Capítulo 9
Wuban
Junio, 552
Cuando Rashnaw se despide de Úrian, decide alejarse del monasterio, del ambiente melancólico que reina en los aposentos donde se alojan los viajeros. El viejo monje necesita un espacio sin ruidos ni incertidumbres que le permita reconciliarse consigo mismo, con sus aspiraciones, sus dudas, sus fantasmas. Al salir del recinto que les acoge, cruza los establos y oye hablar animosamente a los dos jóvenes. Sonríe satisfecho.
—Tienen toda la vida por delante, ¡Dios quiera que aprendan algo positivo de esta dura experiencia! —dice en voz baja sin detenerse.
Los cantos de los monjes nestorianos, que tienen lugar todos los días durante los rezos del anochecer, le acompañan un rato mientras camina en dirección al río.
Es una noche de verano plácida, el calor todavía no resulta asfixiante e invita a pasear. Lo hace sin prisas; no le espera nadie y el hábito que viste le otorga un cierto respeto entre la población. De nuevo el golpear de su báculo contra el suelo marca un ritmo que le libera. Sin saber muy bien por qué, Gebze regresa a su pensamiento. Aquella pequeña aldea que atravesó antes de su llegada a Constantinopla, cuando acudió al llamamiento de Justiniano. ¡Cuántas idas y venidas en su vida! También entonces era de noche, pero la luna no se mostraba llena ni emergía de entre las aguas del río con un rojo tan intenso.
El viejo monje eleva una plegaria de acción de gracias y se siente pequeño e insignificante ante un espectáculo tan bello.
Las patrullas del nuevo emperador Yuandi se hacen visibles en las calles de Wuhan, pero sus habitantes ya están acostumbrados a las sucesiones imperiales e intrigas de la corte y siguen las rutinas del día a día. Los vendedores ambulantes recogen sus puestos y un grupo de pequeños pájaros revolotean alrededor de los desechos comestibles; con su trofeo en el pico, vuelan hasta las ramas de los árboles más próximos.
Rashnaw busca una piedra y se sienta a observarlos. Recuerda unas palabras del Evangelio: «No os preocupéis por vuestra vida pensando qué comeréis o qué beberéis, ni por vuestro cuerpo, pensando cómo os vestiréis. ¿No vale más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? Mirad los pájaros del cielo: no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial les alimenta. ¿No valéis más vosotros que ellos? ¿Quién de vosotros, por más que se esfuerce, puede alargar un solo instante su vida?». Se siente turbado, como si la escena representada fuera una señal que le invitara a replantearse su situación. ¿Tal vez ha ido demasiado lejos en la consecución de sus objetivos descuidando lo verdaderamente importante?
Cuando levanta la mirada, ve la luna flotando sobre el río, pálida, serena, desdibujándose entre las barcas que salen a pescar al atardecer. Sólo son media docena de troncos muy largos unidos entre sí. Tienen un aspecto frágil y elegante, parecen procesiones de luciérnagas danzando trémulas sobre las aguas. Advierte una luz al lado de una figura humilde, alguien sentado en una de las barcas con las piernas cruzadas y un sombrero cónico en la cabeza.
El hombre se ayuda de un remo para girar, avanzar o hacer recular la sencilla embarcación. Detrás de él hay un cesto donde deposita el pescado, probablemente el que hoy servirá para alimentar a su familia. Es el único elemento añadido al conjunto. Pero otros seres le acompañan. Son unos pájaros grandes, parecidos a los patos. Permanecen quietos, a la espera. Los llaman cormoranes. Rashnaw ya los conoce, los ha visto anidar en acantilados y árboles muy cerca de la costa de Antioquía.
Se detiene y observa. No puede entender por qué hombre y pájaros flotan en compañía. Se acerca al río y permanece atento al ritual. El hombre ata un cordel a la parte inferior del cuello del cormorán, después lo lanza al río.
El ave permanece largo rato en el agua hasta que emerge con un pez en la boca. El cordel ha permitido que lo atrapara, pero en ningún caso que pudiera engullirlo. El pescador se lo saca del pico y lo deposita en el cesto. Repite la operación una, dos, muchas veces.
El viejo monje baja la mirada y comprende la parábola. El es el cormorán del emperador de Bizancio, la herramienta que usa Justiniano para la consecución de sus objetivos. Nunca podrá saborear el fruto conseguido, no le pertenece. Su esclavitud es similar a la escena de pesca que tiene ante sus ojos. No hay libertad en la captura.
Quizás tenga razón el superior del convento de Wuhan y la causa por la cual lucha es sólo una falacia. A pesar de todo, todavía existe una diferencia, el cormorán está atado a la barca, él todavía puede volar y escoger su destino. ¿O será ya demasiado tarde?
Lysippos no se permite abandonar los aposentos donde se alojan sus hombres. Sabe que la moral está en horas bajas y asume su parte de responsabilidad por haberles confiado los resultados de su incursión con Xenos. Intenta convencerse de que fue inevitable; cualquiera se hubiera dejado llevar por el pánico. Ahora lo ve claro, tendría que haber inventado una excusa, un ataque de los hombres del emperador, por ejemplo, muy superiores en número.
Ya es tarde. Los soldados bizantinos eran capaces de luchar contra cualquier ejército conocido, estaban acostumbrados a ello, no les importaba que las armas enemigas fueran diferentes y exterminadoras. Pero si entraban en juego las supersticiones, aquel animal desconocido que Xenos y él mismo habían descrito con pavor, todo se complicaba. Entonces empezaban a dudar de sus posibilidades.
En ese momento de la misión, cuando todo parece más incierto que nunca, es la última cosa que necesitan sus guerreros.
Ya no tiene remedio, pero el valiente soldado de la cicatriz anda entre los hombres, nervioso y algo avergonzado. Entiende que guarden silencio porque están confusos, que algunos le examinen como si dudaran de su capacidad para dirigirles. Lysippos se limita a pasear con la mirada perdida, evitando cruzar ningún comentario con el tejedor.
Más tarde se sorprende pensando en Belisario. El hombre que le crió como lo haría un padre y le enseñó todo lo que sabe. Nunca le escondió que la muerte de su madre fue un error, uno de los tantos que tienen lugar durante las guerras. Lysippos conoció la verdad tras probar el sabor de la sangre, entendió entonces que en una acción de combate es difícil distinguir la peligrosidad de los enemigos.
Al ver marchar a Rashnaw, piensa en acompañarle, pero el recuerdo de su rectitud le ha detenido; tampoco con él podría poner sus reflexiones en voz alta. El monje odia la guerra; querría, como le manifestó durante el viaje, que los hombres se entendieran sin necesidad de matarse unos a otros. Pero ¿qué puede hacer él, qué hubiera hecho Belisario? Son soldados. Su misión es proteger los intereses del emperador.
Lysippos detiene su andar sin sentido y toma asiento muy cerca de la puerta. Mira al exterior. Sigue dándole vueltas a ese último pensamiento. «Somos soldados», repite en voz alta, y algunos de los que le acompañan se giran para mirarlo. Desearían corroborar sus palabras, renovar la confianza que le otorgaron durante el viaje, pero no reconocen a su jefe tras aquella actitud dubitativa.
Es sólo una idea, pero expresarla en voz alta le ayuda a seguir. Mira a su alrededor y convoca a sus hombres. Todos ellos se le acercan con timidez, posiblemente porque temen que quiera seguir contando sus hazañas contra el misterioso dragón que los dejó heridos y asustados. Pero su intención es muy distinta.
—Compañeros… —comienza Lysippos, dispuesto a dar rienda suelta a buena parte de sus pensamientos—, el emperador nos ha traído a estas tierras lejanas con un objetivo que nos llena de orgullo. Si tenemos éxito en nuestra empresa, Bizancio dejará de estar sometida a las veleidades de nuestros enemigos persas. Y eso es lo que haremos, aunque nos cueste la vida. ¿Estamos de acuerdo?
La pregunta no obtiene ninguna respuesta. Pero el orador no la espera. Conoce la valentía de sus soldados. Él mismo escogió a esos hombres de entre los mejores, sabe que son veteranos de mil batallas.
—Si hemos venido a conquistar el secreto de la seda para nuestro emperador Justiniano, lo conseguiremos. La destitución del príncipe de Yuzhang ha sido un inconveniente. El, cuando menos, no nos trataba como enemigos, pese a desconfiar de nuestras intenciones. Ahora debemos dar otro paso. Hemos de poner en práctica lo que sabemos, lo que somos. Y la única manera de hacerlo es enfrentarnos a los chinos y arrebatarles esos pequeños gusanos que provocan tanta agitación. Lo haremos a nuestra manera. Atacaremos por sorpresa el recinto imperial, pero será imprescindible ser cautos. Hay que elaborar un plan que nos permita entrar por sorpresa. Después tendremos que huir lo más rápido posible. Ése será nuestro reto.
Todos los hombres se han ido acercando a su comandante. Algunos abren sus ojos desmesuradamente, pero no es miedo lo que anida en sus corazones. Es la tensión de la batalla, la necesidad de actuar con la mayor brevedad posible y conjurar el riesgo, aunque sea con la muerte.
—¿Cómo lo haréis, Lysippos? —pregunta Xenos, quien no se ha perdido ni una sola palabra de su discurso.
—Sé que no es el miedo el que os mueve, amigo mío —responde Lysippos—. Vos y yo hemos vivido una experiencia extraña, el desconocimiento de esta parte del mundo, que el destino ha puesto a nuestro alcance, ha sido nuestro peor enemigo. Pero ningún animal es tan fuerte que sea imposible vencerle, y confío en mis hombres.
Las palabras de su comandante provocan un estallido de orgullo entre los soldados. Xenos piensa que tal vez estén en el camino correcto, que inevitablemente habrá muertos, pero no es un paseo lo que les ha llevado tan lejos y siempre supo que el riesgo era un viajero más entre ellos. Al mismo tiempo se alegra de la ausencia de Rashnaw, de su hijo y de ese joven monje al cual lo único que parece importarle es su caballo. Le gustaría advertirles, pero Lysippos ha pensado en todo.
—Éste será un hecho de armas. Dejaremos al superior del convento como encargado de velar por los ausentes en esta reunión. Si la misión fracasa, cosa del todo improbable, él les protegerá.
—Confiáis mucho en el poder de los nestorianos, Lysippos, pero quizás no sea tan grande como creéis.
Najaah sorprende a los presentes en ese mismo instante. Nadie esperaba su intervención. La mujer se acerca a Xenos, le coge del brazo, pero el tejedor rechaza su contacto.
—Ya sabemos cómo entrar en el recinto imperial —explica Lysippos—. Nos resultó fácil la vez anterior. La puerta oriental sólo está guardada por dos hombres y, si actuamos con rapidez, podremos deshacernos de ellos y lograr nuestro objetivo en pocos minutos. El jardín donde esconden los gusanos se encuentra muy cerca, lo tenemos localizado.
—¿Pero cómo lucharemos contra el monstruo? —reclama uno de los hombres.
—Es una buena pregunta. Pero no os preocupéis, tengo la respuesta. La he encontrado pensando en mis viajes con el general Belisario. Durante el tiempo que pasamos en el norte de África pudimos ver cosas sorprendentes. Recuerdo que un día nos mostraron de forma confidencial un arma secreta que en principio parecía cosa de magia, pero tuvimos ocasión de comprobar sus efectos con nuestros propios ojos y os puedo asegurar que fueron devastadores.
Todos los hombres forman un círculo alrededor de Lysippos. Es poco habitual en él extenderse con historias, probablemente porque ha sido educado para la acción y no confía en las palabras.
—El propio Belisario dudaba de lo que habíamos visto —prosigue el soldado de la cicatriz cuando se restablece el silencio—, pero lo cierto es que unos alquimistas venidos de Alejandría nos hicieron una demostración de aquella arma mortífera. Construyeron una bola con grasa, salitre, azufre y… Pero dejadlo de mi cuenta, creo que seré capaz de recordar la fórmula y elaborar el amasijo. Después de lanzarla, no necesitaremos más que una flecha encendida, que al entrar en contacto con la mezcla mandará a cualquier monstruo al mismísimo infierno.
—Si estáis dispuestos a correr el riesgo, yo también quiero acompañaros —afirma con voz segura Najaah.
—Te has vuelto loca, mujer. Esto es una empresa militar. Tu lugar está aquí, con los jóvenes y los monjes.
—¿Alguien de entre vosotros puede afirmar que no sería capaz de matar a un hombre si fuera necesario? ¿Acaso pensáis que mi condición de mujer me hace menos valiente, más frágil?
Lysippos duda ante la firmeza de Najaah. Mientras, el tejedor, que ha ido calibrando el plan propuesto, se manifiesta de forma inesperada.
—No nos sobran efectivos, a lo mejor no deberíamos rechazar su ofrecimiento. Si estamos de acuerdo en que el factor sorpresa es lo más importante, Najaah puede vigilar mientras conseguimos nuestro objetivo.
—Xenos tiene razón —dice repentinamente el soldado de la cicatriz, mirando al tejedor con extrañeza—. Si Najaah quiere tomar parte en esa maniobra, yo no pondré ningún impedimento. Se quedará en una de las torres de vigilancia. Si hay peligro, ella nos avisará. Tiene buenas piernas y la he visto correr en busca de los camellos rebeldes.
Los soldados bizantinos no comparten la decisión, pero están acostumbrados a obedecer órdenes. Se quedan en silencio. Todo está dicho y solamente les queda prepararse para la acción.
Xenos y Lysippos se retiran para consensuar la estrategia a seguir.
Ajeno a los acontecimientos que tienen lugar en el monasterio, Úrian atraviesa de nuevo la puerta secreta que da paso a la prisión de Yù. Tistrya se ha quedado fuera, vigilando. En el interior de la casa reina un silencio capaz de hacer olvidar el desasosiego que se ha apoderado de Wuhan. Como viejos conocidos, la princesa cautiva y el hijo del tejedor ya no necesitan demasiados preámbulos para iniciar una conversación. El tiempo se convierte en una lenta procesión de instantes, donde cada palabra, cada mirada, cada movimiento se llenan de significado.
Tras responder al tímido saludo de Úrian, Yù le mira con detenimiento, como si fuera un ciego que quisiera reconocerle con la punta de los dedos. Vigila cada gesto del joven, el silencio de sus manos sobre las rodillas, la postura ligeramente inclinada de su cabeza. Al cabo de un rato, busca sus ojos.
—¿Quizá sea aventurado decir que hoy te noto un poco triste, Úrian?
—Estoy cansado, preocupado. Supongo que es eso lo que percibes.
Ella acorta distancias y pone su mano sobre el hombro del joven. Un aroma tibio y dulce, como de vainilla, acompaña a Úrian.
—Hay una cosa que no te he dicho, Yù —murmura el corintio, con la cabeza baja, unos instantes más tarde—. No somos exactamente mercaderes, no tal y como tú lo piensas. Nosotros…
—No tienes que decirme nada que realmente no desees —le interrumpe la joven.
—Ya lo sé, pero tengo la sensación de no jugar limpio, si no lo hago…
—Te puedo ahorrar un mal rato, Úrian. Hace tiempo que sé de vuestras intenciones. Fu Ming-Li me habló de vosotros mucho antes de conocerte. Yo no soy nadie para juzgaros.
—Ahora ya no importa. ¡Todo está perdido! Los hombres están hundidos y mi padre se ha convertido en un completo desconocido; ya no tenemos nada que decirnos. Siente que ha fracasado en su propósito, y no puede permitírselo. Ni siquiera deja que Najaah, la mujer que tanto le ama, o yo mismo le curemos la herida. Está rabioso contra todo y contra todos.
—¿Le han herido? No me habías dicho nada…
—No es importante. Una quemadura en la mano. Perdona, pensaba que ya te habría informado tu preceptor…
—Hace varios días que no le veo. Unos eunucos me dejan la comida en la puerta. Empiezo a estar preocupada por la falta de noticias. Cuando te he visto entrar pensé que te acompañaba. Ha sido una sorpresa que lo hicieras con…
—Tistrya —se apresura a decir Úrian.
—Pero, dime, ¿qué le ha pasado a tu padre? —insiste Yù.
—Sufrieron un ataque en el interior del jardín de las moreras.
—¿Los hombres de… del emperador?
—¡No! Cuentan que antes de poder acceder a la sala donde se guardan los huevos de seda apareció un animal monstruoso y les atacó. Ni la valentía de Lysippos ni la tenacidad de mi padre pudieron doblegar a la bestia que parecía emerger de los infiernos. Aún no se han repuesto del susto ni encuentran la manera de hacerle frente.
Yù no puede disimular una sonrisa.
—Perdona, Úrian, no pretendo burlarme… —se apresura a decir, justificando una reacción que ha desconcertado al joven—. Habéis caído en una trampa.
—¡Una trampa, dices!
—Sí, una trampa preparada para los extranjeros. Ningún chino se atreve a penetrar ese jardín prohibido. A todo aquel que ha osado intentarlo se le ha dado muerte de una manera escalofriante y después han asesinado a su familia.
—¡El animal era de verdad! No sé a qué especie pertenece, pero el fuego que escupía…
—Parecía real y, ciertamente, es peligroso. Pero se trata de un ingenio construido por los sabios. Nadie conoce su funcionamiento, salvo sus creadores, y Fu Ming-Li, que nunca habla de ello.
—Cuando estuve en las dependencias del palacio imperial pude ver por casualidad unas pinturas que representaban dragones terroríficos. ¿Se trata de algún demonio parecido, quizás?
—¡No, Úrian! En nuestra cultura los dragones no representan a los demonios, como tú dices. Los dragones son criaturas benéficas y símbolos de buena fortuna, del poder terrenal y celestial, de conocimiento y de fuerza. No sé lo que han visto tus amigos, posiblemente la figura ha sido diseñada para provocar su horror.
—En Corinto se explican leyendas donde los dragones lanzan fuego y vuelan sobre la tierra incendiando las cosechas; también matan a las personas que encuentran a su paso o se las llevan hacia sus madrigueras. ¡Son seres temibles!
—Nosotros les invocamos para que traigan la lluvia. Vigilan los cielos y cuidan de los ríos. ¿No te han hablado de la fiesta de las barcas del dragón?
—Algo he oído. Creo que es muy importante; el Consejo de Sabios comentó que la estaban preparando. Pero ¿de qué se trata realmente?
—Mis recuerdos son ya muy lejanos. Cuando era una niña, Navid me llevaba al río y nos divertíamos mucho ofreciendo zongzi a los peces.
—¿Zongzi a los peces? —pregunta Úrian, con una mueca de extrañeza que divierte a la joven.
—Es arroz envuelto en hojas de bambú. Fu Ming-Li dice que ¡algunos traen las hojas de la montaña Amarilla y el arroz de la lejana Yanji!
—Pero no entiendo por qué hacen semejante cosa.
—Es un homenaje. Se trata de una historia muy antigua, Úrian. Cuentan que un poeta se suicidó tirándose al río, y que lo hizo porque no fue capaz de convencer al rey Chu para que acabara con la corrupción política. Algunos cortesanos intrigantes conspiraron contra el poeta y el rey lo desterró.
—¿Y por qué quiso matarse?
—Hubo una guerra en la que murieron muchos hombres, el ejército del Reino de Quin atacó al de Chu y Qu Yuan se sintió dolido y avergonzado por no haber sido capaz de hacer nada para evitarlo.
—¿Ese Qu Yuan era el poeta?
—Sí, eso me ha explicado Fu Ming-Li.
—Sigo sin entender la relación de su muerte con dar de comer a los peces, lo siento.
—Verás, el quinto día del quinto mes de nuestro calendario lunar le rendimos homenaje y simbólicamente damos de comer a los peces para que no necesiten alimentarse con el cuerpo del poeta que se lanzó al río. Es una tradición muy querida en nuestro país. Pero podrás verlo con tus propios ojos y venir a contármelo.
—Lo haré, Yù.
—También me dijo mi preceptor que, a primera hora de la mañana, muchas mujeres y hombres salen a buscar plantas medicinales; dicen que las recogidas durante ese día tienen mayor poder curativo.
Los dos jóvenes se miran con extrañeza. Se preguntan cómo pueden sentirse tan próximos pese a las creencias que les separan.
La revelación sobre el supuesto monstruo ha reconfortado a Úrian. A pesar de todo, sigue mostrando una cierta melancolía. Quizás vislumbra la posibilidad de una partida forzosa, tal vez las sensaciones se le mezclan. De la misma forma que lo hacen, en su mente, el recuerdo de los paisajes, los caminos, los amaneceres… Intenta explicárselo. Sabe que lo hace con torpeza.
Ella cierra los ojos. Úrian imagina que las líneas suaves dibujadas en su rostro son lunas menguantes teñidas de negro, lunas que descansan sobre la nieve. Los abre instantes más tarde y entonces la transparencia de los lagos más bellos del mundo le cautiva de nuevo.
—Si eres capaz de encontrar en tu interior las emociones vividas, emergerán más dócilmente las palabras. Quiero enseñarte una cosa, Unan.
La princesa se adentra en el cuarto donde pasa sus noches. Aparta una mampara de bambú y coge uno de los objetos que llenan los estantes. Lo transporta con suma delicadeza. Las manos sirven de apoyo a una bandeja pequeña que acoge un poco de agua. En medio del recipiente hay una piedra alargada. Cuando Yù se encuentra frente a Úrian, extiende los brazos hacia él, como si se la diera en ofrenda.
—¿Qué es eso, Yù? —pregunta el joven.
La princesa deposita el objeto encima de una roca plana del jardín. Después busca a Úrian y, cogiéndole la mano, le invita a sentarse a su lado para poder contemplarla juntos.
—¿Qué te sugiere, Úrian? Intenta no mirarla únicamente con los ojos.
—No sé si te entiendo, Yù. Veo una piedra muy bonita sobre el agua… Representa algo en especial, ¿verdad? —pregunta, intuyendo que se le escapa algún significado.
—Olvida la piedra. Ve más allá e intenta viajar a través de ella. No te obligues a ver nada en concreto. Ninguna respuesta es correcta, pero todas lo son.
De la mano de Yù, Úrian se adentra en el arte del suiseki, en su filosofía, en su alma. La princesa le explica que la piedra y el agua representan el simbolismo de dos fuerzas del universo encontradas, pero a la vez complementarias. Le cuenta que la belleza de un suiseki te permite reencontrarte con el pasado, conjura tus emociones y sirve a la meditación.
—Son piedras-paisaje, Úrian. Paisajes que conoces y otros que, quizás, te han explicado o has soñado. Así los vas haciendo tuyos y pasan a formar parte de tu manera de ver las cosas.
Los dos vuelven a mirar en dirección a la piedra. Úrian percibe poco a poco la silueta de las montañas del Cáucaso. A medida que la imagen proyectada se va fundiendo con la que tiene enfrente, su mirada se ilumina y pierde la tensión que le ha provocado la búsqueda.
Yù observa cómo el joven señala los pequeños glaciares y sonríe feliz; son manchas blancas de algún mineral atrapadas en la piedra que a los ojos de Úrian ya han perdido su condición estática. Dibuja con el dedo los caminos que le llevan de un lugar a otro, siguiendo las vetas anaranjadas del mineral.
Los ojos de Úrian se humedecen al llegar a una arista que cae en vertical hasta el agua de la bandeja…
—Recuerdo que el cielo se agrandaba ante nosotros y caía lejos, sobre una extensión infinita, líquida. Le dije a Fiblas que los límites del mundo debían de ser algo parecido, y los dos contemplamos el mar de nuevo. Todavía me produce escalofríos aquella sensación de libertad y su compañía, que tanto echo de menos.
Úrian le habla de Fiblas, le explica las circunstancias de su trágica muerte. Nunca hasta ahora se había visto con valor suficiente para rememorar aquella escena terrible. Ahora, al hacerlo, siente cómo el nudo, que le ha acompañado desde entonces, se va deshaciendo.
La princesa le cuenta su visión de la piedra. Lo que Wu de Liang, su abuelo, le quiso mostrar: las montañas y los valles de China. Los senderos anaranjados representan las murallas que custodiaban su imperio, tocadas por el último sol de la tarde.
—¡Es fantástico, Yù! ¡Realmente mágico! —exclama el muchacho de Corinto, sorprendido por las diferentes interpretaciones ante la imagen de la piedra.
—No, Úrian. No es magia, es poesía.
Úrian siente fascinación por todo aquello que Yù le explica. Pasaría días enteros escuchándola, quizás toda una vida. A veces sus palabras le acercan a un mundo desconocido que le abre las puertas a una realidad diferente: en otras ocasiones, su sola melodía le seduce de tal forma que no acierta a descifrar el contenido.
Aún pasan un buen rato el uno junto al otro, con la sensibilidad a flor de piel. Esa sensibilidad que nace más allá de las ideas adoptadas por la tradición, surgida de las propias raíces de la vida. Han encontrado un territorio común por más desierto que pudiera parecer.