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Todo el grupo se miró en un silencio sepulcral. Las miradas se cruzaron esperando que alguien se pronunciara, que tomara las riendas de la situación. Un trueno aterrador rugió como el eructo de un tiranosaurio. Melany dio un brinco convulsivo y apretó con más fuerza la mano de Brad. Le sudaba, emanaba un calor incontenible, pero para Brad fue un hecho inapreciable. Ahora mismo tenía algo mucho más importante en mente. La puerta fue golpeada de nuevo. Las bisagras crujieron ante el ímpetu de la acción.
―¡Ya no hay peligro, por favor, dejadnos entrar!
Era de nuevo la voz del Sheriff Kurt. Dejó de golpear la puerta esperando una contestación. Finalmente fue el profesor Cook quien rompió el silencio.
―¿Creéis que son humanos?
―Desde aquí dentro es imposible de saber ―contestó el doctor ante el silencio del resto de refugiados.
―No podemos dejarles entrar ―participó uno de los hermanos Ward―. Si son de esas cosas estamos perdidos. Yo voto por dejarlos ahí fuera.
―Eres un cabrón ―le reprendió el profesor Cook―. ¿Y si nos equivocamos? ¿Y si son humanos y dejamos que se apoderen de ellos? ¿Te gustaría ser tú el que estuviese al otro lado, Ethan? ―El profesor Cook lo miró fijamente retándolo. Ethan sabía que tenía razón. Sería lo más parecido a cometer un asesinato. Apartó la vista y la ocultó entre los pliegues de su cara rolliza.
―Esos que están ahí fuera son la ley. Yo voto por dejarlos entrar ahora que todavía estamos a tiempo. ―Fue la señora Farell la que intervino sorprendiendo a todos los presentes.
―Además ―añadió Melany con un tono de voz que invitaba a la esperanza―, ellos tienen armas. Podríamos tener una oportunidad de escapar de aquí.
―Melany tiene razón ―la apoyó Kim―. Aquí dentro estamos indefensos. Necesitamos su ayuda.
―Sí, ¿pero y si no son humanos? Moriremos todos ―argumentó Dick Ward―, peor todavía, nos convertirán como ellos.
El padre Marcus escuchaba con atención. Pero parecía tener una solución, una maniobra evasiva que pudiera evitar una catástrofe. Carraspeó y al fin se decidió a intervenir.
―Escuchadme, lo que necesitamos es un plan de escape. Podemos dejarles entrar, Laurence estará preparado en la puerta del ala oeste para abrirla en el caso de que nos ataquen. Tan sencillo como eso. Mantendremos una precavida distancia de seguridad cuando les dejemos pasar, que tengamos tiempo de huir. Si ese fuera el caso, corred todos hacia el Ayuntamiento. Y que sea lo que Dios quiera. ―El padre Marcus se persignó.
―Lo veo viable. Yo estoy de acuerdo ―lo apoyó el profesor Cook.
―Yo también ―añadió el doctor.
El resto asintieron dando por buena la iniciativa del sacerdote. Brad estaba a punto de ser consumido por el miedo, pero Melany tenía razón. Ellos tenían armas. Sin embargo, las palabras de Dick Ward le produjeron escalofríos dolorosos. Pensaba que solo Helderson Dedos Largos podía transformar a las personas en aquellas cosas. Si todos los afectados tenían la misma capacidad las cosas pintaban muy mal. Solo era cuestión de matemáticas, una simple progresión aritmética. Una pandemia con todas las de la ley. Pensó en su hermano y en Ronny. Deberían de estar a punto de llegar a la iglesia, si es que no habían tenido serios problemas. Las dudas lo corroyeron por dentro, porque si con el Sheriff y Andy había habido una desconfianza manifiesta, con ellos todavía podría ser mucho peor. Quiso advertirles de su inminente llegada, pero Laurence ya había recogido las llaves de la puerta trasera y se dirigía hacia allá, mientras que el padre Marcus, por el que corría el sudor por su frente como si acabase de salir de la ducha, se disponía a abrir la puerta.
―¿Estáis preparados?
Todos se echaron hacia atrás. La tensión podía masticarse como un trozo de carne. Brad se sorprendió rezando para que su naturaleza fuera humana, no podría soportar ver de nuevo esa aberración demoníaca. Apretó la mano de Melany con fuerza. Ésta le devolvió el gesto y susurró en su oído:
―A la menor sospecha corre como si te persiguiese el diablo.
Brad recibió las palabras como una ligera brisa. Emilie, ¿qué habría sido de ella? Fue el último pensamiento que se interpuso en su mente. Se negaba a admitirlo, pero en el fondo de su corazón sabía que tenía muy pocas probabilidades de continuar con vida. Los ojos se le anegaron de lágrimas, pero ya no había tiempo para más.
El padre Marcus hizo girar la llave. Lanzó una mirada aterrada al resto, que lo observaban con una expectación incontenible. Le vieron mover los labios, estaba rezando una última oración, una plegaria por el alma de todos ellos. Ahora el destino de aquellas personas estaba en mano de Dios. Sujetó con fuerza el tirador y abrió el portón. Las viejas bisagras se quejaron.
El sonido de la tormenta fue el primero en irrumpir con fuerza. La oscuridad que moraba en el exterior trató de refugiarse en la iglesia, pero no consiguió pasar del umbral de la puerta. Allí habían dos figuras humanas, unas siluetas informes ennegrecidas por las tinieblas. El Sheriff Kurt traspasó al fin la entrada calado hasta los huesos. Andy fue adquiriendo visibilidad gradualmente al tiempo que seguía los pasos del Sheriff.
―Gracias a Dios que habéis abierto. Bien hecho, chicos, bien hecho. ¡Padre, cierre la puerta, por los clavos de Cristo!
Si el estruendo de la tormenta hubiese sido suprimido se habría podido escuchar con absoluta nitidez los latidos encabritados del grupo, que los observaban con las caras desencajadas por el terror que los dominaba. El padre Marcus obedeció y cerró el portón sin perder ni un segundo. Más que por la orden del sheriff, por taponar el acceso a la iglesia. El fragor de la tormenta fue atemperado, instaurándose en la iglesia un silencio inquietante.
―¿Está aquí el alcalde? ―quiso saber el Sheriff. Hablaba con dificultad, jadeando las palabras.
Andy evitó ser el centro de atención colocándose detrás de Kurt. Todas las miradas iban dirigidas hacia él, esperando ver brotar de su cara tentáculos en cualquier momento. Pero daba la sensación de ser humano, sus gestos cansados, su forma de hablar haciendo referencia a Dios. Kurt era conocido por todos ellos desde hacía muchos años y cada uno llegó a la conclusión en sus pensamientos de que estaban ante el verdadero Sheriff. La tensión se disipó con el paso de los angustiosos segundos. Habían conseguido armas, podría haber una oportunidad de escapar con vida de Pathwayville. Todos dieron por hecho que Andy gozaba de la misma condición. Cometieron un grave error.
Kurt desvió la mirada hacia Brad. Éste se extrañó. ¿Acaso esperaba una respuesta por su parte? ¿Cómo demonios iba a saber él dónde estaba el alcalde? Se preguntó si aquellos regueros que corrían por su frente serían de agua o de sudor. De pronto los ojos del Sheriff se abrieron de una forma descomunal, como si hubiera visto al mismo diablo. Su boca se abrió, pero no escapó ningún grito. Su culo había sido profanado con una brutalidad despiadada. Desde la posición de Brad no veía a Andy, situado justo detrás de Kurt. Pero sí vio unos tentáculos brotar desde detrás del Sheriff oscilando en el aire para invadir con éxito el rostro de Kurt. Su boca, abierta de par en par por el inmenso dolor, recibió sorpresivamente al tentáculo más grueso, resplandeciente a la frágil luz de los candelabros por los fluidos corporales de Andy. Los apéndices responsables de perforar sus oídos destrozaron sus tímpanos en busca de la masa cerebral. Su nariz, aunque de orificios amplios, fue insuficiente para soportar el grosor de los dos tentáculos que penetraron por ella con una rapidez eminente y su carne se rasgó como la tela de una camisa vieja, escupiendo sangre a borbotones como un aspersor de agua.
Los gritos de un horror indecible quebrantaron el silencio inmaculado en la iglesia. Todos los allí presentes habían sido obligados a presenciar la cruel muerte del Sheriff. Brad, que había quedado petrificado por el desagradable espectáculo, paseó su mirada por los alrededores, tratando de apartarla de los movimientos espasmódicos que convulsionaban a Kurt. Reparó por un instante en la señora Farell, donde trató de hallar consuelo. Parecía conmocionada por la horrible visión. Pero no. Era otra cosa. Los movimientos agónicos eran similares a los que hizo su padre. La sangre se le heló. La señora Farell lo estaba mirando fijamente, una mirada perturbada que había sabido ocultar a la perfección hasta ese momento. Su cara parecía esculpida en cera, de una palidez tan blanquecina que parecía que la sangre hubiese sido evaporada de sus venas. Su mente sobrecogida pensó rápido. Todo había sido una falaz trampa. La repentina retirada de la profesora Patterson, el mantener con vida al sheriff hasta lograr entrar en la iglesia, la impecable actuación de la señora Farell para infiltrarse entre el grupo. Nadie detectó la monstruosidad que llevaba camuflada en sus entrañas. ¿Habrían mejorado su comportamiento humano? ¿Tan solo era cuestión de tiempo y unos cuantos ensayos para que la imitación fuera completa? De lo que no había duda era de que actuaban en grupo, perfectamente coordinados, y de que estaban dotados de una inteligencia manifiesta con un único objetivo: la carne.
―¡Cuidado, la señora Farell! ―gritó Melany.
Su cerebro se vio obligado a interrumpir sus conjeturas. Escuchó su voz como si proviniese desde las profundidades de un océano. De pronto la escena pareció aletargada, como si la vida se la estuviese mostrando a cámara lenta para que no perdiese detalle. El chasquido de la mandíbula rota de la señora Farell arañó sus oídos. Su arrugado rostro se estiró como si le hubiesen contraído la piel tirando desde su espalda. Daba la sensación de estar sufriendo un dolor imposible de sobrellevar. Sus ojos se tornaron blanquecinos, aunque sabía de sobra que seguían contemplándolo de alguna forma sobrenatural. Y por fin vomitó todos los tentáculos a una por su boca desencajada, como si un nido de serpientes hubiera sido liberado desde su garganta. Se agitaron en el aire, cada uno en una dirección, circundando el espacio, olfateando una presa fácil.
El sordo sonido del cuerpo de Kurt hizo retemblar el suelo cuando Andy lo desocupó replegando sus tentáculos con un sonido cortante. Se desplomó como un muñeco roto, desprovisto de vida. El padre Marcus cayó al suelo, tratando de alejarse de Andy reculando de espaldas con torpeza. Su cara reflejaba el horror que en la casa de Dios se había desatado. De los planes de huída que habían acordado nada quedó. El terror que los asedió se encargó de desterrar cualquier pensamiento que no fuera el de su propia muerte. Nadie fue capaz de salir corriendo después del horrible impacto visual que habían sufrido. Ni tan siquiera Laurence cumplió su parte de abrir la puerta del ala oeste si las cosas se torcían. Desde allí, paralizado como la cruz de una tumba por el miedo, contemplaba aterrorizado las dos abominaciones que habían logrado traspasar sus muros de defensa.
El profesor Cook fue el único con la suficiente sangre fría como para tratar de detener a aquellas cosas sedientas de humanos. Con la adrenalina recorriendo su cuerpo como una riada, se lanzó al suelo, convencido de que aquel acto le costaría la vida, y gateó hasta el saco de carne muerto en que se había convertido el Sheriff. Andy estaba cerca, muy cerca. Si pretendía llevar a cabo su idea con éxito debía de ser rápido. Eso siempre que los temblores descontrolados de su cuerpo se lo permitiesen. Kurt había quedado en una posición esperpéntica. Boca abajo, su cabeza había quedado ladeada con la cara ensangrentada y jirones de carne se desprendían de su nariz y de sus oídos pulverizados. Su grueso culo había quedado ligeramente alzado, como si quisiera olfatear el techo de la iglesia. Sus ojos habían quedado abiertos, mirando hacia ningún lugar y su expresión era una combinación de terror, sorpresa y estupidez. El profesor Cook llegó hasta él, su objetivo era coger su arma a cualquier precio. Se atrevió a mirarle a los ojos, fue un acto reflejo que no pudo controlar, como si hubiese sido atraído por la desolación de su expresión. Profirió un grito nacido desde la forma de terror más primaria. El sheriff lo había seguido con la mirada. Sus ojos vidriosos no habían perdido detalle de los movimientos del profesor. Estaba vivo. Era eso o quizá había comenzado a cambiar. Apartó la mirada jadeando palabras indescifrables y sacó el arma de la cartuchera de Kurt. Su cuerpo se agitó como un edificio construido con flanes. Escuchó el silbido de uno de los tentáculos cortar el aire, aunque no supo discernir si fue de Andy o de la señora Farell. Daba igual. Ahora lo primordial era coser a tiros a esa aberración.
Giró sobre sí mismo en el suelo y empuñó la pistola con las dos manos. No porque fuera un entendido en la materia sino que fue su subconsciente quien obró por cuenta propia emulando lo que había visto en las películas. Lo cierto es que era la primera vez en su vida que sostenía un arma entre sus manos, y por un instante dudó si las balas saldrían de aquel frío cañón. Si tenía puesto el seguro sería su muerte inminente, porque no tenía ni idea de cómo desbloquearla. La acción transcurrió en un puñado de segundos. Su dedo índice apretó el gatillo alentado por la adrenalina. Andy, su objetivo, estaba a menos de tres metros de distancia. Era imposible fallar. No podía fallar.
El primer disparo retronó en sus oídos como una bomba nuclear. Por un instante quedaron entumecidos y su mente trató de defenderse de la agresión estimulando la ira en el profesor. Modeló una secuencia fiel a lo que había sucedido minutos antes. A Natalie, su prometida, le estalló en la cara un sinfín de tentáculos cuando él salía de la ducha, nada más regresar de la fiesta. Nunca olvidaría su expresión acartonada, profanada por aquello que había germinado en su interior. Ella era todo lo que tenía en la vida y eso se lo había arrebatado. Recordó sus palabras tentadoras incitándolo a acercarse, prometiéndole que no sería doloroso, pero que el paso era necesario.
La simulación recreada por su mente dio resultado. La rabia explotó en él, y lanzando un grito colmado de exasperación, vació todo el cargador sobre el pecho de Andy. Éste cayó hacia atrás por la fuerza del impacto de las balas. Los tentáculos, como si tratasen de ponerse a salvo, se ocultaron en su rostro deslizándose por los orificios de una forma nauseabunda. El profesor Cook desde el suelo lo observó caer exultante, satisfecho por la labor. Se arrepintió de no haber podido dominar sus impulsos y de haber vaciado todo el cargador sobre Andy, porque la señora Farell todavía seguía en pie, pero Andy tenía otro arma. Tenía que hacerse con ella cuanto antes y acabar con la vieja endemoniada antes de que fuera demasiado tarde. Se alzó del suelo con rapidez, pero sus piernas le temblaban tanto que a punto estuvo de caer incapaz de soportar su propio peso. De soslayo atisbó cómo los hermanos Ward gateaban por el suelo sus gruesos cuerpos, invadidos por el terror. Logró rehacerse, aunque las manos le ardían como si hubiese sostenido con ellas una antorcha. Sin embargo, cuando la ansiada pistola estaba tan solo a unos metros de su alcance, Andy se levantó del suelo derramando sangre por los orificios de bala como una cascada. Era espesa, de un tono oscuro, casi negro como el petróleo. Los tentáculos resurgieron con una rapidez inusitada de sus pulmones, de su hígado, de su estómago. Utilizaron las nuevas perforaciones como una alternativa más para explorar el exterior. Cubiertos por trozos de la anatomía de Andy, mantuvieron una distancia prudencial con el agresor. Andy comenzó a vomitar sangre, escurría por su barbilla como una papilla putrefacta. Y por primera vez sonrió. Su expresión fue capaz de dibujar una emoción, igual que las primeras palabras de un bebé.
El profesor Cook se detuvo horrorizado, incapaz de asimilar lo que sus ojos se empeñaban en ratificar. Todo había sido inútil, las balas no habían conseguido acabar con él, y ahora ellos dos acabarían con todos allí dentro. Su mente golpeteó una y otra vez como un martillo neumático una única pregunta, una última necesidad de saber antes de extinguirse: ¿Por qué no moría?
No. No. No.
El profesor Cook perdió el equilibrio al dar un paso atrás. Sus ojos no podían apartar la mirada de la sonrisa diabólica de Andy. De pronto su mente lo supo y lo aceptó. Era su fin. Pronto se reuniría con Natalie, pronto sería como ella, pronto sus órganos serían devorados por aquella extraña forma de vida.
El sonido de un motor familiar irrumpió en la iglesia traspasando los portones de entrada. Andy se giró sorprendido. Sí, era posible sorprender a esas cosas, pensó Brad que se había ocultado junto a Melany tras un pilar de madera. Las astillas del portón comenzaron a saltar en todas direcciones y la punta de una motosierra apareció como un forúnculo en la piel sesgando la madera con tanta facilidad como cortar un trozo de mantequilla con un cuchillo caliente. Rebanó casi en un círculo perfecto la parte de la puerta donde yacía la cerradura. El sonido del motor era enervante, como un pájaro rabioso picoteando el cerebro, pero para todos los refugiados era como un sonido celestial.
Cuando la cerradura cayó al suelo la motosierra retrocedió y alguien empujó el portón desde el otro lado. El sonido de la tormenta cobró fuerza, y la oscuridad de Pathwayville volvió a quedar confinada al umbral de la puerta. La motosierra rugía exuberante, ansiosa por alimentar a sus dientes metálicos. Todos miraron estupefactos aquella silueta humana que atravesaba la entrada, como si fuera un emisario salvador enviado por Dios para ocasiones desesperadas como aquella, y las caras de sorpresa fueron unánimes cuando descubrieron que aquella emisaria era la extraña Brigitte, aquel fantasma errante prescindible y en muchas ocasiones objeto de burla. Su cabello parecía roído por las ratas, fue la impresión general, y sus ropas negras les hizo imaginar que la muerte encarnada había venido a por ellos. Brigitte se detuvo en la entrada y sus ojos buscaron con avidez una presa. Sonrió. Andy había sido el elegido.