25

 

Will detuvo el coche lentamente a cien metros de la cabaña mientras las piedras rechinaban bajo sus ruedas, como si gritaran al ser aplastadas bajo su peso. Apagó las luces y el motor, que dócilmente, se quedó en el silencio más absoluto. Las enormes gotas caían sobre la luna delantera, y aunque no lo hacían con mucha fuerza, era suficiente para entorpecer la visión a través del cristal. La cabaña, vista desde el interior del vehículo, adoptaba una apariencia distorsionada, como si las maderas que la formaban estuviesen desencajándose unas de otras. La luz que emanaba de ella se fragmentaba a través de las gotas de agua, dando la sensación de existir más de un foco luminoso.

Will, sin mencionar palabra, acercó la cara al cristal intentando distinguir algo por la ventana de la cabaña, algún movimiento, lo que fuera. Desde esa distancia y con la pésima visión era una labor prácticamente imposible. De pronto, sintió un sudor frío que hizo estremecer toda su piel. Silvana, que no podía soportar por más tiempo los latidos de su corazón en el pecho, rompió el silencio.

―¿Qué hacemos? ―preguntó aterrada. Sus turgentes senos subían y bajaban al compás de su respiración agitada.

―Joder, no sé. Déjame pensar. ―Will se puso la mano en la frente, como si ese acto le ayudase a elaborar un plan.

―¿Crees que alguien del pueblo se ha metido en nuestra cabaña? A lo mejor es el ayudante del Sheriff ―expuso en un susurro Silvana. Sentía la boca seca y tragar saliva era toda una odisea. Ahora sí que estaba totalmente convencida: definitivamente había sido un grave error realizar ese viaje.

―Otra persona no sé, pero el ayudante del Sheriff no creo. Me pareció verlo en la fiesta. Vamos, bajemos del coche. Desde aquí no se puede ver nada. Lo único que podemos hacer es acercarnos sigilosamente y echar un vistazo por la ventana.

Silvana estaba completamente aterrada, sin embargo, abrió la puerta del coche y salió al exterior junto a Will sin oponer resistencia. La oscuridad bañaba la parcela como solo un invidente podría contemplarla y el único punto de referencia que tenían era la ventana iluminada de la cabaña. Solo cuando un relámpago resplandecía en el cielo eran capaces de vislumbrar los alrededores. Allí fuera, al menos, no había nadie. La incesante lluvia los empapó en segundos y Silvana experimentó un escalofrío tan intenso que la piel se tornó dolorosa.

―Sígueme ―musitó Will y encorvado corrió hacia un árbol cerca de la cabaña. Silvana imitó su postura y fue tras él a menos de un metro. La hojarasca crujía bajo sus pies y algunos pequeños charcos de agua comenzaron a formarse. El olor a tierra mojada se extendió por todo el bosque removido por el moderado viento que inventaba la tormenta. Al llegar al grueso tronco, se agacharon junto a él y escudriñaron la ventana. Desde esa posición, estaban a menos de quince metros de la cabaña.

―No se ve a nadie, Will. Joder, estoy cagada de miedo. ―Silvana apoyó sus manos en los hombros de Will para poder observar mejor.

―Es extraño. ¿No estarán defectuosas las luces y se habrán encendido solas?

Esa sería la solución que Silvana querría creer, pero no lo creía probable.

―Desde luego en todo el tiempo que llevamos aquí no habíamos observado esa anomalía. Yo creo que ha entrado alguien, Will, tengo ese presentimiento. ¿Por qué no nos vamos? No me apetece quedarme aquí ni un segundo más.

―¿Irnos? ¿Estás loca? ¿Adónde quieres ir? Tenemos todas nuestras cosas en la cabaña.

Un rayo, del que salían bifurcaciones blanquecinas como brazos fracturados, se dibujó de repente en el cielo. El trueno que lo seguía fue tan estruendoso que incluso sintieron un dolor agudo en los tímpanos. Silvana clavó sus uñas en los hombros de Will.

―Aquí no podemos quedarnos más tiempo ―dijo Will―. Ven, vamos hacia la puerta. No quedan más opciones. Abriremos de golpe y pillaremos in fraganti a quien se haya atrevido a entrar. Como sea alguien del pueblo voy a darle una paliza que tardará tiempo en olvidar.

Las palabras de Will se clavaron en el corazón de Silvana como una estaca. No quería ir. Si hubiese sido decisión suya, esa habría sido la última opción de la lista. De pronto, sintió cómo Will la cogía de la mano y tiraba de ella para que caminase.

―Vamos, ¿a qué esperas?

Will cogió una rama lo suficientemente gruesa como para no romperse si la estampaba en la cabeza de alguien. Caminaron con cautela hacia la cabaña. A esas alturas estaban ya completamente bañados en agua. Miraron hacia la puerta, estaba cerrada. Will apretó con fuerza sus manos sobre la rama. Sus musculosos brazos estaban en tensión, dispuestos a entrar en acción en cualquier momento. Una ráfaga de viento los azotó con violencia e hizo que Silvana se estremeciera. No deberíamos entrar ahí. No deberíamos. Estaban a tan solo un metro de la puerta. Ante la cercanía, se escuchaba una canción sepultada por el sonido de la tormenta. Silvana prestó atención. Le había parecido... De pronto su corazón se encogió en su pecho. El escalofrío que subió desde su estómago estaba dispuesto a arrasar todo a su paso. Su mente era incapaz de asimilar lo que acababa de oír. Era algo parecido a cuando te quedas mirando un objeto en la oscuridad y el cerebro no logra adivinar de qué se trata. Sujetó por el brazo a Will.

―¡Espera, espera! ―dijo con voz trémula―, escucha.

Will afinó el oído. El ruido de la lluvia absorbía con avidez cada nota.

―Parece una canción ―aventuró.

―Will, ¿una canción? ¿Solo sabes decir eso? ―Silvana lo miró despavorida. ―Es We Belong Together de Ritchie Valens, por Dios.

―Bien, ¿y qué pasa, joder?

Silvana esbozó una sonrisa nerviosa, con una expresión de terror difícil de superar.

―¿Que qué pasa? ―dijo casi fuera de sí―. Pasa que esa era la canción favorita de mi padrastro. Eso pasa. La que ponía todos los días hasta la saciedad. Dios. Dios. Vámonos de aquí, por favor, aún estamos a tiempo.

Will hubiera sufrido un infarto en su corazón de haber tenido unas cuantas décadas más a sus espaldas. Prestó mayor atención a sus oídos. Aquella canción... la magia que la envolvía en una situación cotidiana transmutó a una tonadilla emergida de los infiernos. Parecía que se repetía constantemente. Finalizaba e inmediatamente volvía a empezar. No podía ser, era imposible. Estaba muerto. Él mismo se había encargado de ejecutarlo personalmente. Por muy extraño que pudiera parecer, aquello escapaba a las leyes de la naturaleza. Tenía que haber otra explicación. ¿Pero cuál?

La tensión y el miedo estaban consumiéndolo desde sus entrañas hacia afuera. No pudo soportarlo más, avanzó con rapidez hacia la puerta y la abrió de un fuerte empujón. Aquel hecho sí que era ciertamente extraordinario. Estaba seguro de haberla cerrado cuando partieron hacia la fiesta. Entró como una exhalación al salón profiriendo gritos descontrolados.

―¡Señor Osborne! ¡¿Dónde está?!

Silvana, completamente aterrada, fue más precavida y se quedó en el umbral de la puerta. La lluvia caía inclemente sobre su cuerpo, resbalando de forma sinuosa por su piel.

Will tenía la poderosa rama en posición de ataque. En el salón no había nadie. Se acercó vigilante al interruptor de la luz y lo accionó hacia arriba y hacia abajo, verificando su funcionamiento. Las luces de las lámparas del techo se apagaron y volvieron a encenderse. La mini-cadena situada en el rústico mueble, justo al lado de la televisión (un modelo antiguo en caja de madera, una idea innovadora del alcalde Liam, que según él le daba un toque aldeano), reproducía la tenebrosa canción una y otra vez. Se acercó al aparato y lo apagó. Un repentino silencio invadió la cabaña. Tan solo se escuchaba el repiquetear de la lluvia en el tejado de madera y contra las ventanas.

―Will, en las habitaciones ―indicó Silvana desde la puerta. Respiraba agitadamente, como si hubiese corrido un kilómetro de distancia. La expresión en su rostro denotaba un terror intolerable, deformando su impoluta belleza, incapaz de admitir lo que aquella situación parecía evidenciar.

La cabaña tenía capacidad para seis personas. Un angosto pasillo, todo fabricado en madera, daba paso a las tres habitaciones de matrimonio de las que disponía. La rabia inicial con la que Will había irrumpido en la cabaña se disipó en cuanto encaró la entrada del lúgubre pasillo. Los efectos del alcohol se habían evaporado por completo, como si fueran los primeros en querer huir de allí. Intentó pausar los latidos de su corazón, aunque no lo consiguió, y tragó saliva con un sonido gutural haciendo subir y bajar la nuez de su garganta.

―¿Señor Osborne? ―preguntó con voz temerosa.

Solo escuchó un trueno agitando el cielo, como si quisiera hacer añicos las nubes que lo encapotaban. Avanzó por el pasillo, y una a una, fue examinando todas las habitaciones y el cuarto de baño. Tenía la extraña sensación de morar por una cabaña encantada, como si en cualquier momento los objetos pudieran ponerse a flotar inexplicablemente en el aire. Y aquella sensación no le gustaba lo más mínimo. Él era un tipo duro, fuerte y difícil de impresionar, pero lo que aquella noche había sucedido allí había conseguido que la inseguridad se adueñara de él.

Comprobó la última habitación, la del final del pasillo, después de girar noventa grados a la derecha. Y el resultado fue el mismo. La cabaña estaba vacía.

―¡Aquí no hay nadie! ―informó desde la habitación a Silvana.

Se quedó quieto, examinando con la mirada la horrorosa decoración de la habitación. Intentaba encontrar una explicación a todo aquello. ¿Quién podría conocer sus planes? Nadie. Absolutamente nadie. Además, era imposible que alguien los hubiese seguido hasta allí, hasta el culo del mundo. De pronto, la misma idea que revoloteó por su mente antes de entrar en la cabaña atravesó su cerebro como una flecha lanzada desde la distancia. Negó con la cabeza instintivamente. Flavio Osborne Estaba muerto. Comprobó su pulso. Y se había pasado más de un día dentro de la bolsa de cadáveres sin oxígeno. Por no decir que tenía el cráneo totalmente destrozado. Una súbita necesidad afloró en su mente. Era de vital importancia. Salió de la habitación y en el salón cogió la linterna de encima de la mesa. Silvana lo observaba temblando de frío.

―¿Cómo que no hay nadie? ¿Adónde vas? ―preguntó temiéndose lo peor.

―Ven conmigo. Tenemos que comprobarlo.

―¿Estás loco? ¿Ahora quieres ir hasta la tumba de mi padrastro? ¿Con la que está cayendo? Vayámonos al pueblo, por favor. Tengo miedo de ir hasta allí. Te lo suplico.

Will la cogió de la mano al pasar por su lado y tiró de ella con brusquedad hacia el bosque. Ahora llovía con más intensidad. Con la linterna enfocó el camino que creía recordar bien. Era necesario, lo era. El miedo le impedía pronunciar palabra alguna y Silvana se vio arrastrada a través del oscuro bosque, un escenario similar a las pesadillas que la atormentaban cuando era pequeña.

―No te pierdas, por favor ―dijo cuando ya llevaban caminando más de quince minutos por los escabrosos senderos. Solo rezaba para que la linterna no se apagara. No podría soportar quedar totalmente a oscuras en la profundidad del bosque.

―¡Calla, calla! ―Will tenía tanto miedo como Silvana. Sentía su corazón atenazado, soportando una presión indecible.

Tras mucho caminar, con los pies llenos de barro hasta las rodillas, distinguió el lugar donde enterraron al señor Osborne. Lo recordaba a la perfección. Había llegado el momento. Sus latidos aumentaron hasta casi hacerle salir el corazón por la boca. Escuchó a Silvana sollozar tras él y apretar con tanta fuerza su mano que le hizo crujir los huesos de los dedos. Avanzaron cautelosos unos metros más hasta llegar a la tumba. De pronto, el peor de sus temores se hizo realidad y sus ojos se abrieron tanto que se sintió mareado. Silvana dio un grito de terror que fue devorado por la espesa vegetación que los circundaba. Frente a ellos, iluminada por el haz de luz de la linterna, la tumba estaba abierta formando una oscura oquedad en la tierra, como si alguien hubiese escarbado desde su interior, con una montaña de tierra húmeda a su alrededor y la bolsa de cadáveres abierta a medio metro de distancia. De los restos del señor Osborne no había ni rastro.