¿Cuál es el objeto más valioso del mundo?, quiere saber.

Un mirlo muerto, le respondo.

¿Un mirlo muerto?, repite. ¿Y cuántos taels de oro vale eso?

Precisamente, le digo. Nadie puede decir su precio y esto lo hace invalorable.

Ella recuerda una historia que yo le conté una vez. Debo de haberle contado más de doscientas historias y, sin embargo, me he olvidado de todas ellas.

Me enternece que sea al revés y que ahora ella me cuente algo en medio de la penumbra, haciendo propias mis palabras:

Un mirlo llega por accidente a un palacio y el noble que habita allí lo agasaja con la mejor música y el mejor vino. El mirlo, a pesar de todo, está triste y aturdido. Obligado por el noble, bebe unas gotas de vino y no osa soltar una nota ante la música estridente. Días después aparece muerto en el jardín. «¿Qué ha ocurrido?», no entiende el noble. Un sabio le da una sencilla explicación: agasajó al mirlo como le hubiese gustado que lo agasajaran a él, no como habría querido el mirlo.