CAPÍTULO 6

NUESTRA MENTE Y OTRAS MENTES

Una vez que el niño aprende el significado de «por qué» y de «porque», se convierte en miembro de pago de la raza humana.

Elaine Morgan,

The Descent of the Child: Human Evolution from a New Perspective

[El origen del niño: la evolución humana desde una nueva perspectiva].

Nuestra conciencia, las mentes de los otros

La mente parece menos milagrosa cuando se ve cómo puede haberse formado a partir de distintos elementos y cómo sigue dependiendo de esos elementos. Una mente humana al desnudo (sin papel ni lápiz, sin hablar, sin comparar anotaciones, sin hacer esbozos) es, en primer lugar, una cosa que no hemos visto nunca. Cualquier mente humana a la que hayamos dirigido nuestra atención (incluyendo de manera muy especial la propia, a la que miramos «desde dentro») es un producto no sólo de la selección natural sino de un diseño cultural repetido una y otra vez de enormes proporciones. Resulta bastante fácil ver por qué una mente parece milagrosa cuando no tenemos idea de todos sus componentes y de cómo se fabricaron. Cada componente tiene una larga historia de diseño, a veces de miles de millones de años.

Antes de que criatura alguna pudiera pensar, hubo criaturas con intencionalidad bruta y no pensante, dispositivos de mero rastreo y discriminación que no tenían ni el menor asomo de idea de lo que hacían ni por qué lo hacían. Pero funcionaban bien. Estos dispositivos rastreaban cosas respondiendo fiablemente a sus idas y venidas, manteniéndolas enfocadas la mayor parte del tiempo y desviándose rara vez y durante poco tiempo antes de volver nuevamente a su tarea. En períodos mucho más largos se podría decir que los diseños de estos dispositivos rastreaban cosas: no parejas escurridizas ni presas sino cosas abstractas, los fundamentos latentes de sus propias funciones. Conforme cambiaban las circunstancias los diseños de estos dispositivos fueron cambiando en respuesta apropiada a las nuevas condiciones, haciendo que sus poseedores siguieran bien equipados sin sobrecargarlos de razones. Estas criaturas cazaban pero no pensaban que cazaban, huían pero no pensaban que huían. Tenían el saber cómo hacerlo, que necesitaban. Ese saber cómo hacerlo es una especie de sabiduría, una especie de información útil pero no es un conocimiento representado.

Luego, algunas criaturas comenzaron a refinar aquella parte del medio que era más fácil de controlar colocando marcas tanto en su interior como en su exterior, descargando los problemas en el mundo y en otras partes de su cerebro. Comenzaron a fabricar y a utilizar representaciones pero no sabían que era eso lo que estaban haciendo. No necesitaban saberlo. ¿Deberíamos llamar «pensar» a esta clase de utilización involuntaria de representaciones? Si es así, tendríamos que decir estas criaturas estaban pensando ¡pero sin saber que pensaban! Pensamiento inconsciente… los que gustan de las formulaciones «paradójicas» podrían estar a favor de esta manera de hablar pero podríamos decir sin inducir a tanto engaño que se trataba de una conducta inteligente pero no pensante porque no sólo no era reflexiva sino que tampoco permitía la reflexión sobre sí misma.

Nosotros, los seres humanos, hacemos muchas cosas inteligentes sin pensar. Nos lavamos los dientes, nos atamos los cordones de los zapatos, conducimos e incluso respondemos a preguntas sin pensar. Pero la mayoría de estas actividades nuestras son diferentes porque podemos pensar sobre ellas de una manera en que las demás criaturas no pueden pensar sobre sus actividades inteligentes pero no pensantes. Desde luego que buena parte de nuestras actividades no pensantes, como conducir un coche, pueden convertirse en actividades no pensantes, pero sólo después de pasar por un largo período de desarrollo del diseño que fuera explícitamente consciente de sí mismo. ¿Cómo se consigue esto? Las mejoras que introducimos en nuestro cerebro cuando aprendemos el lenguaje nos permiten revisar, recordar, ensayar, rediseñar nuestras propias actividades, convirtiendo nuestros cerebros en especies de cámaras de resonancia en las que los procesos, que de otro modo se desvanecerían, pueden quedar acogidos y convertirse en objetos por derecho propio. Aquellas que persisten más y adquieren influencia al persistir son las que llamamos pensamientos conscientes.

Los contenidos mentales se hacen conscientes no por ingresar en determinada cámara especial del cerebro, no por verse transducidos a un medio privilegiado y misterioso, sino por triunfar frente a otros contenidos mentales en el dominio del control de la conducta y, por ende, de conseguir efectos más duraderos o, como decimos equívocamente, «memorizarlos». Y como somos hablantes, y como hablar con nosotros mismos es una de nuestras actividades más influyentes, una de las formas más efectivas de que un contenido mental se vuelva influyente es que ocupe una posición en la que controle las partes que utiliza el lenguaje.

Una reacción corriente ante esta sugerencia sobre la conciencia humana es la de franco desconcierto, que se expresa más o menos así: «Supongamos que todos esos extraños procesos competitivos tienen lugar en mi cerebro y supongamos que, tal como usted dice, los procesos conscientes son sencillamente los que triunfan. ¿Cómo es que eso los convierte en conscientes? ¿Qué les ocurre para que sea verdad que yo los conozca? Porque, después de todo, ¡se trata de mi conciencia la que precisa una explicación, habida cuenta de que la conozco en primera persona del singular!». Estas preguntas revelan una profunda confusión porque presuponen que lo que nosotros somos es algo diferente, una especie de res cogitans cartesiana, añadido a toda esta actividad cerebro-cuerpo. Y sin embargo, los que somos es precisamente esta organización de toda la actividad competitiva entre un montón de competidores que ha desarrollado nuestro cuerpo. Conocemos «automáticamente» que estas cosas ocurren en nuestro cuerpo porque si no las conociéramos ¡no sería nuestro cuerpo! (Podemos salir a la calle con los guantes de otra persona creyendo que son los nuestros pero no podríamos firmar un contrato con la mano de otra persona, creyendo erróneamente que era la nuestra, como tampoco podría afectarnos la tristeza o el miedo de otra persona creyendo erróneamente que esos eran nuestros sentimientos).

Los actos y los sucesos que cada uno de nosotros puede contar a los demás, y las razones de los mismos, son nuestros porque los hemos fabricado nosotros… y porque ellos nos han fabricado a nosotros. Lo que cada uno de nosotros es, es ese agente de cuya vida podemos dar razón. Podemos dar razón a los demás y a nosotros mismos. El proceso de descripción propia comienza en la más temprana niñez e incluye un buen montón de fantasía desde un primer momento. (Piénsese en Snoopy tumbado encima de su caseta y pensando: «Aquí va el as de la primera guerra mundial, volando hacia la batalla»). Y prosigue a lo largo de la vida. (Piénsese en el camarero del café en la discusión que sobre la «mala fe» presenta Jean-Paul Sartre en El ser y la nada, tan sumido en su aprendizaje sobre cómo dar vida a la descripción que de sí mismo hace como camarero). Es lo que nosotros hacemos. Es lo que nosotros somos.

Otras mentes ¿son verdaderamente tan distintas de la mente humana? Como experimento sencillo me gustaría que usted que me lee imaginara algo que me atrevería a decir nunca ha imaginado antes. Imagínese, por favor, con cierto detalle un hombre con una bata blanca de laboratorio trepando por una cuerda mientras lleva un cubo de plástico rojo sujeto con los dientes. Tarea mental fácil para usted. ¿Podría un chimpancé llevar a cabo esa misma tarea? Lo dudo. Yo tomo los elementos hombre, cuerda, trepar, cubo, dientes, como objetos familiares del mundo perceptivo y conductual de un chimpancé de laboratorio. Estoy seguro de que un chimpancé de ese tipo no sólo puede percibir esas cosas sino que las ve como hombre, cuerda, cubo y demás. En cierto sentido mínimo, garantizo que el chimpancé tiene un concepto de hombre, de cuerda, de cubo (pero presumiblemente no posee conceptos de langosta, de epigrama, de abogado). Mi pregunta es la siguiente: ¿Qué puede hacer un chimpancé con sus conceptos? Ya en la primera guerra mundial el psicólogo alemán Wolfgang Köhler hizo algunos experimentos famosos con chimpancés para ver qué tipos de problemas podían resolver pensando: ¿Podría un chimpancé averiguar cómo apilar unas cajas en su jaula para alcanzar unos plátanos colgados a una altura excesiva como para poder cogerlos sin más? O en otro caso, ¿podría averiguar cómo unir dos palos para formar uno más largo con el cual conseguir descolgar la comida? Quiere la leyenda popular que los chimpancés de Köhler sí supieron dar con estas soluciones pero lo cierto es que estos animales fueron bastante poco impresionantes cuando se pusieron a la tarea: algunos resolvieron el problema después de muchísimas intentonas y otros ni siquiera llegaron a resolverlo. Estudios posteriores, entre ellos algunos actuales que son mucho más sutiles, siguen fracasando en la respuesta de estas preguntas aparentemente simples sobre lo que puede pensar un chimpancé cuando se le proporcionan todas las claves. Pero supongamos por un momento que los experimentos de Köhler sí hubieran dado respuesta a la pregunta que se dice que respondieron: que un chimpancé sí es capaz de descubrir la solución a un sencillo problema de este tipo, siempre que los elementos de la solución sean visibles y los tenga a mano, es decir, que se puedan manipular en una serie de pruebas.

Mi pregunta es diferente: ¿Puede un chimpancé recordar los elementos de una solución cuando estos elementos no están presentes para servirle al chimpancé de recuerdos visuales? El ejercicio al que se sometió usted que me lee procedió de una sugerencia verbal mía. Estoy seguro de que usted mismo puede hacer algunas sugerencias por su cuenta, inventando con ello una imaginería mental de considerable novedad. (Esta es una de las cosas que sabemos de nosotros mismos: que a todos nos divierte metemos en complejos juegos imaginativos cuidadosamente hechos a medida para satisfacer nuestras necesidades del momento). El informe que he esbozado en capítulos anteriores sobre cómo funciona la mente no humana supone que los chimpancés deben ser incapaces de semejantes actividades. En cierto modo podrían ser capaces de reunir accidentalmente los conceptos significativos (sus propios conceptos) y luego llevar su atención a resultados azarísticamente interesantes, pero sospecho que hasta eso queda fuera de los límites de la movilidad o de la manipulabilidad de sus recursos.

Estas preguntas sobre las mentes de los chimpancés son bastante sencillas pero nadie sabe las respuestas… todavía. No es que las respuestas sean imposibles de obtener, sino que no es sencillo inventar los experimentos adecuados para obtenerlas. Nótese que estas preguntas no son de ese tipo que pueden enfocarse viendo el tamaño relativo del cerebro del animal o incluso calibrando su capacidad cognitiva bruta (de memoria, por ejemplo, o de discriminación). Seguramente hay abundante maquinaria en el cerebro de un chimpancé para almacenar toda la información que necesita como materia prima para semejante tarea; las preguntas apuntan a si la maquinaria está organizada de tal forma que permita ese tipo de explotación. (Tenemos un gran aviario con un montón de pájaros; ¿podemos hacer que vuelen en formación?). Lo que hace que una mente sea poderosa (ciertamente lo que hace que una mente sea consciente) no es de qué está hecha, ni lo grande que es, sino lo que es capaz de hacer. ¿Puede concentrarse? ¿Puede distraerse? ¿Puede recordar sucesos anteriores? ¿Puede mantener la atención sobre varias cosas al mismo tiempo? ¿De qué rasgos de sus actividades puede darse cuenta o cuáles de ellos puede controlar?

Cuando se contesten preguntas como estas, sabremos todo lo que necesitamos saber sobre esas mentes para responder a las preguntas moralmente importantes. Estas respuestas comprenderán todo lo que queremos saber sobre el concepto de conciencia salvo la idea de si en criaturas semejantes «están apagadas las luces», como un autor ha dicho recientemente. Pero es una mala idea, pese a su popularidad. No es que ninguno de sus defensores haya llegado a definirla, ni siquiera a clarificarla: es que no hay lugar a tal aclaración ni para tal definición. Porque supongamos que ya hemos contestado a todas las demás preguntas sobre la mente de cierta criatura y que en ese momento algunos filósofos pretendan que seguimos sin saber la respuesta a esa cuestión absolutamente importante: ¿Están las luces mentales apagadas o encendidas? ¿Sí o no? ¿Qué importaría una u otra respuesta? Se nos debe una respuesta a esta pregunta que acabo de hacer antes de que tengamos que tomarnos en serio la cuestión.

Los perros ¿tienen concepto de lo que es un gato? Sí y no. Por próximo al nuestro que extensionalmente esté el «concepto» de gato que tiene un perro (nosotros y los perros identificamos los mismos conjuntos de entes como gatos y no gatos), se diferencia radicalmente del nuestro en una cosa: el perro no puede ponderar su propio concepto. No puede preguntarse si sabe qué es un gato; no puede preguntarse si los gatos son animales; no puede intentar distinguir la esencia del gato (mediante sus conocimientos) de los meros accidentes. Los conceptos no son cosas en el mundo del perro lo mismo que lo son los gatos. Los conceptos son cosas de nuestro mundo porque nosotros disponemos de lenguaje. Un oso polar es apto en relación con la nieve como no lo es un león, de modo que en cierto sentido el oso polar tiene un concepto del que carece el león: un concepto de nieve. Pero no hay mamífero carente de lenguaje que pueda tener el concepto de nieve que nosotros tenemos porque los mamíferos carentes de lenguaje no tienen manera de ponderar la nieve «en general» o «en sí». Y no por la razón trivial de que no tengan una palabra (del lenguaje natural) para designar la nieve sino porque sin lenguaje natural no son capaces de arrancar conceptos de sus nidos conexionistas entretejidos ni de manipularlos. Podemos hablar del conocimiento implícito o procedimental que tiene de la nieve el oso polar (el saber de nieve que tiene el oso), e incluso podemos investigar empíricamente la extensión de ese concepto de nieve encarnado en sí mismo que tiene el oso, pero teniendo en mente que ese no es un concepto manejable por el oso polar.

«¡Puede que no sea capaz de hablar, pero seguro que piensa!»: uno de los principales objetivos de este libro ha sido el de hacer vacilar la confianza del que lee en esta reacción tan familiar. Quizá el mayor obstáculo en nuestros intentos de aclararnos en lo que se refiere a las capacidades mentales de los animales no humanos sea nuestra costumbre casi irresistible de imaginar que esos animales acompañan sus inteligentes actividades con una corriente de conciencia reflexiva similar a la nuestra. No es que ahora sepamos que no hacen cosa semejante: es más bien que en estas primeras etapas de nuestras investigaciones no debemos suponer que sí. El pensamiento tanto científico como filosófico sobre este asunto se ha visto fuertemente influido por el clásico texto de 1974 del filósofo Thomas Nagel: «¿Qué se siente al ser un murciélago?». El propio título nos pone en una pista equivocada, invitándonos a pasar por alto las distintas formas en que murciélagos (y demás animales) podrían conseguir sus ingeniosas proezas sin que «ser un…» signifique nada para ellos. Creamos un misterio supuestamente impenetrable para nosotros si suponemos sin más que la pregunta de Nagel tiene sentido y que sabemos lo que preguntamos.

¿Qué significa para un pájaro construir su nido? La pregunta nos invita a imaginar cómo construiríamos un nido y a intentar imaginarnos los detalles de la comparación. Pero como construir nidos es algo que no solemos hacer, primero deberíamos recordar lo que para nosotros significa hacer algo que nos sea familiar. Por ejemplo ¿qué significa para nosotros atarnos los cordones de los zapatos? A veces le prestamos atención; a veces lo hacen nuestros dedos sin que nos demos ninguna cuenta y mientras hacemos otras cosas. De modo que, podemos creer que el pájaro tiene alguna ensoñación o planea las actividades del día siguiente cuando hace sus movimientos constructores de nidos. Podría ser, pero lo cierto es que las pruebas hasta el momento indican con mucha fuerza que el pájaro no está equipado para hacer semejante cosa. Ciertamente, el contraste que notamos entre prestar atención y hacer una tarea mientras tenemos la cabeza en otra parte, no tiene en absoluto ninguna equivalencia en el caso del pájaro. El hecho de que nosotros no podamos hacer un nido sin pensar cuidadosa y reflexivamente sobre lo que estamos haciendo y por qué lo hacemos no es razón suficiente para suponer que cuando el pájaro hace su nido deba tener pensamientos pajariles sobre lo que está haciendo (por lo menos en su primer nido, antes de dominar la tarea). Cuanto más aprendemos sobre cómo puede ocuparse un cerebro en los procesos que significan el cumplimiento de tareas inteligentes para sus poseedores no humanos, menos se parecen esos procesos a los pensamientos que, vagamente, hemos imaginado como responsables de esas tareas. Eso no significa que nuestros pensamientos no sean procesos que se dan en nuestro cerebro, o que nuestros pensamientos no representen el papel fundamental que normalmente les atribuimos en regir nuestra conducta. Alguno de esos procesos en el cerebro humano terminará, presumiblemente, por ser discernible como lo son los pensamientos que conocemos tan íntimamente, pero está todavía por ver si las capacidades mentales de cualesquiera otras especies dependen de que tengan una vida mental semejante a la nuestra.

Dolor y sufrimiento: lo que importa

Siempre hay una solución bien sabida a cualquier problema humano: limpia, plausible y errónea.

H. L. Mencken,

Prejuicios (segunda serie).

Sería tranquilizador llegar al final de nuestra historia y poder decir algo del siguiente estilo: «… Y así vemos que de nuestros descubrimientos se sigue que los insectos, los peces y los reptiles no son sentientes en absoluto (son meros autómatas) pero ¡que los anfibios, las aves y los mamíferos son semientes o conscientes como nosotros! Y, por si interesa, el feto humano se convierte en sentiente entre las semanas decimoquinta y decimosexta». Semejante solución, limpia y plausible para algunos de nuestros problemas humanos de toma moral de decisiones supondría un enorme alivio, pero todavía no podemos contar semejante historia y no hay motivos para creer que más adelante podrá contarse. Es improbable que hayamos pasado por alto un rasgo mental que suponga una diferencia clara en cuanto a la moralidad, y los rasgos que hemos examinado parecen hacer su aparición no solamente de forma gradual sino también de modo asincrónico, incoherente y salteado, tanto en la historia evolutiva como en el desarrollo de los organismos individuales. Por supuesto que es posible que investigaciones posteriores revelen un sistema de similitudes y diferencias hasta el momento indetectado que nos impresione adecuadamente y que, entonces, seamos capaces de ver, por vez primera, por dónde ha trazado la naturaleza la línea y por qué la ha trazado precisamente ahí. Sin embargo, no es una posibilidad en la que apoyarse si ni siquiera hemos sido capaces de imaginar en qué consistiría tal descubrimiento o por qué razón sería moralmente significativo para nosotros. (De igual modo podríamos imaginar que determinado día desaparecerán las nubes y Dios nos dirá, directamente, a qué criaturas hay que incluir y a cuáles no en el círculo mágico).

En nuestra búsqueda de diferentes mentes (y de protomentes) no parece existir ningún umbral claro ni ninguna masa crítica… hasta que llegamos al tipo de conciencia de que disfrutamos los seres humanos usuarios de lenguaje. Esa variedad de mente es única y más poderosa en varios órdenes de magnitud que cualquier otra variedad de mente, pero probablemente no queramos concederle excesivo peso moral. Bien podríamos creer que cuenta más en cualquier cálculo moral la capacidad de sufrir que la capacidad de razonamiento abstruso y complejo sobre el futuro (y sobre todo lo demás que hay bajo la capa del sol). Pues bien, ¿cuál es entonces la relación entre el dolor, el sufrimiento y la conciencia?

Mientras la distinción entre dolor y sufrimiento sea, como la mayor parte de las cosas cotidianas, una distinción no científica, en cierto modo sin límites precisos, es sin embargo una marca de medida valiosa e intuitivamente satisfactoria de importancia moral. El fenómeno del dolor ni es homogéneo para todas las especies, ni es sencillo. Podemos verlo en nosotros mismos, dándonos cuenta de lo poco evidentes que son las respuestas a determinadas cuestiones bien simples. ¿Experimentamos como dolor los estímulos de nuestros receptores de dolor, estímulos que nos impiden permitir a nuestros miembros que adopten posturas forzadas y dañinas para nuestras articulaciones mientras dormimos? ¿O debemos llamarlos más apropiadamente dolores inconscientes? En cualquier caso, ¿tienen significación moral? Podríamos llamar a semejantes estados del sistema nervioso que protegen el cuerpo, estados «sentientes» sin por ello suponer que sean las experiencias de un ser, de un ego, de un sujeto. Para que tales estados importen (los llamemos dolores, o estados conscientes, o experiencias) debe haber un sujeto duradero a quien le importen porque sean fuente de sufrimiento.

Considérese el fenómeno tan comentado de la disociación que se da en presencia de un gran dolor o de un gran temor. Cuando se maltrata a los niños suelen acogerse a una estratagema desesperada pero efectiva: «Se ausentan». En cierto modo se dicen a sí mismos que no son ellos quienes sufren ese dolor. Parece haber dos variantes de disociadores: los que simplemente rechazan el dolor como suyo y lo contemplan, por así decir, desde fuera; y aquellos que se desintegran, por lo menos momentáneamente, en algo parecido a una personalidad múltiple (no soy «yo» quien está sufriendo este dolor sino «ella» o «él»). Mi hipótesis no enteramente extravagante sobre esto es que estas dos variantes de niños difieren en su aprobación tácita de una doctrina filosófica: que toda experiencia debe ser experiencia experimentada por algún sujeto. Los niños que rechazan el principio no ven nada malo en ausentarse del dolor dejándolo sin sujeto para que circule por ahí sin herir a nadie en concreto. Los que aceptan el principio tienen que inventarse a otro para que actúe de sujeto: «¡Cualquiera menos yo!».

Pueda o no sostenerse cualquier interpretación de este fenómeno de disociación, la mayor parte de los psiquiatras están de acuerdo en que funciona hasta cierto punto. Esto es, consista en lo que consista este recurso de la disociación, es genuinamente analgésico… o, por ser más precisos, sirva o no para disminuir el dolor sí decididamente aplaca el sufrimiento. De modo que lo que tenemos es una especie de resultado modesto: sea cual fuera la diferencia entre un niño no disociado y otro disociado, se trata de una diferencia que afecta notablemente a la existencia del sufrimiento o a su cantidad. (Me apresuro a añadir que nada de lo que he dicho supone que cuando los niños disocian mitiguen en modo alguno la atrocidad del perverso comportamiento de sus maltratadores; sin embargo, disminuyen drásticamente el horror de los efectos mismos… aunque esos niños paguen después un precio altísimo en la lucha contra los efectos de su disociación).

Un niño disociado no sufre lo mismo que un niño no disociado. Pero a continuación ¿qué diremos de criaturas que son disociadas por naturaleza, que nunca consiguen, ni intentan conseguir siquiera, esa suerte de organización interna compleja que es la normal en un niño no disociado y que se quiebra en un niño disociado? Una conclusión obligada podría ser: una criatura de ese tipo está incapacitada por su constitución para pasar por esa especie o esa cantidad de sufrimiento que puede soportar un ser humano normal. Pero si todas las especies no humanas están en tal estado relativamente desorganizado, tenemos base para la hipótesis de que los animales no humanos pueden desde luego sentir dolor pero no sufrir como nosotros.

¡Qué bien! Puede esperarse que los amantes de los animales respondan a esta sugerencia con justa indignación y con profundas sospechas. Como esta sugerencia promete desde luego aliviar muchas de nuestras aprensiones sobre las prácticas humanas corrientes absolviendo, por lo menos de cierta culpa que otros les adjudican, a nuestros cazadores, granjeros y experimentadores, deberíamos ser francamente cautelosos y ecuánimes en considerar su fundamento. Deberíamos estar al tanto de posibles fuentes de engaño… por ambas partes, en este asunto tan revuelto. La sugerencia de que los animales no humanos no son susceptibles de niveles de sufrimiento humanos, provoca generalmente una catarata de relatos que parten el corazón, la mayor parte de ellos sobre perros. ¿Por qué predominan los perros? ¿Podría ocurrir que los perros fueran los mejores contraejemplos porque los perros tengan de verdad una mayor capacidad de sufrimiento que otros mamíferos? Podría ser, y la perspectiva evolutiva que hemos estado siguiendo puede explicarnos el porqué.

Los perros, y sólo los perros entre las demás especies domesticadas, responden fuertemente al enorme volumen de lo que podríamos denominar conducta «humanizante» que les dirigen sus amos. Hablamos a nuestro perro, nos compadecemos de él y generalmente lo tratamos como a un compañero humano en la medida de lo posible… y nos deleitamos en su respuesta positiva y familiar a esta simpatía. Podemos intentarlo con los gatos, pero rara vez se da. Retrospectivamente no es sorprendente; los perros domésticos son descendientes de mamíferos sociales hechos durante millones de años a vivir en grupos muy cooperativos e interactivos, mientras que los gatos surgen de linajes asociales. Lo que es más, los perros domésticos son diferentes a sus primos (lobos, zorros y coyotes) en algo importante: responden al afecto humano. No hay ningún misterio en esto. Los perros domésticos se han seleccionado precisamente por esa diferencia durante centenares de miles de generaciones. En El origen de las especies Charles Darwin señalaba que mientras la intervención humana deliberada en la reproducción de especies domesticadas ha funcionado durante miles de años para criar caballos más rápidos, ovejas más lanudas, ganado vacuno más carnoso, y así sucesivamente, durante mucho más tiempo se ha empleado una fuerza más sutil pero todavía más poderosa para conformar nuestras especies domesticadas. La denominó selección inconsciente. Nuestros antepasados practicaron la crianza selectiva pero no sabían que la estaban practicando. Este favoritismo involuntario, a lo largo de eones, ha hecho que los perros se parezcan más y más a nosotros en cosas que precisamente nos llaman la atención. Entre otros rasgos que hemos seleccionado inconscientemente, yo sugiero que se encuentra la susceptibilidad para su socialización con los humanos que, en los perros, ofrece muchos de los efectos organizadores que tiene en las propias crías humanas. Tratándoles como si fueran humanos, tuvimos éxito en convertirlos en más humanos de lo que hubieran sido de no darse ese trato. Comenzaron a desarrollar los propios rasgos organizativos que de no haber sido así serían dominio exclusivo de los seres humanos socializados. En resumidas cuentas, si la conciencia humana (la suerte de conciencia que es necesaria para un sufrimiento auténtico) es, como yo he sostenido, una reestructuración radical de la arquitectura virtual del cerebro humano, entonces debería seguirse que los únicos animales que fueran capaces de algo que remotamente se pareciera a esa forma de conciencia, serían aquellos animales a los que también se les hubiera impuesto, mediante la cultura, esa maquinaria virtual. Los perros son, claramente, los que están más próximos a cumplir esta condición.

¿Y qué podemos decir del dolor? Cuando piso a alguien en un dedo del pie causándole un dolor breve pero definido (y claramente consciente) le produzco un daño muy escaso, generalmente nulo. El dolor, aun siendo intenso, es demasiado breve como para que importe y yo no causo un daño permanente al pie. La idea de que la persona a la que piso sufre durante un segundo o dos es una aplicación errónea y risible de esa importante noción e incluso admitiendo que mi pisotón que causa unos pocos segundos de dolor pueda originar unos segundos o unos minutos más de irritación (especialmente si esa persona cree que lo he hecho a propósito), el dolor en sí, como experiencia breve de signo negativo es de una significación moral evanescente. (Que haya pisado a una persona cantando un aria y esa interrupción le estropee su carrera operística es harina de otro costal).

Muchas discusiones admiten tácitamente que: 1) el sufrimiento y el dolor son lo mismo a diferente escala; 2) que todo dolor es «dolor experimentado»; y 3) que la «cantidad de sufrimiento» ha de calcularse («en principio») sumando todos los dolores (el horror de cada uno de ellos se determina mediante duración, número de veces e intensidad). Estas suposiciones son grotescas cuando se consideran desapasionadamente a la fría luz del día (cosa difícil para algunos de sus partidarios). Nos ayudará un pequeño ejercicio: supongamos que, gracias a cierto «milagro de la medicina moderna», pudiéramos separar todos nuestros dolores y sufrimientos del contexto en el que se producen posponiéndolos, por ejemplo, a finales de año, momento en el que podrían soportarse durante una semana horrorosa de agonía continua, en una especie de vacaciones negativas o bien (si nos tomamos en serio la fórmula que expresa la condición 3) intercambiando duración por intensidad, de modo que la desgracia de un año pudiera empaquetarse en un único montón que fuera un choque de intensidad intolerable y que durara por ejemplo cinco minutos. Un año entero sin ni siquiera un suave contratiempo o un dolor de cabeza a cambio de un descenso a los infiernos sin anestesia, completamente reversible, y breve… ¿aceptaríamos semejante trato? Yo desde luego sí si creyera que tiene algún sentido. (Damos por supuesto, naturalmente, que este episodio horrible no me mataría ni me dejaría una secuela de locura… aunque ¡no me importaría enloquecer durante ese choque!). Lo cierto es que aceptaría el trato incluso si supusiera «duplicar» o «cuadruplicar» el total del sufrimiento, siempre que no durara más de cinco minutos y que no dejara secuelas duraderas. Yo creo que cualquiera podría sentirse feliz de hacer un trato así, pero lo cierto es que no tiene ningún sentido. (Por ejemplo, supondría que el benefactor que proporcionara tal servicio gratis a todos duplicaría o cuadruplicaría, ex hypothesi, el sufrimiento del mundo… y el mundo le amaría por ello).

Lo que es erróneo en semejante planteamiento es, naturalmente, que no se pueden desgajar dolor y sufrimiento de sus contextos de esa forma imaginada. La anticipación y las consecuencias, y el reconocimiento de sus implicaciones para los planes y perspectivas de vida de cada cual, no pueden dejarse a un lado como meros «acompañamientos cognitivos» del sufrimiento. Lo que es terrible de perder el empleo, o una pierna, o la reputación propia, o a un ser querido, no es el sufrimiento que esos acontecimientos causan en nosotros sino el sufrimiento que son semejantes sucesos. Si lo que nos preocupa es descubrir y mejorar situaciones desconocidas de sufrimiento en el mundo, lo que tenemos que hacer es estudiar las vidas de las criaturas y no su cerebro. Por supuesto que lo que les pasa por la cabeza es altamente significativo como ricas fuentes de evidencia sobre lo que hacen y cómo lo hacen, pero lo que hacen termina por ser tan visible (para observadores preparados) como las actividades de las plantas, los torrentes de las montañas o los motores de combustión interna. Si no encontramos sufrimiento en las vidas que podemos ver (estudiándolas diligentemente, utilizando todos los métodos de la ciencia) podemos estar seguros de que no hay sufrimientos invisibles en sus respectivos cerebros. Si descubrimos sufrimiento, lo reconoceremos sin dificultad. Nos resulta demasiado familiar.

Este libro empezaba con un montón de preguntas y, habida cuenta de que es el libro de un filósofo, acaba no con las respuestas sino, espero, con mejores versiones de esas mismas preguntas. Como mínimo podemos ver algunos caminos que pueden seguirse y algunas trampas que deben evitarse en nuestra actual exploración de los distintos tipos de mente.