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En el plato de la luna flotan perros oscuros, de negros hocicos, con los ojos congelados por el frío lunar, retorcidos en poses deformadas. El cielo también es negro, como las manchas de la luna, y las nubes están preñadas de animales de afilados colmillos. Todos juntos, en manada revuelta, atraviesan Monsalves y por un instante echan la vista hacia la tierra para contemplar al hermano mayor. El perro gigante de Monsalves nunca deja de producir, nunca se detiene, pero a la vez permanece quieto, tranquilo, sabiéndose el rey, indiferente a la lluvia, que en realidad es saliva: la de los ansiosos perros que cabalgan en las nubes, rindiendo pleitesía al jefe de la camada.
La saliva de los perros lame las calles y arrastra la mierda hasta las alcantarillas, limpia los tejados y despeja las conciencias. Ribera acaba de bajar al sótano pero hoy no viene dispuesto a perpetrar su ritual. Hoy va a despedirse de los perros, y para eso ha elegido esta noche de perros que pone el broche a una etapa de vida nefasta. Hace sólo diez minutos ha llamado a don Luis Monsalves para ponerle al corriente de las pesquisas. Aún no tiene nada, le ha dicho, aunque ya ha tenido ocasión de comprobar la fuerte influencia que el coach ejerce sobre los mandos intermedios. Espera el momento propicio para lograr un mayor acercamiento y averiguar más cosas. El viejo, al otro lado de la línea, lo ha escuchado atento, impaciente. Riberita oía el jadeo de sus pulmones apulgarados, y finalmente don Luis lo ha despachado rápido. Tómate tu tiempo, ha concluido, y tenme informado. Nos veremos seguro en la convención anual, a ver si para entonces has avanzado algo. También, esta tarde, ha hablado con Lucía. Por fin ha podido restregarle a la cretina de su ex mujer que ha empezado a trabajar, y para resultar más convincente le ha pedido a Eva que le recordara los veinte dígitos de su cuenta bancaria, para hacer el primer ingreso a final de mes. La voz de la pequeña Lucía le ha llenado el oído de cosquillas. Mamá la ha dejado quedarse a dormir en su casa este sábado, y sin esperar a la confirmación de su ex, Ribera se ha sentido muy animado y enseguida ha programado todo tipo de actividades. Iremos al cine, al zoo, se quedarán hasta tarde comiendo pizzas, todo lo que quieras, beibi.
Porque la saliva de los perros no puede con el cariño. A Julián sólo le vienen a la cabeza canciones pésimas que hablan de amor mientras permanece asomado a la habitación de Rubén y contempla su sueño sosegado. No voy a dejar que nada te roce, no voy a dejar que ningún perro te muerda, eres un pedazo de mi carne, eres la extensión invisible del muñón que me late a la altura del ombligo. Yo voy a cuidarte, te protegeré y te llevaré siempre conmigo. Si hace falta acabaremos con ese tal Michi, con ese Michi y con cualquiera que te impida avanzar. Ya en su despacho, con el silencio sólo roto por los ronquidos de su mujer en la habitación de matrimonio, Julián se vuelve más perro: el cariño se transforma en otra cosa, porque Lupita baila para él en el portátil y puede celebrarla una vez más a sus anchas.
A siete kilómetros y seiscientos metros de allí, en una quinta planta de un piso del extrarradio, Macipe también se vuelve perro. Acaba de correrse a horcajadas sobre Pepi, y a continuación ha permanecido por un instante abrazado a su espalda, hasta caer como un saco de arena sobre su lado de la cama. Pepi se ha marchado al servicio, y mientras anudaba el condón, Macipe escuchaba el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Otra vez ha recordado el correo electrónico de esta mañana, que le llegó justo cuando él revisaba la bandeja de entrada, mientras hacía esfuerzos para fijar la vista frente al monitor en el comienzo de una jornada de resaca antológica. El correo, remitido desde una dirección que desconocía, bansky82@hotmail.com, lo llamaba por su nombre, y de forma lacónica proponía un encuentro para hablar de algo que le incumbía. Tenemos que vernos, sé lo que te está pasando y quizá pueda ayudarte. El correo proponía incluso hora y lugar de cita. Sería al día siguiente, a las ocho de la tarde, en el McDonald’s del Comercial Levante. Sólo veinte minutos más tarde había vuelto a recibir un correo de Marta Pineda, exactamente igual a los siete anteriores, sin asunto ni documento adjunto. Era posible que la autora del correo electrónico que proponía la cita fuera de la propia Martita, y que todo se tratara de una emboscada. También cabía la posibilidad de que el encuentro no tuviera nada que ver con aquello. Muy pronto iba a averiguarlo.
La lluvia es saliva de perro que limpia los techos de los coches y se arrastra por las lunas. La saliva de los perros anima a otros perros, que se agitan inquietos, que ladran, presintiendo que algo ocurre, que algo puede cambiar. Ribera ha conducido bajo la noche lluviosa hasta un descampado que conoce bien. En ese momento el chaparrón parecía haber remitido ligeramente. Sin apagar las luces ni el motor, Ribera ha abierto las puertas traseras del coche. Los perros han abandonado rápido el vehículo, a borbotones, como un recipiente desbordado, pero al instante, olisqueando el albero, sintiendo el chisporroteo de la lluvia sobre sus hocicos, se han sentido desconcertados, sin atreverse a alejarse de las luces del auto. Ni siquiera el yorkshire, que suele ser el más revoltoso, se ha decidido a correr. Venga, fuera, perros, ha gritado Ribera, pero los perros seguían allí, todos muy juntos, oliendo el suelo, con los rabos caídos, indecisos. Ha tenido que ser la lluvia quien los anime. Los perros de las nubes han vuelto a la carga, y esta vez llovía con fuerza. Uno de los perros ha ladrado, y enseguida los otros le han seguido, y ha sido como si se iniciara una ruidosa conversación entre ellos. Han corrido, se han perdido en la noche, han desaparecido, y el sonido enfurecido de la lluvia lo ha llenado todo. Ribera ha levantado la cabeza, ha dejado que el agua le empapase bien la cara. Se ha sentido bien, de haber sabido hacerlo habría ladrado con todas sus fuerzas, pero sólo se ha carcajeado. Él también volvía a ser un perro libre.