12 de agosto, 1879. La Granja.

Superé el puerto de Navacerrada e íbamos por una de las últimas revueltas antes de La Granja de San Ildefonso, cuando al charabán que conducía se le partió una rueda, volcó y dimos todos en tierra con los caballos: mis hermanas Isabel, Paz y Eulalia, el general Rafael Echagüe, el doctor Francisco Alonso Rubio y yo mismo.

Entre relinchos, chillidos y corridas de nuestra comitiva, dejando atrás los vientos por ayudarnos, levantáronse indemnes y blancos de polvo mis hermanas y el doctor Alonso Rubio. Peor suerte corrimos Echagüe y yo. Al general se le dislocó una muñeca y a mí se me desencajó el brazo derecho. De antuvión, nos sorprendimos riendo como benditos por haber salvado la vida en el aparatoso tumbo. Fugazmente, no pude por menos de anotar el contraste entre nuestras carcajadas y el entierro de mi hermana Pilar al que asistimos en El Escorial. Acaso deba precisarse que ya la habían sepultado cuando llegamos nosotros, temerosos de su pronta pudrición en la canícula de agosto. ¡Tan inesperado fue el dolor de su muerte y tan imprevisible luego la instintiva alegría de la supervivencia!

En rectos y torcidos renglones dispuso la Providencia que no saliésemos peor librados. Repechábamos por la sierra, cuando se le quebró una ballesta al coche. Fue preciso repararla en una herrería de pueblo, roja y chispeante como la fragua de Hefesto. Recién soldado el resorte bajo la caja del carruaje, moderaba la marcha contra mi costumbre a la hora del percance. Asimismo, arcángeles compasivos nos tumbaron del lado derecho y no del opuesto, donde nos habríamos descalabrado por un precipicio.

Previsora, llevaba Isabel un saquillo con unos impertinentes para escudriñar el paisaje, un pañuelo perfumado a pachulí y unas tijeras de bordadora. Con aquellas tijeras, en forma de cigüeña, el doctor Alonso Rubio nos cortó la manga de la camisa y del uniforme a Echagüe y a mí. También me quitó el anillo con el topacio del Brasil que llevaba en el dedo anular de la diestra. Al devolvérmelo, lo guardé en un portamonedas. Entretanto incorporaron las monturas, milagrosamente ilesas en la caída.

—Doctor, diría mi suegro que esta sortija anda embrujada y sujeta a una suerte fatídica. La adquirí para dársela a Mercedes cuando cumpliese los dieciocho años. A su muerte la entregué a mi cuñada Cristina, quien se parecía a la reina, como si fuesen mellizas. También Cristina falleció de tifus en abril y entonces le regalé el topacio a mi hermana Pilar. A ella acaban de enterrarla en El Escorial y yo resolví no separarme de la alhaja maldita. No desafío al destino sino reverencio a mis muertas.

Apenas escuchaba Francisco Alonso Rubio. Impacientábase por llegar a La Granja y ajustamos a mí el brazo y a Echagüe la muñeca, vendándonos y entablillándonos. Me dije para mi gobierno que la fatalidad era el culto ciego a un azar funesto y yo llevaría aquel anillo en El Pardo, cuando me tocara rendir el alma. Luego, meditando otro hado insondable e insensato, pensé que en aquel camino, entre San Ildefonso y Segovia, mudaron de suerte la historia de mi familia y de mi tierra, cuando más de noventa años atrás mi tatarabuela María Luisa conoció a Manuel Godoy Álvarez de Faria y lo hizo su amante.

Mi madre, siempre indulgente con los pecados de la carne, me contó en diversas ocasiones cómo cayóse del caballo Godoy, cerca de La Granja, y lo acogieron en su carroza los príncipes de Asturias. Casi de rebote, iríase a amanecer al día siguiente en la cama de la princesa María Luisa. Mi abuela, que en paz descanse, pues falleció el año pasado, les confesó a mi madre y a mi tía Luisa Fernanda, cuando frisaban la edad de la razón, que su propia madre, Isabel de Nápoles, era hija de Godoy. También fue hijo suyo mi presunto abuelo, Francisco de Paula. Yo enrojecía como un pimiento y mi madre abanicábase con un pericón pintado, mientras recitaba los secretos familiares, que antes me adelantaron Guillermo Morphy y Pepe Alcañices, discretos y adustos, por imperativas razones de Estado. Corría otro agosto, el del setenta y tres, y asumió Cánovas la jefatura de mi causa: del alfonsismo.

—Vete a saber si lo mejor y lo peor de la sangre no lo heredamos de aquel hombre, de Godoy —decía mi madre con suelto desparpajo—. En este sentido, me siento doblemente responsable frente a ti, hijo mío, puesto que cuanto tienes de Borbón te viene únicamente de mí. Soy yo biznieta suya aunque lo sea por detrás de la Iglesia, como también de ocultis es su nieto don Francisco de Asís, quien pasará a la historia como tu padre sin serlo. Parece mentira que mi marido sea hermano de su hermano. Me refiero a aquel loco guapísimo, Enrique María Femando de Borbón, a quien ya olvidaste con los años que llevamos de destierro. A Enrique María Fernando lo asesinó el caín de tu tío Montpensier: el chino francés. Fue un duelo, sí, pero me consta que mi cuñado disparó dos veces al aire, como un caballero, en tanto Montpensier tiraba a matar. Al primer disparo, le saltó la pistola sobre el pecho. Al segundo le voló la cabeza, el muy canalla. Para inri, lo despacharía a los infiernos, ¡el cielo y la santa Virgen del Olvido nos valgan!, pues falleció inconfeso, francmasón y sin la gracia de los sacramentos.

En La Granja, el doctor Alonso Rubio le ajustó la muñeca al general y a mí el brazo. Dijo que acoplarme los huesos iba a dolerme, punzarme y entrepunzarme cruelmente. Le repliqué haber apurado ya el cáliz de todas las desgracias y andar muy curtido y correoso por dentro. Pero, desatendido de mis protestas, me dio una inyección de morfina. Quise pedirle al buen amigo Guillermo Morphy —a quien dicto estas páginas, aunque él desapruebe su papel de testigo y encima amanuense de tantas intimidades— que pasase un parte prudente del percance a Elena Sanz. Por aquellos días, ella iba a dar a luz un hijo mío, mi primogénito. Debía hacerle saber que iría a Madrid para acompañarla cuando estuviera de parto. ¡Así se hundiesen el reino, Sansón y los filisteos! Pero un plácido letargo, parecido al de quien se adentra en un túnel de luz blanquísima, a través de una fresca cascada, me enturbió los sentidos y perdí la conciencia.

Puesto que no me valgo con el brazo entablillado y en cabestrillo, escribe de tu propia mano cuanto te digo, Guillermo. Acaso después de leer atentamente mi dictado, lo dé por cierto como verificamos la memoria de los sueños y de las alucinaciones. Rasguea y emborrona, antes de que me sienta tentado a descreer, a sabiendas de mentirme, lo que vi aquel día en lo más hondo de mi interior. Aquí, en La Granja de San Ildefonso.

Bajo los efectos de la morfina, me supuse despierto y vuelto a Viena. Debo precisarte que no solo estaba en Viena, sino también en el edificio de la Ópera, que tan nuevo era todavía en 1873 cuando me llevaste a ver Die Meistersinger von Nürnberg, Los maestros cantores de Wagner. Tú me contabas que erigieron la Ópera Van der Nüll y Von Siccardsburg, a poco de derribadas las murallas por orden imperial. Grande era tu afán por explicarme cómo concibió el maestro una síntesis, novísima y titánica, de música, épica, escenografía, mito y metafísica; o por hablarme del doble valor, vocal e instrumental, de sus obras donde la orquesta revolucionaba la función de los instrumentos de viento y dividía en diversos grupos melódicos los de cuerda. Con la quisquillosa audacia de un chiquillo, en atolondrada búsqueda de su hombría, repliqué que Richard Wagner era un impostor y en menos de nada darían al olvido sus extravagancias.

En el delirio de la morfina, tampoco tardé en contradecirme. No estás en Viena —concluí—. Ni es eso su Ópera. Si no soñaba, acaso parase en el limbo: con Mercedes y todos los muertos del mundo. Entretanto levantábase frente a mí el rojo resplandor de una amanecida polar, semejante a aquellas que el archiduque imperial, Rudolf de Austria, vio en los bosques de Suecia mientras alboreaba a medianoche. En la aurora, distinguí una alta escalera truncada, que no conducía a ninguna parte. Al pie y ante el arranque de un par de peldaños opuestos e iguales, divisé a mi abuela María Cristina. Sentábase en tierra y llevaba al cuello una de sus anchas lazadas, con que gustaba de emperifollarse en los últimos tiempos, como si fuese la histriona de un circo húngaro. No me sorprendió encontrarla en aquellos ámbitos, puesto que había fallecido en su finca de Mondésir, del Havre de Grace, en agosto del año anterior. Cuando vino a mis bodas con Mercedes, sentíase ya muy achacosa y tuvo que quedarse en Aranjuez.

—No es la vida sueño ni teatro. No hay más drama que la muerte, en este escenario sin límites, donde tú nos contemplas todavía vivo. Ya sea por gracia de Dios o del demonio.

Detrás de mi abuela, sobre aquellos peldaños tan idénticos y confrontados como los de la escalinata de Riofrío, distinguí a mi cuñada muerta, Cristina, y a un hombre a quien tardé en reconocer, asentados los dos a los extremos de la gradería. Tendría él cualquier edad, entre los treinta y la cuarentena. Llevaba botas ajustadas y un terno de gruesa alpaca, aunque habría podido vestir el blusón y las alpargatas de los obreros. La barba cuidadosamente recortada y el pelo cepillado y partido con raya en medio daban medida de su esmero en la apariencia. Turbado, lo identifiqué entonces. Era Juan Oliva Moncosí.

Recordarás tan bien como yo, Guillermo, que Oliva quiso matarme el 25 de octubre del otoño pasado. Acababa de regresar de Ávila, Valladolid, Logroño y Zaragoza e iba a caballo a palacio, después del inevitable tedeum de Atocha. Espontáneo u oficioso, el gentío que me aclamaba en el Prado, la Puerta del Sol y la calle Mayor me devolvía las fervientes multitudes a la vuelta del destierro. Me las trajo en las mientes con la indiferente negligencia que escuchamos el relato de un desvarío, medio censurado por la desmemoria. Seguido por Quesada y Jovellar, ellos al frente de un escuadrón de húsares y otro de lanceros, tuve que concluir: Definitivamente, todo se vive dos veces. La primera de veras y la segunda, como a rastras nos sigue la sombra en la tarde.

Pasábamos ante el 93 de la calle Mayor, donde me contaste que moraba Calderón de la Barca en su siglo, cuando, por azar o milagro, vino a frustrarse el atentado de Juan Oliva. Por un solo instante se cruzaron entonces nuestras miradas, antes de que volviese a encontrármelo, en aquel teatro de La Granja entre la muerte y la morfina. Sus ojos en los míos, contemplábame sin ningún odio: con infinita y desolada tristeza. De súbito, le destelló en la mano una pistola, que luego me describieron como una Lefaucheux, recién importada. En el momento en que disparaba, o una fracción de segundo antes de que sonase el tiro, advertí a su lado a una viejecita, chepa e inclinada sobre una caña. Le bastoneó vivamente la muñeca aquella anciana y la bala fue a clavarse en una fachada.

—En la cárcel del Saladero, me contaba mi abogado que la señora del varazo huyóse de estampía. En vano la persiguió el fiscal por todo Madrid, pues la buscaba como testigo de cargo —decíame Juan Oliva, entre respetuoso y fatigado—. Antes de que los soldados me tumbaran a culatazos y acaso me matasen, si el general Quesada no descabalgaba, se interpone y ordena sin más que me lleven entero, sano y salvo en lo que quepa, a capitanía general, antes, añado, de que sacase de aquel alboroto dos costillas rotas, un codo salido de madre y un chirlo en la frente que ni muerto cicatriza, vi a su majestad, muy dueño de sí, señalándome con el dedo y prosiguiendo al paso calle Mayor arriba. Soy un tonelero y cubero de Cabra, en la provincia de Tarragona. Pertenezco a la Internacional y creo en la solidaridad de todos los oprimidos, así como en la abolición de la propiedad privada y del Ejército, hasta que los hombres sean de verdad libres e iguales ante la ley. Procedí a solas, como lo afirmó en el juicio mi defensor, porque únicamente quería pagar con mi vida por la de vuestra majestad. Ya otra vez quise matarle, cuando el señor fue a Tarragona, hace casi tres años. Iba a tirotearle en el atrio de la catedral, mientras respondía a las aclamaciones y el obispo trazaba cruces en el aire. Pero no andaré muy bien de la cabeza, como luego lo alegaba mi letrado, porque advertí de pronto haberme olvidado la pistola en casa. Ya veis lo que son las cosas. Se me fue el santo al cielo, con tantas prisas y nervios como los de aquella mañana.

Confesó que al verme señalarlo, después de dispararme, me llegó a odiar por un fugacísimo instante. Antes no aborrecía a vuestra majestad. Me propuse asesinarlo para destruir el símbolo que representaba, aunque a veces me apiadara de su suerte, sin compadecerme de la mía. En aquellos trances, le acongojaba ser sicario de un muchacho tan joven, solo porque una suerte absurda lo hizo nacer rey. Pero alguien debía acatar los designios de la libertad en la historia, convirtiéndose en mi verdugo pese a lo mucho que le movía la compasión, antes de inmolarme. Únicamente abominé al señor cuando, sin inmutarse por el tiro fallido, me apuntó con el dedo. No tenía derecho a denunciarme con aquel ademán, como si le hubiese robado una gallina, si bien habría sido justo que me matase cara a cara, como yo quise sacrificarlo.

Con agria impaciencia y destemplada indignación, repuse que yo nunca pretendí destruirlo. En voz alta, me proclamé irrevocable enemigo de la última pena. Vivo convencido de que la humanidad supuestamente civilizada la abolirá en el siglo XX, como bárbara reliquia de una sociedad que recurría al crimen para librarse de su propio terror ante un ser indefenso, fueran cuales fuesen sus pasados delitos. Así se lo confié a su abogado, a Jiménez del Cerro, y al mismo hermano de Oliva. Confirmada la pena capital por el Supremo, solicitaron audiencia y mandé concedérsela en seguida. No obstante, les dije que yo era un rey constitucional y no un monarca por derecho divino o despótico. Como todos los ciudadanos, estaba sometido a las leyes del Estado y debía aceptar lo dispuesto por los tribunales y el Gobierno, mal que me pesara y por mucho que me doliese. El día en que agarrotaron a Juan Oliva, tanta era mi cólera que hui de Madrid al Pardo, ciego de enojo y con toda la sangre en la cabeza.

—¡Yo desconocía la fuga del señor, mientras me ajusticiaban! —reíase de buena gana, tendido en la piedra y apoyado en un codo—. Pero supe que prometió pasarles de su propio bolsillo una pensión a mi mujer y a mi hijita, al contarle mi hermano que dejaba una viuda de veinte años y una criatura de pecho. Ni muerto puedo agradecerle su largueza por suponerla nacida del miedo. Vendría de un temor tan grande como el que le atribuye a un país, que sanciona la última pena. Me refiero al pánico, que a su majestad le inspira su conciencia por no haber impedido mi calvario. O, mejor aún, por ser incapaz de suspender el suplicio de aquel a quien denunció con un perezoso ademán en la calle Mayor.

Me contó que apenas subido al patíbulo, con buen pie y ánimo claro —el temple de quien se resignó a irse a la nada, para luego amanecer, sorprendido en este teatro—, se arrodilló a sus plantas el verdugo y le dijo, en cumplimiento del ritual prescrito: Juan Oliva, ¿me perdona usted en nombre de Dios? Le repuso Oliva Moncosí: Te perdono de buena gana, en mi nombre y en el de los míos. Si te perdona o no el rey, quien no pudo impedir que me agarrotes, no alcanzo a saberlo.

Y más no recuerdo, Guillermo, porque en la luz acardenalada empezó a enturbiarse Oliva Moncosí, como antes se había desvanecido mi abuela: la de los anchos lazos al cuello, la antigua reina gobernadora. Mientras, permanecía muda e inmóvil mi cuñada en la grada contigua. Allí la veía toda vestida de negro, como me recibió en el palacio de San Telmo, cuando la visité en Sevilla a poco de fallecida Mercedes. Tan semejantes eran las dos hermanas, que no atiné a decidir si Cristina llevaba luto por mi mujer o lo anticipaba por sí misma. Pero no me preguntes cómo la reconocí, en su quietud de escultura ataviada de seda. Fue por instinto o corazonada, aunque yo no dilucidaba entonces si Cristina era ella misma o su propia estatua.

—Celebro que vuestra majestad comparezca en este teatro sin telón de foro, aunque no comprendo cómo se vino a nuestras tablas si todavía vive. A mí me quedó el reconcomio de no prevenirle contra el intento de regicidio por parte de aquel catalán.

Súbitamente esclarecido, un peldaño por encima de Cristina y Oliva Moncosí, me hablaba Baldomero Espartero. Más canosas y descuidadas que nunca, se le revolvían las barbas y la rala melena. Erguíase en zapatillas, encorvado y un tanto tembloroso. Se envolvía en un camisón y una bata, sujeta al talle con un cinto trenzado. Al regreso de mi último viaje al Norte, en vísperas del atentado, paré en Logroño para visitarlo. Mediada la mañana, me recibió en aquellas prendas caseras, como si acabara de dejar la cama. Pedíame confusas disculpas porque él, héroe de Luchana y príncipe de Vergara, no acertaba a vestirse ni a hacerse vestir. Vivo, parecía más envejecido que luego muerto. Al igual que la primera vez que nos vimos, entre mi fuga de Lácar y mi golpe de sangre, volvió a dormirse mientras conversábamos. Me fui de puntillas y lo dejé caído de bruces sobre una mesa camilla. Derribado por los años, entristecía de un modo terrible y extraño: como afligen los perros agonizantes o los bosques recién abrasados. En enero, apenas alboreado este año de gracia de 1879, trajo el telégrafo el aviso de su fallecimiento.

—Mucho le agradecí al señor que llevara al pecho mi laureada, el pasado octubre. Tuve entonces la última oportunidad de ver la cruz que fue mía —suspiraba el príncipe de Vergara—. Asimismo, beso la tierra que pisáis por haber entregado al Museo de Artillería la espada de Luchana y por tributarme honores de capitán general, caído en plaza con mando de jefe, aunque a mí me acabase la maldita vejez apolillada. En los espacios de la nada, o como se diga este tablado sin fin ni principio, me conmovió saber que el señor iba al teatro con la princesa de Asturias, por primera vez desde el tránsito de doña Mercedes; pero quedóse en palacio al enterarse de mi defunción.

Si bien mejorado de aspecto, perdíase en laboriosas digresiones Espartero. Dio en balbucear que la mañana de mi visita le atormentaba la certeza de tener en la uña o en la punta de la lengua importantísimas nuevas, que debía participarme, sin que consiguiese ponerlas en claro. Luego, adormecido en el mantel de la mesa, me soñó cabalgando por la calle Mayor y anticipó el instante en que Oliva avanzaba unos pasos, con la Lefaucheux en la mano, entre la multitud apiñada en la acera. No alcanzaba a ver a la anciana que desvió el disparo de un bastonazo. Para martirio suyo, solo percibía el principio del atentado y no reparaba en su desenlace.

—Únicamente ahora, fallecido yo, conjuré aquel sueño mientras su majestad hablaba con Oliva. Antes, a mis ochenta y seis años, no se dignaron a contarme los míos que había sobrevivido al intento de asesinato. Pero en esta perennidad de la muerte, una memoria del todo inútil siempre llega demasiado tarde al pasado. Por otra parte, puesto que nosotros, los finados, permanecemos en perpetua vigilia en espera del juicio o de la consumación de los tiempos, también dejé de soñar con los amotinados que fusilamos en Navarra, el año treinta y siete. Como no duermo, me ahorro aquellos ladridos suyos, parecidos a los de una rabiosa jauría. Acaso esto signifique que perdonaron mis ejecuciones: verdaderos asesinatos sin formación de causa militar, consejo de guerra ni demás zarandajas. Pero si me absolvieron, no atino a adivinar quién los mandó redimirme. ¿Lo sabe acaso su majestad?

Yo lo escuchaba atónito, cuando desvanecióse en las sombras de bermellón, como antes prescribieron mi abuela y Oliva. En aquel punto oí una voz que me llamaba por mi nombre y temblé azogado, creyéndola de Mercedes. Pero no era ella quien me atrajo el ánimo, sino mi cuñada. Siempre en su vestido negro y echada de bruces en la piedra, los pies descalzados y apoyados en la contramarcha de la amplia grada, algo tenía Cristina de pantera, acostada bajo el resplandor de pedernal.

—Mírame y contémplame. Resuelve si soy yo o seré mi hermana, tu mujer muerta. A tus ojos, nunca fui nadie. Me limitaba a pasar por una réplica suya, como si, en vez de una persona de carne y hueso, fuese el retrato de Mercedes: un óleo o una de esas fotografías que en menos de nada se empalidecen en una cómoda.

Me recordó que en el palacio de San Telmo, donde nos vimos por última vez, ya llevaba aquel liso vestido oscuro y un velo de humo. Una tarde entera permanecí con Cristina, casi sin decirle nada, en un saloncito que azulaba y amarillecía el crepúsculo a través de las celosías. Y muda permanecía yo, porque nadie le habla al rey si no te dirige la primera palabra. Es cuestión de crianza y protocolo; sobre todo, cuando una es el reflejo de su hermana con distinto nombre. Luego, partido que hube yo de Sevilla sin cambiar con ella poco más que monosílabos, la llamaron a capítulo sus padres. Insistieron en que debía mostrarse afectuosa conmigo y escribirme de prisa y corriendo. Desde aquel día, desviviéronse mis tíos por casarnos. Además de parecerse a Mercedes, querían que Cristina le siguiese los pasos y compartiera mi reinado de España.

—A falta de señales nefandas, que siempre disponen las desdichas, nuestro matrimonio llevaba camino de realizarse feliz y puntualmente, según mi padre. Mientras estuviste en San Telmo, no se quebraron cristales, ni cayeron cuadros o cirios. Complacíanse las estrellas en asignarme el regio sino, que Mercedes no disfrutó sino unos meses. Acaso estuviera escrito que serían precisas dos hijas Montpensier, para dar cumplimiento al dictado de los cielos.

Pero erraban sus padres de medio a medio. Si le tocó plagiar a Mercedes, no fue en el trono sino en la muerte. También ella iba a perecer de fiebre tifoidea, diez meses después que la reina. No hubo anuncios en Sevilla, antes de su defunción. Sencillamente, feneció del mismo mal que sus dos hermanas: no solo como Mercedes sino también como antes María Amalia. Ni siquiera yo, que tanto anticipé y predije en el pasado, preví entonces aquella desdicha.

—Piensa en cuántas veces te equivocaste, Alfonso. Perdiste a tu mujer y a su sombra. Tu doblez es mayor que la de mi padre. Él esperaba que una de nosotras reinase en su lugar, puesto que no consiguió una Corona como la obtuvo y luego perdió mi abuelo en Francia. Tú habrías querido que rigiese a tu lado, «sagrada e inviolable» al igual que antes Mercedes, solo por mi parecido con ella y aunque no nos hemos amado nunca. Con respetuosa humildad de jeune fille obéissante, me prestaba a convertirme en la copia en limpio de mi padre y de mi hermana. En otras palabras, me disponía a desaparecer como persona. No obstante, muerta, comprendo ahora que no soy yo sino tú quien no eres nadie. En este otro reino sin rey, nosotros, los extintos, eternamente interpretamos nuestro papel y por siempre jamás perseveramos en quien fuimos. Vete porque vives y por lo tanto no existes. Vuelve a la otra comedia: aquella donde riges en la tierra. Vete y casa de nuevo, porque no hay monarca sin reina. Pero búscala lejos de los míos. Los Montpensier ya no tienen otra hija que ofrecerte.

Sentía aún la voz de Cristina, cuando volvió a esclarecerse la luz sobre los últimos peldaños de la escalera. Apenas se esfumara mi cuñada, comparecióse un hombre todavía joven, desmelenado y barbudo. Piernitenido y en cueros como un salvaje, erguíase en el rellano más alto. Debió de distinguirme, antes de que alcanzara a reconocerlo o acaso antes de que él surgiera en aquel resplandor de espejismo, que todo lo teñía.

Je suis mort, mais je ne suis pas fou! Tu m’as bien vu? Oui, j’ai changé, mais tu ne reconnais pas ma voix? (Muerto estaré, mas no loco. ¿Me viste ya? Sí, he cambiado. Pero ¿acaso no me reconoces la voz?) Cuentan que nunca nos muda el timbre y yo guardaré el mío limpio e intacto, pues no hace ni tres meses aún vivía. Si comparezco desnudo, no es porque desnudos nacemos y concebimos, sino porque hecho jirones el uniforme, a culo pajarero y cosido a flechazos como un acerico, me dejaron los zulúes en una celada, el primero de junio de este año. Au nom du bon goût, mon gars, te ahorro las saetas y las heridas.

—Sé quién eres. Hacía veinte días que entregaste el alma, cuando me dieron las nuevas de tu desgracia. Caíste en África, combatiendo junto a los ingleses, por razones que no acabo de comprender. En esa desnudez tuya, acaso el mejor de los disfraces, no adiviné tu voz sino tus ojos. Son idénticos a los que tenías cuando nos conocimos en París. Yo era niño entonces y tú ibas para mozo. Nosotros estábamos recién llegados al destierro y corrían las vísperas de la guerra con Prusia.

Vivo o muerto, tenía la mirada una pizca más oscura que el rojizo resplandor: casi del tono de las viejas violetas, que fueron el símbolo de su casa. Era Loulou o Napoleón, el príncipe imperial francés que jamás llegó a reinar. Sus padres fueron el último emperador —Napoléon le petit, lo apodaba Victor Hugo— y Eugenia de Montijo. Desde París me escribió mi madre que la emperatriz depuesta y viuda poco menos que enloquecióse con la muerte de su hijo. Compadecida, le permitió la República el regreso a Francia y vivió unos días en el palacio de Castilla. Allí pasaba las noches en vela, porque oía a Loulou llamándola desde muy lejos. Ansiosamente aguardaba que se apareciera, pringado de sangre de pies a cabeza como la sombra de Banquo en Shakespeare, para decirle cuánto la quería y echaba de menos.

Ma mère dit des bêtises. (Mi madre desbarra.) No le hablo ni la llamaría si fuese posible —afirmó el príncipe imperial como si leyese detrás de mi frente—. ¿Cómo iba a tener trato con ella después de muerto? ¿No me agobió, cuando vivía, con su despectiva soberbia española? Por el contrario, me place conversar contigo, pues recuerdo cómo me envidiabas porque me llevaron al frente a caballo blanco. En nuestra cándida ignorancia, teníamos entonces un concepto muy dramático de la guerra. Pero cualquier teatro, no solo este sino también el de los repertorios de la tierra, contiene mayor sentido que realidad histórica. Mi padre perdió la batalla de Sedan y también allí el Imperio, porque en aquellos días de setiembre del setenta padecía una aguda retención de orina. Al igual que a medio ejército inglés de lord Chelmsford, a mí me traía la diarrea por la calle de la amargura en Zululandia. Entre carreras y retortijones, siempre andábamos con las calzas y los calzoncillos a medio muslo. Evacuaba en un campo de algodón, cuando nos tendieron aquella celada. Los demás huyeron a todo correr, sujetándose las bragas caídas. Después de asaetearme los zulúes, acabaron de desvestirme a tirones para mayor afrenta.

En la posteridad, me aconsejaba Loulou escoger mi puesto de rey en un punto equidistante entre imágenes muy diversas. Apártate por igual de mis vanas trazas, camino de Berlín en potro cuatralbo y del pobre príncipe flechado por la espalda como una parodia de san Sebastián. Por no decir nada del retablo de duelos de mi padre, el emperador, estrujándose las ardientes vergüenzas, incapaz de orinar en tanto todo el mundo, su mundo, se le despeñaba encima.

Disipóse el príncipe con la presteza que antes surgió. Para congoja y sobresalto mío, salió a la luz mi pobre hermana Pilar en la cúspide de la escalera. Aunque la habíamos sepultado en El Escorial, parte de mi ser negaba su desaparición o para el caso la de Mercedes, como si aquellos infortunios perteneciesen a un delirio, contagioso y universal, del que algún día despertaríamos todos. Fallecida a los dieciocho años, también como mi mujer, acaso fue Pilar mi hermana preferida. Con los párpados entornados o paseando la mirada por paisajes del espíritu, la veo al igual que si nunca nos hubiésemos separado. ¡Era tan alta y esbelta, con sus grandes ojos azules —la mirada de nuestra madre—, un punto de palidez en la frente y las manos, la oscura cabellera siempre en un alto peinado, recogido con trenzas sobre la cabeza! Vestida de blanco, con una gargantilla cobalto al cuello, arrastraba la cola de las faldas por el último escalón, como si fuese de revuelta espuma y no de telas y tules.

Postrada por continuos catarros, había pasado Pilar el invierno. A principios de julio, el marqués de San Gregorio le prescribió una cura de aguas sulfatadas en Escoriaza. Allí acompañaron a Pilar mis hermanas mayores, Paz y Eulalia. Desde el balneario me escribía Paz el 11 de julio. El viaje resultó fatigoso e insípido. Fueron en tren de Madrid a Vitoria y en coche de Vitoria a Escoriaza. Trafagaban de noche y apenas durmieron. Cuando pararon en Burgos, a las cuatro de la mañana, las aguardaban una escolta de honor y las autoridades locales enlevitadas y con chistera. Lo mismo iba a ocurrirles en Vitoria. Pilar, la de mejor disposición de las tres, lo aceptaba todo con semblante complacido y buen sentido de la ironía.

Aunque san Gregorio —primer consultor de la real cámara— y aun el médico del balneario aseveraron que Pilar se restablecía, Paz la veía más blanca cada mañana. Despertó fatigadísima el 3 de agosto y guardó cama el día entero. A las ocho de la noche, presa de súbitos espasmos y alta fiebre, quedóse sin habla ni conocimiento. En seguida partieron para el balneario mi hermana Isabel y el doctor Alonso Rubio. Yo salí hacia Vitoria, después de telegrafiar a mi madre, quien no llegaría ni a abandonar París antes de consumarse aquella tragedia. En los andenes de Vitoria, me dijeron que mi hermana acababa de fallecer de meningitis tuberculosa, nunca hecha pública por expreso deseo de Cánovas. Abrumado e incapaz de contenerme, me llevé las manos al rostro sollozando: ¡Qué desdichado soy!

—¿Qué derecho te asiste a lamentar tu desgracia? —preguntaba Pilar a gritos, alzando los brazos como una furiosa Niobe, ella, en vida tan plácida y complaciente—. ¿Cómo te atreves a apiadarte de ti mismo, si eres el único que alienta entre nosotros? ¿Por qué fue a perecer Loulou en tierras distantes y extrañas, sin haber reinado nunca, mientras tú soberaneas, después de envidiarlo tanto? ¿Es justo que subsistas y te alcen por rey, si Mercedes y yo morimos tan jóvenes, insensata y cruelmente? ¿Fue lícito o razonable que te desternillases de risa, después de tumbarse el charabán y solo por el gozo instintivo y animal de saber que aún bullías y pestañeabas?

—¡Por piedad, Pilar, cállate y escúchame! —Más me dolían y abrasaban el alma sus airados reproches que las censuras de los otros muertos—. En mi caso, reinar no es un privilegio ni soy culpable de tu muerte, cruel y absurda.

—Admite al menos la sinrazón de todo ello. Tan injusto es que me sobrevivas, como pueda serlo el gobierno que detentas. ¿Qué capricho de la suerte te aclamó por monarca, cuando eres el borde del muy consentido don Francisco de Asís: de aquel primo hermano de mamá, que pasa por padre de todos nosotros? Si sonada es la hora de barajar y repartir Coronas entre infantes espurios, como naipes de gitana adivina, ¿por qué no cambió el azar nuestros papeles? ¿Cómo no di yo en nacer reina, al igual que nuestra madre, y no acabaste tú en Escoriaza? Si somos bastardos, hermanastro y hermanastra que no hermanos, ¿es tu padre, el teniente o capitán Puigmoltó, mejor que aquel antiguo secretario de mamá, el señor Tenorio de Castilla, quien a Paz, a Eulalia y a mí vino a concebirnos?

No omitas ni una coma en el dictado, Guillermo, que mi desvarío puntualizaba bajo la morfina la reciente historia de mi familia, con la implacable precisión que solo cobran las palabras de los aparecidos. Por lo demás, en mi descenso a aquel espejismo, no me descubrió Pilar ni te revelo yo nada que tú ignoras. Fatigada de su propia diatriba, voz y figura se le iban deshilando a mi hermana, antes de que la luz de cinabrio se cambiara en tinieblas y me hundiese en la sombra de un sueño, tan calladamente como cae una piedra en el fondo ciego de un pozo muy profundo.