CAPÍTULO 3

EL CUERPO Y SUS MENTES

Veo en un futuro lejano campos abiertos para investigaciones mucho más importantes. La psicología se apoyará en una nueva base, la de la necesaria adquisición gradual de cada uno de los poderes y capacidades mentales. Se arrojará luz sobre el origen del hombre y su historia.

Charles Darwin, El origen de las especies.

¿De la sensibilidad a lo sentiente?

Finalmente, emprendamos el camino. La madre Naturaleza (o, tal como la llamamos hoy, proceso de evolución por selección natural) no tiene ninguna previsión, pero ha ido formando gradualmente seres con previsiones. La tarea de una mente es fabricar futuro, tal como lo expresó en una ocasión el poeta Paul Valéry. Una mente es fundamentalmente algo que anticipa, un generador de expectativas. Barrena el presente buscando claves, que refina con la ayuda de los materiales que ha conservado del pasado y las convierte en anticipaciones del futuro. Y entonces actúa, racionalmente, sobre la base de esas cosas anticipadas con tanto esfuerzo.

Dada la inexcusable competitividad por los materiales en el mundo de las cosas vivas, la tarea que afronta cualquier organismo puede considerarse como una especie de versión del juego infantil del escondite. Buscamos lo que necesitamos y nos escondemos de aquellos que necesitan lo que tenemos. Los primeros seres que se duplicaron, las macromoléculas, tenían sus necesidades y desarrollaron medios sencillos (¡relativamente sencillos!) de satisfacerlas. Su búsqueda era un paseo al azar con un «captador» configurado para un objetivo definido. Cuando se topaban con lo adecuado, se lo apropiaban. Estas macromoléculas buscadoras no tenían plan, no tenían «imagen preconcebida», ni representación de las cosas buscadas fuera de la configuración de los «captadores». Era una cuestión de «cerradura y llave» y sanseacabó. De ahí que la macromolécula no supiera que estaba buscando, y que tampoco necesitara saberlo.

El principio de la «necesidad de saber» es conocidísimo en su aplicación al mundo del espionaje, tanto el real como el de ficción: no debe darse a ningún agente más información que la que estrictamente necesita para llevar a cabo su parte del trabajo. Prácticamente ese mismo principio ha estado en el candelero miles de millones de años y sigue estándolo de billones de formas distintas en el diseño de todo ser vivo. A los agentes (microagentes o seudoagentes) de los cuales se compone un ser viviente (a modo de agentes secretos de la CIA o del KGB) se les entrega solamente la información que necesitan para poder realizar sus tareas sumamente limitadas. En el espionaje, el fundamento es la seguridad; en la naturaleza, el fundamento es la economía. La madre Naturaleza «descubrirá» antes el sistema más barato y con un diseño menos intensivo y lo seleccionará con absoluta miopía.

Por cierto, es importante darse cuenta de que el diseño más barato puede no ser el más eficiente o el más reducido de tamaño. Para la madre Naturaleza muchas veces puede ser más barato poner (o dejar) montones de materia extra, que no es funcional, por la sencilla razón de que ese material extra aparece por el proceso de duplicación y desarrollo y no hay manera de eliminarlo a bajo coste. Hoy se sabe que muchas mutaciones insertan un código que simplemente «desconecta» un gen sin eliminarlo… lo cual es un movimiento mucho más barato en el espacio genético. Un fenómeno paralelo en el mundo de la ingeniería humana se da de forma consabida en la programación de ordenadores. Cuando los programadores mejoran un programa (creando por ejemplo el Disparapalabras 7.0 que sustituye al Disparapalabras 6.1) la práctica normal consiste en crear un nuevo código origen adyacente al antiguo, obtenido mediante copia del antiguo que luego se edita y se cambia. Después, antes de poner en marcha o de compilar el nuevo código, «aparcan» el código antiguo: no lo borran del archivo que contiene el código origen sino que aíslan la versión antigua mediante unos símbolos especiales que indican al ordenador que debe saltarse todo lo que está entre paréntesis al compilar o al ejecutar el programa. Las instrucciones antiguas siguen existiendo en el «genoma» con la orden de que nunca se «expresen» en el fenotipo. No cuesta casi nada conservar el código antiguo y a lo mejor algún día puede hacernos falta. Por ejemplo, podrían cambiar las circunstancias del mundo, dando como resultado que la versión antigua fuera mejor de todas todas. O puede que mutáramos la copia extra de la versión antigua y la convirtiéramos en algo de valor. Un diseño obtenido con tanto esfuerzo no debe descartarse sin más ni más porque podría ser muy difícil reconstruirlo a partir de unas simples líneas. Tal como vamos viendo cada vez con más claridad, la evolución siempre se permite esta táctica, reutilizando una y otra vez los desechos de los procesos de diseño anteriores. (He explorado con mayor profundidad este principio de la acumulación ahorrativa de diseño en La peligrosa idea de Darwin).

Las macromoléculas no tenían por qué saber y sus descendientes unicelulares fueron mucho más complejos aunque tampoco necesitaban saber lo que hacían o por qué lo que hacían era la fuente de su sustento. De tal modo que a lo largo de miles de millones de años hubo razones, pero no seres que las formularan, o se las representaran o, incluso, y en sentido literal, seres capaces de apreciar esas razones. (La madre Naturaleza, el proceso de la selección natural, muestra su aprecio tácito por las buenas razones permitiendo, sin palabras y sin conciencia, que prosperen los mejores diseños). Nosotros, teóricos de última hora, somos los primeros que vemos estas pautas y deducimos esas razones: los fundamentos latentes de los diseños que se han creado a lo largo de los eones.

Describimos esas pautas utilizando el enfoque intencional. Incluso los rasgos de diseño más sencillos en los organismos (rasgos permanentes más sencillos incluso que los interruptores ACTIVADO/DESACTIVADO) pueden instalarse y refinarse mediante un proceso que tiene una interpretación de enfoque intencional. Por ejemplo, las plantas no tienen mente por mucho que lo intente la imaginación del teórico, pero a lo largo del tiempo de evolución sus rasgos se han ido conformando mediante competencias que pueden reproducirse mediante modelos matemáticos de la teoría de juegos: ¡es como si las plantas y sus competidores fueran agentes igual que nosotros! Las plantas que tienen un historial evolutivo como presa continua de los herbívoros han desarrollado muchas veces una toxicidad contra esos herbívoros como respuesta. A su vez, los herbívoros suelen desarrollar una tolerancia específica en su sistema digestivo para esas toxinas concretas y vuelta a empezar, hasta que las plantas, desbaratada su primera intentona, desarrollaron una toxicidad aún mayor o unos rebordes con pinchos, como siguiente medida en una carrera armamentista de medidas y contramedidas. En cierto punto de esa carrera, los herbívoros pueden «elegir» no responder sino discriminar y volverse hacia otras fuentes de alimento, momento en que otra plantas no tóxicas pueden «imitar» a las tóxicas, explotando ciegamente una debilidad (visual u olfativa) en el sistema discriminatorio de los herbívoros, disfrutando así de un avance gratuito basándose en la defensa tóxica que ejercen otras especies vegetales. El fundamento que encontramos aquí es claro y predictivo, incluso aunque ni las plantas ni los sistemas digestivos de los herbívoros tengan mentes en el sentido corriente que atribuimos al término.

Todo esto ocurre con un ritmo dolorosamente lento para nuestras medidas. Pueden hacer falta miles de generaciones, miles de años, para que se haga uno solo de estos movimientos del escondite y para que reciba respuesta (aunque en algunas circunstancias el paso es sorprendentemente rápido). Las pautas del cambio evolutivo aparecen tan lentamente que son invisibles para nuestro ritmo normal de captación de información, de modo que es fácil que pasemos por alto su interpretación intencional o que la desechemos como si fuera un mero capricho o una metáfora. Este sesgo a favor de nuestra escala normal de tiempo puede denominarse chovinismo de escala temporal. Elijamos a la persona más lista, la más ingeniosa que conozcamos e imaginémosla filmada en cámara superlenta, por ejemplo, a 30 000 imágenes por segundo para luego proyectar la filmación a las normales 30 imágenes por segundo. Una sencilla réplica relampagueante, una ingeniosidad de esas que se dan «sobre la marcha», le saldría ahora de la boca como un glaciar, aburriendo al cinéfilo más empedernido. ¿Quién podría adivinar la inteligencia de su actuación, una inteligencia que sería inequívoca a velocidad normal? También estamos bajo el encantamiento de escalas de tiempo mal utilizadas que van en el sentido contrario, como demuestra clarísimamente la fotografía acelerada. Ver cómo crecen las flores, cómo producen capullos que luego florecen a los pocos segundos es verse arrastrado casi irremisiblemente hacia el enfoque intencional. ¡Mirad cómo prospera esa planta, como compite con su vecina creciendo para ocupar el mejor lugar al sol, desplegando desafiante sus hojas a la luz, parando los contragolpes y moviéndose y agitándose como un boxeador! Estas mismas pautas, proyectadas a velocidades diferentes, pueden revelar u ocultar la presencia o ausencia de mente… o eso nos parece. (La escala espacial muestra asimismo un poderoso sesgo inmanente; si los mosquitos fueran del tamaño de gaviotas, mucha más gente pensaría que tienen mente y si tuviéramos que mirar por un microscopio para ver las cabriolas de las nutrias, estaríamos mucho menos seguros de que les gusta la diversión).

Para que podamos ver las cosas como poseedoras de mente tienen que darse al ritmo adecuado y cuando consideramos que algo posee mente no tenemos mucha elección: la percepción es casi irresistible. Pero esto ¿es sencillamente un hecho relativo a nuestro sesgo por ser observadores, o es un hecho relativo a las mentes? ¿Cuál es el verdadero papel de la velocidad en el fenómeno de la mente? ¿Podría haber mentes tan auténticas como las verdaderas que desarrollaran sus actividades en unos órdenes de magnitud más lentos que nuestras mentes? He aquí una razón para pensar que podría haberlas: si nuestro planeta fuera visitado por marcianos que pensaran los mismos pensamientos que nosotros sólo que miles o millones de veces más rápidamente, les pareceríamos tan idiotas como los árboles y tendrían la propensión a mofarse de la hipótesis de que nosotros tenemos mente. Si se mofaran, se equivocarían, ¿no?, víctimas de su propio chovinismo de escala temporal. De modo que si queremos negar que haya una mente fundamentalmente lenta en su pensar tendremos que encontrar otra base que no sea nuestra preferencia por el ritmo de pensar humano. ¿Qué bases podrían ser esas? Puede que pensemos, quizá, que hay una velocidad mínima para la mente, al estilo de la velocidad mínima de escape necesaria para superar la gravedad y abandonar un planeta. Para que esta idea pueda atraer nuestra atención, y mucho más para que la apoyemos, necesitaríamos una teoría que dijera por qué habría de producirse eso. ¿Qué pasaría si un sistema va cada vez más y más deprisa hasta terminar por «romper la barrera de la mente» y creara una mente donde antes no había mente alguna? ¿No origina calor la fricción de las partes que se mueven, calor que por encima de cierta temperatura, lleve a la transformación química de alguna cosa? ¿Por qué habría de crear eso una mente? ¿Es como las partículas de un acelerador que se acercan a la velocidad de la luz convirtiéndose en partículas enormemente masivas? ¿Por qué habría de crear eso una mente? ¿Es que el rápido girar de las partes del cerebro teje en cierto modo un recipiente que contenga, que impida la salida de las partículas de mente que se acumulan hasta que una masa crítica las cohesiona en una mente? A no ser que se pueda proponer algo parecido a esto y se pueda defender, la idea de que la mera velocidad es esencial a la mente carece de valor, ya que existe una buena razón para sostener que lo que cuenta es la velocidad relativa: percepción, deliberación y acción a la rapidez suficiente (en relación con el entorno que se despliega ante ella) para conseguir los propósitos de la mente. Fabricar futuro no tiene utilidad alguna para ningún sistema intencional si sus «predicciones» llegan demasiado tarde para actuar basándose en ellas. La evolución favorecerá siempre al que piensa con rapidez por encima del que piensa con mayor lentitud a igualdad de las demás circunstancias, extinguiendo a los que no pueden cumplir sus plazos con regularidad.

Pero ¿y si hubiera un planeta en el que la velocidad de la luz fuera 100 kilómetros por hora y en el que todos los demás sucesos y procesos físicos se ralentizaran en proporción? Habida cuenta de que el ritmo de los sucesos del mundo físico no puede acelerarse ni ralentizarse en órdenes de magnitud (salvo en los fantásticos experimentos mentales de los filósofos), el requerimiento de una velocidad relativa sirve igual de bien que el requerimiento de una velocidad absoluta. Dada la velocidad a la que unas piedras arrojadas se acercan a sus respectivos blancos, y dada la velocidad a la cual se pueden propagar por la atmósfera unas advertencias audibles cualesquiera, y dada la fuerza que debe aplicarse para que un cuerpo de 100 kilos que corre a 20 kilómetros por hora se desvíe bruscamente a izquierda o a derecha… dadas todas estas especificaciones y otras muchas más firmemente fijadas para este suceso, los cerebros que sean útiles tienen que funcionar a unas velocidades mínimas bastante definidas, con independencia de las fantásticas «propiedades emergentes» que solamente pudieran producirse a determinadas velocidades. Estos requerimientos de velocidad de funcionamiento obligan a los cerebros, a su vez, a utilizar medios de transmisión de información que puedan mantener esas velocidades. Se trata de una buena razón por la que puede importar de qué está hecha una mente. Puede haber otras.

Cuando los sucesos en cuestión se desarrollan a un ritmo más tranquilo, puede darse en otros medios algo parecido a una mente. Estas pautas son discernibles en estos fenómenos solamente cuando adoptamos el enfoque intencional. A lo largo de períodos muy largos de tiempo, especies o linajes de plantas y animales pueden ser sensibles a las condiciones cambiantes y responder de manera racional a los cambios que notan. Es lo único que hace falta para que el enfoque intencional encuentre una ventaja explicativa y predictiva. En períodos mucho más cortos, las plantas como individuos pueden responder adecuadamente a los cambios que notan en el entorno, produciendo nuevos tallos y nuevas hojas para explotar la luz solar disponible, alargando sus raíces en busca del agua e incluso (en algunas especies) ajustando provisionalmente la composición química de sus partes comestibles para mantener a raya el presentido ataque de los herbívoros que pasan por allí.

Esta especie de sensibilidad a ritmo lento puede chocarnos, como la sensibilidad artificial de los termostatos y ordenadores, como meras imitaciones de segunda categoría del fenómeno que marca auténticamente la diferencia: la sentiencia. Puede que podamos distinguir los «sistemas meramente intencionales» de las «mentes genuinas» preguntándonos si los candidatos de unos y otras disfrutan de sentiencia. Pues bien ¿qué es eso? Nunca se ha dado una definición apropiada de «sentiencia» pero es el término más o menos aceptado para lo que se imagina como el grado ínfimo de la conciencia. Llegados a este punto, podemos desear abordar la estrategia de comparar la sentiencia con la mera sensibilidad, fenómeno que presentan los organismos unicelulares, las plantas, el indicador de combustible del coche y la película de una cámara de fotos. La sensibilidad no precisa de conciencia en absoluto. La película fotográfica se vende en varias sensibilidades a la luz; los termómetros se hacen de materiales que son sensibles a los cambios de temperatura; el papel tornasol es sensible a la presencia de ácido. La opinión popular proclama que las plantas, y puede que los animales «inferiores» (medusas, esponjas, y demás), sean sensibles sin ser sentientes, pero que los animales «superiores» son sentientes. Como nosotros, no están meramente provistos de un equipo sensible de uno u otro tipo… un equipo que responde diferenciadamente a unas y otras cosas. Disfrutan de alguna otra propiedad, llamada sentiencia… eso dice la opinión popular. Pero ¿qué es esta propiedad reivindicada tan comúnmente?

¿A qué equivale esta sentiencia, que sea más que la sensibilidad y vaya más allá de ella? Se trata de una pregunta que rara vez se hace y nunca ha recibido una respuesta adecuada. No deberíamos dar por hecho que existe una buena respuesta. No deberíamos dar por hecho, en otras palabras, que se trata de una pregunta bien formulada. Si queremos usar el concepto de sentiencia, tendremos que formarlo a partir de elementos que comprendamos. Todo el mundo está de acuerdo en que la sentiencia exige sensibilidad además de algún factor x aún sin identificar, de modo que si dirigimos nuestra atención a las distintas variedades de sensibilidad y en qué ocasiones se la explota, sin dejar de observar aquello que pueda llamamos la atención como un añadido crucial, podremos descubrir la sentiencia sobre la marcha. Entonces podremos añadir el fenómeno de la sentiencia a nuestra historia evolutiva, o, en su lugar, podría evaporarse la idea de la sentiencia como categoría especial. De una u otra forma, salvaremos la distancia que nos separa a nosotros los conscientes de las macromoléculas meramente sensibles y no sentientes de las que descendemos. Para buscar la diferencia clave entre sensibilidad y sentiencia es tentador observar los materiales que las sustentan: los medios por los cuales viaja y se transforma la información.

Los medios y los mensajes

Debemos observar con mayor detenimiento el desarrollo que he esbozado al comienzo del capítulo 2. Los primeros sistemas de control no fueron verdaderamente más que protectores corporales. Las plantas están vivas, pero no tienen cerebro. No lo necesitan, habida cuenta del estilo de vida que llevan. Sin embargo, sí que necesitan mantener intactos sus cuerpos y adecuadamente colocados para sacar beneficio de su entorno más inmediato, para lo cual han desarrollado sistemas para controlar o regir que tuvieran en cuenta las variables cruciales y que reaccionaran de manera consecuente. La preocupación de las plantas (y de ahí su rudimentaria intencionalidad) o bien estaba dirigida hacia el interior, hacia las condiciones internas, o bien estaba dirigida hacia las condiciones que se daban en todas las zonas importantes de frontera entre su cuerpo y el mundo cruel. La responsabilidad de monitorizar y de ajustar estaba distribuida y no centralizada. La captación localizada de los cambios en las condiciones podía tener respuestas localizadas, que fueran abiertamente independientes unas de otras. En ocasiones esto producía problemas de coordinación, en los cuales un equipo de microagentes actuaba a contrapelo de otro. Hay ocasiones en que las decisiones independientes son mala idea; si todo el mundo decide pasarse al lado derecho cuando el barco se escora a la izquierda, el barco bien puede escorarse a la derecha. Pero en su conjunto, las estrategias minimalistas de las plantas pueden verse satisfechas mediante una «toma de decisiones» muy repartida y modestamente coordinada por el intercambio rudimentario y lento de información a base de la difusión de los fluidos que circulan por el cuerpo de la planta.

¿Podrían entonces ser las plantas sencillamente «animales lentísimos» que disfrutarían de una sentiencia que se nos haya pasado por alto debido a nuestro chovinismo de escala temporal? Habida cuenta de que no hay un significado establecido del término «sentiencia» somos libres de adoptar uno de nuestra elección si es que podemos justificarlo. Si quisiéramos, podríamos referirnos a la sentiencia como capacidad de respuesta de la planta a su entorno, lenta aunque segura, pero necesitaríamos alguna razón para distinguir esta cualidad de la mera sensibilidad que exhiben las bacterias y otras formas de vida unicelular (por no decir nada de los fotómetros de las cámaras fotográficas). No hay candidatura posible para semejante razón y sí existe una razón bastante fuerte para reservar el término «sentiencia» para algo más especial: los animales poseen sistemas lentos de mantenimiento corporal parecidos a los de las plantas, y la opinión común diferencia entre el funcionamiento de estos sistemas y la sentiencia de un animal.

Los animales tienen sistemas lentos de mantenimiento corporal desde que existen. Algunas de las moléculas que flotan en medios como la corriente sanguínea son en sí funcionales, directamente «hacen cosas» por el cuerpo (por ejemplo, algunos de ellos destruyen los invasores tóxicos en un combate cuerpo a cuerpo) y algunos son más parecidos a mensajeros cuya aproximación a un agente mayor y «reconocimiento» por éste le dice que «debe hacer cosas» (por ejemplo, acelerar el ritmo cardíaco o empezar a vomitar). A veces, ese agente mayor es el cuerpo entero. Por ejemplo, cuando la glándula pineal de ciertas especies detecta una disminución general de la luz solar día tras día, lanza a todo el cuerpo un mensaje hormonal para comenzar a prepararlo para el invierno: una tarea con muchas subtareas, iniciadas todas ellas a partir de un único mensaje. Aunque la actividad en estos viejos sistemas hormonales puede verse acompañada de poderosos ejemplos de lo que suponemos que es la sentiencia (como, por ejemplo, arcadas de náuseas, o sensación de entorpecimiento, o escalofríos, o brotes de lujuria) estos sistemas funcionan independientemente de esos acompañamientos sentientes, por ejemplo, en animales dormidos o comatosos. Los médicos hablan de seres humanos con muerte cerebral mantenidos vivos mediante respiradores en un «estado vegetativo», cuando son estos sistemas de mantenimiento corporal los únicos que mantienen la vida y el cuerpo unidos. Ha desaparecido la sentiencia pero sigue persistiendo una sensibilidad de muchos tipos manteniendo diversos equilibrios corporales. O, por lo menos, así querrían aplicar estos dos términos muchas personas.

En los animales, este complejo sistema de paquetes bioquímicos de control de información se complementó en su momento con un sistema más veloz y que discurría por un medio diferente: impulsos de actividad eléctrica que viajaban por las fibras nerviosas. Esta variante abrió un espacio de oportunidades para reacciones más rápidas pero asimismo permitió que el control estuviera distribuido de diferente manera debido a las diferentes geometrías de conexión posibles en este nuevo sistema, el sistema nervioso autónomo. Las preocupaciones del nuevo sistema fueron en un principio internas o, en cualquier caso, inmediatas en el espacio y en el tiempo: ¿Tenía que temblar el cuerpo ahora o debía sudar? ¿Debían posponerse los procesos digestivos del estómago porque había una demanda más urgente de sangre? ¿Había de iniciarse la cuenta atrás de la eyaculación? Y así sucesivamente. Las zonas de contacto entre el nuevo medio y el viejo tenía que proporcionarlas la evolución, y la historia de tal desarrollo ha dejado su huella en nuestra organización actual, haciéndola mucho más complicada de lo esperable. Pasar por alto estas complejidades ha solido despistar a los teóricos (entre los que me incluyo) de modo que más vale que las veamos, aunque sea brevemente.

Una de las suposiciones fundamentales que comparten muchas teorías modernas sobre la mente es la conocida como funcionalismo. La idea central es bien conocida en la vida cotidiana y tiene muchas expresiones proverbiales tales como «la función crea el órgano». Lo que convierte a algo en mente (o en creencia, o en dolor, o en temor) no es su composición, de qué está formado, sino aquello que es capaz de hacer. En otras disciplinas nos damos cuenta de que este principio no admite discusión, sobre todo en nuestra evaluación de un artefacto cualquiera. Lo que hace que un objeto sea una bujía es que puede conectarse en una situación dada y producir una chispa cuando se le solicita. Es lo único que importa: color, material de construcción o complejidad interna pueden variar casi a discreción, lo mismo que su forma, siempre que esa forma permita satisfacer las dimensiones específicas de su papel funcional. En el mundo de las cosas vivas, el funcionalismo se comprende bien: un corazón es algo que bombea sangre y un corazón artificial o de cerdo pueden servir más o menos igual de bien, y por ello pueden cambiarse por un corazón dañado en un cuerpo humano. Hay más de un centenar de diferentes variedades químicas de la valiosa proteína lisozima. Lo que las convierte en diferentes ejemplos de lisozima es lo que las hace valiosas: aquello que son capaces de hacer. Son intercambiables para casi cualquier propósito y situación.

En la jerga estándar del funcionalismo, estas entidades definidas funcionalmente admiten concreciones múltiples. ¿Por qué no iban a poder hacerse reales (concretarse) casi a partir de cualquier cosa las mentes artificiales, a semejanza de los corazones artificiales? Una vez que averigüemos lo que hacen las mentes (o lo que hacen los dolores, o lo que hacen las creencias, y así sucesivamente) deberíamos ser capaces de crear mentes (o partes de mentes) a partir de materiales distintos que tengan esas capacidades. Y a muchos teóricos (entre los que me incluyo) les ha parecido evidente que lo que las mentes hacen es procesar información; las mentes son los sistemas de control de los cuerpos y para poder ejecutar las tareas que se les han encomendado necesitan reunir, discriminar, almacenar, transformar y, en general, procesar información de las tareas de control que llevan a cabo. Hasta aquí, todo claro. El funcionalismo, lo mismo aquí que en otras partes, promete hacer al teórico la vida más fácil abstrayéndose de algunas de las enojosas peculiaridades del funcionamiento y centrándose en lo que de verdad se está haciendo. Pero casi es obligado que los funcionalistas simplifiquen su concepto de esta tarea, haciéndole demasiado fácil la vida al teórico.

Resulta tentador pensar en un sistema nervioso (bien en un sistema nervioso autónomo o bien en su acompañante posterior, el sistema nervioso central) como si fuera una red de información ligada en diversos lugares concretos (nodos transductores, de entrada, y nodos efectores, de salida) a la realidad del cuerpo. Un transductor es cualquier artilugio que capte información de un medio (un cambio de la concentración de oxígeno en la sangre, una disminución de la luz ambiental, una elevación de la temperatura) y la traslade a otro medio. Una célula fotoeléctrica transduce la luz, que le llega en forma de fotones, en una señal electrónica, en forma de electrones que circulan por un cable. Un micrófono transduce ondas sonoras en señales en ese mismo medio electrónico. El resorte bimetálico de un termostato transduce los cambios de temperatura ambiente en una curvatura del resorte (lo cual, a su vez, se traduce generalmente en la transmisión de una señal electrónica por un cable para encender o apagar el calentador). Los bastones y conos de la retina del ojo son los transductores de la luz en el medio de las señales nerviosas; el tímpano transduce las ondas de sonido en vibraciones que, a su vez, se ven transducidas (por las células pilosas de la membrana basilar) al mismo medio de señales nerviosas. Hay transductores de temperatura distribuidos por todo el cuerpo, transductores del movimiento (en el oído interno) y montones de otros transductores para otros tipos de información. Un efector es cualquier dispositivo que puede ser obligado, mediante una señal distribuida por un medio, a hacer algo en otro «medio» (doblar un brazo, cerrar un poro, secretar un fluido, hacer un ruido).

En un ordenador existe una frontera bien definida entre el mundo «exterior» y los canales de información. Los dispositivos de entrada de información, como las teclas, el ratón, el micrófono o el monitor, transducen todos ellos información a un medio común, es decir, el medio electrónico en los cuales se transmiten, se almacenan y se transforman los «bits». También puede un ordenador disponer de transductores internos, como el transductor de temperatura que «informa» al ordenador de que se está recalentando, o el transductor que le advierte de las irregularidades que se dan en la fuente del suministro eléctrico, pero éstos cuentan como dispositivos de entrada de información habida cuenta de que extraen información del entorno (interno) y la introducen en el medio común de procesado de la información.

La cosa estaría clara teóricamente si pudiéramos aislar los canales de información procedente de los sucesos «exteriores» en el sistema nervioso de un cuerpo, de tal manera que las interacciones importantes se dieran en transductores y efectores identificables. Suele ser muy ilustrativa la división del trabajo que ello permitiría. Consideremos un barco con una rueda de timón muy alejada del timón que efectivamente controla. Se puede conectar la rueda al timón mediante cuerdas o con unos piñones y cadenas de bicicleta, con alambres y poleas o mediante un sistema hidráulico de mangueras llenas de aceite (¡o de agua o de whisky!). De una u otra manera, lo que se consigue es que estos sistemas transmitan al timón la energía que el timonel aplica a la rueda para girarla. O también se puede conectar la rueda al timón nada más que con unos finos alambres por los cuales pasen unas señales electrónicas. No hace falta transducir la energía sino tan sólo la información procedente de la rueda que indique cómo quiere el timonel que gire el timón. Se puede pasar esta información desde la rueda en un extremo para que se transmita como una señal y aplicar la energía de manera localizada, en el extremo opuesto, mediante un efector, es decir, un motor del tipo que sea. (Además, se pueden añadir mensajes de «retroalimentación», que se transduzcan en el punto donde están el motor y el timón y envíen a la rueda el control de la resistencia al giro, de tal modo que el timonel pueda notar la presión del agua en la rueda cuando la hace girar. En la actualidad, esta retroalimentación es lo normal en el giro del volante de los automóviles, pero en cambio faltaba, cosa peligrosísima, en los primeros tiempos de la dirección asistida).

Si se opta por este tipo de sistema (un sistema de señalización pura que transmita la información y casi nada de energía) entonces no hay diferencia en absoluto entre que las señales sean electrones que pasen por un cable o fotones que pasen por una fibra óptica u ondas de radio que pasen por el espacio vacío. En todos los casos, lo que importa es que la información no se pierda ni se distorsione debido al lapso que transcurre entre el giro de la rueda y el giro del timón. Lo cual es también una exigencia clave en los sistemas transmisores de energía, es decir, los sistemas que utilizan vínculos mecánicos como las cadenas, o los alambres, o las mangueras. Ese es el motivo de que las tiras de goma no sean tan buenas como los cables inextensibles a pesar de que la información termine por llegar a su destino, o también por qué el aceite, que no se puede comprimir, es mejor que el aire para hacer funcionar un sistema hidráulico[3].

En las máquinas modernas suele ser posible aislar de este modo el sistema de control del sistema controlado, de tal modo que los sistemas de control puedan intercambiarse fácilmente sin pérdidas de función. Son ejemplos evidentes de esto los familiares mandos a distancia de los aparatos electrónicos, lo mismo que los sistemas electrónicos de ignición (que reemplazan a las antiguas conexiones mecánicas) y demás dispositivos de los automóviles basados en chips de ordenador. Y hasta cierto punto, esa misma independencia de un medio concreto es un rasgo de los sistemas nerviosos animales, cuyas partes pueden descomponerse con bastante claridad en transductores periféricos y en efectores, y en sendas intermedias de transmisión. Por ejemplo, una manera de quedarse sordo es perder el nervio auditivo por un cáncer. Las partes del oído sensibles al sonido siguen intactas pero la transmisión de los resultados de su trabajo hacia el resto del cerebro se ha visto interrumpida. Ese camino destruido puede reemplazarse hoy día con una prótesis que sirva de conexión, un cable diminuto hecho de un material diferente (metal, como en un ordenador corriente) y como los intercambiadores que lleva en ambos extremos pueden sintonizarse con las zonas sanas existentes, las señales pueden transmitirse. Se puede oír otra vez. No importa en absoluto cuál sea el medio de transmisión siempre que la información pase a su través sin pérdidas ni distorsiones.

Esta importante idea teórica lleva en ocasiones, sin embargo, a serias confusiones. La más seductora de ellas podría denominarse mito de la doble transducción: en un primer paso, el sistema nervioso transduce la luz, el sonido, la temperatura y demás a señales neurales (un rosario de impulsos en las fibras nerviosas) y en segundo lugar, en un determinado lugar central especial, transduce estas series de impulsos a otro medio: ¡el medio de la conciencia! Eso fue lo que pensó Descartes sugiriendo que la glándula pineal, que está justamente en el centro del cerebro, era el lugar en el que se producía esta segunda transducción… al medio misterioso y no físico de la mente. Hoy día casi nadie que estudie la mente piensa que exista tal medio no físico. Sin embargo, y por extraño que parezca, la idea de una segunda transducción a un medio físico o material, en un lugar del cerebro todavía por identificar, sigue seduciendo a ciertos teóricos incautos. Es como si vieran (o creyeran ver) que como la actividad periférica del sistema nervioso es mera sensibilidad, tendría que haber un lugar más central en el que se originara la sentiencia. Después de todo, un ojo vivo pero desconectado del resto del cerebro no puede ver, no tiene experiencia visual consciente, de modo que ésta debe originarse después, cuando a la mera sensibilidad se sume una x misteriosa para producir la sentiencia.

Las razones del persistente atractivo de esta idea no son difíciles de descubrir. Nos vemos tentados a creer que los meros impulsos nerviosos no podrían ser el material que forma la conciencia, que necesitan una traducción a otra cosa, no se sabe cómo. Porque, de otro modo, el sistema nervioso sería como un sistema telefónico sin que hubiera nadie en casa para coger el teléfono, o una red de televisión sin espectadores… o un barco sin timonel. Da la impresión de que tendría que haber un Agente, un Patrón, o una Audiencia, centrales para recibir (transducir) toda la información y evaluarla, para luego «timonear el barco».

La idea de que la red en sí (en virtud de su intrincada estructura y, en consecuencia, de sus poderes de transformación, y en consecuencia, de su capacidad para controlar el cuerpo) pudiera asumir el papel de Patrón interior y por ende patronear la conciencia parece ridícula. En un principio. Pero cierta versión de esta pretensión es la mejor esperanza del materialista. Aquí es donde pueden traerse a colación las complicaciones que dan al traste con la idea de que el sistema nervioso no es más que un puro sistema procesador de información, redistribuyendo una parte de esta ingente tarea de «apreciación» al propio cuerpo, con el fin de que nos ayuden a imaginar.

«¡Mi cuerpo tiene mente propia!»

La Naturaleza parece haber erigido el aparato de la racionalidad no sólo encima del aparato de regulación biológica sino con él y a partir de él.

Antonio Damasio, El error de Descartes.

El medio de transferencia de información en el sistema nervioso consiste en impulsos electroquímicos que viajan a lo largo de las largas ramificaciones de las células nerviosas: no como los electrones por un cable a la velocidad de la luz, sino por medio de una reacción de desplazamiento en cadena mucho más lento. Una fibra nerviosa es una especie de pila alargada en la cual las diferencias químicas entre interior y exterior de las paredes celulares inducen una actividad eléctrica que luego se propaga por la pared a diferentes velocidades, muchísimo mayores que la velocidad con la cual viajan los grupos de moléculas por un fluido, pero muchísimo menores que la velocidad de la luz. Cuando las células nerviosas se ponen en contacto unas con otras, en unas uniones llamadas sinapsis, se produce la interacción conjunta de un microefector y un microtransductor: el impulso eléctrico dispara la descarga de moléculas de un neurotransmisor que salvan el hueco entre ambas células por difusión, a la manera antigua (se trata de un hueco muy pequeño) siendo transducidas después a nuevos impulsos eléctricos. Podríamos pensar que se trata de un paso atrás volviendo al viejo mundo de la llave y la cerradura moleculares. Y sobre todo cuando resulta que, además de las moléculas neurotransmisoras (como el glutamato) que parecen ser unos barqueros que cruzan todas las sinapsis de manera más o menos neutral, existe toda una gama de moléculas neuromoduladoras que, cuando encuentran las «cerraduras» en las células nerviosas próximas, producen toda suerte de cambios por sí solas. ¿Sería correcto decir que las células nerviosas transducen la presencia de estas moléculas neuromoduladoras del mismo modo que otros transductores «notan» la presencia de los antígenos, o del oxígeno, o del calor? Porque si fuera así, entonces existen transductores prácticamente en todas las uniones del sistema nervioso, añadiendo más información a la corriente de información que ya llevan los impulsos eléctricos. Y también hay efectores por todas partes, que segregan neuromoduladores y neurotransmisores hacia el mundo «exterior» que es el resto del cuerpo, en el cual se difunden para producir numerosos efectos. Se rompe la frontera neta entre el sistema de procesado de la información y el resto de mundo (el resto del cuerpo).

Siempre ha estado claro que allí donde haya transductores y efectores, desaparece la «neutralidad respecto al medio» o multiplicidad de concreción del sistema de información. Para poder detectar la luz, por ejemplo, se necesita algo fotosensible, algo que responda veloz y fiablemente a los fotones, amplificando su llegada subatómica a sucesos a mayor escala que a su vez puedan disparar sucesos subsiguientes. (La rodopsina es una sustancia fotosensible de este tipo, y esta proteína ha sido el material elegido en todos los ojos naturales desde las hormigas hasta los peces, pasando por las águilas y las personas. Quizá los ojos artificiales puedan usar algún otro elemento fotosensible, pero no valdría cualquier cosa). Para poder identificar y dejar sin efecto un antígeno, necesitamos un anticuerpo que tenga la forma adecuada habida cuenta de que la identificación se hace mediante el método de la llave y la cerradura. Ello limita la elección de los materiales constructivos de anticuerpos a determinadas moléculas que puedan adoptar esas formas, cosa que a su vez restringe mucho la composición química de las moléculas, aunque no absolutamente (como demuestra el ejemplo de las variedades de lisozima). En teoría, cualquier sistema de procesado de información está ligado, podríamos decir, por ambos extremos a los transductores y a los efectores cuya composición física se ve prescrita por la labor que han de desarrollar; entre uno y otro extremos, todo puede conseguirse gracias a procesos independientes del medio.

Los sistemas de control de los barcos, los automóviles, las refinerías de petróleo y demás artefactos humanos complejos son independientes del medio, siempre que los medios utilizados sean capaces de realizar la tarea encomendada en el tiempo disponible. Sin embargo, los sistemas neurales de control en los animales no son auténticamente independientes del medio: y no porque los sistemas de control tengan que estar confeccionados con determinados materiales para poder generar esa aura especial, o ese zumbido, o ese lo que sea especial, sino porque han evolucionado como sistemas de control de organismos que ya estaban profusamente equipados con sistemas de control muy dispersos y había que construir los sistemas nuevos superando estos primeros sistemas, pero también en profunda colaboración con ellos, creando así un número astronómico de puntos de transducción. De vez en cuando podemos pasar por alto estas interpenetraciones de diferentes medios que hay por todas partes (como, por ejemplo, cuando reemplazamos una única vía nerviosa por una prótesis, como la del nervio auditivo) pero podríamos pasar por alto en general estas interpenetraciones de medios en un experimento mental absolutamente fantástico.

Por ejemplo: las llaves moleculares necesarias para abrir las cerraduras que controlan cada una de las transducciones entre las células nerviosas son las moléculas de glutamato, de dopamina y de norepinefrina (entre otras); pero «en principio» podrían cambiarse todas las cerraduras, es decir, reemplazarlas por un sistema químico diferente. Después de todo, la función de una sustancia química depende de su adecuación a la cerradura y de ella, y de nada más, los efectos subsiguientes que se disparan a la llegada de su mensaje de puesta en marcha. Pero la distribución de responsabilidades por todo el cuerpo hace que ese cambio de cerraduras sea prácticamente imposible. En esos materiales concretos ya se ha encarnado una enorme cantidad de procesado de la información, y por lo mismo ya existe mucha información almacenada. Y por eso, cuando se crea una mente, es una muy buena razón añadida que sí importen los materiales elegidos. Así que ya tenemos dos razones para la elección de los mismos: la velocidad y la ubicuidad de los transductores y efectores a lo largo de todo el sistema nervioso. No creo que haya otras razones igual de buenas que éstas.

Estas consideraciones prestan apoyo a la pretensión intuitivamente atractiva que suelen ofrecer los críticos del funcionalismo: que sí importa a partir de qué materiales se fabrique una mente. No se puede hacer una mente sentiente a partir de chips de silicona, o de cables y vidrio, o de latas de cerveza atadas con una cuerda. ¿Son motivos estos para abandonar el funcionalismo? En absoluto. Lo cierto es que estas razones obtienen su fuerza de la hondura fundamental del funcionalismo.

La única razón por la cual las mentes dependen de la composición de sus mecanismos o de sus medios es que para poder llevar a cabo las tareas que deben realizar, tienen que estar hechas, biohistóricamente, a partir de sustancias que sean compatibles con los cuerpos preexistentes que controlan. El funcionalismo se opone al vitalismo y demás formas de misticismo en las «propiedades intrínsecas» de diversas sustancias. La adrenalina no lleva en sí más cólera ni miedo que la estupidez que pueda llevar en sí una botella de whisky. Per se, estas sustancias son tan insignificantes para lo mental como la gasolina o el dióxido de carbono. Cuando su capacidad para servir como componentes de sistemas funcionales mayores depende de su composición interna es cuando importa su llamada «naturaleza intrínseca».

El hecho de que nuestro sistema nervioso no sea un sistema de control independiente del medio, aislado (es decir, que produzca «efectos» y «transducciones» en casi cada una de sus uniones) a diferencia del sistema de control de un barco moderno, nos obliga a pensar en las funciones de sus partes de un modo más complicado y realista. Este reconocimiento complica un tanto la vida de los filósofos de la mente funcionalistas. Un millar de experimentos mentales (entre ellos, mi relato «¿Dónde estoy?» [1978]) han sacado partido de la intuición de que yo no soy mi cuerpo sino… su propietario. En una operación de trasplante de corazón se quiere ser el receptor y no el donante, pero en una operación de trasplante de cerebro querríamos ser el donante y no el receptor: vamos con nuestro cerebro y no con nuestro cuerpo. En principio (como ya han argumentado muchos filósofos), yo podría incluso intercambiar por otro mi actual cerebro reemplazando el medio y preservando sólo el mensaje. Por ejemplo, podría viajar teletransportado siempre que la información se preservara perfectamente. En principio, sí… pero sólo porque transmitiríamos la información correspondiente a todo el cuerpo y no sólo la pertinente al sistema nervioso. No se me puede separar de mi cuerpo con un corte nítido como los filósofos han supuesto con frecuencia. Mi cuerpo tiene tanto de , de mis valores, talentos, recuerdos y actitudes que me hacen ser como soy, como mi sistema nervioso.

El legado del famoso dualismo cartesiano entre mente y cuerpo va más allá de lo académico y llega a nuestras ideas cotidianas: «Estos atletas están preparados tanto física como anímicamente» y «No tienes nada orgánico… es cosa de tu cabeza». Incluso entre aquellos de nosotros que hemos combatido la visión de Descartes, ha habido una poderosa tendencia a tratar la mente (es decir, el cerebro) como patrona del cuerpo, como piloto del barco. Al alinearnos con esta manera estándar de pensar, pasamos por alto una alternativa importante: la de ver el cerebro (y con él, la mente) como un órgano entre muchos, un usurpador del control relativamente recién llegado y cuyas funciones no pueden comprenderse adecuadamente hasta que no lo veamos como el patrón sino solamente como uno de los sirvientes, un tanto díscolo, que trabajan en el fomento de los intereses del cuerpo que lo alberga, lo alimenta y da significado a sus acciones.

Esta perspectiva histórica o evolutiva me recuerda el cambio que ha sufrido Oxford en los treinta años que han transcurrido desde que viví allí como estudiante. Lo normal era que los catedráticos llevaran la voz cantante mientras que desde becarios y demás burócratas hasta el vicerrector todos los demás actuaban bajo su guía y su mandato. Hoy día, los catedráticos, a semejanza de sus semejantes en las facultades universitarias norteamericanas, ocupan más claramente un papel de empleados contratados por una administración central. Pero en último extremo ¿de dónde obtiene su significado la universidad? En la historia evolutiva, en la administración de nuestros cuerpos se ha impuesto un cambio similar. Pero nuestros cuerpos, al igual que los catedráticos de Oxford, siguen teniendo cierto poder de decisión… o, por lo menos, cierta capacidad de rebelarse cuando la administración central actúa de manera que contraría los sentimientos del «cuerpo político».

Una vez que abandonamos la nítida identificación de la mente con el cerebro y dejamos que se extienda a otras partes del cuerpo, es más difícil pensar funcionalísticamente, pero las compensaciones son enormes. El hecho de que nuestros sistemas de control, a diferencia de los de los barcos y demás artefactos, sean tan poco aislados permite a nuestros propios cuerpos (como entes diferentes de los sistemas nerviosos a los que albergan) contener buena parte de la sabiduría que «nosotros» explotamos en el curso de la toma cotidiana de decisiones. Friedrich Nietzsche lo vio hace ya tiempo y lo expuso con su brío característico en Así habló Zaratustra (en la sección adecuadamente titulada «De los despreciadores del cuerpo»):

«Cuerpo soy, y alma», así habla el niño. ¿Y por qué no habríamos de hablar como niños? Pero los avisados y los vigilantes dicen: cuerpo soy por entero y nada más; y alma es sólo una palabra que designa una parte del cuerpo.

El cuerpo es una gran razón, una pluralidad con un sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor. Un instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la que llamas «espíritu»… un pequeño instrumento y juguete de tu gran razón… Tras tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se yergue un poderoso gobernante, un sabio desconocido… cuyo nombre es ser. Mora en tu cuerpo; él es tu cuerpo. Hay más razón en tu cuerpo que en tu máxima sabiduría.

La evolución materializa información en todas las partes de todos los organismos. Las crías de una ballena materializan información de la comida que ingiere y del medio líquido en que encuentra su comida. El ala de un pájaro materializa sobre el medio en el cual funciona. La piel de un camaleón, de manera más llamativa, lleva información de su entorno en cada momento. Las vísceras y los sistemas hormonales de un animal albergan una enorme cantidad de información del mundo en que han vivido sus antepasados. Esa información no tiene por qué copiarse en absoluto en el cerebro. No hay por qué «representarla» en «estructuras de datos» en el sistema nervioso. Sin embargo, puede explotarla el sistema nervioso que está diseñado para explotar la información de los sistemas hormonales, o beneficiarse de ella, del mismo modo que está diseñado para explotar la información materializada en los miembros y en los ojos, o beneficiarse de ella. De manera que hay una sabiduría encarnada en el resto del cuerpo, sobre todo en relación con las preferencias. Al utilizar los antiguos sistemas corporales como una especie de caja de resonancia, o de audiencia atenta o crítica, el sistema nervioso central puede verse guiado hacia comportamientos sabios, unas veces a codazos, otras veces a empujones. Efectivamente, se deja que el cuerpo vote. Para ser justos con Descartes, deberíamos darnos cuenta de que hasta él vio (por lo menos vagamente) la importancia de esta unión entre cuerpo y mente:

Por medio de estas sensaciones de dolor, de hambre, de sed, y así sucesivamente, la naturaleza también enseña que estoy presente en mi cuerpo no como el marino está presente en su barco sino que yo estoy íntimamente unido a él y, por así decir, entremezclado con él, tanto que resultó ser una sola cosa con él (Meditación Sexta).

Cuando todo va bien, reina la armonía y las diferentes fuentes de sabiduría del cuerpo colaboran para beneficio del conjunto, pero estamos más que familiarizados con los conflictos que pueden provocar una exclamación como «¡Parece que mi cuerpo piensa por sí solo!». En apariencia, a veces es tentador reunir parte de esta información corporal formando una mente aparte. ¿Por qué? Porque está organizada de tal manera que a veces puede realizar, en cierto modo, discriminaciones por su cuenta, consultar preferencias, tomar decisiones y poner en marcha comportamientos que entran en competencia con nuestra mente. En esos momentos se hace muy poderosa la imagen cartesiana del ser marionetista que intenta desesperadamente controlar un cuerpo marioneta ingobernable. Nuestro cuerpo puede revelar enérgicamente los secretos que nosotros estamos deseando ocultar desesperadamente… sonrojándose, temblando o sudando, por mencionar tan sólo los casos más evidentes. Puede «decidir» que pese a nuestros planes bien trazados, este momento podría ser un buen momento para la relación sexual y no la discusión intelectual, dando a continuación los pasos necesarios para preparar un golpe de estado. En otro momento, y para mayor frustración y contrariedad nuestra, puede hacer oídos sordos a nuestros esfuerzos para alistarlo en una campaña sexual, obligándonos a subir el volumen, a girar los botones y a intentar toda suerte de ridículos engatusamientos para convencerle.

Pero ¿si nuestros cuerpos tenían ya mentes propias, por qué tuvieron que adquirir mentes adicionales… nuestras mentes? ¿Es que no basta con una mente por cuerpo? No siempre. Como ya hemos visto, las mentes antiguas basadas en el cuerpo han hecho un trabajo serio al mantener vida y miembros juntos a lo largo de miles de millones de años pero son relativamente lentas y relativamente bastas en cuanto a capacidad de discriminación. Tienen una intencionalidad de corto alcance y a la que fácilmente se engaña. Para las relaciones más complejas con el mundo se hace necesaria una mente más veloz y de más amplias miras, una mente que sea capaz de asegurar un mayor y mejor futuro.