Capítulo 11
Templo de Hagia Sofía / Constantinopla
Abril, 551
Tranquilo, Fiblas! Vendrás con nosotros aunque tenga que hablar con el mismo emperador.
—¿Que hablarás con quién…? Pero si ni siquiera te han dejado asistir a la reunión. ¡Tú sueñas imposibles, Úrian!
—Es muy sencillo. El gran Justiniano necesita a mi padre para llevar a cabo esta misión, ¿verdad? Mi padre jamás me dejaría solo, y yo, bajo ningún concepto, me iría sin ti. Además, Lysippos me ha dicho que nuestra presencia ayudará a que no sospechen de los soldados que nos acompañan. Me gusta que sea el comandante de la expedición militar. ¿Sabes qué se me ha ocurrido? Durante el viaje, cuando tengamos más confianza con él, le preguntaré como se hizo la cicatriz. ¡Él sí que debe de haber vivido aventuras de verdad!
—Ah, pero ¿en esta travesía también irán soldados?
—¡Por supuesto! Mi padre dice que no tenemos de qué preocuparnos. Belisario lo tiene todo bajo control.
—¡Cómo me gustaría tener tu confianza, Úrian! A mí todo esto se me hace muy extraño. Dices que vamos a la búsqueda de un secreto, pero yo todavía no entiendo de qué estamos hablando.
—Pero bueno, de eso se trata, ¿no? Si lo supiéramos, ¡dejaría de ser un secreto! —responde mientras le enreda el cabello y le hace un guiño con expresión picara.
—Estoy hablando en serio, Úrian. Se trata de un viaje muy largo, hacia tierras de las cuales no siempre se regresa. ¿Acaso no te acuerdas de las historias que explicaban los mercaderes en Corinto?
—Claro que las recuerdo, ¡imposible olvidarlas! Piénsalo bien, amigo mío, ahora seremos nosotros quienes las contemos. ¿Te imaginas, Fiblas?
—Tienes la cabeza a pájaros. Ya veo que no podré dejar que te vayas solo —añade el hijo del herrero con ademán grave, imitando el gesto adulto de protección que tanto enternece a Úrian.
—No, si no iremos solos. Parece que, aparte de los soldados, nos acompañarán unos monjes. Dicen que uno de ellos es un sabio y puede orientarse siguiendo las estrellas; también se trata de un médico muy importante. ¡Ves como no hace falta que sufras!
—¿Y el otro? Has dicho que son dos, ¿no?
—El otro es más joven, pero no sé mucho más. ¿Me escuchas, Fiblas? ¿Qué haces?
No puede escucharle. Su conversación les ha distraído de tal forma que ni siquiera se han dado cuenta del camino realizado. Casi sin pensarlo han cruzado las puertas del enorme templo de Hagia Sofía. Fiblas ha caído de rodillas y se abandona a la contemplación de un espacio más cerca del cielo que de la tierra. Cada haz de luz que entra por las numerosas ventanas donde reposa la cúpula ilumina las piedras como si decenas de faros quisieran mostrarles el camino del cielo. O quizá se presenta sin tener la ambición de iluminar nada; tal vez sólo quiere confundir los sentidos, crear volúmenes y espacios ficticios. Una luz que, en el extremo inferior, se engendra en ella misma.
El hijo del tejedor no tarda más que unos segundos en sentirse atrapado por la misma conmoción que paraliza a su amigo. Cree que tan sólo la mano de Dios puede ser capaz de conjugar los dorados brillantes de las bóvedas con la riqueza de colores que brotan por doquier; únicamente Él puede erigirse en el pintor fabuloso que armoniza este jardín de maravillas. Hay púrpuras, verdes, blancos, carmesíes, que se rinden ante la majestuosidad del resplandor divino.
Úrian observa con atención las columnas. Un bosque de claridades libera su peso y construye el encantamiento; las piedras dejan de ser un lastre para el espíritu y parece que leviten. La inmensa cúpula, en lo alto, se muestra suspendida en el aire. Entonces cree sentir la voz de un poeta. Pero no va en su busca; en realidad, no sabe desde dónde le llegan aquellas palabras que rezan así: «Hay una intención oculta en todas las cosas, mirad con los ojos del corazón y escuchad las palabras que él os dicta. Os encontráis en el templo de la Divina Sabiduría. Este recinto sagrado puede captar el tamaño de una puesta de sol, las tonalidades de todos los pájaros, de los peces, de las piedras preciosas, todas las experiencias de los viejos recuerdos, el color rosado de las uñas de un recién nacido y el color ascendente de la estrella roja reluciente, Arturus».
Los dos muchachos todavía permanecen unos minutos más en estado de embriaguez. Finalmente es Úrian quien, como si despertara de un sueño, anima a su amigo a seguir. Avanzan con respeto extremo, rodeados por mosaicos que les explican historias conocidas. De repente, alguien se les acerca, parlanchín, casi insolente…
—¿Qué os parece? Ya veo que estáis impresionados. Pero, pese a vuestra mirada atenta, posiblemente no disponéis de todos los elementos que os ayudarían a disfrutar con más profundidad de este templo. Admiráis las piedras, pero no sabéis que han sido traídas desde las lejanas tierras de Egipto; os deslumbra el color verde de los mármoles sin imaginar que sólo se encuentran en la rica Tesalia, os asusta la negrura que muestran algunas pilastras y quizás ignoráis que es una tonalidad frecuente en las canteras del Bósforo…
Úrian y Fiblas se muestran sorprendidos pero también admirados por la elocuencia del desconocido. La aparición de los soldados que les vigilan de cerca interrumpe el discurso. Tistrya no puede evitar dar dos pasos atrás.
—¿Quién sois? ¿Qué queréis de los muchachos? —pregunta con prudencia uno de los soldados, frente a los hábitos del joven monje.
—Mi nombre es Tistrya, soy hijo de Rafik de Mashad, el mercader, y discípulo del gran Rashnaw, superior de la Academia de Gundishapur.
—No os preocupéis, es un amigo —interviene Úrian, que ha oído hablar a su padre del monje en cuestión.
—Gracias, no era mi intención molestaros —dice Tistrya, preparándose para salir.
Los soldados se retiran sin alejarse demasiado. Los muchachos de Corinto ya no albergan duda alguna, les vigilan de cerca, pero esta proximidad, lejos de agobiarles, de alguna forma les resulta divertida.
—No hace falta que te vayas, no nos estorbas en absoluto y parece que sabes mucho sobre la construcción de este templo. Perdona, ¿cómo has dicho que te llamas? —añade Úrian en un intento de paliar aquel encuentro desafortunado.
—Soy Tistrya, ése es mi nombre.
—A mí me llaman Úrian, y él es mi amigo Fiblas. Mi padre ya me había anunciado que un monje joven viajaría con nosotros. Al oír que eres discípulo de Rashnaw he pensado que… —Pero Úrian no puede acabar de explicarse, aquel joven con hábito oscuro y ojos encendidos le interrumpe con brusquedad.
—¿Cómo que viajaría con vosotros? ¿Insinúas que también formaréis parte de la expedición? Pero ¡si sois unos mocosos!
Tras pronunciar estas últimas palabras, Tistrya quiere echarse atrás, pero ya no es posible. Úrian y Fiblas se miran perplejos. El monje es francamente insolente, pero no se lo reprochan.
Tistrya no puede creer que estos chavales imberbes tengan el visto bueno del emperador. Recuerda el trato que le dispensó Justiniano al descubrir su juventud, la forma en que su amor propio quedó profundamente herido. Pero se esfuerza en sobreponerse a la memoria de aquel desagradable episodio y endereza la situación con aire cordial. Intenta simular que al fin y al cabo ha sido una broma. Decide llenar con elocución unos instantes comprometidos.
—¿Sabéis qué dijo el emperador Justiniano cuando contempló esta obra finalizada?
Los dos muchachos niegan con la cabeza y sus rostros le interrogan curiosos.
—Pues dijo: «Salomón, ¡te he vencido!».
Después sigue comentando el porqué de esta afirmación, les habla de cómo la majestuosidad de Hagia Sofía intenta rivalizar con el templo que Salomón construyó en Jerusalén. Úrian no abre la boca; Fiblas de vez en cuando hace preguntas sobre todo aquello que se le ocurre. Sus ojos no alcanzan a mirar todo aquello que les rodea, levantan la vista y en cada esquina hacen un nuevo descubrimiento.
—¡Mirad qué Madre de Dios más bonita! —anuncia el hijo del herrero, señalando con el dedo índice un mosaico donde la Virgen María, con los brazos abiertos, invoca el cielo rodeada por cuatro serafines alados.
—No es la Madre de Dios. Dios no tiene madre, es la Madre de Cristo —sentencia el monje.
—¿Cómo qué no tiene madre? ¡Claro que la tiene! No entiendo a qué te refieres, Tistrya —exclama Úrian con la misma vehemencia que utilizaría para defender aquello que más aprecia.
—Mirad, muchachos, yo soy un monje nestoriano, por lo tanto seguidor de Nestorio, patriarca de Constantinopla. Él proclamó que el hijo de la Virgen María no es el Hijo de Dios. Cristo no es Dios, sino el portador de Dios.
Fiblas hace el gesto de no entender nada y Úrian se mantiene muy serio, como si hubiera escuchado una blasfemia.
—Entonces, para ti, ¿quién es Jesús, aquel que murió por todos nosotros? —continúa preguntando con contundencia Úrian, cada vez más crecido.
—Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. En Cristo habitan dos naturalezas diferenciadas, dos personas distintas. Las propiedades humanas, esas que mencionas, Úrian, es decir, el nacimiento, la pasión, la muerte, sólo se pueden predicar del hombre Cristo. Las propiedades divinas: la creación, omnipotencia, eternidad, únicamente se pueden enunciar del Logos-Dios. Debemos concluir, pues, que no hay comunicación entre las dos naturalezas. No sé si podréis entenderme —añade el monje, observando la cara de extrañeza de los muchachos.
—¡No! No lo puedo entender y, además, ¡me parece absurdo! Si Jesús es el Hijo de Dios y María es la Madre de Jesús, está claro que ¡María es la Madre del Hijo de Dios! No entiendo por qué lo complicas de esa manera.
—Ya me imaginaba que no lo entenderíais. La divinidad de Jesús le fue dada al asumir la naturaleza humana, no en la concepción. ¿Comprendéis ahora por qué a ella no se le puede atribuir una maternidad divina? María es la Madre de Jesús hombre.
La última pregunta del monje queda sin respuesta. Úrian entiende que no está preparado para un enfrentamiento dialéctico de esas dimensiones. Continúan admirando los mosaicos del templo, comentan su belleza, pero ninguno de los jóvenes quiere regresar a la anterior conversación. Sólo en ocasiones, mientras Tistrya explica alguna de las imágenes, el hijo del tejedor mira a su amigo Fiblas y se comunican en silencio. Las ideas religiosas del nestoriano les han dejado perplejos.
Después de recorrer el templo en todas las direcciones, Fiblas comenta que posiblemente les esperen para comer. Tistrya le mira con socarronería y sonríe entre dientes.
—A lo mejor tienes razón, joven amigo, pero ya sabes que no sólo de pan vive el hombre. Está escrito.
—Fiblas no ha dicho ninguna tontería —interviene Úrian—. Es muy posible que nos busquen y no quiero que mi padre se disguste de nuevo.
Es el hijo del tejedor quien, decidido, se dirige a la salida del templo. Su amigo no tarda en alcanzarle. Los dos se giran en dirección al monje.
—¿Vienes? ¿O quieres demostrar alguna otra teoría? —dice Úrian, antes de cruzar la puerta que les conducirá a un exterior de luz sin matices.
—Mi maestro Rashnaw opina que lo verdaderamente importante de las teorías no es demostrarlas sino su formulación —replica Tistrya, ante la desesperación de los muchachos.
—Cada cual entiende de lo suyo. Esto es lo que dice mi padre cuando los mercaderes le explican historias que no alcanza a comprender.
Los dos corintios dejan al monje en el interior del templo. No es necesario insistir. Úrian piensa que el viaje no será tan fácil como había previsto, que será necesario llegar a un equilibrio entre ideas muy diferentes, pero también cree con firmeza que las vicisitudes del camino les acercarán. No comparte ninguno de estos pensamientos con su amigo, quizás porque sospecha que tiene parte de razón. No quiere darle más vueltas, pero algo en su interior le hace avivar el paso y una risa nerviosa le acompaña hasta los aposentos donde se alojan.
Aquella noche, Úrian está desvelado; como de costumbre, reza junto a su padre encomendándose al Señor, pidiendo que les ayude, que les guarde. Pero hoy, al recitar las palabras de san Anastasio, siente como si encerraran un mal presagio…
—Acuérdate de nosotros, tú que estás cerca de Aquel que te ha dado todas las gracias, tú eres la Virgen María y nuestra Reina. Ayúdanos por los méritos del Rey, Señor, Maestro que ha nacido de ti. Es por ello que eres llamada Llena de Gracia…