Capítulo 2
Wuhan
Marzo, 552
Al regresar del palacio imperial, los tres viajeros se dan cuenta de que haber prescindido de Lysippos, aunque fuera la voluntad expresa de los chinos, ha creado nerviosismo entre los hombres. Rashnaw intenta explicar los acuerdos y acto seguido se reúne con el soldado de la cicatriz para cambiar impresiones. Este acepta las razones del monje, pero también manifiesta que sus hombres le preocupan.
—No están acostumbrados a la inacción —asegura, observando con un gesto de nerviosismo que es Xenos quien ahora les dirige unas palabras—. Han hecho un largo viaje y no han recibido ninguna recompensa, excepto la noche de recreo en Samarkanda. Yo sé que vos no aprobáis del todo este proceder, pero cuando se entregan a batallas tan duras, siempre necesitan una compensación.
—Está bien, Lysippos, mi religión puede no estar de acuerdo con los procedimientos, pero entiendo vuestra postura. Ahora se trata de simular que somos comerciantes, que la vida militar nos interesa más bien poco…
—No sé si consigo entenderos, padre…
—Pues es muy sencillo. Por mí podéis llevar a vuestros hombres a donde queráis. ¿Acaso no es lógico que los comerciantes busquen diversiones durante sus viajes?
—¡Pero vos sois un hombre de Dios! —exclama Lysippos, con rostro interrogativo.
—¿Y quién sino Dios sabe de las debilidades humanas?
—Permitidme deciros que os admiro. Cuando empezó esta expedición pensaba que seríais un lastre para conseguir nuestros objetivos, pero he podido comprobar vuestra eficiencia, tanto espiritual como práctica, y ciertamente no me lo esperaba.
—Me honra vuestra opinión, soldado, y os la agradezco, de todas formas no me gustaría que esta conversación fuera mal interpretada. La Iglesia, sencillamente, mirará hacia otro lado.
Antes de que Lysippos pueda responder a las palabras del monje, Tistrya se acerca, con curiosidad. Pregunta si al día siguiente irán a visitar el monasterio nestoriano y recibe una respuesta afirmativa de Rashnaw. Entretanto, Xenos hace planes para entrar en contacto con los tejedores de la ciudad. Está convencido de que podrá tirar del hilo y descubrir algo que le acerque al secreto de la seda. Pero tampoco olvida su oficio y comenta con Úrian las sorprendentes vestimentas que llevaban los mandatarios del emperador. Los dos van haciendo memoria de los brocados y ornamentos, como si estuvieran en el puerto de Corinto y, sentados en la taberna, vieran pasar a los forasteros.
La noche transcurre entre vigilias y conversaciones. Tistrya ha dormido poco y, nada más oír el canto del primer gallo, se acerca al viejo monje.
—¿Todavía dormís, maestro?
—Pues no, querido Tistrya. Me parece que a todos nos vencerá la incertidumbre durante esta estancia. ¿Y a ti te preocupa alguna cosa?
—Yo no lo llamaría preocupación, pero vos siempre me recordáis que debemos desplegar nuestra curiosidad en todo momento…
—Lo digo, sí —responde Rashnaw, incorporándose—. Está bien, cuéntame. ¿De qué se trata? ¿Qué es lo que te ha llamado la atención?
—Ayer, mientras esperábamos a que nos recibiera el emperador, vi varias puertas y en todas había escrito un signo diferente. No, esperad, dejadme que os explique —se apresura Tistrya antes de que el monje pueda intervenir—. Ya sé que la escritura china está basada en ideas, me lo habéis explicado muchas veces, aunque no sé si consigo entenderlo, pero lo que me sorprendió fue el interior de uno de esos aposentos, uno que pude examinar gracias a que la puerta estaba entreabierta.
—Te escucho, Tistrya —comenta el monje, sorprendido por la capacidad de observación de su discípulo.
—Lo que vi era un techo jalonado de estrellas, como si mirara el cielo, como si la pintura, dijéramos, quisiera representar una constelación.
—Has tenido suerte, amigo mío. No creo que nadie de nosotros llegue a contemplar dichos aposentos. Pero a lo mejor puedo satisfacer tu curiosidad.
—¿Sabéis el significado de los signos inscritos en las puertas?
—La verdad es que estaba demasiado nervioso intentando no cometer ningún error y no me fijé demasiado, pero, por mis estudios, imagino que era una de las habitaciones imperiales. Piensa que en la cultura china nada se deja al azar. Les complace que las cosas de este mundo guarden una perfecta simetría con el firmamento, que estén en consonancia con su representación celestial. De este modo, el emperador, según la época del año y desde pequeño, va cambiando de aposento. Cuando hay un alineamiento de constelaciones, también él en la tierra representa ese orden. El hijo del cielo ha de estar siempre bajo el manto protector de su padre.
—¡Pero todo eso no parece demasiado lejano de nuestra idea de Dios!
—¿No has imaginado nunca, Tistrya, un único Dios, pero pensado desde diferentes culturas? Quizás nos ayudaría a convivir sin guerras ni conflictos…
El joven monje siente que la sabiduría de Rashnaw va más allá de su percepción de las cosas. Intenta considerar esta última idea, pero le parece demasiado compleja, y con la mirada pide a su maestro un tiempo de reflexión, tal y como le enseñó a hacer muchos años atrás, cuando no era más que un jovencito que acababa de llegar a Gundishapur.
El canto de los grillos distrae a Yù de sus reflexiones. Sabe que anuncian el buen tiempo y son un augurio de buena suerte; pero esta vez no sonríe. Le resulta difícil entender cómo la costumbre de enjaularlos pueda satisfacer a nadie, aunque sea para deleitarse con su salmodia. Fu Ming-Li, su preceptor, le ha explicado que tanto en palacio como en las casas los encarcelan en jaulas o en pequeñas calabazas.
Siempre que hablan de los grillos Yù se imagina su cautiverio y se estremece. Pero hoy es demasiado tarde para esos pensamientos. Se calza sus zapatillas de seda con filigranas doradas y sale al exterior. Mira hacia arriba. El firmamento es el único espacio cambiante en su lugar fuera del tiempo, el resto está sometido a una severa lentitud. A Yù le gusta descubrir en él un cometa fugaz; puede pasarse horas esperando con el fin de dibujar su trazo tumbada sobre el estor de bambú. El mismo desde donde, durante el día, contempla el ritmo de las nubes y juega a adivinar sus formas.
Un hilo de luz blanca, como la figura de un arco que unas manos invisibles tensan en la oscuridad del cielo, anuncia la luna creciente. Yù estira el brazo y lo repasa con la punta de los dedos. Observa la gran constelación del dragón azul y recuerda los días en que ha estado esperando ese acontecimiento.
Su dama de compañía lleva un buen rato durmiendo en el aposento del otro lado del jardín. Lo sabe porque todo permanece a oscuras y en el silencio puede escuchar su ruidosa respiración.
Esa noche se siente intranquila. No puede dejar de pensar en su futuro, en la incertidumbre de la libertad. Durante seis años, día tras día, ha vivido alimentando el sueño del fin de su cautiverio, se ha aferrado a la única esperanza posible: la promesa hecha por su abuelo.
—Cuando cumplas quince años, podrás salir, pequeña Yù. Sé paciente y crece en sabiduría. Alimenta cuerpo y mente para estar preparada cuando llegue tu hora.
Hace más de un año que ha dejado de contar los días. El decimoquinto aniversario de Yù tuvo lugar dos lunas después de la muerte de su amado abuelo. Pero su tío, el actual mandatario, no parece querer escuchar los ruegos que el preceptor de la muchacha le ha hecho llegar en numerosas ocasiones. El país está tan revuelto como sus ánimos.
Una lágrima se desliza por el óvalo de su cara dejando un rastro húmedo que no se entretiene en borrar.
«¿Cuáles son mis pecados?», se pregunta de nuevo. Por más vueltas que le da, es incapaz de encontrar una respuesta que explique su encierro.
El abuelo de Yù, primer emperador de la dinastía Liang, era un hombre sencillo, austero y justo, gran amante de las letras. Adoraba a su nieta, pero fue incapaz de convencer a su propio hijo del abuso que suponía la decisión de encarcelarla en la casa de paredes blancas. Al saberlo, ordenó a uno de los hombres más sabios del imperio que todos los días fuera a instruirla. Lo haría hasta la fecha pactada, después sería ofrecida en matrimonio a algún príncipe de tierras lejanas.
La muchacha no llegó a saber que el viejo emperador sufría tanto como ella con aquel castigo inmerecido. Nunca imaginó que había mandado construir un mirador secreto, ni tampoco que cada día la contemplaba con pesadumbre. Sólo su preceptor conocía la existencia de aquel pasillo conectado a un aposento próximo.
Tistrya se aleja del lugar donde han pasado la noche. Observa la magnificencia del palacio imperial del que han sido expulsados, como si tuvieran el mal negro. Eso sí, sin dejar constancia. Se siente incómodo cerca de esos gobernantes que imponen el orden atribuyendo a cada persona su lugar en la sociedad. Para ello los uniforman según su origen, los signos externos son los que otorgan prestigio.
«¡Cuánta hipocresía!», piensa con semblante contraído, cruzando al otro lado del recinto.
Después se sacude el hábito, en un gesto simbólico de dejar atrás todo aquello que no le complace. Camina en dirección al centro de la ciudad y, al llegar, se zambulle en ella.
Observa su báculo. Por unos momentos siente la tentación de dejarlo reposar sobre sus hombros, imitando a los personajes que cruzan a pie de un lado a otro. Le parece muy extraño que puedan transportar, con tanta ligereza, unas mercancías tan pesadas.
«¿Cómo pueden mantener con tanta facilidad el equilibrio de los fardos colgados de los extremos de esos bastones?», se pregunta, enarcando las cejas, sorprendido.
El joven monje se mezcla entre la gente que se desplaza dando pequeños saltos, tal como caminan los gorriones. Tiene la sensación de que todos se parecen muchísimo bajo los sombreros cónicos de bambú.
El sol empieza a calentar y él no se siente tan solo, quizás porque ese sentimiento es menos doloroso entre extraños que rodeado de los tuyos. Se deja llevar, decidido a tomar el pulso al nuevo lugar donde les ha conducido el camino. Deambula por las calles sin esperar ni buscar nada especial. Conecta con aquella idea taoísta de volver a la acción espontánea, natural como la del viento que mueve las hojas o el riachuelo que corre. Tistrya se abandona entre esta topografía urbana para sentir su vivir cotidiano. Piensa en su padre. Se esfuerza en descubrir la auténtica alma del pueblo que le acoge a partir de los pequeños gestos y detalles.
Observa a hombres, mujeres y criaturas sentados en los asientos de los diferentes puestos que bordean la calle. Muchos de ellos pellizcan con palillos el contenido humeante de unos cuencos de madera. Un niño le mira y sonríe mientras chupa un fideo que le cuelga entre los labios. El joven monje ensaya un gesto de complicidad, entre divertido y enigmático. ¡Hacía tanto tiempo que no abandonaba un rictus amargo!
Sigue calle abajo, atraído por el río de vida que circula por ella. Un aroma a flores consigue que dirija la atención hacia la joven que las vende a ras del suelo. Ella no levanta la cabeza. Dos trenzas le caen por el torso y unas manos delicadas disponen las rosas en la sombra; algún capullo se ha abierto y Tistrya respira complacido.
Al llegar a la vía principal se le ensancha el corazón. Un río inmenso, inalcanzable como el mar, se le ofrece ante la vista. A su alrededor se suceden construcciones de pequeñas casas superpuestas de dos o tres pisos. La imagen de tejados, ventanas y galerías tiembla desdibujándose sobre las aguas. Tistrya se acerca a los muros que protegen los edificios y observa en el interior las columnas de capiteles coronados con un sombrero de tejas, semejante al que llevan sus habitantes. Todo tiembla sobre el río.
Bajo los porches, a cobijo del sol, las mujeres tejen con gran habilidad y dedicación. Es la primera vez que ve un telar de pedales. Los pequeños pies femeninos parecen columpiarse en su vaivén. Tistrya se queda un buen rato hipnotizado por su movimiento. Contempla el deslizar del hilo por la madera, cómo se transforma en un tejido delicado.
Ninguna de las embarcaciones que surcan el río le resulta conocida. De lejos, imagina que se trata de mariposas blancas con las alas plegadas. Se deslizan ceremoniosamente sobre el agua. Son botes de proas planas con velas construidas a base de estores de bambú. Los listones que las unen son las arterias de su nervadura y el joven monje dibuja los alados insectos en su imaginación.
Un edificio destaca entre los demás. Está construido en madera y tiene cinco plantas. Unos soldados imperiales vigilan la lejanía. Más tarde sabrá que lo denominan de la Grulla Amarilla y que a su alrededor alguien construyó una bella leyenda. Tistrya levanta los ojos y lo ve recortado sobre un cielo azul. Después avanza en silencio, con la vista puesta en las sombras de los árboles proyectándose sobre el camino.
Mientras los botes continúan trazando líneas de sirga sobre el río, el joven monje permanece perdido por las calles de Wuhan.