10
La vuelta a clase
I
Asia no soltó prenda durante el desayuno. Se había hecho la remolona en la cama para acortar lo más posible la charla con sus padres. Petra insistía e insistía en preguntar.
—Mamá, que voy a llegar tarde a clase.
—Me da igual, Asia. Si llegas tarde, te fastidias. ¿Dónde te metiste todo el día? ¿A ti te parece normal desaparecer? ¿Y por qué no me contaste que ibas a una fiesta? ¿En qué estabas pensando?
—Mamá...
—¿Y cómo se te ocurrió ir por la noche a la Casa de Campo? Como si no supieras lo peligroso que es. Menos mal que apareció un coche de policía... ¿Cómo se te ocurre, de verdad?
Y como Asia seguía sin decir nada, la madre insistió.
—Contéstame.
—Mamá... —protestó Asia malencarada.
Pablo dio un golpe en la mesa que sorprendió a todos por su violencia.
—Ni mamá ni leches, contéstale a tu madre.
—Lo siento, ¿vale? No sé qué me pasó.
—Bebiste, claro —sentenció Petra.
—Sí, mamá, en las fiestas se bebe.
—Pero no a los dieciséis —dijo Petra.
—Llevo bebiendo desde los catorce, joder.
—¿Yo puedo beber a los catorce? —preguntó Rómulo.
—Rómulo, vete a por tu mochila.
—Siempre me pierdo lo mejor...
Rómulo salió de la cocina fastidiado por no poder asistir al drama mañanero. Pablo tomó las riendas de la conversación.
—¿Cómo que bebes desde los catorce? Eso es mentira. Lo estás diciendo por fastidiar.
—Lo que tú digas. Si vas a vivir más feliz en la ignorancia, puedes creer que no he pasado nunca de la cola light.
—Vale, bebiste, ¿y qué más?
—Nada más. Me desperté muy tarde y... Nerea no estaba y quería hablar con ella antes de venir a casa.
—Ella me dijo lo contrario, que cuando se despertó tú ya te habías ido.
—¿Y a quién vas a creer? —gritó Asia a la defensiva.
—Pues no sé, Asia, no sé. Desde que vas con esa chica eres otra.
—Mamá, soy otra porque ya no tengo doce años. Y ya siento no ser lo que tú quieres que sea. Me voy a clase.
Asia se levantó. Pablo la cogió del brazo.
—Siéntate. De aquí no te vas hasta que no te demos permiso.
—Tú ya no vives en esta casa, así que no me des órdenes. —Y más que decirlo, Asia parecía haberlo escupido.
Pablo se sorprendió de esa reacción tan cargada de ira. No es que fuera la primera vez que Asia estallaba, al fin y al cabo esos estallidos eran propios de la edad y había que llevarlos lo mejor posible, pero lo que le había descolocado era que le hubiera echado en cara que ya no vivía allí.
—¡Asia! Trata con respeto a tu padre.
—Me voy. Mamá, dile que me suelte.
Pablo se dio cuenta de que aún la tenía sujeta por el brazo. Abrió sus dedos y Asia se marchó de la cocina.
—Lo hemos hecho genial —ironizó Petra.
Asia gritó desde su habitación:
—Mamá, ¿dónde me has puesto el bañador? Hoy tengo la competición, joder.
Pablo seguía alucinando y se encaró a su exesposa.
—¿Vamos a dejar que nos hable así?
—Es su manera de defenderse. Ya sabes lo que dicen, la mejor defensa es un buen ataque. Tenemos que ser más listos que ella y no entrar al trapo.
Petra se levantó y se acercó a la habitación de la chica.
—Lo tienes en el armario, en el primer cajón, con la ropa interior.
—¿Y por qué lo pones ahí? Es un bañador.
Petra inspiró una bocanada larga para no responder una barbaridad. Tenemos que ser más listos. Tú, como si nada. Sé comprensiva.
—¿Tú crees que hoy estás con la cabeza y el cuerpo para nadar?
—Sí. Tengo que ir, me juego mucho.
Asia abrió el cajón del armario y metió el bañador en la bolsa. Cuando estaba abriendo la puerta de casa, su madre la interrumpió.
—Papá y yo iremos a verte.
—Haced lo que queráis.
Y sin más, Asia se fue del piso dando un portazo.
—Esa niña lo que necesita es un buen cachete —dijo Pablo sin poderse contener.
—Va a ser un poco tarde para ir de padres intransigentes y antiguos.
—¿Pero tú has visto cómo nos ha tratado?
—Paciencia, Pablo. No nos queda otra. ¿Te veo en la piscina a las ocho?
—Yo no creo que pueda ir a verla. Tengo clases. Y ya falté ayer.
—Es tu hija, Pablo. Y aunque parezca lo contrario, ahora mismo nos necesita pegaditos a ella.
Pablo resopló.
—A ver qué puedo hacer...
Petra entró en el cuarto de su hija. Y le extrañó ver el colchón de la cama sin las sábanas. El edredón estaba en el suelo, pero las sábanas no. Se acercó al cuarto de la plancha y vio que Asia las había metido en la lavadora. Tuvo un mal presentimiento, su hija jamás cambiaba las sábanas a no ser que ella le obligara a hacerlo ya fuera a base de chantajes o de amenazas. ¿Por qué lo habría hecho esta vez? Las sacó de la lavadora. Las examinó. Y vio unas manchas negras, como de tinta. Y estaban mojadas. Notó un olor que le resultó familiar.
—¿Qué haces?
Pablo se había acercado hasta allí. Petra, por un momento, pensó en ocultárselo, pero acabó diciéndole la verdad. Necesitaba compartirlo con alguien.
—Se ha meado en la cama.
II
Asia sabía que en el colegio iba a encontrarse con todos los de la fiesta. Con Nerea, con Mauro, con Sergi, con Gus, con Andrés. Mauro y Sergi iban a su clase, los demás no. Con Nerea coincidía en natación. Si no se la encontraba por los pasillos, la vería por la tarde en la piscina. Asia no tenía claro si quería cruzarse con ella antes o no. No sabía cómo comportarse. Quería enfrentarse a ella, echarle la bronca, que le explicara por qué había sido tan cerda de acabar abrazada a Mauro, pero tal vez lo mejor fuera obviar el tema. Hacer como si nada hubiera pasado. Borrar toda esa noche y todo el día siguiente de la cabeza. Aunque conociendo a los chicos, puede que ya se hubiera corrido el rumor de lo que había sucedido en la fiesta.
Asia recorrió los pasillos con miedo, intentando averiguar en las miradas de los demás si ya estaban al corriente de todo. Pero o disimulaban de maravilla o aún no se había corrido la voz.
Vio al fondo del pasillo a Andrés en su silla de ruedas. El chico, al verla, dudó, no sabía si saludarla o no, acercarse o no. Pero antes de que tomara una decisión, Asia la tomó por él y se escapó por un pasillo. Aún era demasiado pronto para enfrentarse a la verdad.
Se encaminó a su clase. Se sentía como si hubiera pasado un siglo desde el viernes. Le habían ocurrido tantas cosas... Y sin embargo, en el colegio todo parecía igual que antes del fin de semana. Ella había cambiado, los demás no. Y era extraño. Como venir de un viaje largo y descubrir que todo sigue en el mismo sitio, todos hacen las mismas cosas, y tú, que vienes con la mochila cargada de mil vivencias que te han transformado, no tienes más remedio que adaptarte a esa realidad, la misma que habías dejado cuando te fuiste, aunque tú ya seas otra.
Antes de entrar a clase se topó de frente con Nerea. Esta sonrió con alivio al verla. Aunque enseguida frunció el ceño en clara señal de desaprobación.
—Tía, ¿dónde coño te metes? Ya pensé que te habían asesinado.
—Llego tarde, Nerea.
—Pues pasa de la primera clase y te vienes a fumar un piti.
—No.
A Nerea le sorprendió la negativa de su amiga. Siempre accedía a sus deseos.
—Venga, vente y me cuentas. Que menudo cirio has montado, tu madre estaba atacada. Y contagió a la mía. Numerazo, numerazo. Ya te vale.
—De verdad, que no quiero hablar. Y menos contigo.
—¿Conmigo por qué? ¿Yo qué tengo que ver en todo esto? ¿Es porque no me fui contigo de la fiesta?
—No quiero hablar de esa noche.
—¿Se puede saber qué coño te pasa? —preguntó Nerea, haciéndose la tonta, como queriendo quitar importancia a lo que había pasado en el jacuzzi. Pensaba que si lo trataba de manera trivial tal vez acabara contagiando a su amiga. Pero enseguida se dio cuenta de que la estrategia no estaba dando resultado.
—Que me olvides, Nerea, que yo como si me hubiera muerto. Va a ser lo mejor para las dos.
Asia dio media vuelta y se dispuso a entrar en clase. Pero Nerea la cogió del brazo.
—¿Tú de qué vas? ¿Te crees que puedes pasar así de mí? ¿Y de esta manera? Como si yo te hubiera hecho algo.
Asia se revolvió con fuerza.
—No me toques. No me vuelvas a tocar en tu puta vida. ¿Te enteras?
—Tú no estás muy bien de la cabeza, tía.
—¿Yo? ¿Y tú? —Asia entonces la imitó con mucho desprecio—: «Que paso de Mauro, que a mí el tartaja no me gusta», y te faltó tiempo para acabar abrazadita a él.
Nerea entonces respiró aliviada. No era el jacuzzi lo que le preocupaba, era el abrazo de Mauro. Si era por eso, la cosa tenía fácil arreglo.
—Ah, ¿estás cabreada por esa tontería? Pero si fue él, ya ves tú. Me vio dormida y se arrejuntó. Si yo flipé cuando vi que el muy baboso me tenía agarrada una teta. Menuda bronca le cayó, le puse de vuelta y media.
—No te he pedido explicaciones.
—Ya, bueno, pero yo quería aclarártelo. Y que no voy a permitir que tú y yo nos cabreemos por esa tontería.
Nerea le sonrió como sólo ella sabía hacerlo. Siempre le daba resultado. Con todo el mundo: con sus padres, con sus amigas, con los chicos con los que salía, pero, sobre todo, con Asia. Por eso se quedó helada al descubrir que su sonrisa, en vez de surtir efecto, había despertado la ira de su amiga.
—¿Pero quién te crees que eres para decirme lo que me vas a permitir y lo que no? Olvídame.
El profesor de mates les llamó la atención.
—Asia, ¿entras o te quedas fuera?
—Voy. —Miró a su amiga—: Como si estuviera muerta. Para ti, lo estoy.
Y entró a clase. Nerea se quedó con un palmo de narices. Y enseguida reaccionó. Le mandó un whatsapp a Mauro: «Asia está que muerde. A ver si la puedes tranquilizar».
Mauro, que ya estaba dentro de clase, oyó el pitido de su móvil y leyó el mensaje justo cuando Asia se sentaba en su silla.
El chaval se pasó toda la hora mirando de reojo a la chica. Se sentía mal, muy mal. Había pasado el domingo con una sensación extraña que se había acrecentado por la noche en el centro comercial durante la charla con Nerea. Y entonces el mal cuerpo había dado paso a una culpabilidad intermitente. Por momentos creía que todo lo del jacuzzi había sido un error, una gran cagada, una ida de olla, pero al rato volvía a justificarse. No lo habían empezado ellos, a ellos jamás se les habría ocurrido. Vale que luego se entregaron como si no hubiera un mañana. Pero ahora lo importante era que Asia había aparecido, estaba entera, de una pieza. Ahí delante de él. Todos podían seguir con sus vidas como siempre. Pero si nada malo había ocurrido, ¿por qué cada vez que la miraba sentía una punzada de desprecio hacia sí mismo?
Tan pronto el coñazo de Fito, el profe de mate, se fue de clase, Mauro se acercó a la chica.
—Asia, nos tenías acojonados. Que bien que hayas aparecido.
—Oye, que sólo estuve unas horas por ahí. No sé a qué viene tanto drama.
—Estábamos preocupados. Sobre todo yo.
—Ya, tú, seguro —dijo con toda la ironía de la que fue capaz.
—Sí, yo. ¿Qué pasa? ¿No me crees?
La profesora de física acababa de entrar. Generalmente tenían unos diez minutos de descanso entre clase y clase, pero el Fito se había alargado, cómo no, en la suya, y de ahí que se hubieran quedado sin sus minutos de asueto.
—¿Hablamos luego? —le preguntó Mauro.
—No sé, no creo que haya mucho de lo que hablar.
—Yo sí que quiero hablar contigo. —Mauro le sonrió—. Aunque no te lo creas, no he dejado de pensar en ti desde el sábado. No sabía que eras tan... —buscó la palabra precisa, pero se acabó decantando por un... — guay.
—Claro, y por eso te dormiste abrazado a Nerea. —Asia se arrepintió al instante de haberlo dicho, porque de verdad que no lo quería decir, tenía que estar por encima de todo eso, pero no pudo evitarlo.
—A ver... qué remedio, si a ti no había quien te separara de Andrés. Que parecíais pegados con Loctite.
La profesora empezó la clase pidiendo a todo el mundo que se sentara. Mauro volvió a su sitio. Asia había recibido la información de Mauro como si le acabaran de dar un mazazo. ¿Sería verdad? ¿Ella pegada a Andrés? Lo cierto es que se había despertado a su lado en el fondo de la piscina. Miró a Mauro desde su asiento. Tal vez no sería mala idea tener una charla con él y que le contara exactamente lo que había ocurrido.
Al acabar la clase, Mauro le propuso saltarse la siguiente hora e irse por ahí. Asia aceptó. Cómo no iba a hacerlo. Llevaba todo el curso deseando que ocurriera algo así.
Con él, con Mauro.
Lo que pasó durante ese paseo fue algo imprevisible para los dos. Estaban debajo de uno de los túneles de peatones llenos de grafitis que se utilizaban para pasar de un lado a otro de la carretera de Extremadura. Olía a orín y a humedad. Mauro, sin saber muy bien por qué, le propuso algo inaudito, como si él mismo no fuera dueño de las palabras que estaban saliendo de su boca.
—Tía, ¿por qué no quedamos un día de estos para ir al cine o dar una vuelta? Tú y yo. A ver qué tal.
Mauro no era así. Él nunca pedía una cita de manera tradicional. Lo suyo siempre era mucho más espontáneo, le salía solo. Sin pensar. Desde los trece fue consciente de su atractivo, del poder que su belleza ejercía sobre todos. Se sentía seguro, y un ganador en ese terreno. Lo de seducir venía de serie en él. Y no le costaba ningún esfuerzo. Atraía, era un hecho consumado, y a él le gustaba ese efecto, por eso apenas necesitaba palabras para acercarse y conseguir a la chica que quería. Mauro había perdido la virginidad a los trece y nunca había entendido todas esas películas americanas en las que la única trama era la obsesión de los chavales por echar un primer polvo y lo difícil que les resultaba. Para él había sido la cosa más sencilla del mundo. Todo en su cuerpo parecía emanar sexualidad y sus amigos le envidiaban, él lo sabía, y por eso siempre se mostraba generoso con ellos. Les ayudaba para que consiguieran a las chicas, y usaba todo su encanto, ya no sólo para hacer de celestina con ellos, sino que, si era necesario, alentaba encuentros a tres o cuatro bandas para que los más torpes pudieran mojar. No sólo lo hacía por generosidad, a él también le ponía mucho estar, por ejemplo, en un coche, con una tía dale que te pego y que en el asiento de atrás estuviera un colega con otra también a lo mismo. Mirarse en su desnudez, compartir ese momento, incluso intercambiarse a las chicas, no había nada más excitante. Lo había probado por primera vez a los quince. Y ya no hubo marcha atrás. Le gustaba jugar, y mucho. El sexo romántico, el de las películas, enseguida le aburría, y pocas veces le excitaba. Lo divertido era probar, cuantas más cosas mejor, y ahí estaba el reto, porque lo otro, lo de conquistar a un chica, estaba demasiado tirado y por eso mismo tenía muy poca gracia. De ahí que, aunque había sido Nerea la que había alentado el juego del jacuzzi, si la cosa había ido para adelante, había sido gracias a él. A él no le importaba desnudar a sus amigos, y rozarles la polla o el culo. Y aunque jamás se había imaginado follando con un tío, en un momento dado sí que le excitaba la idea de ver a sus colegas entregados a unas pibas. Y también le gustaba guiarles, con la voz, o incluso con las manos, para que hicieran todo lo que les volvía locas. Así que Mauro podía decir que un cuerpo masculino no le excitaba por sí mismo, pero tampoco le daba miedo. ¿Acaso no tenía entre las piernas lo mismo que ellos? ¿Qué más da si se la tocaba a otro? ¿Se iba a desintegrar? Y además, lo de las pajas compartidas lo había empezado a hacer a los doce, así que esto sólo era un paso más. Y Mauro sabía que tenía que ser él quien iniciara o alentara la situación, para que sus amigos, menos expertos, más cortados, menos osados, más temerosos, fueran capaces de entrar en el juego sin sentirse incómodos. O para que simplemente se atrevieran.
Así era Mauro, y por eso se sorprendió al proponerle algo tan tradicional a Asia.
Y Asia respondió a esa petición de una manera incluso más extraña. Sólo en sus sueños se había imaginado a Mauro diciendo algo así. Y sin embargo, de sus labios salió un: «No sé». De repente había algo que no, que no encajaba. Como si todo hubiera cambiado.
Mauro, para convencerla, se acercó a ella y la besó. Y Asia entonces, de manera automática e involuntaria, lo apartó con los brazos. No sabía si era por el beso en sí, por el lugar en el que estaban, por el olor desagradable del túnel, pero sintió algo muy parecido al asco.
—¿Qué haces? —protestó ella—. Te he dicho que no lo sé.
—Perdona, pensé que lo deseabas más que yo.
—No lo sé, Mauro, no lo sé. Tampoco hay que forzar las cosas.
—Ah, que ahora vas de estrecha.
Asia sintió un deseo intenso de golpearlo. Pero se contuvo.
—¿Y tú de qué vas? ¿De subnormal? —Y más que una pregunta, había sido un escupitajo.
Mauro se dio cuenta de que con sólo un adjetivo había fastidiado todo lo que había conseguido hasta ese momento. E intentó sonar lo más sincero y arrepentido que supo. Porque lo estaba.
—Perdona, perdona. Que sólo quería decir que lo del sábado moló. Que fue flipante y que no sabía que eras así. Pero nada, tú a tu ritmo. Tómate el tiempo que quieras, claro.
Asia se dio cuenta del esfuerzo de Mauro por reconducir la conversación e hizo un esfuerzo por serenarse.
—Ahora prefiero volver sola a clase. Si no te importa.
—Vale, vale.
Durante el camino hasta el colegio, Asia intentó ordenar sus pensamientos y descifrar todo el torbellino de emociones que estaba sintiendo. Deseaba a Mauro, pero también le repelía. Seguía siendo el chico más guapo del mundo, pero, de pronto, había algo en él que le chocaba... ¿Qué era? ¿Por qué no se acababa de fiar? ¿Por qué de repente esas prisas por querer salir con ella? ¿Y por qué había sentido ese rechazo tan rotundo cuando él había posado sus labios en los suyos?
Mauro, por su parte, también estaba dándole vueltas a todo lo ocurrido. ¿De verdad quería salir con Asia? Si nunca se había fijado en ella. ¿Por qué de repente ese interés y ese empeño? ¿Quería mitigar lo ocurrido o tal vez imponérselo como penitencia? Si se sacrificaba y salía con ella, todo volvería a ser como antes del sábado. ¿Era eso? ¿O era una manera de demostrar que si ella accedía a salir con él todo estaba bien?
Pero no tenía una respuesta. Sentía que pisaba un terreno desconocido para él y que a cada paso que daba tenía que tener cuidado de no ser engullido por arenas movedizas.
Asia se fue sintiendo peor a lo largo de la mañana. No estaba a gusto dentro de su piel. Se volvió a sentir sucia, asqueada de sí misma. Y, en medio de una clase, tuvo que pedir permiso para salir al baño.
Allí vomitó.