RELACIÓN DE ELENA SANZ

Ya transcurrieron doce años y más, desde la muerte del rey. Hoy resolví ordenar aquellas cartas, que guardo en una caja de zapatos de La Belle Jardinière, sujetas con un bramante violeta. No solo dispondré los escritos de su puño y letra, sino también las copias de los que obran en poder de mi letrado, don Nicolás Salmerón. Llegó el día de aviarlos y ajustarlos, porque al fin los leo sin que me arranquen las lágrimas ni el rencor me queme el alma.

Su última esquela procedía de El Pardo. Como toda la correspondencia anterior, la alijaron en la valija diplomática y vino a través del palacio de Castilla. La acompañaba un apunte de Morphy, aconsejándome sosiego y valor. Ni el rey ni Morphy fecharon sus billetes. Pero, naturalmente, eran posteriores al treinta o al treinta y uno de octubre de un año terrible, 1885, cuando él se retiró a El Pardo, donde iba a morir como siempre lo había presentido.

No obstante, dijo que esperaba desempeorarse y también curar muy pronto. Me escribía para tranquilizarme y desmentir por anticipado falsos rumores. Mucho habla la gente y siempre le resulta más placentero desearle el mal que el bien el prójimo. De hecho, añadía, empezó a recobrarse y aletear en el campo. Si no vendo salud, al menos me repongo. No creí ni una sola palabra de todo aquello. Tuve la certeza de que muy pronto, en breves días, habría fallecido. No lloré entonces, porque el desconsuelo por su muerte y el resentimiento por el escarnio, que fueron nuestras vidas, no me abrumaron hasta que partióse de este mundo.

Tampoco él prestaría fe a su mejora. Quizá y sin quizá, sabía sus horas contadas. Terminaba ambiguamente: En cualquier caso, todo será para bien. Recuerda lo que te escribí una vez acerca de Bécquer y Casta, su mujer. Pero antes de proseguir con Bécquer, o de regresar a aquel poeta como volveré algún día, siempre a propósito del rey y sus cartas, precisaré a grandes rasgos lo que refiere o relata su correo. O, puesta a abreviarlo, de que no tratan jamás los papeles de aquel hombre, del padre de mis hijos.

Por ejemplo, nunca me habla de su familia. Ni de su mujer, la reina María Cristina, ni del nacimiento de las infantas. Al hijo que hubo de aquel matrimonio —Alfonso como él— no llegaría a verlo vivo. Por supuesto, habida cuenta de mis celos y de las airadas querellas que sostuvimos por su vida de crápula, tampoco menciona a Adelina Borghi ni a ninguna de aquellas coimas y cortesanas, de alto o bajo estrado, con quien compartía las noches, casi hasta la vigilia del día en que se lo llevaron, por última vez, a El Pardo.

Aunque de pasada o al margen, comentaba su mala salud. Quería quitarles hierro a sus catarros y resfríos, casi bromeando a propósito de percances y recaídas. Así me escribió el 10 de noviembre de 1883: Tardé en contestarte, porque otro trancazo volvió a encamarme una semana entera. Pasaba el tiempo pensando en ti y en aquel final de verano de 1878, cuando la fiebre me extravió el juicio en tu casa de la cuesta de Santo Domingo y empecé a desbarrar. Me cubrí de gloria y más vale olvidarse de mis despropósitos. A las vueltas del tiempo, quisiera que tú, Julio y hasta Prudencio me hubieseis perdonado la escena de que fuisteis testigos. Concluía asegurando sentirse entonces la mar de bien y completamente repuesto. Al fin libre de la maldita fiebre, que tanto me abruma si no me derrumba.

Al mes, el 15 de diciembre, decíase recobrado de otros males, sufridos a fines de noviembre y a poco del resfriado. El doctor Tomás Santero y Moreno, catedrático de la asignatura especial de enfermedades del pecho, en la Facultad de Medicina de la Universidad, le diagnosticó una pleuresía reumática del lado derecho, con catarro bronquial de mediana intensidad, y una artritis de la misma naturaleza, también en la pierna derecha. Todo desaparecióse en pocos días, sin otra consecuencia que el cansancio propio de tantos achaques y destemples, de los cuales le dieron de alta en un par de semanas.

El 12 de abril del año siguiente, sábado de Gloria, me escribía Guillermo Morphy que el augusto señor guardaba cama, aunque su estado no ofrecía mayores cuidados. Lo indispuso el relente de la Casa de Campo, cuando presenciaba unas maniobras militares. Al principio, optó por callarse la calentura y los sudores, que lo asaltaban de madrugada. Pero el Viernes Santo lo acostaron los escalofríos y los altos accesos de fiebre. Al filo de otras dos semanas, vinieron nuevas del propio Alfonso.

Al fin parece que me rehíce. Aunque ande caduco, como si acarrease un siglo a espaldas, voy a abrir las Cortes. Espero que no me mate el discurso, que es largo, enrevesado y pedante, al estilo de todos los de Cánovas. No es para contarte lo ocurrido últimamente. Después de Pascua, parecía libre de causones. Pero reaparecieron y también tuve un pequeño vómito de sangre. No te alarmes, porque Santero no le atribuye más importancia que la de una simple hemorragia bronquial. La cortaron en seguida con sales químicas y otros auxilios ordinarios, como dicen los médicos en su sabia jerga. Me administran tartrato ferricopotásico y sulfato quínico. De todo ello, añadía, obtuvo el conocimiento de un término técnico: epistaxis. Era un leve flujo por la nariz, que lo incordió a ratos por unos días, hasta que se las ingeniaron por cohibirlo.

Menguaba julio y no recobró el ánimo, aunque dejase de toser y emblanquecerse, como un espíritu enjalbegado; valga su propia expresión. Los médicos le mandaron al balneario de Betelu. Allí, cabe la carretera de Pamplona a San Sebastián, supusieron que las aguas sulfurosas y cloruradas, ricas en sodio, le ayudarían a reforzarse. Desde las termas, me escribió en seguida. Tenemos dos fuentes, que serán milagrosas a juzgar por sus nombres legendarios. A una la llaman Iturri-Santu o Fuente Santa y a la otra Dama-Iturri. Por mi cuenta, la volví a bautizar manantial de Elena Sanz. De aquí me vuelvo inmortal de alma, si no de cuerpo, y acaso cure la desabrida melancolía, que me pisotea de un tiempo a esta parte.

Callóse la hilada de festejos, que el director médico de Betelu y las autoridades navarras daban de continuo durante su estancia. En vez del reposo prescrito, pechó con una ristra de bailes y giras. No solo trepó a la cumbre de San Miguel, en una larga y fatigosa escalada, que me indignó al leerla en la prensa de París, sino, a recato de los periodistas pero no de los rumores, mantuvo en aquellas caldas un breve amorío con una tuberculosa. A tales extremos alcanzaba la insensatez de su lascivia.

No obstante, a mediados de agosto, pudo partir de Betelu y bordear, con la reina, la costa y las plazas de Galicia y Asturias, en unos ejercicios de la Escuadra. Al año siguiente me escribió que aquellas maniobras no le sentaron demasiado bien. De nuevo las interrumpieron galas y fiestas, de las que regresaba tarde a bordo para amanecer en cubierta al rayar el alba. El Cantábrico, confesaba, se hiela y agrisa en un santiamén a primeros de setiembre. A escondidas del país, tomó a acatarrarse y a encaramarse destemplado. Aquel octubre, levantó cabeza en La Granja y en El Pardo. No volvería a hablarme de su salud hasta el otro otoño, el último de su vida, cuando encerróse en El Pardo con el alma en los dientes.

Sobre todos sus males, siempre tratados con desenfadada ironía, prevalece en las cartas la preocupación por la política y sus tenebrosos altibajos. Le sobresaltó profundamente el asesinato de Alejandro II, el zar libertador El 13 de marzo de 1881, clausurada o al ocaso una revolución como la suya, fallida por hecha a medias al parecer del rey, lo acabaron las bombas de los nihilistas al paso de su carroza, cuando venía de firmar presurosas reformas. Hicieron carne de Prim y de Alejandro II en parecidas emboscadas, añadía una posdata. Talmente como si el destino se plagiase con leves variantes, entre San Petersburgo y Madrid. Por su parte, tenía él la certeza de no ser víctima de otro atentado, después de los fracasados regicidios de Oliva y Otero González. Cómo alcanzó tan incuestionable certidumbre, nunca lo supe ni se dignó a contármelo.

Si bien sorprendido y azarado por la tragedia de San Petersburgo, aquel hombre incoherente e incomprensible —¡el padre de mis hijos, Señor!— recapitulaba con perversa complacencia los varios intentos de magnicidio, que sufrió el zar hasta que lo despedazaron las gentes de Narodnaia volia, la voluntad del pueblo. Ya en 1866 trataron de matarlo y en 1879 estuvieron a un tris de volarlo, en el tren imperial. Al año siguiente, un par de explosiones derribó un ala entera del palacio de Invierno. Cuando finalmente lo acabaron, había sobrevivido un primer atentado; pero cayó en seguida, hecho trizas por la última bomba.

Alejandro II empezó su reinado en 1855, dos años antes de que naciera Alfonso en el palacio de Oriente. A la vuelta de otros seis, firmaba el edicto que abolió la servidumbre. Mejor sería anularla desde arriba que verla derogarse desde abajo, dijo como si se esforzara redimirse y justificarse a sí mismo. Aunque parezca imposible, nueve décimas partes de la tierra rusa pertenecían al Estado y a los nobles, como cuarenta y siete millones de almas eran siervos sujetos a la gleba o al hogar de sus señores.

La abolición de la servidumbre fue un engaño mayor que el nuestro, cuando rescindimos la esclavitud en Cuba —proseguía el rey—. De forma teórica, todos los siervos lograban su libertad y los de la gleba recibían tierra propia para cultivarla. Asumió el Gobierno las indemnizaciones debidas a la nobleza. Pero los libertos obligábanse a compensar al Estado, desagraviándole, durante cuarenta y nueve años. En otras palabras, mudaron de dueño y siguieron sujetos a su deuda por casi medio siglo.

Desdoblaba la hoja la larga carta sin fecha, del 20 o del 25 de marzo de 1881. En los últimos años, dispersáronse por los campos de la madre Rusia centenares de agitadores, predicando la condena de la autocracia y el triunfo de la libertad. Me escribió el rey que los muzhiks les prestaban poco caso, en su ciega fe al cielo y al zar. Si les pedían hervir el agua antes de bebería, al rebrote del cólera en los pueblos, replicaban los campesinos: Si Dios hubiese querido que bebiésemos agua hervida, bajarían bullendo los ríos.

Frente al movimiento de Tierra y Libertad, cuyos extremistas de Narodnaia volia predicaban el magnicidio, recurrió el emperador a una dura represión policiaca. Orillando la justicia, más confiaba en los esbirros que en los tribunales. Irónicamente, si rebeldes e incendiarios soliviantaban en vano al campesinado, tampoco su caza y acecho encontraba apoyo en las ciudades. Allí la burguesía y las profesiones liberales creían insuficientes y engañosas las reformas zaristas. En aquellas circunstancias y aunque la Voluntad del pueblo hizo público un plazo de dos años, para ejecutar a Alejandro II, optó él —comme d’habitude, tu sais, ma chérie— por la revolución a medias. Quiso pergeñar un proyecto que diese a luz a un cuerpo deliberante y consejo consultivo del Gobierno libremente elegido. Acababa de autorizar su creación, cuando le sacaron los tuétanos.

Por encima del destino de Alejandro II, quien yacía en el seno de sus mayores con la eternidad por almohada, pensaba el rey en los tronos de Europa. No pudo por menos de preguntarse si no iba a anticiparse de hoy a mañana el incendio revolucionario, que auguraba para el próximo siglo el archiduque de Austria: una hoguera expiadora, donde arderían las Cortes y Coronas, desde el Polo al Pirineo y desde Siberia al mar Tenebroso, aunque a la postre vana sería la fogata expiadora, puesto que la revolución devoraríase a sí misma y prevalecerían la iniquidad y el dolor humano, bajo otras formas y especies. Acaso el asesinato de San Petersburgo apresurara de un solo tirón la gran catástrofe, como a veces se extiende y contagia el suicidio a través de los pueblos.

No obstante, me temo que esta Restauración nuestra termine de un modo distinto y más consonante con las viejas tradiciones nacionales. Me refiero, claro está, a una revuelta armada en toda regla o a una intentona triunfante. Aunque los tiempos sean mudadizos, ciertos imperativos de la simetría parecen exigirlo. Piensa, por ejemplo, que la primera reina de la nación fue una Isabel. Y otra Isabel, mi madre, es la última soberana desposeída hasta la fecha. Si Sagunto trajo mi reinado, una similar justicia histórica exige que otro golpe me destrone.

En las cartas que siguieron a la muerte del zar, me contaba que Cánovas nunca le perdonó a Martínez Campos su pronunciamiento. Hombre de tan escasos escrúpulos como don Antonio, siempre se opuso a situaciones y oportunidades impuestas por las armas o las barricadas. Sagunto —le dijo Cánovas del Castillo al rey en varias ocasiones— est la mauvaise consciente de la Monarchie; el remordimiento de vuestra Restauración. Si su majestad me perdona el galicismo.

Aun en marzo de 1879, mientras pasaba Martínez Campos a presidir el Consejo, fue Cánovas a felicitarlo y reiterarle la disconformidad con su rebelión. General, tarde o temprano el Derecho termina por imponerse siempre en la historia. No hay razón alguna para que ustedes, los militares, se atribuyan el privilegio de anticiparlo. En su fuero íntimo, me confesaba el rey su desacuerdo con semejante principio, que Cánovas y Martínez Campos le citaron por separado. Acaso pensando en el duque de Sesto, cuando le dijo en la adolescencia que la historia carecía de sentido, preguntábase qué providencia amparaba al Derecho con prerrogativas, que no fuesen concedidas a la revolución o a la asonada militar.

Sin embargo, al transcurso de los años, se le hacía más y más arduo pensar en la Restauración como en un Estado de Derecho, todo en mayúsculas, sabes, y no, lisa y llanamente, como en un sistema sostenido con alfileres y suavizado por la venalidad y las corruptelas. Acaso por ello, cada tentativa republicana, a cual más disparatada, lo sorprendía poco menos que anheloso de su triunfo. En el fondo, parte de mi ser, o del adolescente extravagante y lleno de contrastes que todavía era, identificábase con los rebeldes. No por su republicanismo, supongo, sino por mi instintiva afinidad con la épica uniformada, entre el piafar de los caballos, el flameo de las banderas y el toque de los clarines al alba.

Llevóse el diablo la primera asonada: la del comandante Isidro Vallarino del Vilar, el 8 de agosto de 1878, en Navalmoral de la Mata, provincia de Cáceres. Al grito de ¡Abajo los consumos municipales y viva la República! se echó al campo aquel quijote con treinta o cuarenta soldados. En menos que canta un gallo, lo cercaron y lo prendieron veinticuatro quintos. El resto de los rebeldes, con Vallarino a la cabeza, fugóse a Portugal. Creyó el rey que tamaña barrabasada no era sino el estrambote de una conjura más vasta y más seria, cuyos hilos manejaba y sostenía Manuel Ruiz Zorrilla desde Ginebra, proscrito de Francia por la tercera República. Fue la conspiración un batiburrillo de distintas gentes, desde espadones como Miguel Gándara y José Lagunero, hasta un antiguo presidente de la República: tu abogado Nicolás Salmerón.

También supuso al general Serrano y duque de la Torre, involucrado en la intriga. De ayer acá, vigilaba discretamente la Policía sus tratos con Cristino Martos. Hombre de Ruiz Zorrilla en Madrid, decía sostenerse Martos a honesta distancia de la Restauración. Según me recordaba el rey, ya maquinaron y fueron del brazo al molino Serrano y don Cristino contra Figueras, durante la República. Quisieron juntar los batallones más monárquicos de la milicia en la plaza de toros, sin que de todo ello sacasen otro partido que el destierro. En los tratos que precedieron la extravagancia de Vallarino, Martos ejerció funciones de consejero y correveidile entre el duque y Ruiz Zorrilla.

A instancias suyas, acudió Ruiz Zorrilla a Biarritz desde Suiza y sostuvo largas conversaciones con Serrano. A Cánovas le delataron sus confidentes que Ruiz Zorrilla propuso al general Gándara como uno de los mandamases de la trama y Serrano ofreció a Lagunero. Aunque tres años antes decíale don Antonio al rey que el duque de la Torre solo ambicionaba un buen fuego en la lar, para sus años invernales, retoñaría en el general con título de alteza el sueño dorado de presidir la segunda República. No obstante, siempre según versión de los fisgones, desencantóse de las propuestas de Ruiz Zorrilla, ante la falta de fondos de la conjura. Limitó su convenio a la promesa de cabalgar, blandiendo la espada, tan pronto estuviera todo listo para el golpe. Mientras, en atención a sus muchos años, volvíase mansamente a las posesiones de Andalucía y aguardaría allí los acontecimientos.

Con más ironía que ira o desengaño, recordaba los trapicheos de Serrano contra el trono a sus espaldas. Cuatro meses antes de la fantochada de Navalmoral de la Mata, lo visitó el duque de la Torre en Aranjuez. Dio en hablarle de trivialidades, sin que ninguno de los dos presintiera cuán pronto iba a entrometerse el general en conspiraciones contra la Monarquía. Aquella misma mañana, a ruegos de Serrano, lo llevó a admirar una pareja pintada en un balcón fingido, sobre el muro de la escalera de servicio de la Casita del Labrador.

Como aquí lo copió puntualmente, en aquel cuaderno de doña Isabel para recoger mis recuerdos y leerlos al igual que si fuesen ajenos, según me dice ella, escribía el rey en su carta sin fecha: Al despedirnos, miré a los ojos a aquel anciano amable y falaz, que fue el primer amante de mi madre y pudo haber sido mi padre. General, vuelva cuando quiera para admirar a ese par de pichones. Aquí le aguardarán siempre encima del rellano. De súbito, en un entramado de encontrados sentimientos, se sorprendió abrazando al duque de la Torre. Inclusive creía haberle dicho: Don Francisco, usted y yo todavía haremos otra campaña juntos. Lo cual, como lo advirtió en seguida, era una gratuita impropiedad o una tontería. Jamás combatieron a la par y por añadidura fue Serrano, en Alcolea, quien precipitó su suerte y la de su madre, cuando los echaron de España en el sesenta y ocho.

De improviso, advirtió que Serrano estaba llorando. En un repentino presentimiento, entretejido con su asombro por el llanto de alguien tan probado y bragado en la guerra, previó inesperadamente que el duque de la Torre moriría desvariando y chillándoles a Cánovas y a Sagasta, para que juntos los tres defendiesen la Corona en una batalla inexistente. En su delirio, también creía Serrano recordarle a Alfonso la pareja pintada en la escalera de la Casita del Labrador. Por todo ello —me dijo en su carta—, al hilo de cuatro meses, se me hizo casi increíble pensar que aquel hombre, de tanta bravura y medias tintas, se hallaba en tratos con otros para traicionarme. Pero supuse entonces que aún volvería a las andadas y me limité a desearle suerte a solas, encogiéndome de hombros.

Fue a cumplirse el destino como lo anticipó en su corazonada, si bien no adivinase que Serrano solo lo sobreviviría por unas horas. Al fallecimiento del rey, hallábase doña Isabel de visita en la Corte, aunque prolongaba las estadías en el palacio de Castilla, detrás de l’Étoile, y reducía los viajes a España. También aquel invierno de 1886, regresó a París a poco de la muerte de su hijo. Yo aguardé hasta finales de enero para darle mis condolencias; pero le puse un billete, que ella misma contestó, presta y cordialmente. Imaginé que un duelo tardío, demasiado largo, la abrumaría con sus pesares y obligaría a volver a vivir, una y otra vez, la tragedia de El Pardo.

A solas me recibió en el saloncillo donde me había acogido trece años antes, cuando me pidió que visitara al príncipe de Asturias en Viena y lo hiciese hombre. Si obró adrede o nos juntó el azar en la misma estancia, no se lo pregunté yo ni jamás pude saberlo. Del techo artesonado colgaba una araña no muy grande, con cinco tulipas. Quebraríase la sexta, sin que nadie atinara a cambiarla. Sobre el diván, donde doña Isabel me sentó a su lado, un corot pendía del muro. Arropada en un chaleco escarlata, una mujer muy parecida a mí leía un libro en aquel cuadro. Si bien regresé al palacio de Castilla en otras ocasiones, nunca volví a entrar en aquella pieza. A veces me siento tentada a creer que la tapiaron o acaso jamás haya existido.

Su majestad me abrazó estrechamente. Pero ninguna de las dos vertió una lágrima. Habíamos vencido y borrado el llanto, mucho antes de aquella tarde. Las varias muertes que vio en la familia curtirían a la señora. En mi desconsuelo, yo me deshice en un planto de perra apaleada, al saber su tránsito. Luego, recordando mi suerte vergonzosa y la humillación que fue mi vida desde nuestro encuentro en Riofrío, me recobré y propuse pensar en él como si hubiese fenecido en otro mundo y en distinta era. Jamás volví a llorarlo.

Preguntó la señora por mis chicos. Prometió verlos pronto, aunque llevaba tiempo sin ir a mi casa. Fue desentendiéndose de aquellos nietos, en tanto crecían. Se hallaba ella en El Pardo cuando sucumbió el rey; pero solo de pasada refirióse a aquella noche aciaga. Contábame lo ya sabido por otras fuentes. El último parte de palacio, diciendo al enfermo en estado relativamente satisfactorio, llegó al público cuando ya había fallecido. En cambio, de forma poco menos que obsesiva, me detallaba la siniestra agonía del duque de la Torre.

—Murió al día siguiente que mi hijo. Yo lo vi por última vez hace dos años, cuando Posada Herrera y Moret, su ministro de Estado, tuvieron el arrojo de mandarlo de embajador aquí, a París, a sabiendas de cómo el felón había conspirado contra la Corona. Querrían alejarlo de Madrid. Pero su horrendo francés y las maneras de su mujer, la harpía de la duquesa, los convirtieron en los hazmerreíres de las embajadas. Recién llegados, los rehuían como la peste. Vino una vez Serrano al palacio de Castilla, a ofrecerle sus respetos a la reina madre, según se hizo anunciar. Me sorprendió por lo achacoso y apergaminado. Tendría setenta años y aparentaba cien. ¿Tú a Serrano lo conociste?

—No, señora. Pero una vez me habló mucho de él su majestad el rey.

—Tampoco te perdiste nada —sacudió la cabeza y fue a embeberse en mudos recuerdos, sonriendo—. ¡La Virgen del Olvido y la Misericordia me valga! Parecen mentira las locuras que una llegó a cometer antes de que tú nacieras. Soy demasiado buena y me apiadé de aquella cacatúa uniformada. ¡Cielo santo, qué viejo estás! —le dije—. ¡Ven acá, hombre, y siéntate a mi lado, para que pueda contemplarte! Hablando, hablando, apoyé la mano en una de sus rodillas por un puro instante volandero. Parecía hecho de encendajas. De leña reseca y quebradiza se le volvió el esqueleto. En fin, a lo que íbamos. ¿Sabes tú cómo murió Serrano?

—Lo ignoro, señora —mentí, anticipando cuanto iba a contarme. En otras palabras, el cumplimiento de la impensada premonición del rey, mientras el duque de la Torre lo abrazaba en Aranjuez.

—Tuvo un final espantoso. Una enfermedad de la circulación le impedía tenderse, ahogándolo cuando se acostaba a descansar. Desde su finca de Escañuela, en Jaén, se lo llevó su mujer a Madrid. Allí le hacían el vacío, pues era una reliquia de otra época. En los pocos días que vivió en la Corte, paseaba por la alcoba como una hiena enjaulada. No tocaba el lecho, para no asfixiarse dormido. Si lo rendía la fatiga, desplomábase en un sillón y cabeceaba unos instantes, jadeando. Yo creo que murió condenado, aunque, gracias a Dios, le dieron todos los auxilios de la Iglesia. ¿Qué piensas tú?

—¡Quién sabe, señora!

—¡En verdad, quién sabe! Perdió la razón en sus últimas horas. Desvariando, iba a tumbos y a ciegas por el cuarto y se daba de bruces con los muros sin que pudieran sujetarlo. Chillando, llamaba a los políticos para que acudieran en socorro del trono desvalido. Luego se creía en Italia, por razones inalcanzables. En nombre de la Corona y de España, conducía ejércitos invisibles por los arrozales y libraba combates imaginarios con fuerzas fantasmas. Me pregunto de quién defendería Serrano al rey, si él mismo traicionó a media humanidad. Primero a mí y después a Prim. Como Dios está en los cielos, juraría que lo hizo matar en connivencia con el chino francés. Luego a la República y finalmente a la Restauración. Cuentan que la duquesa de la Torre estaba furiosa y desolada, porque la muerte de mi hijo arrinconó la de su marido dejándola poco menos que inadvertida.

Cuando salí del palacio de Castilla, se acardenalaban los cielos y amagaba una tormenta. En la calle, detuve un coche de punto. Se entenebrecía la tarde, al filo de una noche muy lóbrega. Apenas cerré la portezuela sobre el alero, fui a toparme con el rey. Permanecía casi oculto y de perfil en el ventanillo, que agrisaban las primeras rociadas. Recuerdo llevaba zapatos de puntera cuadrada, botines de un beige desteñido y un ramillete de violetas en el ojal. Me impidió aturdirme o asustarme una súbita fatiga, que a duras penas sostenía la voluntad con dos agujas en el centro de mi ser.

—Creí que habías muerto en noviembre —por lo tranquilo y pausado, me asustó el tono de mi voz—. No esperaba encontrarte en París esta tarde.

—Morí. Pero esto no tiene importancia ni merece la pena recordarlo —sacudía la cabeza—. Mourir, ça ne vaut pas la peine. Tu sais, ma chérie?

—No, lo ignoraba. Pero tampoco sabrás que el general Serrano falleció disparatando y en la creencia de que batallaba por tu causa, como lo anticipaste en una de tus cartas. Pereció al día siguiente de tu muerte.

—Pues sí. Sí lo sabía.

—Esta tarde fui al palacio de Castilla, para darle el pésame a tu madre. Se preguntaba doña Isabel de quién querría defenderte Serrano, cuando él vendió o trató de traicionar a medio mundo, incluyéndote a ti.

—¿De quién sería? —sonrió—. De sí mismo, evidentemente. Contra sus mañas, ambiciones y alevosías echó los pechos e hizo lo imposible por ampararme. En el fondo, fue un desventurado.

Pensé que la mayor desdicha no era de Serrano, sino solo mía. Con nadie podía compartirla, en este o en otro mundo. De tejas arriba o de tejas abajo. Ciertamente, no con el rey ni con mis pobres hijos, sus bastardos. Me rendía el agobio y caí a pedazos en el asiento, entornando los ojos. El tapizado del respaldo olía a habano y a algalia. La mollizna convirtióse en aguacero y descargó el cielo sobre el fiacre. El caballo cruzaba los charcos al trote y sonaba el pavimento como si una jauría abrevara en el arroyo, chasqueando la lengua. A mi lado, murmuró algo que no alcancé a comprender.

Había escampado la noche de invierno, cuando nos detuvimos frente a mi casa. En el coche de punto, eclipsóse el rey como si yo lo soñara o él no hubiese muerto. Le dije a la doncella que me acostaba temprano y omitía la cena. Madame, il y a des rognons de veau aux nouilles et gâteau aux noisettes! Sintiéndome exhausta, tampoco quise ver a los niños. Desnuda de pies a cabeza, como en Riofrío, me deslicé entre las sábanas y adormecí en seguida.

Al borde de unas pesadillas ensolapadas, comparecióse la mujer de Corot: la del chaleco carmesí bajo la araña de tulipas incompletas. A su libro, entreabierto por la portada, le distinguía claramente el título. Lo disminuía o borraba el sueño, aunque no supe entonces si dormía o alucinaba. Si fue ilusión o desvarío mi encuentro con el monarca, en el fiacre de la Rue Dumont d’Urville. Recuerdo haberle preguntado a la nada: ¿Era en verdad mi amante y el padre de mis hijos quien vino a mí? ¿O fue aquel calco suyo, que él me decía compareció en Madrid, por amaño del infierno o prodigio de los cielos, pidiéndole que moderara sus desmanes?

Buscándole en balde, vivo o muerto, volví a interrogar el vacío. Le pedía que precisara cuándo Gerión —quienquiera que fuese, pues solo por sus locos relatos conocía el nombre— iba a llevarnos en volandas a la isla desierta, con la sima abocada al infierno y al centro del mundo. Siempre balbuciendo a solas, creo haberle dicho a la ausencia del rey que llegado era el tiempo del viaje. Él abdicó la Corona al morirse y yo había dejado para siempre el canto y la ópera.

Dormida, sentí que alguien reptaba bajo las sábanas y entre mis muslos abiertos, cortándome al igual que un cuchillo. A besos como picotazos, pretendía devorarme los ojos. Me penetró en silencio, de una sola embestida, como él solía clavarme en las ansias atropelladas del deseo. Ni ahora ni en Riofrío —pensaba—, aunque nos amemos o finjamos amarnos en mi sueño, tan juntos y unidos como puedan sentirse un hombre y una mujer, no me enardece ni me arrebata.

Siempre igual que en la otra alcoba, la del San Francisco de Ribera y las tres cómodas de palo de rosa, lo encendía y desalaba mi indiferencia. Hendiendo, quiso traspasarme alma y cuerpo. Fijarme para siempre en mi lecho, como una mariposa aliabierta y cruzada por un alfiler sobre un acerico. En Riofrío no pude yo arder porque estaba convencida de que él creía amar a Mercedes muerta, mientras me gozaba. Pero aquella noche en París, estremecida de pánico y no de delicia, comprendí que definitivamente yacía en los brazos aquel doble del rey que entonces, por primera vez, supe se le apareció de veras en palacio y no era falsa ilusión de su locura.

Doliéndose y rugiendo, vínose en mí, pero se borró después de poseerme. Siento haber despertado a medias, por un instante, tentándome las partes. Ardía como si un joven desbocado acabara de vaciarse en mis entrañas. Luego me recogí y traspuse de nuevo. Poco a poco resbalaba por un abismo de tinieblas. Sin desazón ni incertidumbre, se me antojaron aquellas sombras las de la muerte. En tanto perdía la conciencia o la vida, con fatigado desapego, escuchaba su voz: su verdadera voz, que no la de su doble. Desde una lejanía no muy remota, aunque invisible a mi ceguera, llamábame dulce y quedamente por mi nombre casi con tímida tristeza. Elena, Elena mía.