4 de abril, 1875

Repaso cuanto escribí hace tres días y lo guardo definitivamente, aunque no atine a decir por qué lo conservo. Desde mi vuelta a Madrid, no sueño con la desconocida, miope y enjuta, que comparte mi cama —sopla un viento de la sierra… —, ni con la terrible pesadilla del asesinato de Cánovas. Pensando en don Antonio a punto de morir, como lo veo en mi sueño, visito a escondidas a Romero Robledo, nuevo ministro de Gobernación.

Francisco Romero Robledo, el pollo de Antequera fue ministro de Fomento con Amadeo. Dicen que en 1868, huidos nosotros de España, escribió en la fachada de la Casa Aduana, de la calle de Alcalá: Cayó para siempre la raza espuria de los Borbones. Hoy se proclama el más devoto vasallo de la Monarquía. Le invento una historia de habladillas, oídas en Sandhurst, sobre un fanático y solitario asesino anarquista, llamado Michele Angiolillo. Aclamado yo rey, habría jurado venirse a Madrid a matarme a mí o a algún prohombre, vengando en un magnicidio escandaloso la eterna opresión del poder político y la injusta existencia de los privilegiados. Me descree Romero Robledo; pero nada pregunta. Toma notas en una cuartilla mientras me mira con sus ojos burlones de feriante trapacero. Asegura que investigará en las cédulas de la policía y en los archivos del ministerio.

Fuera de mi sueño, no existe Angiolillo, ni hay nadie fichado por tal nombre aquí o en Italia. Nadie en absoluto.