Transcurrieron varios días hasta que supimos por fin los detalles de la charla de mi padre con su amigo Gu. Desde luego, mi padre se había apresurado y había construido en el aire, antes de consultar a fondo a Gu Xiaogang, un gran palacio imaginario con la supuesta boda entre mi hermano y Mulan.

Al señor Gu le costó rechazar la oferta, pero lo hizo con insolente elegancia. Primero colmó de halagos a mi hermano, luego hizo lo propio con toda la familia de mi padre; tras esto frunció los labios, hizo la mímica de dar un puñetazo en la mesa de madera que hacía las veces de escritorio y explicó que él y su esposa acababan de aceptar un conveniente ofrecimiento para casar no solo a Mulan, sino también a sus dos hijas menores: Baoyan y Baojuan. Los futuros esposos eran los tres hijos de un próspero comerciante que parecía fascinado con las hijas de Gu Xiaogang, tan fascinado que de haber tenido un cuarto hijo varón le habría pedido acaso a Gu que engendrara una hija más. La triple boda se había pactado la semana anterior, le dijo el señor Gu a mi padre readoptando sus mohines de contrariedad, aun cuando —a juicio de mi padre— la palabra «conveniente» que afloró en labios de su amigo y el brillo que asomó en sus ojos desmentían todas las muecas de pesar.

Por entonces era una hazaña arreglar un matrimonio en apenas siete días, ya que debían cumplirse una serie de etapas, en su mayoría obligatorias. En el caso del señor Gu, él y su esposa habían sido visitados el primer día por el meipo o mediador, en representación de los padres del novio o, mejor dicho, de los novios. Aceptada la propuesta tras un día de reflexión (el señor y la señora Gu no habían querido pronunciar un sí en el acto), el comerciante se había apersonado el segundo día y el mediador, siempre presente, había escrito en un papel los datos de los seis novios: año, mes, día y hasta hora de nacimiento, con objeto de acudir al adivino consejero, el suangming xiansheng, quien, tras estudiarlos, entregó los argumentos a favor y en contra de cada unión. Hecho esto, dejaron pasar tres días. Si en ese lapso sobrevenía una desgracia o un hecho de mal augurio, desde la muerte de un perro u otro animal doméstico hasta la enfermedad de un pariente aun lejano, cualquiera de las familias podría renunciar a la boda; pero nada de eso ocurrió y al quinto día de la visita inicial del meipo se ratificaron las fechas de las bodas. Por sugerencia del consejero, según contó Gu Xiaogang, las bodas se celebrarían bajo la luna creciente, pero en fechas separadas: primero la de los mayores, la que involucraba a Mulan, un mes después la de Baoyan y al otro mes la de Baojuan. ¿Imposible arreglar una boda en solo siete días? En este caso habían bastado seis días para arreglar tres; y el séptimo día, en lugar de descansar, el señor Gu había acudido al domicilio del comerciante y había conocido a sus yernos, lo que equivalía a bendecir los compromisos.

Mi padre llegó a relatar su entrevista con Gu Xiaogang, calculo yo, casi mil veces a lo largo de su vida, y nunca, ni una sola vez, vi que al hacerlo se apartara de la verdad o de esa primera versión que mi familia había acogido como verdad. Desempolvaba esta historia no solo cuando alguien hablaba de acuerdos matrimoniales, sino también cuando se conversaba de amistades rotas, de traiciones y engaños a manos de gente conocida o de lo mucho que el dinero encandila incluso a los hombres más honestos. Por momentos he pensado que mi padre llevaba una vida social con el único propósito de aguardar, como un felino, la ocasión propicia para rugir la historia de esa última entrevista con su amigo Gu Xiaogang.

La situación incomodaba porque el único airado y triste era mi padre. El resto de mi familia se debatía entre otras emociones. A mi madre le había lastimado el orgullo la negativa de Gu y no perdonaba la ausencia de la esposa, quien a su modo de ver había carecido de «agallas» para venir con su marido; pero, en simultáneo, conocía por lo menos a diez o doce jóvenes más idóneas, más bonitas y más dóciles que la hija de Gu Xiaogang. A mi hermano todo le daba lo mismo. Para mi profundo escándalo, todo lo que ocurría en el seno de mi familia era aburrido para él, que parecía estar descubriendo, más allá de nuestro hogar, un mundo más fascinante. Sin embargo, era innegable que no tener que casarse con Mulan suponía un alivio porque, si alzábamos los ojos y mirábamos a todas las posibles candidatas (y con posibles me refiero a aquellas hijas jóvenes y solteras de los muchos conocidos de mi padre o, a lo sumo, de los conocidos de estos conocidos), Mulan era la menos bella e interesante del lote. No digo con esto que un lote tan nutrido garantizara una de las dos cosas que entonces yo estimaba ideales (que a mi hermano le eligiesen una mujer de la que fuera factible enamorarse, que hubiera entre las candidatas al menos una comparable a la hija del ciego Liu Feihong), pero a juicio de mi madre no era nada insensato ilusionarse.

En lo que atañe a mi persona, aun cuando compartía el alivio de mi hermano y buena parte de la fe materna, me preocupaba la decepción que había sufrido mi padre. Sobre todo porque la siempre cuidadosa Li Juangqing empezó a solicitar que me comportase mejor, ya que mi padre atravesaba, dijo, un momento especial. Cada momento de la vida es, en una u otra forma, especial, pero hay hechos decisivos, hechos que alteran nuestra percepción del mundo y la manera en que el mundo nos percibe. La negativa de Gu había dañado algo más que un posible acuerdo nupcial: el buen amigo de infancia le había dicho que no a mi padre también en otros terrenos, por más que no hubiese sido esta su intención.

Lo mismo que el señor Gu, mi padre ejercía como funcionario, solo que el suyo era un cargo irrelevante en un pueblo de poca monta y a diferencia de su amigo, que se había comprado un coche y se permitía rechazar a un candidato para su hija, todo a lo que él aspiraba era a conservar su empleo y a sentirse privilegiado por ello. Mi padre no solo estaba ofuscado con su amigo Gu, que no había hecho —por respeto a los recuerdos de la infancia— el menor esfuerzo por ocultar o siquiera atenuar las desigualdades entre las familias, sino que también estaba ofuscado consigo mismo. No había tenido la audacia de preguntarle a su amigo por qué no le había anunciado antes el triple compromiso, por qué no le había solicitado un período mayor de reflexión al comerciante si tanta pena le daba perder como yerno a mi hermano y, en fin, por qué venía él solo para dar esta noticia y por qué tras ello huía como un ladrón.

Yo era muy pequeña entonces para medir el alcance de lo ocurrido, pero no tan pequeña para soslayar que el señor Gu se había marchado el primer día del nuevo año sin despedirse del resto de mi familia y sin honrar su promesa de probar nuestra comida y pasearnos en su coche. La severidad de mi padre, sumada a la especial tristeza que él mostraba por entonces, me empujaron a callar pese a que me moría de intriga por saber si volvería a visitarnos Gu Xiaogang, con coche o sin él, con esposa e hijas o sin ellas. Pronto confirmé que algo grave había pasado en el despacho. ¿Cómo explicar que jamás recibimos invitaciones para ninguna de las tres bodas?

A la pena que sentía se añadió el miedo. Tenía la culposa certeza de que, de un momento a otro, mi padre nos acusaría, a mi hermano y a mí, tal vez aun a mi madre, de haber causado esa desgracia por no haber puesto al sol los libros de mi abuela, no al menos los adecuados. Más tarde supe, no obstante, que mi padre adjudicaba lo ocurrido a otra razón: para que una familia sellara una boda debían pasar tres años de la muerte de un padre o un abuelo (en este caso, de la muerte de mi abuela), solo que mi padre había osado violar esta tradición para contentar a mi madre. Ella estaba decidida a que mi hermano se casara antes de cumplir los dieciocho o, como máximo, los diecinueve años. Él había cedido y ahora lo lamentaba.