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La vida es un agujero, piensa, en medio de su embotamiento, en medio de su asco, enfrentando la mirada al fondo del váter, esperando la siguiente arcada. Salimos del agujero pero siempre nos hacen regresar, siempre nos arrojan de nuevo.

Ha vuelto hace dos horas a casa. Desde el salón, Pepi ha contemplado su lamentable facha, su tambaleo, su cuerpo encorvado, la mirada fatigada, un brochazo de ketchup recorriendo como un arañazo la solapa de la chaqueta.

—Por dios, cari. Pareces un zombi.

Sí, ha pensado él, arrastrándose hasta el sofá contiguo, donde se ha dejado caer después de besar a su novia, que enseguida ha identificado, junto al aroma del hachís, el olor a McDonald’s. Un zombi con todas las letras, ha pensado, un cadáver laboral que va camino de la tumba por culpa de meterla donde no debe. En la tele, dos mujeres discuten a gritos en medio de una playa, es un reality de esos que tanto le gustan a Pepi. Qué comprensiva es Pepi, piensa, qué mansedumbre hay en su forma de comportarse. Cualquier otra ya habría preguntado por las manchas de su pantalón, por su aspecto de reo, por el tremendo colocón que arrastra. Ella, sin embargo, sólo lo anima a que se dé una ducha, y que después se acueste. La ducha es buena idea, pero ahora hay que llevarla a la práctica, y no resulta tan sencillo cuando parece que tus piernas están atadas y el piso zozobra. Por fin lo consigue, está desnudo bajo la ducha pero el agua caliente no le conforta como esperaba. Todas las amenazas siguen allí, la mirada implacable de Martita antes de salir de su coche, los emails vacíos, el testimonio de la Monja con aquellos iris astillados, pero también las otras cosas, la deuda acumulada por las comisiones variables que tienen que liquidarle de una puta vez, la caída de BioWashing que aún no ha comunicado internamente y que precisamente pone en riesgo que le liquiden la deuda, el puto trepa de Peláez siempre al acecho para desbancarle en el departamento, todo son problemas, suciedad y barro, por más que ahora huela a bebé, como le dice Pepi cuando regresa al sofá. No quiere comer, le duele el estómago, en la playa del reality un concursante se está comiendo un cangrejo crudo, las náuseas le invaden, así que prefiere batirse en retirada.

En la cama, después de dormir no sabe cuánto tiempo, se despierta con la espalda bañada en sudor, todo está oscuro y junto a él Pepi duerme. Tiene las mismas náuseas, el mismo asco, y un pesado yunque anudado a la cintura que le cuesta transportar hasta el váter, sobre el que se reclina.

La vida es un agujero, piensa, y a él regresamos, con todo nuestro bagaje, con toda nuestra mierda. La boca se le llena de saliva, un tren asciende por su garganta, y ahora es el asco el que se precipita. El váter y también la taza es una escaramuza, y enseguida, tras las dos primeras arcadas, siente la mano de Pepi sobre su frente ayudándolo a vomitar.

—Por dios, cari —la escucha hablar—. Qué has comido.

—Nada —contesta Macipe. Ya sólo queda saliva—. Mierda. Mucha mierda.