Capítulo 6
Numidllkat
Julio, 551
En esos instantes le gustaría ser un pájaro. Levantar el vuelo y dejar que las casas y los habitantes de Numidllkat se hagan cada vez más pequeños, volar y sentir que es posible volver atrás, con sus padres y hermanos, al seno de su tribu nómada, la de Zaquif, allá al norte de La Meca. Pero ¿qué haría allí? ¿Cómo podía poner en peligro a su familia negándose a aceptar su destino? Ellos sólo podían saldar con su persona la deuda de sangre que se les había exigido.
Quizás por ello, Najaah no sabe cuál es el objeto de esta huida frenética entre los puestos del mercado, pero sigue corriendo aunque tiene la certeza de que no hay escapatoria posible a su suerte. Sin detener la marcha mira atrás, resbala con algo y cae entre un ruido metálico. Escucha cómo los hombres estallan en risas y, sin levantar la vista del suelo, sigue a cuatro patas hasta que consigue incorporarse, como un animal herido. Con las manos sucias de quién sabe qué, intenta liberarse de la pelusa blanca que le hace toser y le provoca escozor en los ojos. Escupe; al hacerlo querría vomitar toda la bilis que la atraganta, pero solamente se deshace de los copos de lana que un tejedor tenía en las balanzas con las que ha tropezado. Pisa pies descalzos, se abre camino entre personajes de barbas prominentes, siente olores intensos que se mezclan hasta el mareo. Desorientada entre la multitud, desearía encontrar una mano amiga que juzga inverosímil. Es una ciudad extraña, muy lejos de su casa, y Najaah, como una fiera enjaulada, en lo único que puede pensar es en el próximo obstáculo a salvar entre ella y sus perseguidores.
Las llamadas de auxilio de la mujer chocan con una lengua incomprensible, pero no es más fácil el trayecto para los que la siguen. También ellos tienen dificultades al atravesar la maraña de gente que, ofendidos por la violencia con que los extranjeros pretenden abrirse paso, les ponen todo tipo de impedimentos. Najaah corre sin pensar, impulsada por su ligereza de mujer pequeña y acostumbrada a las arenas del desierto.
El mercado le parece inalcanzable, extendido entre las construcciones de adobe, distribuyéndose incluso por los patios interiores de las casas. Imposible orientarse, imposible perder el rastro de quienes pretenden capturarla, pensando que hay una salida en algún lugar, pero con la impotencia de no tener alas, de no ser un pájaro que cruza los océanos, de no poder desaparecer en el horizonte; hacerse pequeña, lejana, ella en perfecta conjunción con el aire.
Por un instante percibe en su nuca el aliento de los hombres que la buscan; intenta mirar en dirección a la salida imaginada, improbable, pero únicamente encuentra aquel mar de sombreros cónicos y las caras sorprendidas y hostiles de compradores y mercaderes. Ya siente que la atrapan, que alguien le tira de la manga; imposible escapar. Entonces es cuando se encuentra justo enfrente con la mirada amable pero a la vez reflejo de una decisión inquebrantable, ese rostro de ojos azules, de barba menos poblada, más dócil. Baja la vista y lo descubre vestido como los monjes persas que a veces atraviesan el desierto y dejan palabras de una religión diferente.
Quiere hacerse invisible, continuar su camino, correr antes de ser cazada y que la utilicen de nuevo para satisfacer sus instintos, pero la decisión de quien la abraza y la lleva hacia una casa próxima es más firme. Pronto escucha las primeras palabras del desconocido, le deja hacer, le sigue, como si sólo albergara ya la posibilidad de esa esperanza.
—No sé qué te pasa, mujer, pero no es difícil adivinar que necesitas ayuda. Tranquilízate y acompáñame, no debes tener miedo. Ven…
Atraviesan el umbral de una casa; ella todavía temblando, él con paso rápido y decidido. Recorren algunos patios interiores y salen de nuevo a un espacio más amplio, una explanada con caballos, bultos y viajeros que descansan del que parece ha sido un largo camino. Najaah no las tiene todas consigo, todavía mira hacia atrás, busca atemorizada a sus perseguidores, pero la estrategia del hombre santo parece haber tenido éxito y se encuentran los dos uno frente al otro, sólo rodeados por el resto del grupo.
El miedo hace que la mujer quiera abandonar aquella compañía; no se siente segura en ninguna parte, no puede confiar en nadie. Ya no, después de haber sido sometida por aquellos bárbaros que la aceptaron como se acepta un animal o un puñado de monedas. Rashnaw la tranquiliza una vez más, le acerca una calabaza con agua fresca y la invita a sentarse a su lado. La mujer todavía no ha tenido tiempo de acompasar la respiración cuando una voz incisiva se oye por encima de sus cabezas.
—¿Se puede saber de dónde ha salido esta mujer? —pregunta Lysippos, en un tono despectivo que deja implícita su censura.
—Está bajo mi protección —responde con brevedad el monje, levantándose y dando un paso adelante hasta quedar a la misma altura del soldado.
—No querría que pareciese una falta de respeto, pero soy responsable de esta caravana. No sé qué intenciones tenéis, pero mientras yo esté a cargo de la misión no permitiré que nadie la ponga en peligro.
—A cada uno de nosotros se le ha asignado un papel, ¿estamos de acuerdo, soldado? El mío es ser fiel a las enseñanzas de Dios, Nuestro Señor, y predicar su palabra —dice Rashnaw bajo la atenta mirada del soldado de la cicatriz.
—No entiendo a qué os referís…
—Lo dice la Biblia, en el Evangelio del apóstol san Mateo: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis».
Lysippos, que no encuentra una respuesta, permanece unos segundos inmóvil y acto seguido se retira. Se siente contrariado; le intimida aquel monje. Nunca se daría por vencido en el campo de batalla, de ninguna forma dejaría que el adversario le llevara a su terreno, se batiría en el duelo más feroz. Pero ahora se halla fuera de juego. Las malditas ropas de mercader lo tienen atrapado; su arma es la espada, no la palabra, su fuerza recae en la acción y ese personaje que lo provoca desde la serenidad le exaspera.
La mujer ha contemplado la escena acurrucada detrás de los hábitos del religioso. No ha entendido una sola palabra de la conversación, pero algo en su interior le dice que está en buenas manos. Sus labios oscuros insinúan lo que, en otros momentos, habría sido una sonrisa.
—¿Cómo te llaman? —le pregunta Rashnaw.
Ella se encoge de hombros y guarda silencio. De pronto, como provista de un sexto sentido que le advierte de los peligros o porque en esta alerta ha basado su supervivencia, se gira en dirección a una calle estrecha que desemboca en la explanada. Abre mucho los ojos y, asustada, se desliza como una serpiente. El monje sigue el movimiento del pequeño cuerpo, reptando hasta llegar unos pasos más allá y confundirse entre las mercancías, convertida ahora en un fardo que tiembla imperceptiblemente. Rashnaw mira hacia el lugar donde ella ha encontrado el motivo de su miedo y toma conciencia de que ya es muy tarde. Unos personajes enfurecidos penetran dentro del recinto que ocupa la caravana, no duda de que van en busca de la mujer. Pero él no puede salirles al paso, la distancia más corta la ocupa Lysippos, quien ya ha puesto en alerta a sus hombres.
—¡Que la paz del Señor sea con vosotros! —dice desde la lejanía.
La voz firme del monje sacude al soldado de la cicatriz. La recibe como una orden sin interpelación posible. Los dos hombres se miran y se reconocen mutuamente, en un pacto sin palabras. Rashnaw se queda de pie, agarrado a su báculo, con la misma excelencia que Moisés a las orillas del mar Rojo. Espera y observa cómo los intrusos, después de un intercambio de palabras con Lysippos, retoman con la misma urgencia el camino de regreso.
El barullo no ha pasado inadvertido. Las palabras de saludo del viejo monje a los forasteros han turbado a unos y otros. Ahora es Xenos quien exige explicaciones al jefe militar de la expedición.
—¿Se puede saber qué querían esos individuos? ¿Qué es lo que sucede?
—Preguntádselo a él —responde Lysippos, señalando con la barbilla la posición que ocupa el monje.
Tistrya y los muchachos de Corinto también permanecen expectantes a la réplica de Rashnaw. Pero éste no parece tener ninguna prisa en dar explicaciones.
—¿Os buscaban a vos? ¿Los conocíais? —interroga el tejedor, entre sorprendido y alterado.
El viejo monje todavía no ha articulado una respuesta cuando Tistrya sale en su defensa y, señalando una posición confusa con el dedo, dictamina:
—¡Es a ella a quien buscan!
Las miradas curiosas de los presentes examinan el lugar. Rashnaw se acerca con presteza y se agacha en dirección a la mujer.
—Ya se han ido, no hay nada que temer. Nadie te hará ningún mal —le dice con suavidad, mientras ella esconde el rostro entre una cabellera negra y enredada, que le otorga un aire felino.
—¿Quién es, padre? —pregunta Úrian, mirándola con asombro.
—No lo sé, hijo. Pero lo único que nos puede traer son problemas, de eso estoy seguro —le responde con un gesto contrariado, y añade dirigiéndose al monje—: ¿Es verdad que era a ella a quien buscaban aquellos hombres?
—¡Puede que sea una ladrona! —masculla Fiblas.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —pregunta Xenos, adelantándose a todos.
—No os puede entender, tejedor, parece que no habla nuestro idioma, y, en todo caso, tranquilizaos, no es más que una mujer asustada. ¿De qué tenéis miedo? —interviene Rashnaw.
—¿Miedo, decís? ¡Yo no tengo miedo! Pero no permitiré que una desconocida haga tambalear la misión que nos ha traído hasta aquí… ¡Y mucho menos una mujer!
Úrian y Fiblas se miran de reojo al escucharlo. Algo ha roto la firmeza con que el tejedor ha empezado el discurso y un matiz de inseguridad ha acompañado sus últimas palabras. El, al darse cuenta, se queda al margen sin añadir nada más al comentario.
—No nos puede entender porque es árabe —interviene Lysippos de repente.
—¿Árabe? —pregunta Tistrya, observando de manera alternativa al soldado de la cicatriz y a su maestro, que sigue inclinado junto a la fugitiva.
—Los hombres que la perseguían así me lo han hecho saber. Parece ser que es de su propiedad y que se les ha escapado —puntualiza Lysippos.
—Y vos, Rashnaw, ¿estabais al corriente? ¿Habéis consentido ponernos en riesgo a todos, únicamente para protegerla? Eso es lo que habéis hecho —acusa Xenos, adoptando de nuevo el tono firme con el que había iniciado su primera intervención.
—No sé quién es, ni qué religión profesa, pero es una criatura de Dios. De eso no tengo ninguna duda. El Señor la ha creado como a todos y a cada uno de sus hijos, libre. Si su delito ha sido huir de aquellos que se creen con derecho a poseerla, no seré yo quien la condene. —El viejo monje calla durante unos segundos, mira a sus compañeros de viaje y añade—: Si alguno de vosotros piensa que tiene derecho a culparla, que tire la primera piedra.
La escena de Jesús de Nazaret en defensa de la mujer adúltera se aloja entre ellos. Rashnaw, con astucia, les ha colocado en un lugar que les incomoda profundamente. Lysippos es quien toma la iniciativa.
—Si va a quedarse entre nosotros, no es prudente continuar aquí. Dispondré a mis hombres con el fin de partir lo antes posible.
—¡Pero los caballos necesitan descansar! Apenas hemos pasado dos noches en este lugar y nos espera casi una semana de viaje hasta Samarkanda. Además, perderemos la caravana que nos acompaña…
Las palabras del tejedor son interrumpidas por Lysippos, quien de nuevo ejerce como jefe de la expedición. Esta vez con la nueva complicidad del viejo monje.
—Podría ser la solución más sensata —exclama el soldado ante la sorpresa de todos—. Descansaremos en el caravasar. Rashnaw dice que se encuentra a un día de camino.