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Todos bien despiertos, como pidió Estabile. Todos bien limpios y acicalados, con sus mejores trajes, con sus impecables corbatas, dispuestos a asimilar los conceptos, dispuestos a absorber las enseñanzas y sobre todo a abrir su mente. El objetivo, ya lo saben, es construir espacios de encuentro e intercambio que los ayuden a mejorar.

La sesión especial de Estabile para las fuerzas de ventas está a punto de comenzar. Casi todos los comerciales están ya sentados, hay algunos murmullos, una corriente eléctrica atraviesa la sala. Están nerviosos, expectantes, siempre ocurre igual en las sesiones del coach.

—Ya verás. Tú eres nuevo, te vas a divertir —Ribera se ha sentado junto al trepa de Peláez. No le quedaba otra opción, porque ha buscado a Macipe pero no lo ha visto. Se han sentado en la tercera fila, sólo dos filas detrás de la que ocupan los miembros del Consejo. No está don Luis, y es un alivio, pero sabe que hoy o como muy tarde mañana tendrá que hablar con él. Ahora tiene enfrente la pieza, sin careta, con su habitual chaleco negro de cuello vuelto y su frondoso pelo blanco, que bajo los focos parece más reluciente que nunca. Está de pie, revisando algunas notas en su mesa, tras él una gran pantalla iluminada, y entre sus manos un puntero.

—Buenos días, generales —arranca—. Espero que no me trasnocharan ayer, les dije que los quería bien despiertos hoy.

Sonrisas, nuevos murmullos. La intensidad de las luces del gallinero se suaviza, y el escenario cobra mayor luminosidad.

—Ha sido un año duro. Un año difícil. Pero todos, a vuestra manera, habéis hecho los deberes. Habéis luchado, os habéis sacrificado, habéis recorrido el terreno escarpado para llegar hasta aquí.

La puerta lateral de la sala se abre, y tras ella aparece Macipe. Se pensó mucho si ir: podía haber alegado que el despertador no sonó esta mañana. Pero eso habría sido posponer la decisión. Cobró fuerza anoche, después de que, en el momento de las copas, encontrara ocasión de dirigirse a Martita Pineda. Ella había estado intentando evitarlo, estaba claro, pero en la cola del aseo ya no pudo conseguirlo. Marta, necesito hablar contigo. ¿Te pasa algo conmigo?, le había dicho. En la mirada de Marta, fría, indolente, como sedada por su determinación, lo leyó todo. Pero por si hubiera alguna duda, allí quedó el comentario. Estás acabado. Yo que tú iría recogiendo los bártulos.

—Quiero que la de hoy sea una sesión que recordéis. Se trata de pasarlo bien, y sobre todo, de que lo veáis todo con cierta distancia. Hemos venido a reírnos, a pensar, a reírnos pensando. No quiero que nadie se tome a mal lo que podamos decir hoy aquí. ¿De acuerdo?

Silencio. Toses. Algún sí.

Gertru acaba de ver, desde la mesa de las acreditaciones, en la que las azafatas ordenan los pies de mesa de la próxima conferencia, a Macipe entrando en la sala. Parecía desgreñado, con mal aspecto. Ayer, en el aperitivo previo a la cena, intercambiaron algunas miradas. En la primera, se saludaron. He pensado, le dijo él. Bien, contestó Gertru. Voy a intentar hablar con ella, comentó el comercial. Creo que las cosas pueden ser más sencillas. Ya, había respondido Gertru. Mientras revisaba la salida de las bandejas de canapés, y, minutos más tarde, mientras recorría las mesas de la cena vacías supervisando las cartelas de cada mesa —para cada una se había elegido el nombre de un pensador ilustre y una frase; estaban Gandhi, Mandela, Steve Jobs, no faltaba ninguno—, el comentario de Macipe cobró fuerza en su cabeza. Las cosas, desde luego, podían ser más sencillas. Tan sencillas como una detonación. Imaginó todas aquellas cartelas con aquellas estúpidas frases de motivación y autoayuda volando por los aires como serpentinas, sobre una marea sanguinaria. Y con la mano dentro del bolsillo de la chaqueta aferrada a un Sugus de piña, sonrió.

—Aquí lo tenéis. Sí, todos lo conocéis. No hace falta ponerle nombre.

En la pantalla aparece una foto de Carpena, director comercial de Mercado Exterior, con su flamante sonrisa y su impecable peinado de niño de colegio de pago.

Se escuchan comentarios en la sala. Alguien silba.

—No hace falta ponerle nombre. Pero sí cifras.

Junto a la foto, aparecen sobreimpresos varios números. 1.700.000 es el primero de ellos.

—Sí, generales, un millón setecientos mil. Esa es su facturación anual. Haciendo el cálculo diario, si quitamos fines de semana y festivos, la cifra es de seis mil setecientos veinte euros. Seis mil setecientos veinte euros al día, eso es lo que nuestro general produce entre dos cepillados de dientes, el de primera hora del día y el de antes de acostarse. ¿Sabéis lo que se puede hacer con seis mil setecientos veinte euros? Veamos.

Se oyen sonrisas. En una nueva imagen, aparece la cifra, resultado de la suma de distintos objetos representados a través de iconos: siete televisores más tres portátiles más un frigorífico más dos jamones ibéricos más una motocicleta.

—No es mal régimen diario de vida, ¿verdad?

Más sonrisas. En otra pantalla, el dinero es transformado en kilómetros.

—Con seis mil setecientos veinte euros podemos obtener, más o menos, otros tantos litros de gasoil. Y con esa cantidad de litros podemos viajar unos ciento ochenta y un mil seiscientos veintiún kilómetros. ¿Sabéis cuánto es eso?

Murmullos. Alguna carcajada. Alguien dice «mucho».

—En efecto, generales, mucho. ¿Pero os imagináis cuánto de mucho? A ver, un poco de historia.

Una foto en sepia de un grupo de exploradores, con un barco encallado en el hielo.

—El Endurance. No sé si a alguien le suena. Es el barco con el que Ernest Shackleton pretendió cruzar la Antártida en el año 1914. La última gran expedición de la edad heroica de las expediciones. Y no, no lo consiguió. Tuvieron grandes dificultades para recorrer el trayecto, y al final hubieron de desistir. Temperaturas extremas, un barco encallado en medio de la nada, frío, soledad. No lo consiguieron. ¿Sabéis cuántos kilómetros pretendía recorrer aquella expedición? Dos mil ochocientos kilómetros. ¿Qué os parece, generales?

La misma foto de Carpena, junto a una foto en blanco y negro de Shackleton.

—Ahí los tenemos. A dos exploradores. Con lo que Carpena factura en un día, podría realizar más de sesenta y cuatro veces el viaje que Shackleton no llegó a completar. Pero mucho más que eso. Con el combustible equivalente al trabajo de un día, nuestro general podría dar la vuelta al mundo cuatro veces. Carpena: bravo por ti.

La sala parece elevarse; retumban los aplausos. Todos buscan a Carpena, está allí, en la fila inmediatamente posterior a la de Julián. Su compañero de fila le da palmaditas en la espalda, y Carpena saluda, algo abrumado por los aplausos. Dentro de la cabeza de Márquez parece que un enano percutiera un pesado martillo. Se levantó esta mañana con una horrorosa resaca, y aún se mantenía bien agarrada a sus nervios cuando salió de la ducha. Le temblaban las manos mientras tomaba una cuchara de Cola Cao para hacerle el desayuno a Rubén, en la cocina. El niño aún seguía arriba, y de repente, como una fantasmagoría, desgreñada, en camisón, había aparecido por la puerta su mujer. El niño no quería ir al cole.

—Dice que no quiere, que tiene miedo.

A duras penas, como un carguero viejo y renqueante, Julián había subido a la habitación de Rubén con la taza de Cola Cao humeante. Qué pasa, le había preguntado, sentado en el borde de la cama, mientras el niño permanecía hecho un nudo de cara a la pared. Es ese niño, ¿no? Julián había posado su mano en la espalda de Rubén, y entonces los músculos del niño se habían crispado, como un puercoespín que exhibiera amenazante sus púas. No va a pasar nada, le había tranquilizado. Estoy aquí, nadie va a hacerte daño.

Ahora el daño se lo hacían a él dentro del cráneo, aquel aplauso ruidoso le agredía como si alguien estuviera destrozando muebles en su cabeza. El puto enano con su martillo pilón, subrayando la repugnante visión de Carpena, correspondiendo con supuesta humildad a los halagos.

—Mirad ahora esto.

La sala vuelve al silencio. Todo el mundo contempla una nueva imagen en la pantalla. En ella aparece un viejo recorte de periódico. Estabile lee en voz alta.

Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo bajo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito. Ahí lo tenéis. Es el anuncio que Shackleton puso en el periódico para reclutar a sus expedicionarios para el viaje a la Antártida. A ver, decidme, con semejante reclamo, ¿quiénes de vosotros se hubieran apuntado?

El ruido vuelve a apoderarse de la sala. En la segunda fila, Ribera contempla atónito al coach. De repente, parece haberse transformado ante sus ojos en otra cosa. Ya no lleva careta, pero lo que encuentra debajo no es lo que ayer descubrió a última hora ante la pantalla de su ordenador. En realidad, es como un mago. Está deslumbrado, incluso siente un nudo en el estómago. Desea levantar la mano, desea gritar bien alto que él sí lo haría, que él sería un expedicionario del Endurance.

—¿Tú, Márquez? ¿Tú viajarías junto a Shackleton?

La pregunta pilla a Julián desprevenido. En realidad, ni siquiera ha leído el anuncio en la pantalla. Desearía que esto acabase ya, poder salir y respirar aire libre.

—Sí —contesta—. Creo que sí.

—Bien —sonríe Estabile—. Crees que sí. ¿Y tú, Maturena? ¿Y tú también, Cortines? ¿De verdad queréis que lo creamos?

Murmullos, algunas risas.

—Cortines, Márquez, Maturena. Detengámonos un poco en estos exploradores tan aguerridos.

El enano del martillo ha desaparecido, y ahora lo que siente son agujas. Millones de agujas pinchándole en las sienes, en el pecho, en la punta de los dedos. Ahora va a tocarle a él. Y lo peor: se siente desnortado, perdido, incapaz de reaccionar. No va a decir que no lo esperaba, pero quizá no de forma tan directa.

—Ya os dije al principio que esto iba a ser todo un poco de broma. Y las bromas consisten en reírse un poco, de manera sana. Vamos a reírnos, ¿os parece?

Sabe que lo están mirando. Sabe que los compañeros cuchichean entre ellos, que alguno lo señala. Todos conocen sus números, no es ningún secreto.

—Como sabéis, las nuevas tecnologías nos han abierto un universo maravilloso de posibilidades. Podemos conocer los gustos de cualquiera siguiendo mínimamente el rastro a través de Internet. Claro que si encima las navegaciones se realizan con equipos que son propiedad de Monsalves, todo resulta mucho más fácil.

Julián quiere morirse. En ese instante desea despeñarse por un barranco, y que el barranco le desfigure la cara hasta transformarlo en alguien irreconocible, desconocido. Porque ahora Estabile está mostrando a todo el mundo en pantalla las distintas páginas por las que su compañero Cortines, de Cocinas, ha navegado recientemente con su tablet, y Cortines corresponde con sonrisas desfiguradas, como de plastilina, a los comentarios de Estabile y a la evidencia, reflejada en pantalla, de que ha estado jugando bastantes horas de muchas jornadas laborales al Candy Crush Saga. Márquez ya está muerto, ya ha caído desde el punto más alto de la ladera y ya sólo espera la puntilla. La puntilla tarda poco en llegar, porque es el siguiente de la lista. Y enseguida deja de escuchar, enseguida las voces de Estabile y las carcajadas estruendosas de la sala se convierten en sonidos amortiguados, en sordina. Porque él sólo tiene ojos para Lupita, que aparece en la pantalla mostrando sus exuberantes pechos, vestida de colegiala, y al momento disfrazada de enfermera, y ya por último mostrando su entrepierna y su sexo masculino. La sala se viene abajo, el hotel Plaza Convenciones se viene abajo, el mundo entero de Márquez se está cayendo a pedazos, y se ve invadido por los escombros. Pero donde había reverberaciones, donde sólo se oían los ecos amortiguados de las carcajadas ahora nada más se escucha una voz. Es, claro, la voz de Estabile, que se hace fuerte por encima de las carcajadas, y que se dirige a él a través de una pregunta que ha escuchado ya antes:

—¿Estás satisfecho con tu vida, Márquez?