CAPÍTULO 1
¿QUÉ TIPOS DE MENTE EXISTEN?
Conocer la propia mente
¿Podremos saber alguna vez qué pasa por la mente de otra persona? ¿Puede saber alguna vez una mujer lo que significa ser hombre? ¿Qué experimenta un niño en el momento de nacer? ¿Qué experimenta un feto, si es que experimenta algo, en el seno materno? ¿Y qué hay de las mentes no humanas? ¿En qué piensan los caballos? ¿Por qué no les da asco a los buitres comerse los cadáveres putrefactos de los que se alimentan? Cuando un pez se ve atravesado por un anzuelo ¿le duele tanto como nos dolería a nosotros si ese mismo anzuelo nos atravesara el labio? ¿Pueden pensar las arañas o son simplemente robots diminutos que hacen inconscientemente sus elegantes telas? Y ya puestos, ¿por qué no podría ser consciente un robot, si es suficientemente complejo? Hay robots que pueden moverse y manejar cosas casi tan bien como las arañas; ¿podría un robot más complicado sentir dolor o preocupación por su futuro, del mismo modo que una persona? ¿O hay un abismo infranqueable que separe a los robots (y quizá a las arañas y a los insectos y a las demás criaturas «listas» pero inconscientes) de aquellos animales que tienen mente? ¿Es posible que todos los animales salvo los seres humanos sean en realidad robots inconscientes? Eso fue lo que sostuvo notoriamente en el siglo XVII René Descartes. ¿Se equivocaría de medio a medio? ¿Es posible que todos los animales, e incluso las plantas, y hasta las bacterias, tengan mente?
O, por pasarse al extremo opuesto, ¿estamos seguros de que todos los seres humanos tenemos mente? Por poner el caso más extremo de todos, puede que usted sea la única mente del universo; puede que todo lo demás, incluyendo al aparente autor de este libro, no sea más que una máquina sin mente. Esta extraña idea se me ocurrió por primera vez cuando era pequeño, y puede que a usted se le haya ocurrido también. Más o menos una tercera parte de mis alumnos asegura que también ellos la concibieron y la rumiaron siendo niños. Suele divertirles que se les enseñe que es una hipótesis filosófica tan corriente que hasta tiene nombre: solipsismo, del latín «sólo yo». Nadie se toma el solipsismo en serio durante demasiado tiempo, por lo que sabemos, pero sí ofrece un reto importante: si sabemos que el solipsismo es estúpido, si sabemos que hay otras mentes… ¿cómo lo sabemos?
¿Qué tipos de mentes hay? ¿Y cómo lo sabemos? La primera pregunta se refiere a lo que existe: a la ontología, en lenguaje filosófico. La segunda pregunta se refiere a nuestro conocimiento: a la epistemología. El propósito de este libro no es responder a estas dos preguntas de una vez por todas, sino más bien mostrar por qué estas dos preguntas han de responderse conjuntamente. Los filósofos suelen advertimos de que no confundamos cuestiones ontológicas con cuestiones epistemológicas. Lo que existe, dicen, es una cosa, y otra distinta es lo que podemos conocer. Puede que haya cosas que sean absolutamente incognoscibles para nosotros, de manera que debemos ser cuidadosos y no considerar los límites de nuestro conocimiento como guías seguras acerca de los límites de lo que hay. Estoy de acuerdo en que este es, generalmente, un buen consejo, pero digo que ya conocemos lo suficiente sobre nuestras mentes como para saber que una de las cosas que las diferencia de todo lo demás que haya en el universo es nuestra manera de saberlo. Por ejemplo: usted sabe que tiene una mente y que tiene un cerebro, pero ambas cosas son conocimientos de distinto tipo. Usted sabe que tiene un cerebro de la misma manera que sabe que tiene bazo: porque lo ha oído decir. Apostaría a que nunca se ha visto el cerebro o el bazo, pero como los libros dicen que todos los seres humanos normales tienen ambos, usted llega a la casi absoluta certeza de que también tiene uno de cada. Con su mente tiene un trato más íntimo, tan íntimo que hasta podría llegar a decir que usted es su mente. (Eso fue lo que dijo Descartes: que era una conciencia, una res cogitans, una cosa pensante). Un libro o un maestro podrían decirle a usted qué es la mente, pero usted no tendría por qué creer en lo que nadie le dijera para pensar, efectivamente, que usted tiene mente. Si alguna vez se le ha ocurrido pensar si usted es normal y tiene una mente como la de los demás, se dará cuenta inmediatamente de que, tal como señaló Descartes, esa misma perplejidad sobre esta cuestión ya demuestra más allá de toda duda que desde luego usted tiene mente.
Lo cual parece indicar que cada uno de nosotros conoce con exactitud una mente desde dentro y que no hay dos de nosotros que conozcan la misma mente desde dentro. Ninguna otra cosa se conoce del mismo modo. Y sin embargo, toda esta controversia se ha planteado en función de cómo conocemos usted y yo. Da por hecho que el solipsismo es falso. Cuanto más reflexionamos —nosotros— acerca de esta presuposición, más inevitable parece. No es posible que sólo haya una mente: o por lo menos, que haya sólo una mente como la nuestra.
Nosotros, los poseedores de mente, los «menteros»
Si queremos considerar la cuestión de si los animales no humanos tienen mente, tenemos que empezar preguntando si en cierto modo tienen mentes parecidas a las nuestras, habida cuenta de que son las únicas de las que conocemos algo… de momento. (Intente preguntarse si los animales no humanos tienen perdino. Usted no sabrá en qué consiste la pregunta si no sabe siquiera qué es un perdino. Sea lo que fuere la mente, hay que suponer que se trata de algo parecido a las nuestras: si no, no la llamaríamos mente). De manera que nuestras mentes, las únicas que conocemos nosotros desde el principio, son el baremo a partir del cual debemos empezar. Sin este acuerdo, nos estaremos engañando, diciendo tonterías sin saberlo.
Cuando yo me dirijo a usted, estoy incluyendo a ambos en la clase de los portadores de mente. Este inevitable punto de partida crea, o reconoce, un grupo aparte, una clase de características privilegiadas realzada sobre todo lo demás del universo. Cosa que es tan evidente que casi no se nota por lo profundamente arraigada que está en nuestro pensamiento y en nuestro lenguaje, pero aun así debemos extendernos sobre ella. Cuando existe un nosotros, usted ya no está solo; el solipsismo es falso; hay otros. Cosa que se hace especialmente clara si consideramos algunas curiosas variaciones:
«Salimos de Houston al amanecer y enfilamos la carretera… solos mi camión y yo».
Qué raro. Si este tipo cree que su camión es un compañero tan valioso que merece entrar bajo el paraguas del «nosotros» es que debe de encontrarse muy solo. O eso, o que su camión esté preparado de modo que sea la envidia de todos los expertos en robótica del mundo. Por contra, «nosotros… mi perro y yo» no nos sorprende en absoluto pero en cambio es difícil tomarse en serio un «nosotros… mi ostra y yo». En otras palabras: tenemos la suficiente seguridad de que los perros tienen mente y dudamos que la tengan las ostras.
La pertenencia a la clase de cosas que tienen mente proporciona una garantía de primordial importancia: la de cierta categoría moral. Sólo a los que poseen mente les importa, sólo a los que tienen mente puede preocuparles lo que ocurre. Si yo le hago algo a usted que usted no quiere que yo le haga, eso tiene una importancia moral. Importa porque le importa a usted. Puede que no importe mucho, o que sus intereses se vean superados por todo tipo de razones o que el hecho de que a usted le importe pueda incluso hacer que se muestre a favor de lo que yo hago (si es que le estoy castigando a usted por una mala acción suya). En cualquier caso, esa preocupación suya automáticamente pesa algo en la ecuación moral. Si las flores tuvieran mente, lo que les hacemos podría importarles y no solamente importaría a los que se preocupan por las flores. Si no hay nadie a quien le importe, entonces no importa lo que le hagamos a las flores.
Puede haber quien disienta; habrá quien diga que las flores tienen cierta categoría moral incluso aun sin que mente alguna sepa o se preocupe de su existencia. Su belleza, por ejemplo, independientemente de que se aprecie o no, es algo bueno en sí y por ello no debería destruirse a igualdad de los demás factores. Este punto de vista no es el de quien dice que la belleza de las flores importa a Dios, por ejemplo, o el de quien dice que podría importar a alguien cuya presencia sea indetectable para nosotros. Se trata del punto de vista de que la belleza importa incluso a pesar de que no haya nadie a quien le importe: ni a las propias flores, ni a Dios, ni a nadie. Sigo sin convencerme, pero en lugar de dejar de lado este punto de vista, hago notar que es polémico y no muy compartido. Por contra, no hace falta alegar gran cosa para que la mayor parte de la gente se muestre de acuerdo en que aquello que tiene mente tiene también intereses que importan. Por eso se muestra tan preocupada la gente con la cuestión de qué tiene mente y qué no: cualquier propuesta de reajuste en las fronteras de la clase de poseedores de mente tiene gran relevancia ética.
Podríamos equivocarnos. Podríamos adjudicar mente a cosas que no la tengan o podríamos pasar por alto una cosa con mente. Estas equivocaciones no serían equivalentes. Pasarse en atribuir mentes («hacerse amigo» de las plantas de nuestra casa o quedarnos en vela por las noches preocupándonos por el ordenador que duerme en nuestro escritorio) es, como mucho, un estúpido error de credulidad. Quedarse corto al atribuir mentes (no tener en cuenta o rebajar o negar la experiencia, el sufrimiento y la alegría, las ambiciones truncadas y los deseos frustrados de una persona o animal que tuviera mente) sería un pecado terrible. Porque, en definitiva: ¿Cómo se sentiría usted si se le tratara como a un objeto inanimado? (Dese cuenta de cómo esta pregunta retórica apela a nuestra categoría compartida como poseedores de mente).
Lo cierto es que ambos errores podrían tener graves consecuencias morales. Si nos pasamos en la atribución de mentes (si, por ejemplo, nos hacemos a la idea de que como las bacterias tienen mente no podemos justificar su eliminación) ello podría llevarnos a sacrificar el interés de muchos legítimos portadores de intereses (nuestros amigos, nuestros animales de compañía, nosotros mismos) por cosas que no tuvieran ninguna importancia moral genuina. El debate acerca del aborto gira alrededor de un dilema semejante; algunos creen que es evidente que un feto de diez semanas tiene mente, y otros piensan que es evidente que no. Si no tiene mente, entonces queda abierto el camino para argumentar que el feto no tiene mayores intereses que los que pueda tener, pongamos, una pierna gangrenada o un diente cariado: y entonces se podría destruir para salvar la vida (o sencillamente para servir a los intereses) de la persona que tiene intereses y de la cual forma parte. Si el feto ya tiene mente, entonces, decidamos lo que decidamos, tenemos que considerar sus intereses conjuntamente con los de su portador temporal. En medio de estas dos posiciones extremas se encuentra el auténtico dilema: el feto desarrollará en seguida su propia mente si no se lo perturba, de modo que ¿cuándo empezamos a contar sus futuros intereses? La relevancia de poseer una mente en relación con la categoría moral resulta especialmente clara en estos casos, ya que si se sabe que el feto en cuestión es anacefálico (que carece de cerebro) cambia la consideración de forma drástica para la mayoría de las personas. No para todas. (No es que intente sentar aquí estos asuntos morales, sino solamente mostrar cómo una opinión moral común amplía nuestro interés sobre estas cuestiones mucho más allá de nuestra curiosidad normal).
Los dictados de la moralidad y del método científico van aquí en direcciones opuestas. La línea ética consiste en equivocarse por exceso, para estar a salvo. La línea científica consiste en poner la carga de la prueba en la atribución. Como científico, por ejemplo, usted no podría limitarse a declarar que la presencia de moléculas de glutamato (un neurotransmisor básico que sirve para enviar señales entre las células nerviosas) equivale a la existencia de una mente: tendría que demostrarlo sobre la base de que la «hipótesis cero» es que esa mente no existe. (La hipótesis cero o de partida de nuestras leyes penales es la presunción de inocencia, el ser «inocente mientras no se demuestre lo contrario»). Entre los científicos existe un desacuerdo sustancial sobre qué especies poseen cierto tipo de mente y qué tipo de mente es, pero incluso los científicos que defienden con más ardor la conciencia de los animales aceptan esta carga de la prueba… y piensan que pueden satisfacerla concibiendo y confirmando teorías que demuestran que los animales son conscientes. Esas teorías sin embargo todavía no se han confirmado y mientras tanto podemos valorar la incomodidad de aquellos que en este punto de vista agnóstico, en este «esperar a ver», ven un riesgo para la categoría moral de las criaturas de las que ellos se muestran seguros de que son conscientes.
Imagínese que la cuestión que se nos planteara no fuera la de la mente de las palomas o la de los murciélagos, sino la de las personas zurdas o la de las personas pelirrojas. Nos ofendería profundamente que se nos dijera que todavía hay que demostrar que esa categoría de seres vivientes posee lo suficiente para entrar a formar parte de la clase privilegiada de los poseedores de mente. Hay muchas personas que se sienten ultrajadas de manera parecida ante la exigencia de la prueba de una mente para las especies no humanas, pero si son honradas consigo mismas también garantizarán que ven la necesidad de semejante prueba en el caso de la medusa, de las amebas o de las margaritas; de modo que nos mostramos de acuerdo en el principio y en cambio nos resentimos en su aplicación a criaturas muy parecidas a nosotros. Podemos aliviar algo sus recelos acordando que nos pasaremos más bien por el lado de la inclusión en todas las regulaciones hasta que los hechos queden bien establecidos; con todo, el precio que se debe pagar por la confirmación científica de la hipótesis preferida en cuanto a la mente de los animales es el riesgo de su contraprueba científica.
Palabras y mentes
Sin embargo, no se puede discutir seriamente que usted y yo tengamos mente. ¿Cómo sé yo que usted tiene mente? Porque a cualquiera que pueda comprender mis palabras me dirijo automáticamente mediante el pronombre «usted» y porque sólo las cosas que poseen mente pueden comprender. Hay artilugios dirigidos por ordenador que pueden leer libros a los ciegos: transforman una página de texto visible en un discurso de palabras audibles, pero esos artilugios no comprenden las palabras que leen y por tanto no se sienten aludidos por ningún «usted» que puedan encontrarse: lo pasan por alto sin más y dirigen a cualquiera que los escuche (y los comprenda) las palabras habladas. Así es como usted, amable lector o auditor, sabe que tiene mente. Lo mismo que lo sé yo. Créame.
De hecho, eso es lo que hacemos normalmente: creemos que los demás resuelven más allá de cualquier duda razonable la cuestión de si cualquiera de nosotros tiene mente o no. ¿Por qué ha de ser tan convincente la palabra de los demás? Porque tiene un poder resolutorio enorme frente a las dudas y las ambigüedades. Usted se encuentra en la situación de que alguien con aspecto amenazador y blandiendo un hacha se le acerca. Se pregunta: ¿Qué le pasa? ¿Me va a atacar? ¿Me ha confundido con otro? Le pregunta. Puede que confirme sus peores temores o puede que le cuente que ha intentado desbloquear en vano la puerta de su coche (delante del cual se encuentra usted) y que ha ido a por un hacha para romper la ventanilla. Es posible que usted no le crea cuando dice que se trata de su coche y no el de otra persona, pero si usted continúa la conversación (y decide no salir corriendo) terminará por resolver todas sus dudas y aclarar la situación de un modo que sería absolutamente imposible si usted y él fueran incapaces de comunicarse verbalmente. Imagínese que intenta preguntarle y resulta que él no habla su idioma. Puede que entonces los dos se decidan por recurrir a los gestos y a la mímica. Estas técnicas, utilizadas con ingenio, pueden llevarle lejos pero son un pobre sustituto del lenguaje: piense con qué ansiedad querrían ustedes confirmar lo que tan duramente les ha costado entender, si en ese momento apareciera un intérprete bilingüe. Algunas preguntas y respuestas transmitidas de ese modo no se limitarían a aliviar cualquier incertidumbre que pudiera quedar sino que añadirían detalles que no podrían transmitirse de ninguna otra manera: «Cuando vio que usted se llevaba una mano al pecho y con la otra le empujaba, creyó que usted quería decir que estaba enfermo; estaba intentando preguntarle si no querría que le llevara al médico una vez que rompiera la ventanilla y recuperara las llaves. Lo de señalarse las orejas con los dedos era un intento de indicar un estetoscopio». Ah, ahora encaja todo, gracias a unas pocas palabras.
Se suele hacer hincapié en la dificultad de traducir con precisión y fiabilidad de unos lenguajes humanos a otros. Se nos dice que las culturas humanas son demasiado diferentes, demasiado «inconmensurables» como para permitir que los significados disponibles para uno de los hablantes pueda compartirlos otro en su totalidad. No hay duda de que la traducción siempre se queda un poco lejos de la perfección, pero a gran escala puede que eso no importe. Tal vez sea imposible la traducción perfecta, pero de hecho todos los días se consigue una buena traducción… sin pretenderlo. La buena traducción puede distinguirse objetivamente de la no tan buena y de la mala, y permite a todos los seres humanos, independientemente de su raza, cultura, edad, sexo o experiencia unirse mucho más al resto de individuos que lo que puedan unirse los individuos de otras especies. Los seres humanos compartimos un mundo subjetivo (y lo sabemos) de un modo que queda completamente fuera de las capacidades de cualquier otra criatura del planeta y todo debido a que podemos hablar unos con otros. Los seres humanos que no tienen (aún) lenguaje con el cual comunicarse son la excepción y ese es el motivo por el cual tenemos dificultades concretas en saber qué significa ser un recién nacido o ser un sordomudo.
La conversación nos une. Podemos saber mucho de lo que significa ser pescador noruego o taxista nigeriano, monja octogenaria o niño de cinco años ciego de nacimiento, maestro de ajedrez o prostituta o piloto de caza. Podemos saber mucho más de esos asuntos de lo que podemos llegar a saber (si es que llegamos a saber algo) qué significa ser delfín, murciélago o incluso chimpancé. Por muy diferente que seamos unos de otros, repartidos por el planeta, podemos explorar nuestras diferencias y hablar de ellas. Por muy parecidos que sean unos animales entre sí, por muy pegados que estén en un rebaño, no pueden saber gran cosa de sus similitudes y mucho menos de sus diferencias. No pueden cambiar impresiones. Pueden tener experiencias similares, codo con codo, pero verdaderamente no pueden compartir experiencias como nosotros.
Alguien podría dudarlo. ¿No pueden los animales comprenderse «instintivamente» de modos que a los humanos nos parecen insondables? Desde luego que ha habido autores que lo han dicho. Veamos, por ejemplo, el caso de Elizabeth Marshall Thomas que imagina en The Hidden Life of Dogs [La vida oculta de los perros] (1993) que los perros disfrutan de una comprensión amplia a su manera. Un ejemplo: «Por motivos conocidos para los perros pero no para nosotros, muchas perras no se aparean con sus crías» (pág. 76). Esa resistencia instintiva al apareamiento consanguíneo no se pone en duda… pero ¿por qué cree la autora que los perros tienen una visión más profunda que nosotros acerca de sus propios motivos instintivos? Hay muchas cosas que sentimos poderosa e instintivamente que no queremos hacer, sin tener la menor idea de por qué sentimos de tal modo. Suponer sin pruebas que los perros tienen una visión más profunda de sus impulsos que la nuestra es pasar por alto de manera inaceptable la hipótesis cero: si es que estamos planteando una cuestión científica. Como ya veremos, hay organismos muy simples que pueden adaptarse a su medio y a los demás organismos de modo sorprendentemente apropiado sin tener la más ligera idea de su adaptación. Sin embargo, nosotros ya sabemos por medio de la conversación que las personas son característicamente capaces de un entendimiento muy elevado de sí mismas y de las demás.
Naturalmente que podemos confundirnos. Suele hacerse hincapié en la dificultad de saber si determinado hablante es sincero o no. Al ser las palabras las herramientas más poderosas para la comunicación, también son las herramientas más poderosas para el engaño y la manipulación. Pero así como puede ser fácil mentir, suele ser casi igual de fácil coger a un mentiroso… sobre todo cuando las mentiras se amplían y el problema logístico de mantener la estructura de la falsedad abruma al mentiroso. En nuestra fantasía podemos imaginar mentirosos infinitamente poderosos, pero los engaños que son «posibles en principio» para semejantes demonios malignos pueden pasarse por alto con seguridad en el mundo real. Sencillamente sería demasiado difícil montar una falsedad enorme y mantenerla coherentemente. Sabemos que en todo el mundo las personas tienen más o menos las mismas querencias y los mismos aborrecimientos, las mismas esperanzas y los mismos miedos. Sabemos que les gusta recordar los acontecimientos preferidos de su vida. Sabemos que todas ellas tienen períodos de ensoñación en que reorganizan y repasan los detalles deliberadamente. Sabemos que tienen obsesiones, pesadillas y alucinaciones. Sabemos que un aroma o una melodía puede recordarles un acontecimiento concreto de su vida y que muchas veces hablan consigo mismas en silencio, sin mover los labios. Todo esto ya era bien conocido mucho antes de que surgiera la psicología científica, mucho antes de que se hicieran una observación y una experimentación meticulosas en seres humanos. Desde épocas muy antiguas sabemos todas esas cosas de las personas porque hemos hablado de ellas largo y tendido. No conocemos nada comparable en la vida mental de otras especies porque no podemos hablarlo con los seres de esa especie. Podemos creer que lo sabemos pero para confirmar o rebatir nuestras corazonadas tradicionales hace falta la investigación científica.
El problema de las mentes no comunicativas
Es muy difícil decir qué piensa alguien cuando no quiere comunicarlo… o no puede comunicarlo, por unos u otros motivos. Pero normalmente suponemos que esas personas que no se comunican desde luego piensan (tienen mente) incluso aunque no podamos confirmar los detalles. Esto es evidente, aunque sólo sea porque fácilmente nos podemos imaginar a nosotros mismos en una situación en la que nos negaríamos firmemente a comunicarnos, sin dejar de tener nuestros propios pensamientos, puede que hasta reflexionando con regocijo acerca de las dificultades que nuestros observadores tendrían al intentar explicarse qué nos pasaba por la mente, si es que nos pasaba algo. Por muy concluyente que sea su existencia, el habla no es necesaria para tener mente. De este hecho evidente podemos vernos tentados a sacar una conclusión problemática: podría haber entes que tuvieran mente pero que no pudieran decirnos qué están pensando: no porque estuvieran paralizados o sufrieran de afasia (la incapacidad de comunicarse verbalmente debido a un daño cerebral localizado) sino porque carecieran de la capacidad del lenguaje. ¿Y por qué digo que se trata de una conclusión problemática?
Consideremos en primer lugar los argumentos a favor. La tradición y el sentido común dictaminan que existen mentes sin lenguaje con seguridad. Es seguro también que nuestra capacidad de intercambiar con otros lo que nos pasa por la mente es sencillamente un talento periférico, en el mismo sentido en que hablamos de una impresora láser como periférico de un ordenador (el ordenador puede seguir funcionando sin tener conectada la impresora). Seguro que los animales no humanos (o por lo menos, algunos de ellos) tienen vida mental. Seguro que tienen mente los niños humanos antes de adquirir el lenguaje, y los sordomudos humanos (incluso los escasos sordomudos que nunca aprenden siquiera el lenguaje de signos). Seguro. Sin duda que sus mentes diferirán de la nuestra de muchas maneras difíciles de imaginar: diferirán de las mentes de quienes podemos comprender una conversación como la presente, pero seguro que son mentes. Nuestro camino real hacia el conocimiento de otras mentes (el lenguaje) no se les puede hacer extensivo, pero se trata de una limitación de nuestro conocimiento y no de una limitación de su mente. Surge entonces la perspectiva de que haya mentes cuyo contenido sea sistemáticamente inaccesible a nuestra curiosidad: incognoscibles, incomprobables, impenetrables a cualquier investigación.
La respuesta tradicional a esta perspectiva es aceptarla. Naturalmente, la mente es la última terra incógnita, queda fuera del alcance de toda ciencia y, en el caso de las mentes sin lenguaje, fuera de todo posible intercambio mediante empatía. ¿Y qué? Nuestra curiosidad debería atemperarse con un poco de humildad. No confundamos las cuestiones ontológicas (aquello que existe) con las epistemológicas (cómo lo conocemos). Debemos hacernos a la idea de este hecho maravilloso sobre lo que no es posible averiguar.
Pero antes de acomodarnos a esta conclusión, tenemos que considerar las consecuencias de algunos otros hechos sobre este asunto que son igual de evidentes. Sabemos que muy a menudo hacemos cosas inteligentes sin pensar en absoluto; las hacemos «automáticamente» o «inconscientemente». Por ejemplo: ¿Cómo se usa la información que nos llega mediante el flujo óptico de formas a través de la visión periférica para ajustar la longitud de nuestro paso cuando caminamos por un terreno abrupto? La respuesta es que no sabemos cómo. Ni aun queriéndolo se puede prestar atención a ese proceso. ¿Cómo nos damos cuenta, estando completamente dormidos, de que se nos ha retorcido el brazo izquierdo que nos produce una tensión indebida en el hombro izquierdo? No se sabe: no forma parte de nuestra experiencia. Inconsciente y rápidamente cambiamos a una postura más «cómoda», sin interrupción alguna en nuestro sueño. Si se nos pide que hablemos de estas partes putativas de nuestras vidas mentales, nos vemos ante un espacio en blanco; ocurriera lo que ocurriese en nosotros para regir estos comportamientos inteligentes no formaba parte en absoluto de nuestra vida mental. De manera que otra perspectiva que debe considerarse es que entre las criaturas que carezcan de lenguaje haya algunas que no tengan mente en absoluto pero que hagan todo «automáticamente» o «inconscientemente».
También la respuesta tradicional a esta perspectiva es aceptarla. Naturalmente que algunas criaturas carecen de mente. Seguro que las bacterias no tienen mente y, seguramente, ocurre lo mismo con las amebas y las estrellas de mar. Es bastante posible que incluso las hormigas, con lo listas que son, no sean más que autómatas sin mente rodando por el mundo sin la menor experiencia ni el menor pensamiento. ¿Y la trucha? ¿Y los pollos? ¿Y las ratas? Puede que nunca seamos capaces de saber dónde trazar la línea que separe a las criaturas que tienen mente de las que no, pero no es más que otro aspecto de las inevitables limitaciones de nuestro conocimiento. Esos hechos pueden ser sistemáticamente incognoscibles y no simplemente difíciles de descubrir.
Aquí hay, por tanto, dos tipos de hechos supuestamente incognoscibles: hechos sobre lo que ocurre en los que tienen mente pero no tienen modo de comunicar sus pensamientos y hechos sobre qué criaturas tengan o no mente. Estas dos variantes de ignorancia no son igualmente fáciles de aceptar. Las diferencias entre mentes podrían ser diferencias cuyas líneas principales fueran fácilmente discernibles para observadores objetivos mientras que los detalles secundarios serían cada vez más difíciles de determinar: digamos una especie de beneficios decrecientes en relación con el trabajo invertido. Los remanentes desconocidos no serían misterios sino lagunas inevitables en un catálogo informativamente muy rico, pero finito, de similitudes y diferencias. Las diferencias entre mentes serían entonces como las diferencias entre lenguajes o entre estilos de música o de arte: inagotables en el límite pero definibles hasta el grado de aproximación que quisiéramos. Pero la diferencia entre tener mente y no tenerla (entre ser algo con un punto de vista subjetivo propio y ser algo que es todo externo y nada interno, como una roca o como un trozo de uña) es, aparentemente, la diferencia entre todo y nada. Es mucho más difícil aceptar la idea de que por mucha investigación que se haga no sabremos si hay alguien a quien le importe dentro de un caparazón de langosta, por poner un caso, o tras la brillante cobertura de un robot.
Sugerir que un hecho de tales características y moralmente tan importante nos pueda ser sistemáticamente incognoscible, resulta sencillamente intolerable. Quiere decir que sean cuales fueren las investigaciones que realicemos, podríamos estar sacrificando, sin saberlo, los genuinos intereses morales de unos en beneficio completamente ilusorio de otros. La ignorancia inevitable de las consecuencias suele ser una excusa legítima cuando nos encontramos con que hemos causado sin querer algún daño al mundo, pero si tenemos que declararnos al principio inevitablemente ignorantes de las mismísimas bases de todo pensamiento moral, entonces la moral se convierte en un simulacro. Afortunadamente, esta conclusión es tan increíble como intolerable. Por ejemplo, resulta ridícula la pretensión de que los zurdos son unos zombis inconscientes a los que se podría desmantelar como si fueran bicicletas. Y de igual modo, en el extremo opuesto, se encuentra la pretensión de que las bacterias sufren o de que a las zanahorias les importa que se las arranque sin mayores ceremonias de sus moradas terrosas. Es evidente que podemos saber con certidumbre moral (que es lo que verdaderamente importa) que algunas cosas tienen mente y otras no.
Pero seguimos sin saber cómo sabemos estas cosas; la fuerza de nuestras intuiciones sobre tales casos no nos garantiza que podamos fiarnos de ellas. Consideremos unos cuantos casos, empezando por el siguiente comentario de la evolucionista Elaine Morgan:
Lo auténticamente llamativo acerca del recién nacido es que, desde el primer minuto, hay alguien ahí. Cualquiera que se incline sobre la cuna y mire recibe una mirada por respuesta (1995, pág. 99).
Como observación acerca de cómo los seres humanos reaccionamos instintivamente a la mirada, da completamente en el blanco, pero eso mismo demuestra la facilidad con que podemos engañamos. Un robot puede confundirnos, por ejemplo. En el Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts), Rodney Brooks y Lynn Andrea Stein han reunido un equipo de especialistas en robótica y en otras áreas (entre los que me cuento) para construir un robot humanoide llamado Cog. Cog está fabricado de metal, silicio y vidrio, como tantos otros, pero su diseño es muy distinto, mucho más parecido al diseño de un ser humano, de tal modo que Cog pueda convertirse algún día en el primer robot consciente del mundo. ¿Es factible un robot consciente? He defendido una teoría de la conciencia, el Modelo de Borradores Múltiples (1991), que supone que un robot consciente es posible en principio, y el diseño de Cog tiene en mente ese lejano objetivo. Pero Cog no se acerca en absoluto aún a la conciencia. No puede ver ni oír ni sentir en absoluto, aunque sus partes corporales pueden moverse ya de una forma humanoide desconcertante. Tiene unos ojos que son cámaras de vídeo diminutas, con movimientos sacádicos (movimientos rápidos) para enfocar a cualquier persona que entre en la habitación y seguirla conforme se mueva. Que a uno le sigan de este modo es una experiencia extrañamente inquietante, incluso para los que están en el ajo. Mirar fijamente a Cog a los ojos mientras te devuelve la mirada puede dejar sin aliento a los no iniciados, pero ahí dentro no hay nadie… o por lo menos, todavía no. Los brazos de Cog, a diferencia de los robots estándar, tanto reales como cinematográficos, se mueven veloz y flexiblemente, como los nuestros; cuando se aprieta el brazo extendido de Cog, se nota una extraña resistencia humanoide que hace que queramos exclamar, como si fuera una película de horror, «¡Está vivo! ¡Está vivo!». No está vivo, pero resulta muy fuerte la intuición de que es justamente lo contrario.
Ahora que estamos pensando en brazos, consideremos una variante con una moraleja distinta: el caso del brazo de un hombre, amputado en un accidente horroroso, que los cirujanos creen poder reimplantarle. Sobre la mesa de operaciones, todavía caliente y suave ¿siente dolor? (De sentirlo, tendríamos que inyectarle algo de novocaína, sobre todo si pensamos en utilizar el escalpelo para recortar tejidos del brazo antes de intentar el implante). Una sugerencia estúpida, replicará usted; para sentir dolor hace falta tener mente y como el brazo no está unido al cuerpo, que tiene la mente, lo que se haga al brazo no causará sufrimiento a mente alguna. Pero puede que el brazo tenga mente propia. ¡Puede que siempre la haya tenido pero que haya sido incapaz de hablamos! Bien ¿y por qué no? Tiene un buen número de células nerviosas y esas células siguen disparando respuestas. Si damos con un organismo completo que tuviera esa misma cantidad de células nerviosas activas, nos sentiríamos fuertemente inclinados a creer que es capaz de experimentar dolor, incluso aunque no pudiera expresarse de modo que pudiéramos entenderle. Aquí chocan nuestras intuiciones: los brazos no tienen mente a pesar de abarcar muchos de los procesos y materiales que suelen convencemos de que algunos animales no humanos sí la tienen.
¿Es que lo que cuenta es la conducta? Imagínese que pellizca el pulgar de ese brazo amputado y ¡el brazo le pellizca a usted! ¿Decidiría entonces darle novocaína? Y si decide que no ¿por qué? ¿Porque su reacción habría sido un reflejo «automático»? ¿Y cómo puede usted estar seguro? ¿Hay algo en la organización de esas células nerviosas que es la que marca la diferencia?
Estos casos enigmáticos son divertidos de plantear y aprendemos cosas importantes de nuestras ingenuas ideas sobre la mente cuando intentamos aclarar por qué nuestras intuiciones se forman como se forman, pero seguramente habrá algún método mejor para investigar los distintos tipos de mente… y de las no-mentes que podrían confundirnos. La convicción derrotista de que nunca podremos saber debería posponerse indefinidamente, dejándola como una conclusión de último aliento a la que llegar sólo después de haber agotado las demás vías y no sólo haber imaginado que las hemos agotado. Puede que nos esperen sorpresas y aspectos iluminadores.
Una perspectiva que hay que considerar, independientemente de que la descartemos finalmente o no, es que puede que, después de todo, el lenguaje no sea tan periférico para las mentes. Puede que el tipo de mente que se tiene cuando se le añade el lenguaje sea tan diferente del tipo de mente que se puede tener sin lenguaje, que llamarlas mentes a las dos sea un equivocación. En otras palabras, quizá nuestra idea de que las mentes de las demás criaturas tienen riquezas (riquezas inaccesibles a nosotros pero no a ellos, por supuesto) sea una ilusión. El filósofo Ludwig Wittgenstein dijo, como es bien sabido: «Si un león pudiera hablar, no le comprenderíamos». Se trata, sin duda, de una posibilidad pero que desvía nuestra atención de otra: si un león pudiera hablar, naturalmente que le entenderíamos, con los habituales esfuerzos para la traducción entre diferentes idiomas, pero nuestras conversaciones con él no nos dirían prácticamente nada de las mentes de los leones corrientes, habida cuenta de que su mente equipada de lenguaje sería bien diferente. ¡Podría ocurrir que al añadir el lenguaje a la «mente» de un león le proporcionara mente por primera vez! O a lo mejor no. En cualquier caso, deberíamos investigar ese aspecto y no dar por sentado, conforme a la tradición, que las mentes de los animales que no hablan son realmente parecidas a las nuestras.
Si tenemos que hallar una vía alternativa a la investigación en lugar de apoyarnos acríticamente en nuestras intuiciones preteóricas… ¿cómo deberíamos empezar? Consideremos la vía histórica, evolutiva. No siempre ha habido mentes. Nosotros tenemos mente, pero nosotros no hemos existido siempre. Hemos evolucionado a partir de seres con mentes más sencillas (si es que eran mentes) que evolucionaron a su vez de seres con presuntas mentes aún más simples. Y hubo un momento, hace cuatro o cinco mil millones de años, en que no había mente alguna, ni simple ni compleja… o, por lo menos, no en este planeta. ¿Cuáles fueron los cambios, en qué orden se dieron y por qué? Los pasos principales parecen claros, aunque los detalles de las fechas y de los lugares sólo puedan ser conjeturas. Una vez contada esa historia, por lo menos tendremos un marco general en el que situar nuestros dilemas. Puede que queramos distinguir tipos de seudomentes, o protomentes, o semimentes o hemisemidemimentes de lo que realmente es una auténtica mente. Llamemos como llamemos a esas disposiciones ancestrales, puede que podamos ponernos de acuerdo en la escala que forman y en las condiciones y en los principios que iniciaron la escala. El próximo capítulo desarrolla algunas de las herramientas para esta investigación.