de mediocridad y de vuestros miedos absurdos mis guiones el resultado aún sigue siendo decente. —Hizo una pausa dramática y sentenció—: Así de bien escribo.

Y no contento con semejante desahogo, que había dejado a todos, tanto a los representantes de la cadena, como a los de su productora, pegados a la silla, continuó con su discurso intoxicado de euforia, rabia y cocaína:

—Y algún día os deberíais atrever a dejarnos volar, coño. Porque igual que nosotros hemos aprendido de vosotros que trabajamos para el público, podríais aprender que se puede trabajar para el público hablándole sin miedo y con inteligencia. Y que por el hecho de ser inteligente no estáis echando fuera a nadie. Y menos a los adolescentes, que nos dan sopas con honda, joder. Y que yo estoy hasta los mismísimos de mediocridad. Que consumimos, fabricamos y respiramos mediocridad, hostia. Y ya estoy muy cansado de ser mediocre. Y lo que es peor, de que me obliguéis a serlo.

La reunión terminó cinco minutos después, sin llegar a ninguna conclusión sobre el guion del capítulo que estaban tratando, porque al menos el resto de los presentes había tenido la prudencia de no entrar al trapo.

Cuando salieron del edificio, Sandra, su jefa, una de las dueñas de la productora para la que Quique trabajaba y que pagaba su sueldo exorbitante, le dijo:

—Tenemos que hablar. Mañana comemos.

—Mañana es sábado.

—¿Y? Como si es el puto día de Navidad. Tú no estás bien, Quique, no estás bien. Que cada día tienes el ego más inflado y la cadena se está hartando y va a acabar cerrándonos el chiringuito. Y por tus arrebatos de autor se van a quedar ciento veinte personas en la calle.

—Ya estamos con la cantilena de siempre. Que no cuela, Sandra, que no cuela. Que están encantados, que la serie no puede ir mejor. Que nadie se va a quedar en el paro y menos por mi culpa.

—Quique, tú antes no eras así. Tenías otra percepción de las cosas. ¿De verdad estás tan ciego? ¿No ves lo que está ocurriendo? Yo no sé si es el éxito que se te ha subido a la cabeza o qué. Pero te está afectando más que a los chavales de la serie.

—Tonterías.

—Y tú no tienes diecisiete años precisamente. Que tienes casi cuarenta.

—Treinta y seis.

—Que sí, Quique, que sí. Treinta y seis, los que tú digas. Pero tú y yo comemos mañana. Tenemos mucho de qué hablar.

—Vale, pero por el centro. Paso del extrarradio los fines de semana.

Y dicho eso había levantado la mano para que el taxi que oportunamente pasaba por la calle frenara y se pudiera subir en él. A veces, pocas, los taxis aparecen como en las series y en las películas: en el momento adecuado y para dejar la secuencia en alto y al antagonista con la palabra en la boca.

La hora de la comida con la jefa se acercaba y Quique empezaba a dudar de que un paseo con el chihuahua le relajara. Él, que de pequeño soñaba con escribir de manera plácida y relajada novelas a la orilla del mar, había acabado escribiendo bajo los efectos de la cocaína una serie para adolescentes en horario de máxima audiencia que se había convertido en todo un fenómeno sociológico. Quique se había dado cuenta del alcance de lo que escribía cuando descubrió que el nombre de la serie y de sus personajes se colaron en las letras de un grupo indie que sonaba a todas horas, cuando hacía la compra en el supermercado, cuando salía por la noche, cuando iba en taxi. Y el alcance de la serie iba más allá de la música pop, los cuerpos y las caras de los actores llenaban los suplementos de moda, se discutía sobre el contenido polémico de los capítulos en las tertulias de la radio y en la prensa. Y ya se empezaba a hablar de la «generación Tabula»: una generación hedonista, hipersexualizada, nihilista, sin valores y enganchada al móvil y a las redes sociales.

Logan, el chihuahua, se metió entre las piernas de dos chicas adolescentes que salían del local de tatuajes de la calle Velarde. Quique se disculpó por la intromisión de su perro y mientras lo hacía, y como ya era habitual en él, se fijó en las chicas y memorizó cada detalle de lo que veía. Podía copiar el corte de pelo de una de ellas. Y el entusiasmo y la alegría que desprendían, que con sus chillidos y decibelios era un tanto irritante. Y una vez más, por lo poco que escuchó de la conversación, su vocabulario estaba trufado de mazos, tía, mola, puta, rabo... para que luego le tildaran de caricaturesco cuando hacía hablar así a sus personajes.

Mientras se dirigía a su piso, en pleno corazón de Malasaña, reflexionó sobre la alegría de esas chicas, sobre su vitalidad. Tendría que empapar su último guion de algo parecido a eso. A ver si al final la cadena iba a tener razón y se estaba volviendo demasiado oscuro y pesimista en los guiones. Y tal vez fuera verdad, y el caso es que no respondía a una visión pesimista de la vida, más bien era una reacción ante el buenrollismo que le exigían. Porque, al parecer, aunque los índices de audiencia seguían por las nubes, los anunciantes habían empezado a quejarse, porque ya apenas había personajes positivos que pudieran sostener sus refrescos, o llevar sus zapatillas o comer sus chocolatinas. Y claro, la imagen de esas marcas no podía estar asociada a actitudes tan negativas, tan cínicas, tan poco heroicas. Y sin marcas, sin publicidad, no habría dinero, y sin dinero, adiós a la serie. Ese era el discurso apocalíptico de la cadena. «Y una mierda», pensó Quique. Y una mierda.

Una vez en su piso, se sentó delante del ordenador para intentar acabar la secuencia que se le había atragantado. Pero las ideas no fluían, todo lo que escribía estaba muerto. Más que adolescentes aquellos parecían zombis, joder. Abrió la bolsita con los tres gramos de coca y sin la paciencia para hacerse una raya utilizó la llave de casa para llevarse a la nariz una cantidad considerable de droga. Inhaló con fuerza y volvió a teclear.

Pero seguía sin concentrarse. Y quería acabar la secuencia antes de la comida. Si no lo hacía, no llegaría a las diez páginas que se había propuesto sacar ese sábado. La culpa era del estrés y de la rabia que le daba tener que trabajar en fin de semana. Cerró el documento y se metió en internet, en una de sus páginas porno habituales. Tal vez una buena paja le relajara. Buscó algún vídeo que le estimulara, se bajó los pantalones hasta la rodilla, y cuando ya estaba manos a la obra, las campanas de la iglesia que daban justo a uno de los balcones de su casa empezaron a sonar con estruendo. Quique abrió la ventana, salió al balcón con los pantalones bajados y gritó:

—Putas campanas. Puta iglesia de los cojones. ¿Es que uno no se puede pajear a gusto en su propia casa?

Sí, estaba estresado. Y sí, era hora de dejar la coca.

La vecina de al lado, un anciana de ochenta años, estaba en el balcón regando las plantas y le saludó:

—Buenos días.

Quique emitió un gruñido y, subiéndose los pantalones, se metió en casa y cerró el balcón a cal y canto.

No iba a desistir. Pensaba acabarse la secuencia y pensaba meneársela a gusto. Cerró la página porno y buscó otra mucho más efectiva: Cam 4, allí la gente se desnudaba y se masturbaba en directo y siguiendo las órdenes de desconocidos por el puro placer del exhibicionismo. Vio a un chaval de España, como así lo demostraba la bandera que siempre aparecía en una esquina de la ventana, con un cuerpo de quitar el hipo, por lo que dejaba entrever su camiseta naranja, medio pelirrojo y con una mirada entre angelical y perversa y decidió que sería el estímulo perfecto.

Comenzó a chatear con él, y gracias a su capacidad de convicción y al manejo de las palabras —qué bueno era dialogando—, consiguió vencer las reticencias iniciales del chico y que poco a poco se fuera despojando de su ropa. Era lo que más le gustaba a Quique: un chaval tímido pero al borde del precipicio del deseo y con unas ganas locas de dejarse llevar si al otro lado había alguien que supiera pulsar las teclas adecuadas. Y Quique sabía hacerlo, era un maestro en ese arte. Otra cosa no, pero sabía dialogar como el mismísimo Dios.

Por primera vez en mucho tiempo se sintió vivo y eufórico, pero ya no por los efectos de la coca, sino por los estragos del deseo. Ese chico desconocido le estaba despertando del letargo en el que llevaba sumido mucho tiempo.

Más adelante Quique escribiría que la vida está llena de casualidades y de equivocaciones.

II

Sergi había ahorrado para comprarse una GRH, una cámara de vídeo minúscula con un gran angular creada para grabar en situaciones extremas y de riesgo, e incluso bajo el agua. La utilizaban los surfistas pegándola a la tabla y obtenían unas imágenes espectaculares. También lo hacían los que se tiraban en parapente o en ala delta, que la solían adherir en sus cascos o en uno de los extremos de las alas. Era minúscula, ligera y muy resistente. Sergi pensaba colocarla en su tabla de skate, por la parte de abajo, muy cerquita de las ruedas delanteras. Sabía que gracias a su objetivo angular, casi de ojo de pez, podía conseguir unas tomas espectaculares. Ya había visto algún vídeo en YouTube y Vimeo y estaba ansioso por conseguir unos resultados parecidos.

Sergi, a sus dieciséis años, era un obseso de la imagen. Soñaba con dedicarse de mayor a algo que tuviera relación con la fotografía, la tele o el cine. Cualquier formato era válido si le servía para atrapar la realidad. Y con esta cámara aunaba dos de sus grandes pasiones: la imagen y el skate.

Le había echado el ojo desde hacía meses, pero se salía mucho de su presupuesto de estudiante. Con los anclajes que necesitaba y los diversos complementos imprescindibles para que funcionara sujeta a la tabla la broma se ponía en casi cuatrocientos euros. Así que tuvo que empezar a ahorrar y a trabajar dando clases particulares a niños para poder pagarla. Había descubierto que lo de dar clases a chavales le gustaba y encima se había hecho muy popular entre ellos porque para que estudiaran e hicieran los deberes les sobornaba con clases gratuitas de skate. Su fama de buen profesor particular enseguida se extendió y en menos tiempo del que esperaba había conseguido reunir la cantidad suficiente para hacerse con la cámara.

La instaló en la tabla y la probó dándose una carrera por el pasillo. Su madre, al escuchar el sonido de las ruedas del monopatín, salió corriendo de su despacho.

—¿Pero tú estás loco? ¿Qué haces montado en eso dentro de casa?

—Sólo es un momento, mamá. Necesitaba probar la cámara antes de llevarla a casa de Mauro.

—¡Bájate ahora mismo de ahí! De verdad, yo no sé qué tienes en la cabeza.

—Mamá, en vez de echarme la bronca, deberías alentarme. Ya verás cuando escriba en mi biografía que mi madre no me dejaba experimentar con mis gadgets.

—¿Con tus qué? Cada día hablas más raro. Déjate de biografías y quítate de ahí que me rayas el parqué.

—Esa frase me la apunto. Aparecerá al principio de la novela: «A mi madre le preocupaba más el parqué que mi crecimiento personal».

—¿A que te tiro una zapatilla?

—Oye, pues molaría, que te estoy grabando. Y quedaría muy cinematográfico una zapatilla en movimiento y avanzando hacia el objetivo mientras yo me muevo.

—¿Que me estás grabando con qué?

—Con esta cámara de aquí abajo —le dijo señalando el skate. La cámara se confundía entre las ruedas—. ¡Sonríe!

La madre se metió refunfuñando en el despacho de nuevo y Sergi volvió a su habitación riéndose. Comprobó que se había grabado todo y sonrió satisfecho. El gran angular era una verdadera pasada y el movimiento muy estable. Como un verdadero travelling. Sí, había hecho una buena compra.

Su móvil sonó. Era Mauro, su amigo inseparable.

—Tío, ¿dónde coño estás? Que me estoy comiendo yo solo el marrón de la fiesta... ¿tú sabes todo lo que hay que organizar? Y aquí aún no ha venido ni Dios a ayudarme. Pero ya que me falles tú es la leche.

—Que voy ya, tranqui, que tenía cosas que hacer.

—¿El qué? ¿Qué es mas importante que preparar el fiestón del año?

—En un rato voy.

Sergi no podía compartir el entusiasmo de su amigo, porque no iba a haber en esa fiesta nada que le interesara demasiado. Por mucho que Mauro la calificara como la fiesta del año, sería como todas: alcohol, algún que otro porro, la gente muy salida, muy pesada, y todos los tíos entrándoles a saco a las más borrachas. Y a Sergi esa perspectiva no le podía interesar menos. A quien le molaría entrar estaba completamente fuera de su alcance.

La fiesta era en la casa de los abuelos de Mauro, que habían heredado hace poco los padres de su amigo. La estaban empezando a remodelar y mientras las obras no estuvieran acabadas, y la cosa iba muy lenta, a Mauro se la dejaban utilizar para que llevara allí a sus colegas. La utilizaba, sobre todo, de picadero. Y menudo uso le estaba dando, especialmente desde que habían instalado el jacuzzi en la planta de abajo. Las únicas condiciones que los padres de Mauro le habían puesto era que no fuera cuando estuvieran los obreros trabajando y que no destrozara nada. Por supuesto, los padres ignoraban, o preferían ignorar, el uso que su hijo le estaba dando a la casa. Para Sergi, lo mejor era que tenía una enorme piscina vacía y la utilizaba como pista de skate. Estaba deseando probar la cámara allí. Podían quedarle unos planos nocturnos muy guapos con la luz de las bengalas que había comprado. Y como ya no tenía dinero, le había insistido a Mauro para que comprara unos faroles de papel de colores en un almacén de chinos de Alcobendas.

—No me jodas que me has traído hasta el fin del mundo para pillar esta mariconada de faroles.

—Van a quedar de puta madre, tú hazme caso. Y mira el precio, están tirados.

Mauro al final había accedido porque su amigo no podía estar más pesado con eso, que parecía que le hacía más ilusión grabar la fiesta subido en su skate que la propia fiesta en sí. Raro era un rato. Pero, oye, era su mejor amigo, así que habría que darle el gusto, que para eso estaban los colegas de verdad.

Sergi volvió a ver por tercera vez las imágenes grabadas y, satisfecho del resultado, ajustó sólo un poco la cámara al skate. Listo, se daría una ducha y luego se iría a ayudar a su amigo.

Bajo el chorro de agua caliente de la ducha sintió cómo se empezaba a excitar de manera automática. Llevaba un par de meses más salido que la esquina de una mesa. Y ya empezaba a estar hasta el culo de meneársela en la ducha. Así que no cayó en la tentación, cerró el grifo y, con su toalla favorita —la granulada de Ikea que absorbía como el pañal de un bebé—, se secó todo el cuerpo. Sin apenas ser consciente, se detuvo más de la cuenta en la zona de los genitales y su cuerpo volvió a reaccionar. Al final iba a tener que cascársela antes de ir a la fiesta de Mauro.

Se metió en su habitación, cerró el pestillo y volvió a encender el ordenador. Si encontraba el vídeo porno adecuado, en menos de cinco minutos habría liberado toda la tensión. Para su sorpresa, y con lo cachondo que estaba, no había ninguno que le acabara de excitar del todo. ¿Qué le pasaba? Si es que estaba harto de vídeos, le apetecía otra cosa, sobre todo ese día, porque, en un rato, tendría que estar aguantando cómo muchos conseguían pillar mientras él seguía a dos velas. Y era una pena, tanto abdominal en su sitio, y con esos brazos y esas piernas tan guapas que se le estaban quedando de las horas de kárate, y que nadie las disfrutara.

Había escuchado en clase a unas chicas hablar de varias páginas megaguarras. Chatroulette y Cam 4. En la primera, tú ponías la cámara web y el programa te conectaba al azar con cualquier usuario que estuviera usando el mismo programa en ese momento en cualquier lugar del mundo. Te podías encontrar de todo al otro lado: un viejo, dos tías, una madurita, un chaval adolescente... Y en actitudes de todo tipo: algunas estaban vestidas, otros ya con el rabo en la mano, otras chupándose las tetas... Y si te gustaba lo que veías, te quedabas, y si no, pasabas y el programa te conectaba con otro usuario. Sergi lo había probado un par de veces, pero no le había molado. Tal vez era el momento de atreverse con Cam 4. Allí la dinámica era distinta. Tú te registrabas gratuitamente y te exhibías delante de la cámara, y si gustabas, las personas que estaban al otro lado te empezaban a hablar. Tú, en principio, no les veías a ellos. Era puro exhibicionismo, nada más. Y de repente, esa idea, la de exhibirse porque sí, le puso cachondísimo.

Sergi se creó a toda prisa un perfil en la página y se conectó. Pronto, varios le empezaron a escribir y a piropear de una manera bastante explícita y obvia. De repente, uno en concreto le llamó la atención. Tenía gracia. Y enseguida decidió ignorar a todos los demás y quedarse con él. Le gustaba todo lo que decía y cómo se lo decía. Sabía ser persuasivo sin incomodar. En pocos minutos consiguió que se quitara la camiseta y, antes de lo que hubiera imaginado, ya estaba muy excitado. Cuando se estaba dejando llevar por las palabras del desconocido, al que aún no había visto la cara ni el cuerpo, se dio cuenta de la hora que era. Casi las dos de la tarde. Tenía que irse ya a casa de Mauro. Así que escribió:

—Tío, me tengo que pirar ya. Mejor me voy corriendo.

—¿Que te vas o que te corres?

Sergi tardó un par de segundos en pillar el juego de palabras involuntario que el otro le acababa de señalar y se rio con ganas.

—Ja, ja, las dos cosas —tecleó.

Sergi apenas necesitó diez segundos para llegar al orgasmo. Se despidió del desconocido, pero antes de irse este le pidió su nombre de usuario en Skype. Para seguir en contacto.

El chico dudó. ¿Realmente quería que un desconocido al que ni siquiera le había visto la cara tuviera acceso a su cuenta? Pero el otro insistió de manera persuasiva, divertida e inteligente, y Sergi acabó cediendo. Entre otras cosas porque el nick del chico le había llamado mucho la atención: Guionista 30.