8

Quique y Alba en el cumpleaños de Óscar

I

Quique le había dejado varios mensajes en el móvil a Alba, pero durante todo el sábado ella no dio señales de vida. A saber si estaba en Madrid y, si lo estaba, a saber en qué condiciones. La mala fama perseguía a Alba Blanco. Era una mujer excesiva y volcánica. De una belleza animal a sus treinta y tres años, un talento innato y con un magnetismo increíble. La cámara la adoraba. Y tenía esa extraña capacidad de defender cualquier tipo de conducta para su personaje sin que a nadie le molestara. Si ella lo interpretaba, la gente lo aceptaba como normal. Y eso era oro. Y por eso se podía permitir el lujo de decir y comportarse como le diera la gana, tanto con los hombres, a los que volvía locos, como en el plató. Y además la tía tenía gracia, aunque les trajera a todos por la calle de la amargura. Lo que más valoraba Quique de ella era que con esa inconsciencia que la caracterizaba era capaz de soltar por esa boca cualquier tipo de burrada sin pensar en las consecuencias. Para Quique era una fuente de inspiración inagotable, y siempre acababa robando muchos de sus comentarios y actitudes, aunque generalmente no lo hacía para caracterizar al personaje que ella interpretaba, prefería emplearlos en los adolescentes. Era mucho más creíble. Excepto esta vez. Esta vez, con la trama de la cocaína y el sexo, se había inspirado en ella y se lo había dado a su personaje. Tal vez por eso Alba estuviera enfadada y tal vez por eso no quería interpretarlo. Tenía que aclararlo, disculparse y convencerla de que se atreviera. La necesitaba de aliada. De ella iba a depender que esa trama continuara o no.

Quique había empleado todo el fin de semana, desde la comida con Sandra, en sólo dos asuntos: intentar localizar a la actriz y conseguir que el chico del Cam 4, el pelirrojo con esos labios perfilados como de dibujo manga o de modelo francés, con esa mirada entre desvalida y perversa, que se había desnudado para él y que no conseguía quitarse de la cabeza, se conectara al Skype. Hacía mucho que no le ocurría eso con un desconocido, ese tipo de obsesión. Y una vez más reflexionó sobre los misterios del deseo. ¿Qué diferenciaba ese encuentro casual y a través de la webcam de todos los cientos que había tenido? ¿Qué tenía de especial ese chico y por qué había despertado en él ese entusiasmo, esas ganas de vivir y, sobre todo, esa imperiosa necesidad de encontrárselo de nuevo?

Aunque tuvo toda la tarde del sábado el Skype conectado y lo miraba a cada rato, el chaval no se conectó. Y, por fin, el domingo por la mañana, cuando ya creía que el chico le había dado un nombre de usuario falso, lo vio conectado. Y sin dudarlo le saludó. El chico tardó bastante en contestarle y, cuando lo hizo, además de arrancarle su nombre con mucho esfuerzo —Sergi, se llamaba—, necesitó todo su poder de convicción para que el chico conectara la cámara. Finalmente lo consiguió, pero con la promesa de que la conversación no durara más de diez minutos, porque el chaval había dormido muy poco, estaba muy cansado y quería echarse en la cama. Cuando Quique vio su rostro, se dio cuenta de que el chico no mentía. Tenía ojeras y mala cara. Aun así, seguía manteniendo intacto su atractivo y su poder de seducción. Su belleza era un milagro, pensó Quique. Aunque era verdad que el cansancio no sólo se reflejaba en su rostro, su actitud era muy distinta de la del día anterior. Estaba apagado, ¿triste? Cuando Quique se lo hizo notar, Sergi se excusó diciendo que había sido una noche larga e intensa.

—No me digas que te acabo de conocer y en una noche ya te has enamorado de otro.

—Qué va. Todo lo contrario.

—Mejor.

—¿Mejor por qué?

—Porque así aún tengo esperanzas —soltó Quique.

—Para eso tendría que verte primero —le dijo Sergi.

Quique no había conectado su cámara y le hablaba escribiéndole. Antes de atreverse a encenderla, se miró en el espejo para evaluar su aspecto. Al hacerlo, decidió cambiarse de camiseta. Mejor una que resaltara su cuerpo y le diera un aspecto más juvenil para que el chico no se asustara. Se probó cuatro distintas a toda velocidad antes de dar con una que le satisfizo. Y por fin conectó la cámara. Se comunicaban alternando la voz y la escritura. A veces hablaban y a veces escribían, sin que se estableciera una pauta concreta para cambiar de método de comunicación.

—¿Me ves? —preguntó Quique.

—Sí.

—¿Y te gusta lo que ves?

Sergi tardó en contestar y escribió:

—No sé.

Vaya. No era la mejor respuesta, pero tampoco la peor. Un «no sé» se podía convertir con mucho trabajo en un tal vez, y de un tal vez a un primer encuentro en la vida real no había tanta distancia. Y Quique era un maestro en convertir las dudas iniciales en triunfos. Y lo que le excitaba era sin duda la mejor parte de todo el proceso.

Sin embargo, por mucho que Quique sacó toda su artillería pesada, el chico estaba muy lejos de sentirse impresionado. Se le iba a escapar. Hasta que de repente vislumbró una posibilidad, y fue cuando el chico le preguntó el porqué de su nick: Guionista 30. Y ahí Quique se entregó. Y le contó que se había puesto ese nombre porque era su profesión y que llevaba tiempo escribiendo series.

—¿Alguna que conozca?

—Puede.

Quique sabía cómo hacerse el remolón. Si controlaba los tiempos en un capítulo para conseguir alargar la tensión, también sabía hacerlo en una conversación de chat.

—Dime en cuál.

—Es que no me gusta hablar de mi trabajo. Es muy aburrido —mintió Quique.

—Mentiroso. Si no te gustara hablar del curro, te habrías puesto otro nick.

Touché —reconoció Quique. El chaval, además de tener esa belleza escandalosa, no era tonto.

—Venga, no te hagas el interesante y cuéntamelo.

Tabula rasa.

Sergi, al leer ese nombre, se quedó sin palabras. Y luego negó.

—Anda ya. No me lo creo.

—¿Por qué no?

—Porque es imposible que yo esté hablando con uno de los guionistas de esa serie.

—Con uno de los guionistas, no. Con el creador.

—¿Con el creador? Peor me lo pones.

—¿Por qué? ¿Tanto la detestas?

—No, lo digo porque no tiene ningún sentido que seas él. ¿Qué iba a hacer el creador de Tabula hablando con un chaval cualquiera por Skype?

—¿Y quién ha dicho que seas un chaval cualquiera? No hay nada en ti que sea ordinario.

—No desvíes la atención. Te digo que no puede ser.

—¿Sabes por qué sé que no eres un chaval cualquiera? Porque además de tus labios perfectos, tu mirada traviesa y triste, tu pelo naranja hábilmente despeinado, pones tildes cuando escribes.

—Tonterías. Y te estás poniendo muy cursi.

—¿Ves? Mira qué bien puestas las tildes. Así que aquí estamos, yo diciéndote que no eres un chaval cualquiera y tú sin creerte que soy quien digo que soy.

Y entonces Sergi le pidió algún tipo de prueba. Y Quique, por más que lo intentaba, no conseguía convencerle. Le pidió que buscara su nombre en IMDB, pero para Sergi eso no probaba nada. Luego que buscara alguna foto de él en internet. Pero Sergi sólo localizó una muy borrosa. Quique hasta le enseñó su DNI, pero ni aun así le creyó.

—Tu nombre puede coincidir con el del creador. Tal vez haya muchos Enrique Manzano. No es un nombre tan raro.

Y cuando Quique estaba ya a punto de enviarle una foto con varios de los actores en el plató, Sergi recibió un mensaje en el móvil que lo cambió todo.

—¿Qué pasa? —preguntó Quique—. ¿Has recibido una mala noticia? ¿Se ha muerto alguien?

—No, no, sólo es un amigo —le dijo Sergi—. Me pregunta por qué me fui de la fiesta sin despedirme.

—¿Y por eso se te ha puesto cara de funeral?

—Tío, ha sido muy guay hablar contigo, en serio, casi consigues que me olvidara de la noche de ayer, pero... Te tengo que dejar.

—Espera, espera... Si quieres, me puedes contar qué te ocurrió anoche. Y por qué te has puesto así. A veces contarle las cosas a un desconocido ayuda.

—Pero tú no eres un desconocido, ¿no? Eres famoso.

—Ah, ¿ahora ya me crees?

—No lo sé, pero me tengo que ir. Adiós.

Sergi cerró la conexión con su cámara.

—¿Te conectas luego? —escribió Quique.

—No lo sé. Chao —tecleó Sergi.

Y una vez escrito eso, Sergi se desconectó del Skype.

—¡Mierda! —gritó Quique. Con lo bien que iba, al final por culpa de un mensaje se había ido al garete todo lo conseguido. El guionista no se pudo quitar de la cabeza al chico en toda la mañana. Intentó distraerse, pero nada lograba sacarlo de su obsesión. Probó con un capítulo de El Ala Oeste de la Casa Blanca, sin embargo, ni el presidente Bartlet ni ninguno de los personajes le hicieron olvidar al chaval. Y eso que la serie era el mejor antídoto contra sus diversas obsesiones. Quique dejó el capítulo a medias e intentó concentrarse en el trabajo. Volvió a llamar a la actriz pero siguió sin obtener respuesta.

Por fin, a mediodía, Alba le llamó.

—¿Dónde está el fuego, maricón? Que me has dejado más mensajes que el hijoputa del Charlie. Y mira que yo pensé que a ese no le ganaba nadie a pesado.

El Charlie era su ex, un campeón de boxeo que siempre volvía a la carga, empeñado en que le diera otra oportunidad. Y ella se negaba: «Tiene un rabo estupendo, pero es muy cansino, y que yo ya estoy a otra cosa. Que boxeo ya he tenido para tres vidas».

—Nos tenemos que ver, Alba. Me tienes que hacer un pedazo de favor.

—¿Tiene que ser hoy?

—Hoy mejor que mañana.

—¿Curro o placer?

—Contigo siempre es placer —dijo el guionista.

—No me seas moñas. Contéstame: ¿es del curro o quieres que te ayude con algún churri?

—Oye, que aquello sólo fue una vez y era porque estaba muy mamado y tú te ofreciste.

—Pero bien que cayó el guaperas ese, ¿o no? Si lo que este par de tetas no consigan... Amortizaditas las tengo.

—No seas burra. Es una cosa del curro.

—Pues casi preferiría que fuera personal. Pero venga, nos vemos. Eso sí, yo tengo un cumpleaños esta noche. ¿Te vienes?

—¿De quién es el cumpleaños?

—Del Óscar.

—Qué pereza, Alba. Si a mí también me invitó, pero van a estar todos los chavales... Y ya sabes cómo se ponen los actores con tres copas, que si quítame esa frase, que si dame más trama, que si...

—Pues tú ni caso. Si quieres verme, va a tener que ser ahí. Porque por mis ovarios que el Oscarini cae esta noche.

—¿Te quieres follar a Óscar? Pero si es un chaval.

—Habló de putas la tacones. ¿Tú no te lo tirarías si pudieras o qué?

—Es hetero.

—Pues eso, y yo una tía. Y aún tengo las tetas en su sitio. Así que mejor me doy prisa antes de que se me empiecen a caer. Que a mí me quedan como mucho cinco años, siete en el mejor de los casos, para poder tirarme a todos los tíos que quiera. Y no voy a perder ni una ocasión.

—Vale, voy al cumpleaños, pero déjame que vaya a buscarte a tu casa y te cuento de camino.

—Vale, y tráete algo. Que estoy bajo mínimos y tengo al otro en Panamá.

Quique sabía muy bien qué significaba llevar algo. Cocaína.

—¿Pero tú no habías bajado el ritmo? —preguntó.

—Claro, igual que tú.

—Ya lo tengo todo previsto, tonta. He pillado de sobra.

—Ay, si es que eres un amor. A las once en mi casa. Si vienes a las diez, te hago un gazpachito. Huy, mejor no, que a esa hora aún va a estar el Charlie por aquí.

—¿Pero no habías pasado del Charlie?

—Claro, pero llevo todo el finde a pan y agua. Y él tiene pan para rato.

—Lo tuyo es muy fuerte.

—Es que no quiero ir muy ansiosa al cumpleaños. Para que caiga Óscar es mejor ir relajadita y que no se me note. Tú ya me entiendes.

—Como para no entenderte. Te explicas como un libro abierto.

—Venga, un beso, maricón. Te veo luego.

II

Quique se pasó por casa de Alba a las once y media, no quería encontrarse con el boxeador. Las pocas veces que lo había visto se había sentido muy incómodo a su lado. Los dos se esforzaban por buscar temas de conversación en común y la cosa siempre acababa en desastre. Quique no sabía nada de boxeo, ni de fútbol ni de coches, que eran los únicos temas que apasionaban al otro, además de las chicas. Y el boxeador intentaba hacerse el culto y el interesante hablándole del libro que estaba leyendo: El código Da Vinci, y que le estaba durando lo suyo. «Es que no veas la de páginas que tiene». A lo que Quique siempre le contestaba: «Muchas, sí, de ahí que lleves ocho meses leyéndolo». Y el otro, sin pillar la ironía, asentía. Claro que un día se iba a dar cuenta de que Quique se mofaba y le iba a meter un guantazo de los que te llevan al otro barrio sin pasar antes por urgencias.

No sirvió de nada la estrategia de llegar media hora tarde. El boxeador estaba en casa de Alba y, de hecho, fue él quien le abrió la puerta. Iba en calzoncillos.

—¿Qué pasa, Quique? ¿Vienes a por mi princesa? Te la dejo porque eres julandrón, que si no...

Quique se limitó a sonreír. A veces era lo mejor.

—Pasa, pasa. Alba sale ahora, que se está maqueando. ¿Qué tal todo?

—Bien, ¿tú? ¿Qué tal ese boxeo?

—Ahí vamos. En el último combate me partieron tres costillas y perdí una muela, pero tenías que haber visto al otro.

—Je...

—A ver si un día te vienes con Alba a verme pelear. Que siempre tengo un par de asientos en primera fila para los colegas.

—A mí es que lo de que me salpiquen de sangre no creas que me gusta... Lo encuentro demasiado underground. Y yo soy más mainstream.

—Lo raro que hablas siempre, colega. Oye, recomiéndame un libro.

—¿Ya te has acabado El código Da Vinci?

—A puntito. Me quedan unas cincuenta páginas. No me cuentes el final, ¿eh? Que te meto.

—No, si yo no lo he leído.

—No me jodas, con lo listo que tú eres.

—No te creas, engaño mucho.

—Qué cabrón — le dijo Charlie mientras le daba una palmaba en la espalda que casi tiró a Quique en el sofá.

Alba salió de la habitación. Estaba radiante. Apenas llevaba maquillaje y el vestido podía ser perfectamente de H&M, pero con los taconazos y la melena al viento bastaba para derretir el hielo de los polos.

—Y que tú al verla no te plantees lo de tu mariconismo... —le dijo el boxeador.

—No seas simple, Charlie —le riñó Alba—. Que a cada combate que peleas parece que pierdes más neuronas.

El boxeador se rio.

—Y es que encima es graciosa la condenada.

Charlie se abalanzó sobre ella para abrazarla.

—Ni me toques con esas manazas que me arrugas el Dolce.

—¿A qué hora vas a venir?

—Prontito, que mañana me recogen a una hora inhumana para llevarme a plató.

—Guay, pues si quieres me quedo aquí y te espero.

—De eso nada. Tú a tu casita, que ya has tenido bastante ración de la Blanco por hoy.

El boxeador miró a Quique.

—Se hace la arisca pero está loquita por mí.

III

—A él le hace ilusión creérselo y mientras se le levante... —le dijo Alba en el ascensor.

—Claro, para qué te vas a complicar la vida.

—Sí, con él todo es muy simple.

—Como para no serlo.

—¿No estarás llamando tonto a mi Charlie? —ironizó Alba.

—¿Al Premio Nobel de Boxeo? Para nada.

—No me hagas reír, que con este vestido no me da. A ver, ¿qué era eso tan importante que tenías que decirme? Pero antes ponme una raya.

—¿En el ascensor?

Y Alba por toda respuesta dio al botón de parada.

—Así ya no nos molesta nadie.

Quique se hizo dos rayas generosas que a Alba le parecieron pequeñísimas.

—Pon más, no me seas rata. Y cuéntame.

—Pues... Me ha dicho la productora que tenías problemas con la nueva trama. Y me ha sorprendido bastante, la verdad. Porque tú no eres de las que se quejan por esas cosas.

—Es que te has pasado un rato largo.

—¿Por qué?

—Porque no veo yo a mi personaje, a Cris, metiéndose rayas.

Quique observó cómo Alba decía eso mientras inhalaba una raya kilométrica.

—Sí, sería superincreíble. Vamos, Alba, no me jodas. Si lo harías divinamente.

—Que no es por mí, que es mi nuevo representante, que lo ha leído y dice que no le conviene nada a mi carrera.

—¿Perdona? ¿Y ese qué va a saber lo que le conviene o no a tu carrera? Si tienes carrera, es gracias a esta serie, joder. Que eras modelo de Pronovias, coño.

—¿Así pretendes convencerme?

—Perdona, perdona... es que hay cosas que me sulfuran.

—¿Hace cuánto que no echas un polvo?

—Antes de ayer —dijo Quique

—No, pero uno bueno, digo. De los que te quitan todas las tiranteces de la cara.

—¿De esos? Meses. Por no decir años —dijo Quique con cierto dramatismo.

—Pues eso hay que solucionarlo.

—Antes mejor solucionamos lo de la trama, que me preocupa más.

Pillaron un taxi y el taxista se pasó todo el trayecto mirando a Alba por el retrovisor. Tan concentrado iba en la chica que casi chocó con un coche de policía.

—Tú, que te comes a los maderos —espetó Alba.

—Te estaba mirando y sí, ahora que has hablado, sé que eres tú. ¿No eres la de esa serie?

—Esa misma.

—Un poco guarra.

—Eh, sin faltar.

—No digo tú, la serie —se disculpó el taxista.

—Pues las quejas aquí al colega, que es el que la escribe.

—Ah, perdón —dijo el taxista mirando a Quique.

Quique apenas se inmutó.

—No, si ya está acostumbrado —remató Alba.

—Es que hay mucha promiscuidad y abuso de sustancias —argumentó el taxista.

Alba miró a Quique sin acabar de creerse lo que había soltado por esa boca el taxista.

—Mira, nos ha salido crítico el hijoputa. —Y encarándose al taxista, le preguntó—. ¿Y qué? ¿En la vida no hay promiscuos y la peña no se mete de todo?

—No, si yo en el taxi he visto cada cosa...

—Pues eso. Cuando llegaron a la discoteca, una de moda cerca de la plaza de Callao, se encontraron a los actores disfrutando a tope de la fiesta. Los relaciones públicas les habían reservado medio local para ellos solos, y así no eran incomodados por los fans. Alba saludó a todos los compañeros de trabajo en la distancia. No quería que ninguno le arrugara el vestido. Quique, sin embargo, se paró con cada uno. Por mucho que dijera que le aburrían, en realidad le encantaba de vez en cuando dejarse querer. Óscar Antunes, el actor cachitas que cumplía diecinueve años, se acercó hasta él.

—¡Qué guay que hayas venido! ¿Me has traído regalo o has hecho como el resto?

Quique se dio cuenta de que ni se le había pasado por la cabeza e improvisó lo mejor que pudo.

—Claro que te lo he traído, pero no te lo puedo dar aquí delante. En el baño mejor.

—Guay. ¿Keta, pastis o MDMA?

—Coca.

—Genial, también me vale.

El chico le pasó varios tiques para copas. Y Quique enseguida se fue a la barra para hacer uso de ellos. Cuando llevaba dos cervezas, tres gin-tonics y cuatro o cinco promesas a diversos actores de que revisaría sus tramas para darles más papel, Alba se acercó acompañada de Óscar.

—¿Vamos al baño?

Ya en el servicio, después de que Alba cerrara la puerta con pestillo, Quique le dio una bolsita con dos gramos a Óscar.

—Dime que mañana no trabajas.

—Sí, pero a las doce.

—Vale, pues controla y que no se entere nadie de la serie que te lo he regalado. Que es lo que necesito, que se corra la voz de que voy regalándole coca a los chavales.

—Eh, que cumplo diecinueve, que no soy ningún chaval. —Y mirando a Alba, le dijo—: ¿A que no, profe?

—Vuélveme a llamar profe y te meto una leche.

—Al chaval le gusta meterse en el papel, no le culpes. Y en la serie eres su profe —terció Quique.

—Coño, es que si me llama profesora, a mí me corta el rollo. Porque me imagino dándole clases y se me quitan las ganas de meterle mano.

—¿Tienes ganas de meterme mano? —preguntó Óscar muy sorprendido.

—A ver a qué te crees que he venido —sentenció la actriz.

—Cuánta sutileza —ironizó el guionista—. Menos mal que querías que no se te notara, Alba.

—¿Me das las bolsita? —preguntó el actor a Quique.

—Claro —le dijo él pasándosela.

—Dale un beso en los morros para agradecérselo —soltó Alba.

—No digas tonterías, Alba —protestó Quique.

—No, si a mí no me importa —dijo Óscar haciéndose el moderno. Y sin cortarse, le plantó un pico en los labios al guionista.

—¿Eso es un beso? —preguntó Alba—. Un beso es esto.

Y sin más, Alba besó a Quique como si le fuera la vida en ello.

—Así se agradecen dos gramos de coca —sentenció—. Venga, que yo te vea.

El chaval dudó. Y cuando ya se estaba acercando a los labios del guionista, este se apartó.

—Oye, que yo le he regalado eso porque es su cumple, no para que me lo agradezca de ninguna manera.

—No, si no me importa —dijo el chaval acercándose de nuevo a los labios del guionista.

—Que no —dijo Quique. Aunque se estaba muriendo de ganas.

Y entonces, Alba, con las dos manos sobre los hombros del chico, lo apartó del guionista.

—Pues nada, ya aprovecho yo ese beso.— Y diciéndolo, cogió la cara del chico y se llevó sus labios a la boca.

—Yo mejor os dejo solos —sentenció Quique.

—Espera, espera, nos metemos una raya y luego te vas —dijo Alba.

Quique salió del baño dejándoles allí a lo suyo. Lo que Alba se proponía, Alba lo conseguía. Quique se sentía orgulloso de no haber accedido al beso con Óscar, estaba muy bueno y era el sueño húmedo de las adolescentes de todo el país, pero mejor no complicar las cosas. Bastante mal se sentía habiéndole regalado dos gramos como para añadir a su malestar ese morreo por obligación. Y conociendo a Óscar, que siempre se las daba de moderno, pero luego era más cateto que el boxeador, mejor que no hubiera pasado nada.

En la discoteca los chavales ya se empezaban a ir. Muchos madrugaban al día siguiente, les esperaba un día duro con diez secuencias por delante que grabar y querían estar frescos. Aunque en la prensa de cotilleos se hicieran eco continuamente de las fiestas salvajes de los chicos, en realidad casi todos eran unos trabajadores infatigables que se tomaban en serio su oficio. No había otra manera además de aguantar el ritmo de una serie. Desde fuera todo parecía glamour, pero desde dentro, al final era un trabajo como otros. Incluso más esclavo de lo que muchos se imaginaban. Y a veces a Quique le sorprendía que chavales tan jóvenes tuvieran esa disciplina y esa capacidad de trabajo. Madrugaban, se pasaban mil horas en plató y cuando llegaban a sus casas tenías páginas y páginas de diálogos que memorizar. Leo, la chica que interpretaba a Rebeca, fue la primera en despedirse del guionista.

—Me voy.

—¿Ya?

—Sí, que ruedo la primera, y ligerita de ropa. Enseño carne, así que me tienen que dibujar el tatuaje, y no veas lo que tardan las de maquillaje en hacerme la pistolita.

—Tenía que haberme inventado un tatuaje más sencillo, ya lo siento.

—No te preocupes, si ya estoy acostumbrada. Ha sido genial verte, Quique. A ver si te dejas caer más.

—Si fueran todos como tú, lo haría.

—¿Por?

—Eres de las pocas que no me ha dado la tabarra con los guiones.

—Pero eso es porque no bebo y, al no ir borracha, no estoy tan suelta como los otros. —Y bromeó—: Pero un día te cojo por banda y ya verás. Un besito.

Cuando ya no quedaba casi nadie, Alba le abordó sin separarse de Óscar.

—¿Dónde está la peña?

—Se han ido ya.

—No jodas, panda de aburridos. ¿Y ahora qué hacemos? Yo no me puedo ir a casa así, con este subidón. Y este —señaló a Óscar— tampoco.

—¿Tú no madrugas? —preguntó Quique.

—Sí, pero no necesito dormir mucho. Ya me conoces —le dijo Alba—. ¿Nos vamos de chill out a tu casa? —le preguntó al guionista.

—¿Ahora?

—Venga... Y así me acabas de convencer de lo de esa trama. Además, a Óscar se lo tienes que decir. Que la cosa también va con él.

—Vale. Pero sólo un rato.

Quique había aceptado por una razón. Por mucho que quisiera engañarse a sí mismo argumentando que era por motivos profesionales, en realidad tenía una esperanza, que una vez que estuvieran en casa los tres, pudiera coincidir en el Skype con Sergi y que viera a Alba y a Óscar y así convencerle de que era quien decía ser.

Quique les rogó que no hicieran ruido al subir por las escaleras, que era la una de la mañana de un domingo y los vecinos ya estarían durmiendo. Abrió la puerta de casa y Logan salió a recibirles entre ladridos. Alba lo cogió con una mano.

—Chuchín, venimos a hacerte compañía.

Quique les hizo pasar. Además de Alba y Óscar, se habían apuntado tres o cuatro personas más, y Pepe, el vecino del segundo, al que se habían encontrado en el portal y que era amigo de Quique. Alba enseguida ejerció de anfitriona sin serlo y sirvió copas a todo el mundo. Conocía la casa del guionista, y sabía dónde encontrar las bebidas.

—Óscar, guapo, estírate y pon unas rayas para todos.

Quique encendió el ordenador con la excusa de poner música y conectó el Skype. Pero Sergi no aparecía conectado. Mierda.

Cada quince minutos Quique se acercaba al ordenador para comprobar si el chico se asomaba. Y Alba, cansada del trajín que se traía Quique, se levantó del sofá donde estaba acurrucada con Óscar y se acercó al guionista.

—¿Se puede saber qué te pasa? La fiesta está ahí, no aquí.

Y justo en ese momento, casi por arte de magia, Sergi se conectó al Skype. Alba estaba a punto de volverse al sofá, pero Quique la retuvo.

—Alba, espera, que quiero que saludes a alguien.

Quique pinchó sobre el símbolo de llamada y en menos de dos segundos la ventana con Sergi al otro lado se abrió.

—¿Y este niño quién es? —preguntó Alba.

—No es un niño, tendrá la edad de Óscar. Es un amigo. Salúdalo.

—Este no llega a los dieciocho, te lo digo yo.

—Que sí, tonta. Saluda.

Alba saludó con un gesto al chaval.

—Hola, amigo de Quique, ¿cómo te llamas?

Sergi, desde el otro lado, abrió bien los ojos, sorprendido de encontrarse al otro lado a una de las profesoras de Tabula rasa.

—¡Cristina!

—No —le corrigió—. Cristina es la pavisosa a la que interpreto.

—Sergi, te presento a Alba. Alba, Sergi.

—Encantada, guapo.

—Dile quién soy yo —le pidió Quique.

—¿Tú? ¡Quique! ¿Quién vas a ser?

—Ya, pero dile a lo que me dedico.

—A dar mucho por culo, se dedica. Literal y metafóricamente hablando. ¿El tuyo ya lo ha catao?

—¡Pero serás bruta! —le chilló Quique empujándola y quitándola de la pantalla—. Ni caso, que lleva un par de copas.

—Y lo que no son copas —puntualizó Alba asomándose de nuevo.

Quique volvió a apartarla y le pidió que se fuera al sofá. En ese momento Óscar se acercó a ellos.

—¿Con quién habláis?

Y Sergi, al ver a otro de los actores, el más cañón de la serie, no pudo reprimir una sonrisa de emoción.

—Coño, ¡César!

—Óscar para los amigos. ¿Quién eres?

—Hosti, cuando lo cuente mañana en clase, no me van a creer. Es que no me van a creer.

Óscar miró a Quique buscando una respuesta.

—¿Nos has traído para presumir?

—Oye, que habéis sido vosotros los que habéis insistido en venir.

Alba intervino y miró a la pantalla del ordenador.

—Oye, estamos de fiesta aquí con el míster creador, ¿por qué no te vienes?

—¿Ahora? —preguntó Sergi.

—Claro. A no ser que estés en otra ciudad, o en otro país, claro.

—No, vivo por Batán.

—Pues eso es casi otro país —sentenció Alba.

—Qué va —dijo Quique—. Si en metro se llega en quince minutos. Vente. Si quieres, claro.

—Ojalá pudiera. Pero es la una de la mañana. No hay manera de que mi madre me deje salir un domingo a estas horas.

Alba le hizo un gesto a Quique cargado de intención.

—¿Ves? Madre de por medio. Menor.

Quique la ignoró y se dirigió al chico.

—Pero seguro que tu madre está ya durmiendo. Te puedes escapar sin que se entere.

—Ni de coña, está pegada a la tele. No hay manera.

—Bueno, pues otro día, que aquí Quique tiene muchas ganas de conocerte en persona —le dijo Alba y luego miró al guionista—. Porque a este fijo que aún no te lo has tirado. Si al final siempre te salvo yo la papeleta.

Quique volvió a empujarla.

—Eso, tú encima trátame a empujones.

Quique obligó a Alba y a Óscar a que volvieran al sofá y se quedó charlando con Sergi.

—¿Qué? ¿Ya me crees?

Sergi sonrió asintiendo.

—Una pena que no puedas venir —dijo Quique—. Se ha liado una buena en mi casa.

—Bueno, pero podemos charlar por aquí.

Alba acababa de subir el volumen de la música.

—¡Dame diez minutos y soy todo tuyo! —dijo gritándole al chico para que le escuchara con el follón.

Quique necesitó más de diez minutos para echar a todos de su casa, porque ninguno se quería mover.

—¿De verdad que nos quieres echar ya? —protestó Alba—. Ya te has encaprichao del crío, ¿no? Y quieres intimidad. Pero si aquí no te molestamos. Y estamos la mar de a gusto.

Quique miró desesperado a su vecino Pepe. Y este salió al rescate.

—Si queréis, podemos seguir en mi casa. Es dos pisos más abajo.

Y con eso convenció a todo el mundo, y Quique pudo finalmente quedarse solo. Aunque antes de que Alba saliera por la puerta le hizo jurar que no pondría pegas a la trama de la cocaína.

—Claro que no, tontorrón. Si siempre haces de mí lo que quieres.

Quique le dio un beso en los morros en señal de agradecimiento.

—Y no estéis hasta las mil que mañana vosotros dos curráis.

—Que sí, papá.

Quique cerró la puerta y se sentó enfrente del ordenador, volviendo a saludar al chico, que, para su alivio, le había esperado pacientemente.

Estuvieron hablando casi hasta el amanecer. De la serie, de la vida, de ellos dos. De todo, menos de lo que le había ocurrido a Sergi la noche anterior en casa de Mauro. La conversación era cada vez más estimulante, a veces se hacía íntima, a veces divertida, a veces se ponía guarra, y Quique consiguió que el chico se pusiera su traje de kárate y luego un casco de rugby que tenía en la habitación, y también le enseñó una pistola de fogueo, porque a Sergi le flipaban los monopatines, las cámaras, el deporte y las armas. Y Quique pensó: «¿Por qué nunca se me ha ocurrido un personaje gay así de especial?».

A las siete de la mañana Quique le arrancó la promesa de que al día siguiente se encontrarían.