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—La señora se pondrá muy contenta.

Es ecuatoriana, o dominicana, o peruana, sería incapaz de precisarlo. Un cuerpo repujado, portátil, con vocación de peonza, de rostro prodigiosamente redondo, capaz de pasar de la antipatía a la sonrisa más rutilante en menos de un segundo. Es el tiempo que tarda en distinguir el perro entre sus manos. La ecuatoriana, o la dominicana, o de dondequiera que sea, exhibe unos dientes blancos, rotundos, perfectos. Está claro que Jaime Ribera ha acertado con la elección, en este domicilio se proporciona seguro una buena alimentación.

La asistenta le abre el camino hacia la casa, que queda a unos cincuenta metros. Lo intuido en los dientes de la mujer queda confirmado por el aspecto de los jardines: el césped está mantenido de forma impoluta, los parterres ofrecen un aspecto inmejorable, aquello parece el puto Versalles. Hay una fuente con azulejos de estilo sevillano junto a la linde de la parcela de proporciones exageradas, de la que brota un chorro enérgico. A la derecha, asaeteado de enredaderas, se yergue un cenador de aire renacentista, ocupado en el centro por una robusta mesa de mármol y forja. Por detrás de la vivienda se asoma la escalerilla metálica de lo que a buen seguro es una piscina. Es probable que, más allá, haya incluso una pista de pádel.

Todavía están lejos, pero la asistenta no puede resistirse a contener por más tiempo el anuncio del hallazgo.

—¡Mamita!, ¡mamita! —grita, mientras contonea su gelatinoso y desmesurado culo en un trote cochinero, lamentable.

Mamita sale a su encuentro. Su aspecto hace sonreír instantáneamente a Riberita. Es una vieja con dinero de las de manual: aspecto pellejoso, pelo blanco y ralo, pintarrajeada como un mamarracho, atiborrada de collares, pulseras y abalorios dorados. El peso de la anciana en oro debe de ser incuantificable.

El chucho intenta escapar de sus manos al escuchar el alarido de alegría de la vieja. Berto, así se llama el perro, y la vieja lo llama, Bertito, Bertito, pero Ribera lo mantiene bien aferrado entre los brazos. No lo suelta hasta que ha llegado al porche. Entonces el caniche y la vieja se arrebujan. El perro chupa a la vieja en la cara, de una manera exagerada, repugnante. Por un instante los cabellos blancos de la vieja se mezclan y confunden con los del caniche.

—Muchas gracias, muchacho. Lo ha encontrado —dice la vieja—. Oh, sí, lo ha encontrado —y ahora habla con el perro. Su tono de voz es cálido, casi libidinoso, profiere sonidos guturales, dice ay mi niño, ay mi pequeñín, Bertito, Bertito mío, y Ribera no puede evitar cierto asco al presenciar el obsceno intercambio de ladridos y arrumacos entre la anciana y el chucho. A pesar de las náuseas instantáneas, accede a tomar una cerveza. Se la trae la asistenta rechoncha en una bandeja de aluminio, acompañada de unas aceitunas.

Lo encontró en la carretera que baja para la ciudad, mientras hacía running, explica. El perro se animó con su carrera y comenzó a seguirlo. Lo siguió hasta su propio barrio. Y allí le dio pena: se lo llevó a casa y su hija se encariñó con él. Pero ayer, justo corriendo por aquí, se topó con el cartel. Me costó convencer a mi hija, no crea, comenta. Le había cogido mucho cariño.

—No puedo estar más agradecida, de verdad —los labios de la vieja tienen textura de goma derretida. Además, la cerveza está algo caliente. Prefiere no probar las aceitunas.

De repente, el caniche comienza a ladrar: salta de las manos de la vieja y corre hacia la puerta de entrada a la casa. Tras ella aparece un anciano. Es el contrapunto de la vieja: corpulento, de facciones pétreas, como modelado en arcilla por un escultor poco dado a sutilezas.

—Ah, mi marido.

Es anciano, pero conserva cierto brío juvenil. Se nota en la forma de caminar, en el modo en que se acerca hacia él y le choca la mano. También en su mirada: una mirada recia, firme, nada candorosa.

—Qué bueno que lo encontró. Felisa estaba inaguantable. Ya había pensado en contratar a unos sicarios para dar con el chucho —el perro merodea entre sus piernas, como una fregona con vida propia. Los zapatos del viejo son lustrosos, se nota a leguas la calidad de la piel. La camisa del viejo, de color rosa, lleva el inconfundible anagrama de Yves Saint Laurent. También exuda dinero, pero sin ostentación.

—Le decía a su señora que mi hija ya se había encaprichado con él. Me ha costado convencerla de que había que devolverlo.

El viejo sonríe, pero Riberita no alcanza a interpretar la intención de su sonrisa. Es una sonrisa astuta, ladina.

—Imagino que la recompensa le habrá ayudado a convencerla, ¿verdad?

El comentario del viejo es un resorte para la anciana.

—¡Claro, el dinero! —dice, y con insospechada agilidad entra en la casa.

—No, por favor, no es necesario —comenta Riberita, pero allí sigue esa sonrisa taimada, esa mirada recia.

—No acepto un no —afirma—. Las promesas están para cumplirlas.

Enseguida se ve con el sobre entre las manos y el vaso de cerveza vacío. Ya no tiene sentido permanecer por más tiempo allí. Sin suerte, intenta acariciar al perro para despedirse de él: el perro parece no querer ni verlo. Se conforma con un hasta siempre, Berto.

El anciano lo acompaña hasta la cancela de entrada. Tiene usted una bonita casa, le comenta Riberita, mientras descienden por el sendero.

—Esta casa tiene detrás toda una vida de trabajo y sacrificio. Cada ladrillo es un jornal —dice el viejo, que se permite la licencia de posar su mano en el hombro de Ribera mientras caminan hacia la salida. Él se ve legitimado para corresponder con otra licencia:

—¿A qué se dedicaba?

—A qué me dedico —explica el viejo. Han llegado a la cancela—. Un empresario no conoce los verbos en pasado cuando se trata de trabajo. Ya no estoy, pero sí. Mi hijo ha tomado el testigo, pero uno nunca se desvincula del todo. Cuando has nacido en el trabajo, vives en el trabajo. Contra eso no se puede hacer nada.

De un bolsillo del pantalón extrae su cartera. Es, como sus zapatos, una cartera de piel de calidad: se nota en el brillo y en el color. Saca una tarjeta y se la extiende.

—Hostia —Riberita no puede evitar la blasfemia—. Perdón —rectifica—, es que, bueno, usted sabe, no podía imaginar que…

—Nada, hombre —el viejo sonríe. Ahora sí, es una sonrisa condescendiente—. Ahí me tienes, para lo que necesites.

—Encantado, señor. —Riberita se destartala de repente. Le extiende la mano y aferra con fuerza la del anciano. Es como si una estupenda fiesta acabara de empezar y al mismo tiempo ya estuviera terminando.

—Venga —el viejo le da unas palmaditas en la espalda mientras abre la puerta a Ribera—. Ya sabes, lo que necesites.

Ya sentado en el coche, antes de encender el motor, Riberita mastica su perplejidad. Acaba de conocer a Luis Monsalves, al mismísimo Luis Monsalves, fundador y dueño y señor de la puñetera industria Monsalves. Allí lo tiene, con su nombre completo, el cargo de Presidente Honorífico en mayúsculas, el conocido logotipo de la empresa, más abajo el teléfono de contacto.

También tiene el sobre. Doscientos euros, un buen botín. Pero al lado de la tarjeta, inevitablemente, los cuatro billetes de cincuenta cobran el aspecto de vulgar calderilla.

Ya era hora, piensa Riberita, mientras arranca el coche. Hemos tocado fondo, pero quizá ha llegado el momento de empezar a subir.