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―Acerquémonos con cuidado ―señaló Julie―. Y sobre todo prestad atención en el jardín.
De los diez supervivientes solo cuatro iban armados, y de los cuatro, dos con armas de corto alcance, más indicadas para un ataque por sorpresa que para una confrontación directa. Eran demasiado vulnerables, Julie lo sabía, pero también era consciente de que adentrarse en cualquier vivienda mientras caminaban hacia la casa de Brigitte en busca de otra arma hubiera sido demasiado arriesgado. La oscuridad era ahora la mejor aliada de aquellas cosas, y ni siquiera tenían una linterna para guiarse por el interior de las casas. Opción descartada. Aun así, nadie planteó aquella operación durante el recorrido. Puede que todos pensasen como ella (una coincidencia poco probable), o quizá estaban tan aterrados que solo pensaban en poner sus culos a salvo.
Recorrieron con cautela el lodazal en que se había convertido el último tramo hasta la casa. La lluvia era débil, algo más soportable, pero el viento mecía las ramas de los árboles que lindaban con el camino, ocultas entre la oscuridad, un viento frío a aquellas altas horas de la madrugada que cortaba como una cuchilla de afeitar. Todos, sin excepción, levantaron la vista hacia la única ventana que resplandecía en la noche.
―Hay luz ―susurró Kim con la voz temblorosa.
―Es el candelabro de Madre. Odiaba... la oscuridad ―explicó Brigitte.
El grupo calló y continuó la marcha, no sin lanzarle una mirada furtiva cargada de recelo. Melany miró por encima del hombro en varias ocasiones. Su mente no sabía discernir si lo hacía con la esperanza de que entre la oscuridad apareciese Matt a su encuentro o si temía que aquellas cosas los hubieran seguido hasta allí. Al descender el ritmo del paso su cuerpo comenzó a tiritar invadido por el helor nocturno y por un momento deseó ocupar el lugar de Emilie abrazada a Brad, sentir su calor corporal. Los continuos rezos musitados del padre Marcus le estaban poniendo el vello de punta. Tener como acompañante a un sacerdote encomendándose a Dios sin descanso le hacía sentir que el apocalipsis había comenzado en el mismísimo pueblo en que nació, que la hora del juicio final estaba muy cerca y que solo las almas puras hallarían la paz eterna. Su aterrada mente le hacía aceptar la existencia de un cielo, y como no, de un infierno que estaba abriéndose camino en cada habitante de Pathwayville. Melany sentía un desasosiego creciente, como un demonio arañando su carne desde dentro de su cuerpo, pero no podía obligar al padre Marcus a que cerrara la maldita boca. Cada uno libraba su batalla interior con los medios que disponía. Trató de hallar algo de paz pensando en Matt. Tenía la esperanza de que aún seguía con vida, que había tenido la suficiente destreza como para escabullirse de aquellas cosas. Sin embargo, la realidad distaba una eternidad de su convicción, porque si lo perdía, si era arrancado de su vida con tal violencia, su mente se eclipsaría sumiéndola en la desesperación más absoluta. Estaba vivo. Aún seguía vivo. Repitió ese pensamiento una y otra vez, hasta que el grupo llegó a la cancela del jardín.
―Yo iré delante ―convino Brigitte. Si Madre aparecía entre los matorrales selváticos quería ser la primera en enfrentarse a ella―. En el piso superior ―continuó―, aparte del candelabro de Madre, hay lámparas de queroseno.
Un relámpago iluminó el cielo descubriendo a la vista el bosque que parecía absorber la casa, extendiendo sus ramas como largos brazos espectrales. La inquietante mansión parecía observarlos, disfrutar con el terror que atenazaba sus corazones.
―Deberíamos comprobar que la casa está deshabitada ―aconsejó el profesor Cook.
―Sí, pero para eso necesitamos luz. Iremos todos juntos a la primera planta y conseguiremos las lámparas ―replicó Brigitte. No recordaba haber hablado nunca con tanta autoridad.
―¿No será peligroso que la casa se vea iluminada desde el exterior? ―indicó Brad―. Podría ser como un faro en la niebla.
―Es verdad. Atraerá a esos bichos como una mierda a las moscas ―lo apoyó Dick Ward señalando con su dedo pulgar hacia atrás.
Brigitte dudó por un segundo. Solo deseaba encontrarse cara a cara con Madre y arrancarle la cabeza limpiamente de un solo tajo, pero el muchacho tenía razón. Julie, que en silencio supervisaba todas las decisiones de Brigitte, se adelantó en dar una respuesta satisfactoria.
―La ventana ha permanecido iluminada toda la noche y por aquí no se ve rastro de esas cosas. Propongo que después de recoger las lámparas cerremos las contraventanas de cada habitación que vayamos inspeccionando y así la luz no se filtrará. Nos ayudaremos del candelabro antes de acceder a cada una de ellas para no llevarnos ninguna sorpresa. ¿Tienes armas de fuego? ―quiso saber dirigiéndose a Brigitte.
―No. Solo cuchillos de cocina y un hacha. ―Brigitte contestó de forma autómata, porque no apartaba la vista de la ventana iluminada, como si estuviese hechizada por la luz que desprendía. Lo que realmente esperaba era ver asomar impertérrita a Madre con su arrugada cara rodeada de viscosos tentáculos, observándola carente de expresión, o mucho peor, con su característica mueca acusatoria que siempre le había hecho estremecerse de culpabilidad.
―Bien, menos es nada.
―A mí me parece un buen plan de actuación ―dijo el profesor dando el visto bueno a la proposición de Julie.
―A mí también ―afirmó el doctor.
―Y a nosotros ―aprobó Ethan Ward visiblemente nervioso―, pero por favor, ¿podemos entrar ya? Aquí no me siento nada seguro.
El padre Marcus se santiguó e hizo un gesto con la cabeza para avanzar por el jardín. Daba igual lo que hicieran, pensaba, el mal que se había adueñado de Pathwayville no iba a permitir que nadie saliera de allí con vida. Tarde o temprano caería sobre ellos con toda su furia. En cuanto a Brad y Emilie simplemente no opinaron. Prefirieron dejarse llevar por una decisión más madura. Melany y Kim pronunciaron la misma palabra al mismo tiempo, aquella que los puso a todos en marcha:
―Adelante.
Julie deseaba no encontrarse a la señora Frost en aquel jardín desaliñado, porque si era así, el ruido de la motosierra que, sabía de antemano, Brigitte pondría en marcha automáticamente podría atraer a aquellas cosas hasta allí. Pero lo mismo ocurriría si era ella la que disparaba el arma. El sonido sería incluso mayor. La única opción viable era encontrarla (si es que seguía en la casa) en el interior y así al menos las paredes amortiguarían el estruendo del motor.
Caminaron despacio mirando en todas direcciones. El jardín estaba descuidado, abandonado a los caprichos de la naturaleza. Daba la sensación de que el bosque había logrado invadir aquella parcela, hacerla a su imagen y semejanza, sembrar todo el terreno con maleza y árboles enfermos, retorcidos y quebrados en su gran mayoría. Todo menos el camino empedrado que unía la puerta de la cancela con la puerta de la entrada a la casa.
―Joder, esto parece el pasaje del terror ―dijo en voz baja Dick Ward, como si de esa forma consiguiera que Brigitte no se sintiera ofendida. Sin embargo, pareció no escuchar su espontánea crítica. Hurgaba en la herida del brazo que sostenía la motosierra cada vez con más ímpetu.
―Déjame que te ayude ―se ofreció Melany al ver lo mucho que le costaba caminar a Julie―. Apóyate en mi hombro.
Julie no rechazó la oferta, porque tenía la impresión de que sus pulmones iban a estallar de un momento a otro. Pasó su brazo libre por la espalda de Melany y se dejó llevar. El ojo dañado mandaba impulsos dolorosos que punzaban en cada milímetro de su cerebro, sin embargo, estaba preparada para empuñar el revólver y volarle la tapa de los sesos al primer engendro que se cruzase en su camino en caso de que Brigitte tuviera problemas.
La espesa oscuridad fue neutralizada durante un par de segundos por un repentino relámpago, un destello que mostró aquella agreste vegetación como si fuera un ente vivo tratando de lacerar la carne. Sin embargo también les permitió ver la entrada a la casa, que permanecía tal y como la había dejado Brigitte en su huída, abierta de par en par, así como que aquel oscuro rincón del pueblo estaba totalmente desierto. Por un momento, solo se escucharon sus respiraciones agitadas, que fueron acrecentándose conforme la distancia entre ellos y la puerta se acortaba. El terror a ver surgir a la señora Frost de entre el follaje como si hubiese sido poseída por el diablo había sido tan intenso que más de uno perdió algún latido del corazón por el camino, no obstante, consiguieron atravesar la parcela sin ningún contratiempo. Julie suspiró aliviada cuando alcanzaron la puerta de entrada. Brigitte iba encabezando el grupo, que permanecía detrás de ella sin lanzar ni una sola protesta, y todos advirtieron cómo su cuerpo se destensaba, como si la frustración por no cruzarse con la señora Frost súbitamente hubiera relajado sus músculos.
Brigitte se detuvo antes de cruzar el umbral y todos la imitaron. Del interior corría una ligera brisa con un olor rancio, como si la casa estuviese pudriéndose por momentos. La escalera estaba a unos cinco metros de la entrada, iluminada por el tenue haz de luz que reptaba por la madera desde la habitación de Madre.
―Joooder... ―dijo para sí mismo Ethan Ward. Nunca antes había visitado esa casa (de hecho nadie de los que allí se encontraban lo había hecho), y tuvo la sensación de que las sombras que por aquellas paredes se arrastraban con sutileza podrían arrancar la piel de cualquiera de ellos de un solo tirón.
―La casa es vieja, los peldaños crujirán en cuanto subamos –advirtió Brigitte.
―No hace falta que lo jures ―comentó Dick Ward en tono burlón, aunque no pretendía mofarse de Brigitte, tan solo espantar el terror que recorría su espinazo. Brigitte se giró hacia él y le envió una mirada silenciosa, dándole a entender que a ella no le había hecho ninguna gracia su inoportuno comentario. Dick tragó saliva y optó por no abrir más la boca.
―Brigitte, si tu madre está aquí no tienes por qué preocuparte por eso, porque te aseguro que ya sabrá de nuestra presencia ―señaló Julie.
Así pues, el doctor, que iba el último, cerró la puerta y comenzaron a ascender sin poner mucho énfasis en guardar silencio o vigilar sus pisadas. Ahora la tormenta había sido enmudecida casi por completo, lo que permitía escuchar crujidos secos y arañazos (probablemente de las ramas de los árboles colindantes rozando contra las paredes y las ventanas) por toda la casa. El peso de los diez provocó un carnaval de chasquidos y crujidos dando la sensación de que la vieja escalera iba a derrumbarse de un momento a otro. Brigitte volvió a armarse de la tensión a la que le había dado una tregua anteriormente. Su mano estaba preparada para conectar la motosierra, más bien estaba deseándolo con fervor. Tamborileaba sus dedos con inquietud contra el frío metal de la máquina, esperando el momento oportuno. Cuando llegaron al corredor que nacía desde el hueco de la escalera el resplandor de las velas era mucho más acentuado. Brad sintió un rígido escalofrío al contemplar boquiabierto la pésima y vetusta decoración de aquel enorme pasillo. Las miradas de aquellos sombríos cuadros no apartaban la mirada por mucho que se desplazaran en el espacio y aquel siniestro espejo ovalado parecía una puerta directa a los aposentos del diablo. Abrazó con más fuerza a Emilie buscando algo de calor que mitigara aquel estremecimiento.
El piso crujía bajo las lentas pisadas. Era imposible caminar sin remover aquellas viejas maderas. Los corazones se dispararon, casi podía escucharse una orquesta sincrónica como sonido de fondo. El sudor transpiró a través de sus ropas envolviéndoles en una fetidez agria. La saliva cobró tal densidad que ya era imposible de tragar. Las oraciones del padre Marcus les hizo sentir que la muerte estaba muy cerca, amenazante en el interior de aquella habitación, como si pudieran saborear su hedor a sudor de gorrino.
Julie se soltó de Melany y se puso un paso por detrás de Brigitte. De forma inconsciente pasó la punta de su lengua por el hueco que un día su diente ocupó. El indeseado destino que les había hecho recorrer al terror por sus venas al fin había sido alcanzado. A escasos dos metros tenían ante ellos la puerta del dormitorio de la señora Frost. De pronto, una voz cansada rompió el fingido silencio.
―¿Brigitte? ¿Eres tú?
Los diez corazones parecieron detenerse en seco.