Antes de despedirse, Fangzhi me había pedido una cosa: que le exigiera a mi hermano que me describiese la tumba de la prima fallecida. Que te describa la lápida, insistió.
Aunque el pedido era insólito, lo cumplí no bien me sentí mejor. La respuesta de mi hermano no pasó de una mueca amarga, tal vez porque con mi pregunta yo estaba reabriendo una herida. Horas después, sin embargo, reapareció con un dibujo de la tumba, un croquis hecho por él mismo, así supongo, en el lapso transcurrido. El dibujo mostraba una suerte de panteón familiar: uno de esos bosques de muertos donde el pasado se reduce, se aplasta igual que las cosas en la distancia, y mil o cien o diez años equivalen poco menos que a lo mismo.
Yo siempre opiné que mi hermano poseía dos grandes virtudes, dos virtudes que usualmente se presentan en simultáneo: gran poder de observación y memoria casi absoluta. Aun así, me costaba creer que él pudiera dibujar aquella tumba habiéndola visitado una sola vez y en compañía de la otra prima. Era evidente que había hecho, al menos, otra visita en solitario. Era evidente y se lo dije.
Más de una, confirmó sin ruborizarse, ¿no habrías hecho lo mismo que yo?
Si bien me costaba imaginarme en su lugar, pensé enseguida que, de fallecer Xiaomei, cada semana, por lo menos, yo pondría una flor en su tumba. Luego pensé en mi última discusión con ella. Y también pensé en mi abuela, a quien llevábamos casi un mes sin honrar, acaso porque mis padres estaban muy absorbidos con los trámites de nuestras bodas.
Cuando le pregunté a mi hermano si llevaba flores en cada visita, dijo que no era aconsejable porque eso podría delatarlo.
Pero, insistí, podrías dejar al menos una flor silvestre, muy pequeña, sobre la lápida de ella, como llevada al descuido por el viento.
Mi hermano hizo que no con la cabeza. La idea está bien, deslizó, pero ella no tiene lápida, por supuesto.
Ese «por supuesto», que mi hermano soltó con amargura, ahondó mi ya incipiente perplejidad. Por entonces yo ignoraba todo acerca de las prácticas funerarias. Cuando la muerte de mi abuela, mis padres me habían apartado de los arreglos para su inhumación: rellenar con hojas de té una almohada para la muerta, obtener los billetes que se quemaban con los inciensos, contratar monjes para la ceremonia. Cuidadosa como era, la abuela había dejado escrita una cadena de instrucciones y hasta había comprado años atrás un ataúd de madera que cada verano mi padre sacaba de su escondite para aplicarle otra mano de pintura.
Ignorante de estas prácticas, deduje que la ausencia de lápida era algo provisorio y que la prima tendría una al cumplirse cierto lapso de su deceso o al alcanzar, aun muerta, la mayoría de edad.
Mi hermano se negó a que yo me quedara con el dibujo y, por mi parte, no le exigí más detalles. Supongo que yo no deseaba poner de mayor relieve mi ignorancia (una ignorancia de las peores: acerca de algo cuyo peso o implicancia desconocía), pero ante todo supongo que prefería que Fangzhi me informara de eso, el mismo Fangzhi que había impulsado esta charla con mi hermano.