Capítulo 6

La visita a la madre de Robert tuvo lugar a las pocas semanas. Una tarde de sábado de principios de octubre, se bajaron del tren en una estación de los alrededores de Londres. Mientras Robert, en una especie de apresurado sonambulismo, la guio hacia la pasarela que cruzaba las vías, Stella siguió observando los otros andenes, los bancos desvencijados con iniciales grabadas, los anuncios publicitarios metálicos, con el esmalte herrumbroso —tal vez estaban allí desde que Robert era niño—, y los nuevos letreros para disuadir a los ciudadanos de emprender viajes. Afortunadamente, Stella cargaba con pocos viajes sobre su conciencia: desde el viaje para asistir al funeral del primo Francis, el mes de mayo anterior, no había salido de Londres más que una o dos veces. La estación le recordaba a aquella otra donde había esperado el tren que regresaba a Londres, con Harrison. No se parecían tanto en su arquitectura (en esta ocasión pertenecía a otra compañía, se inclinaba indiscutiblemente al gótico y estaba construida con piedra amarilla en vez de con ladrillo ciruela) cuanto en su emplazamiento: en ambos casos, la estación descansaba sobre un alto terraplén que albergaba una masa informe de tejados y calles y árboles, donde, al mirar desde los andenes, se veía el paisaje de la vida inglesa en su estado más incoherente y tranquilizador. Hasta los andenes parecían llevar la marca de los trabajadores que regresaban satisfechos a casa por la tarde: en el pueblo solo había que ocuparse de la casa. Las dos estaciones, para Stella, se convirtieron en epítomes de los dos momentos más conmovedores del año: en otoño y primavera todo comunica su misterio a los sentidos; nada está ajado ni trillado. Más aún: en aquellos años la idea de la guerra conseguía que cualquier escena inane se viera como a través de un cristal.

Pero con una diferencia: mientras que aquel día de mayo había sido triste y encapotado, este de octubre era radiante, y estaba allí con Robert, no con Harrison.

Subieron a un taxi, que no sería raro que Robert hubiera apalabrado antes, y descendieron la colina de la estación, pasando delante de escaparates de tiendas que parecían fundirse con los paisajes de los Tringsby. Holme Dene, la casa de la señora Kelway, quedaba a unos cinco kilómetros. Con el brazo enlazado en el de Robert, Stella exclamó:

—No te he preguntado qué les has contado.

—Les he dicho que venimos a dar un paseo por el campo.

—De haberlo sabido, me habría puesto otros zapatos. No es que no pueda caminar con estos, pero son un poco ridículos.

Robert echó un vistazo despreocupado a su pie estirado y dijo:

—Ernestine no es muy sutil que digamos.

—Pero, de todos modos, ¿quién cree que soy?

—Creo que logré meterle en la cabeza que eres una persona que trabaja en una oficina gubernamental, y que los sábados por la tarde nos gusta dar una vuelta por el campo.

—¿Y qué dijo?

—Dijo: «Querrás decir “pasear”». Pero lo que piensa mi madre es un misterio: ya veremos.

—¿Es decir, que tendremos que ir a dar un paseo?

—A lo mejor es un alivio: recuerda que el tren no pasa hasta dentro de varias horas.

La primera indicación que se veía al acercarse a Holme Dene era un letrero con las palabras: «atención: camino oculto». El sendero partía entre una hilera de plantas de hoja perenne y tras ellas se erguían unos árboles de hoja caduca. Los árboles, que iban quedando atrás durante un largo tramo, proyectaban una sombra curiosa sobre los muros encalados, y también proporcionaban la única razón por la que una casa podría encontrarse en ese lugar preciso, en un camino que de otro modo habría estado vacío. A la entrada no había una de aquellas antiguas casetas del guarda, sino un buzón oficial montado en un poste blanco, que parecía pertenecer a los Kelway, y cuya extraña mueca reflejaba el éxito de Holme Dene al haber podido convencer al servicio de correos de que se lo instalara allí. Bajaron del taxi, después de acordar que, dado que no llevaban equipaje, no tenía sentido llegar en coche hasta la puerta.

Un claro entre las plantas de hoja perenne les permitió ver Holme Dene al fondo del establo y la explanada de césped. Construida hacia 1900, la casa tenía un tamaño notable y un aire señorial, con tres plantas altas rematadas en un techo a dos aguas, y lucía en la fachada un entramado de madera con ventanas arqueadas, miradores y algunos balcones. La fachada estaba parcialmente cubierta con hiedra, que en aquel momento lucía un brillante color rojo oscuro. En torno a los curiosos parterres, bajo las ventanas, la vista buscaba instintivamente begonias: en un par de ellos, cierto, aún había rosas; en los otros, plantas de otro tipo, más elegantes, llenaban las figuras de los macizos florales, las medias lunas y puntas de estrella. Alrededor de los parterres el césped se había segado en franjas ondulantes; tal vez lo había hecho Ernestine o los niños. Una cortina de árboles era el decorado de una pista de tenis, una pérgola, un reloj de sol, un jardín de rocas, un palomar, unos gnomos, un columpio, unas sillas rústicas y una fuente para pájaros. A Stella, que no podía dejar de observarlo todo, no se le ocurría qué decir, y Robert no veía motivo para decir nada. De manera que no fueron interrumpidos, aunque Stella se sobresaltó cuando alguien apareció desde detrás de un laurel para detenerse en el camino, delante de ellos, riéndose de buena gana.

—¿Qué tal, Ernie? —dijo Robert—. Y tú, ¿adónde vas?

—¿Qué ha pasado con el taxi? —contestó Ernestine.

—Lo despachamos a la entrada.

—Claro, habéis venido a caminar —dijo Ernestine, que pareció muy satisfecha por comprender de inmediato la situación. Se había abalanzado apresuradamente a buscar la mano de Stella, como si estuviera cerrando un trato, antes de que Robert iniciara las presentaciones.

—Bueno —dijo—, habéis tenido mucha suerte con el tiempo. Aunque por aquí no hay nada pintoresco que ver.

Stella sabía que Ernestine, la hermana mayor de Robert, le llevaba unos doce años: era viuda, la señora Gibbs. Entre ella y Robert estaba Amabelle, que se había casado con un funcionario de la Administración Pública de la India y se había visto obligada a quedarse en aquel país por culpa de la guerra. En Holme Dene, los hijos de Amabelle se sentían seguros, al cuidado de su abuela y de su tía; eran una niña y un niño, de apellido Joliffe, y presumiblemente tendrían algo que decir por la tarde. Aquel otoño, el hijo de Ernestine, Christopher Robin, se encontraba en Woolwich, al parecer bastante contento. Como tenía la edad de Roderick, estaba en el ejército y era hijo único, durante el viaje Stella se había hecho ilusión de poder conversar con otra madre en su misma situación; ante Ernestine, comprendió por qué Robert era menos optimista. Los rasgos de Ernestine, que uno por uno quizá no fueran muy distintos de los de su hermano, estaban dispuestos de manera tal que le daban un aspecto perruno. Su cara era larga; su cuerpo, corto; y una y otro, magros. Aunque allí quieta, delante de ellos, rebosaba de energía, a tal punto que parecía vibrar audiblemente. Por el uniforme del Servicio Voluntario Femenino que llevaba daba la impresión de que acababa de dejar alguna actividad vital de guerra, o que ella misma la había dejado un momento para ir a saludarlos; pero Stella sospechó que aquel era su aspecto en cualquier otro momento. Que aquella mujer hubiese amado, se hubiese casado y hubiera tenido un hijo parecía increíble; daba la impresión, por cierto, de estar muy lejos de lamentar que todo aquello hubiese acabado para siempre. La mirada de Ernestine iba de Stella a Robert indistintamente y resultó de lo más sorprendente la ausencia de conciencia humana que había en ella: parecía estar examinando un anuncio público para ver si debía hacerse algo más.

—Bueno, Robert —dijo—, encontrarás a Muttikins en el salón; aunque, claro, ella esperaba oír el taxi… —Tras retomar la risa donde la había dejado, la elevó un par de notas en la escala; luego le comentó a Stella—: Esta mañana decíamos: «¡Robert tuvo que recibir un tiro en la pierna para que se le antojara caminar!». Bueno, tengo prisa. Os veo a la hora del té.

Tras retirarse con un ímpetu innecesario, Ernestine se alejó a toda prisa por el camino de la entrada, permitiendo que Robert y Stella se dirigieran hacia la casa.

—¿De qué se reía Ernestine? —dijo Stella.

—Oh, de nada: solo se reía.

—Pero parecía estar riéndose antes de venir a saludarnos.

—Entonces supongo que nos habrá visto antes.

Stella se quedó pensando y luego preguntó:

—¿Muttikins?

—Mi madre: la llamamos así.

El salón de Holme Dene se veía desde la galería exterior, a través de un arco. Tenía tres ventanas de buen tamaño, pero dentro había tanto mobiliario oscuro de roble antiguo, tantos cuadros apergaminados y tantas cortinas de felpilla color cobre, que parecía que se tragaban la luz. Algunos muebles de caoba, como una mesa de comedor, una mesa auxiliar de cena y un piano vertical, tenían el estigma de haber sido expulsados de otras habitaciones; en cambio, el carillón debía de encontrarse allí desde siempre: el tiempo había congelado su tictac. En cierto sentido, las numerosas salidas, arcos y vistas al exterior acentuaban, en vez de atenuar, la sensación de abigarramiento en el salón; la escalinata interior, iluminada desde arriba y construida con todos los adornos y complicaciones que permitía el espacio disponible, descendía sorprendentemente hasta la mitad de la sala. Con la evidente esperanza de prevenir corrientes, aquí y allá se habían colocado biombos y pantallas de diversas alturas. Stella, nerviosa ante el encuentro con la madre de Robert, no sabía dónde mirar; le llamó la atención, como un señuelo, un pequeño florero con grandes dalias anaranjadas. Un silencio, más que un sonido, le hizo volverse rápidamente en aquel momento. La señora Kelway ya se había levantado de su sillón y llevaba en la mano su labor de punto.

Pequeña, varias tallas más pequeña que Ernestine, la madre buscó con la mano el hombro de su hijo; Robert inclinó la cabeza, y los labios de la mujer tocaron su mejilla, como confirmando los besos que le había dado allí tantas veces. Dijo:

—Robert…

—Muttikins —respondió él en un tono un poco más alegre. Luego añadió—: Muttikins, te presento a la señora Rodney.

—Señora Rodney —dijo la señora Kelway, mientras se giraba para mirar con escepticismo a Stella y luego estrecharle la mano—. Pero ¿qué ha pasado con el taxi? —preguntó a Robert.

—Lo despachamos en el portón de la carretera.

—Ernestine estaba pendiente de oír el taxi; supongo que la habréis visto por el camino.

—Sí, nos hemos cruzado con ella; estaba un poco détraquée —comentó él, como si estuviera sorprendido al notarlo por primera vez.

—Es sábado por la tarde —dijo la señora Kelway. Volvió a sentarse en el sillón que Stella debería haber visto, pues se encontraba en medio del salón. ¿Era una posición estratégica? Desde allí dominaba las tres ventanas, y, de reojo, el rincón de la chimenea. Las agujas de tejer Crystal volvieron a moverse suave y ligeramente, como por voluntad propia.

—Si no os hubiera visto venir por el camino —dijo—, habría empezado a pensar que habíais perdido el tren.

—A la señora Rodney —explicó Robert— le gusta caminar por el campo.

La señora Kelway miró fugazmente los pies de Stella.

—Es tan agradable salir de Londres —dijo Stella—. Y me encanta el otoño.

Luego se sentó, pues no vio ninguna razón para no hacerlo.

—Sí, tenemos un día muy otoñal. Yo apenas he ido a Londres últimamente, porque tengo entendido que se nos pide que no viajemos sin razón. De todos modos, no me gusta caminar, siempre he preferido la labor. Y ahora, para colmo, mi nieto está en el ejército.

—Ah, como mi hijo.

—A veces me pregunto cuánto tiempo durará.

—Ah, vamos —exclamó Robert—, el ejército no será una maravilla, pero sin duda se necesitaría algo peor que Roderick y Christopher Robin para acabar con él.

Sin cambiar de expresión, la señora Kelway dijo:

—No me refería al ejército. Me refería a la guerra. —Y tras observar cómo las agujas volaban tejiendo unos puntos tras otros, añadió—: ¿A quién te refieres cuando dices «Roderick»?

—Es el hijo de la señora Rodney.

—Ah —dijo la señora Kelway, con menos afabilidad incluso que antes.

Stella comprendió que el sentido del humor no tenía cabida en el trato con la madre de Robert. Con un temblor velado, con una pausa momentánea en la sensación de su propia existencia, Stella observó la arrolladora belleza de aquella cara en miniatura. El pelo oscuro de la señora Kelway, apenas veteado de gris, era de una suavidad que ponía de relieve el facetado diamantino de sus rasgos. Las cejas, la nariz, los labios eran implacablemente delicados, nítidamente definidos. Si la mirada de Ernie indicaba inconsciencia, la de su madre dejaba entrever la presencia muda de una obsesión. Pero ¿para qué hablar? Tenía todo lo necesario: ella misma era un enigma autosuficiente. Su escaso deseo de comunicación se revelaba en el desdén con que usaba las palabras. El salón se había convertido en lo que era porque reflejaba su carácter; ella decidía el interior de la casa, lo consagraba. En realidad, ni siquiera necesitaba salir. Con quedarse allí sentada, con mirar a veces el jardín ornamental —o sin mirarlo siquiera—, aquella mujer se proyectaba sobre Holme Dene: era su bosque embrujado. Si el poder de la señora Kelway terminaba en el portón blanco de la entrada, junto a la carretera, lo propio hacía el mundo con ella.

La mujer llevaba un traje gris de lana, anterior a la guerra, tanto en su calidad como en el estilo, suavizado en el cuello con un pliegue de tul.

Robert permaneció de pie entre su madre y Stella, quien, al levantar la mirada, vio su cabeza rubia recortada contra el lustre oscuro de un cuadro. Por su actitud tranquila, de espaldas a la chimenea apagada, y por cómo prestaba atención a una y otra mujer, cualquiera habría dicho que ese tipo de encuentros eran cosa de todos los días. Debía de haber heredado la estatura, la despreocupación y el pelo rubio de su padre: ¿había alguna otra cosa heredada que no conociera?

—Bueno, ¿no deberíamos salir? —propuso Robert.

—Pronto se servirá el té —contestó la señora Kelman.

—Entonces, tal vez un paseo antes y una caminata después.

Cuando se alejaron y nadie podía verlos por las ventanas —o al menos nadie sin poderes psíquicos—, Robert dijo:

—En realidad no es una mujer desconsiderada, sino más bien inconsciente.

Stella se quedó pensando.

—¿No estás de acuerdo? —preguntó él.

—Bueno, sobre todo, cariño, me ha parecido un poco maliciosa. Pero a lo mejor tú no lo notas.

—Oh, lo noto constantemente.

—En Londres dijiste que armaría un escándalo. Hasta ahora no he visto indicios de nada semejante.

—No, lo que dije es que armarían un escándalo… las dos. Hasta ahora las has visto por separado, y ni mi madre ni Ernestine pueden armar un escándalo solas. Aunque mi madre ya te ha dado alguna prueba: ya te ha dicho bastante de sí misma.

—¿Y no es habitual?

—¿Cómo saberlo? Por aquí casi no viene ningún desconocido, y a Ernie y a los niños y a mí ya nos lo ha contado todo.

—¿Así que yo soy más que nada una desconocida?

—Sí, en términos generales.

Stella, mirando el recinto del establo ocupado por un poni que ni siquiera la miraba, preguntó:

—¿Y dónde están los niños?

—Es sábado por la tarde; pero deberíamos verlos cuando vayamos a tomar el té.

Los niños, la señora Kelway, Robert y Stella ya estaban sentados a la mesa de caoba —cuya desnudez había sido atenuada por unos manteles individuales, algunos platos, una bandeja con lacado japonés con su juego de té delante de la señora Kelway, panecillos, una hogaza, un pastel entero de rancio aspecto y un tarro de apetitosa mermelada de ciruela— cuando Ernestine entró a toda prisa y empezó a cortar la hogaza. Luego repartió las rebanadas sobre la hoja del cuchillo.

—Cielos —dijo Robert, tras recibir la suya—, la señora Rodney y yo olvidamos traer nuestra propia mantequilla.

La frase hizo que Stella advirtiera la distribución de la mantequilla: cada miembro de la familia tenía su ración delante de su plato, en un cuenco de porcelana de un color distinto. Era el preocupante comienzo de la semana de racionamiento; las consecuencias del despilfarro habitual, conforme pasaran los días, se irían notando. La vida independiente que llevaba Stella en Londres, de restaurante en restaurante, la había protegido frente a muchas y desagradables realidades domésticas. Por alguna razón, aquellos cuencos de colores la hicieron sentirse miserable y triste, como nunca hasta entonces, aunque no pudo sino admirar aquella solución al mismo tiempo franca, ocurrente y equitativa. Se apresuró a decir que no comía nada con el té.

—Le ofrecería un poco de mi mantequilla —dijo Ernestine—, pero solo conseguiría que se sintiera incómoda.

Robert cogió un panecillo, que abrió al medio para untarlo con una gruesa capa de mermelada de ciruela.

—¡Hala! —exclamó su sobrino, Peter, hablando por primera vez.

—¿Lo hacéis así en Londres? Seguro que usan un montón de mermelada, ¡un montón de verdad! —comentó la niña, Anne.

—Mercado negro —dijo Robert, por la comisura de los labios.

Ernestine se echó a reír, pero no dejó de advertirle algo:

—Recuerda —dijo— que aquí nos creemos cualquier cosa. Me temo que somos muy dados al asombro épico.

Anne, bajando la mirada, enrojeció lenta y furiosamente. Los niños, de unos nueve y siete años, vestían jerséis que habían sido tejidos cuando eran más pequeños; y los dos daban la impresión de ser atrevidos y autosuficientes. Anne llevaba en el pecho una horquilla de plástico en forma de perro; Peter lucía un brazalete con letras crípticas.

—¿Y qué pasa si acabas en la cárcel, tío Robert? —preguntó Anne.

—En ese caso, tendrás que venir de visita.

Eso era ya ir demasiado lejos. La reacción compungida de Anne tensó la trama de su jersey.

—Vamos a tener llanto en menos de medio minuto —dijo Ernestine. La señora Kelway miró a la niña reflexivamente, pero no se le ocurrió nada que decir, salvo:

—Si no es molestia, a la abuela le gustaría tener un poco de pan.

—Ay, Muttikins, ¿no te di una rebanada?

—Esta vez no, Ernestine: yo estaba sirviendo el té, y después empezasteis a hablar de la mantequilla.

Stella se giró hacia Peter.

—Cuéntame —le dijo— qué dicen las letras de tu brazalete.

—Nada de lo que usted haya oído hablar —dijo Peter secamente, mientras procuraba llamar la atención de Robert—. Tío Robert, no le ahorraste al taxista mucha gasolina al bajar a la entrada; habrá tenido que seguir por la carretera más de un kilómetro y medio para poder dar la vuelta; en cambio, si hubiera entrado hasta aquí, podría haberla dado en la puerta.

—Ya he decidido no volver a hacer eso jamás —afirmó Robert.

—Tenemos ojos de halcón —dijo Ernestine—. Peter, muchacho, ¿no habrás ido con el brazalete fuera de casa?

—No me ha visto nadie.

—No importa si te han visto o no: ya sabes lo que digo siempre. Un juego es un juego, pero esta guerra es una cosa muy seria.

—Sí, tía Ernie.

—Y pregúntale a la señora Rodney si quiere más té. Si dice que sí, pásale la taza, y ojo, que no se caiga la cuchara.

—La señora Rodney —observó la señora Kelway— no tiene mucho interés en el té vespertino.

—Oh, pero lo cierto es que bebo mucho…, mucho té, quiero decir. Es una mala costumbre de la oficina.

La señora Kelway se quedó mirándola, con dudas evidentes de que las malas costumbres de la oficina se limitaran a beber demasiado té. Luego dijo:

—Nosotros bebemos té una vez al día; de lo contrario quizá no tuviéramos suficiente para los invitados. Entre semana mi hija suele tomarlo en el Servicio Voluntario Femenino, y si no fuera por los niños, yo estaría tentada de prescindir de él. Para mí, tomar el té sentada a esta mesa resulta un poco extraño, pero hubo que sacar del salón la de alas abatibles para hacerle sitio al piano. No podíamos dejar que Anne ensayara en una habitación helada; es igual que su abuelo. Desde que nos hablaron de la escasez de combustible nos hemos limitado a esta sala, que es la más recogida. Mi hija no siente el frío, y anda tanto de un lado a otro que casi no se quita el sombrero. Mi hijo me cuenta que en Londres una no se daría cuenta de la guerra; por desgracia, ese no es el caso aquí. Antes, por supuesto, Robert tuvo que pasar mucho. Más de lo que tenemos ganas de comentar —añadió, mirando a su hijo.

—Supongo que sí —dijo Stella sin mirarlo.

—Que no salga de aquí —agregó Ernestine—. ¿Habéis oído, niños?

—El tío Robert no parece muy discreto —respondió Anne.

Robert, intentando cortar el pastel, dijo:

—No, nadie diría que me guardo las cosas. La cosa, Ernie, es que tú nunca escuchas. No hay nada que no pueda contarte sobre los racionamientos. ¿No sería hora de comprar un pastel reciente?

—Pero es que este aún no lo hemos comido —objetó Ernestine—. Estoy segura de que la señora Rodney nos aceptará tal como somos.

—Por fortuna para la señora Rodney, no come pastel.

—Santo cielo, ¿por qué? —exclamó Anne, volviéndose para observar detenidamente a Stella—. ¿Tiene miedo de engordar?

—No digas «santo cielo» delante de los mayores, niña. La señora Rodney puede comer o dejar de comer lo que le plazca: esa es exactamente la diferencia entre Inglaterra y Alemania.

Retorciéndose bajo su jersey, Peter dijo:

—Los nazis la obligarían a comer pastel.

La señora Kelway, que fijaba su mirada clara y distante en la cara de su hijo desde su último comentario, dijo:

—Pero ahora los racionamientos son cosa del pasado.

El sol había ido poniéndose mientras tomaban el té, y el resplandor químicamente dorado de su luz realzaba los árboles linderos. Proyectados desde el jardín hacia el interior del salón, los reflejos daban a las sombras del salón la transparencia satinada del celuloide. Stella presionó el pulgar contra el borde de la mesa para asegurarse de que quien estaba viviendo aquel momento era ella, igual que cuando, justo antes de un desmayo, parecía mirar las cosas a través de un telescopio oscuro. Tras conseguir enfocar la escena, observando los reflejos de la ventana en el esmalte de la tetera, se atrevió a mirar de nuevo a Robert, que estaba sentado al otro lado de la mesa, enfrente de ella, entre su sobrino y su sobrina. La luz vespertina, al caer en sus ojos azules, le daba el aspecto de un joven visto en Technicolor. Stella había dado por hecho que en aquella casa se interrumpiría la corriente que los unía; había previsto la monotonía, el letargo, incluso el absurdo de la casa. Pero ¿qué era aquel inesperado escrúpulo que sentía ahora respecto a la oportunidad de ir a Holme Dene? La escapada, de por sí bastante osada y de mal gusto, representaba una indecencia aún más grave en relación con ellos mismos. No había nada más psíquico que la mesa de la señora Kelway, que los separaba con su porcelana y sus alimentos; de todos modos, la mesa habría sido suficiente. Pensó que los ingleses eran extraordinarios, porque aquello desde luego era la mismísima Inglaterra. No se podía decir que aquella familia liderada por la señora Kelway fuera de clase media, porque eso dejaría en el aire la pregunta: ¿la clase del medio de dónde? Vio a los Kelway suspendidos en el espacio, en medio de la nada. Podía imaginárselos sin que hubiera nada más a su alrededor. Siempre sin el menor estremecimiento a lo largo de su historia. Su economía era insondable: se regía por normas morales.

Aparte de las ambigüedades de su relación con Robert, Stella sintió en Holme Dene cada una de las ansiedades, de las inseguridades de los híbridos. Ella, como él, se había liberado y había quemado todas las naves; pero mientras que todo lo que Stella había dejado atrás se había desvanecido para siempre, lo que Robert había dejado atrás no podía negarse. Hasta entonces, la vida no le había proporcionado nada tan agradable como aquel pasado olvidado y desvanecido para siempre. Su propia extracción social remitía a una clase que había exigido un sorprendente número de generaciones hasta diluirse y extinguirse: la nobleza rural que hasta hacía poco conservaba tierras y fincas y seguía recordándolas. Una hermosa verja, ya ruinosa, que daba a un jardín y unas placas conmemorativas en los muros de una iglesia aún le concedían algún empaque local, aunque distante, al que había sido su apellido de soltera. Como había nacido en el seno de una determinada posición social, rara vez se preguntaba cuál le correspondía en ese momento, y, menos aún, qué significaba tener una posición social en realidad. La señora Kelway y Ernestine, en cambio, parecían seguras de estar ocupando una posición social incuestionable.

Una de las carcajadas más sonoras de Ernestine interrumpió aquellas reflexiones. Reaccionó así cuando Robert dijo que, en su opinión, probablemente a Stella le gustaría ver la casa. Pero ¿no iban a salir a caminar de inmediato? Claro, claro, contestó Robert; pero, de todos modos, ¿por qué no ver primero la casa? Es que, más tarde, quizá ya el sol se habría puesto, o sería ya demasiado tarde. Según Robert, el sol no tenía tanta prisa. En ese momento Ernestine se volvió hacia Stella: ¿entendía la señora Rodney que la casa, pese a su apariencia antigua, en realidad no tenía muchos años? Las vigas de roble, con total franqueza, eran imitaciones. Más aún, no tenían intenciones de alquilar Holme Dene, por si acaso Stella abrigaba esa esperanza. Stella contestó que nunca se le había ocurrido tal cosa. Pues entonces, continuó Ernestine —aunque a ella, claro, tanto le daba—, ¿por qué desperdiciar una tarde bonita? Robert, casi enfadado, dijo que a Stella le interesaba la decoración de interiores. A lo que la señora Kelway replicó de inmediato:

—Me temo que aquí no hay nada de eso. A tu padre siempre le gustaron las cosas sencillas pero buenas. Además, las mejores habitaciones están cerradas, por la guerra.

—Entonces le mostraré mis recuerdos de los tiempos del críquet.

—Cielo santo —dijo Ernie con una risita—, ¿y no pensará la señora Rodney que eres un presumido?

—¿Podemos ir? —gritaron los niños.

—No —dijo su tío—. ¿Por qué no vais a jugar al jardín?

—Pero entonces no nos ves.

—Puedo mirar por la ventana.

En la escalera que llevaba a la habitación de Robert, situada en la planta superior, Stella dijo:

—Me has hecho quedar como una entrometida tremenda.

—¿Y no lo eres? En fin, deja de pensar que estás causando una mala impresión. Te aseguro que no estás causando ninguna en absoluto.

La habitación de Robert tenía la ventaja de ser un desván: las ventanas ocupaban amplias partes del tejado; el techo inclinado proyectaba al nivel de la vista una romántica media luz, como en una tienda de campaña. Contra las paredes había imponentes muebles de caoba; el impecable barniz que los recubría era testimonio de la madurez de Robert. Se había respetado su negativa a abandonar la morada infantil y mudarse abajo, así que las comodidades adultas de la primera planta habían subido al desván, para intercalarse con las fantasías de un muchacho. Había una silla de escritorio tapizada en un inmaculado azul carnicero;[7] había un flexo junto a la silla; una alfombra turca, cuadrada, entibiaba el frío suelo de sintasol. Tarros de cristal con monedas, huevos de pájaros, mariposas y fósiles a los que había sido aficionado, o a los que se suponía que debía aficionarse, estaban alineados y ordenados, a la vista; trofeos y medallas de plata, encima de repisas o colgadas de ganchos, formaban una pirámide sobre la chimenea. Y había algo aún más sorprendente: abigarradas en dos paredes, ordenadas tal vez por su peso y tamaño, colgaban sesenta o setenta fotografías: desde instantáneas ocasionales a retratos de grupos numerosos, montadas en paspartú o enmarcadas. En todas ellas salía Robert. Solo o con amigos, con conocidos o parientes, aparecía retratado a lo largo de toda su vida.

—Robert, cariño… —dijo Stella, tras unos instantes de silencio.

—Lo sé…

—Nunca me contaste… No las habrás colgado tú.

—No, aunque, como ves, tampoco las he descolgado.

—Entonces, ¿tu madre? ¿Ernie? —Y luego, con timidez, añadió—: Deben de tenerte mucho cariño.

—Si fuera así —dijo él—, las habrían colgado abajo. No, solo suponen que yo me tengo mucho cariño a mí mismo.

—No importa… —Stella empezó a recorrer la exposición fotográfica, que, más allá de lo que significara para él, para ella era un festín. Tras pensar lo que Robert acababa de comentar, dijo—: No creo que sea tu caso. —Se detuvo ante una instantánea ampliada de Robert, en pantalones de tenis, del brazo de una chica alta y bonita que llevaba un vestido veraniego—. ¿Esta es Decima?

(Él había estado comprometido con Decima durante un período muy breve de tiempo.)

—Sí —dijo Robert, echando una ojeada por encima del hombro.

Stella descolgó la foto de Decima y la acercó a la luz.

—Debo decir que no está nada mal.

—No, claro; solo se dio cuenta de que el que estaba mal era yo.

—No sé… —comentó Stella—, me sorprende que no hayan quitado esta fotografía.

—A lo mejor no hay otra en la que llevo pantalones de tenis.

Stella colgó de nuevo la foto y siguió curioseando por la habitación. Al final se detuvo en la estrecha cama glacial, que había sido cubierta por una funda blanca almidonada, con el cabecero y los pies incluidos. En la estantería estilo neo-Sheraton que había junto a la cama los libros parecían haberse pegado unos a otros por falta de uso. Sobre la cómoda, unos cepillos con monogramas en el dorso descasaban sobre sus cerdas resecas. Todo estaba impoluto, no había polvo por ninguna parte, y entonces el aire fresco entró con todos sus peligros. Robert había abierto una ventana. Ella exclamó:

—Robert, esta habitación parece vacía.

—No puede estar más vacía de lo que está. Cada vez que entro me doy de bruces con la sensación de que no existo, no solo de que ya no soy nada sino de nunca lo he sido. Y tanto es así que me parece extraordinario venir aquí contigo.

—Pero ¿qué hacías entonces… y entonces… y entonces…? —preguntó ella, señalando una fotografía tras otra—. Y en todo caso, ¿quién hacía lo que pareces haber hecho?

—Buena pregunta. No solo no tengo ni idea, sino que debo de haber tenido menos idea de lo que hacía en aquel entonces. Aquel bebé desnudo y al que han tendido tan decentemente sobre la alfombra de piel para mí no tiene más sentido, ahora, que el chico que sujeta ese trofeo, o el que lleva pantalones cortos y está subido a una roca con Thompson, o en el exterior de esa iglesia como mayordomo en la boda de Amabelle, o abrazando al labrador de Ernie, o en Kitzbühel o con Decima, o esa cesta de picnic o el caballo de Desmond…

—Pero habrán sido momentos especiales.

—Imitaciones de vida. Si hacer las cosas mecánicamente desde la cuna es un crimen, como creo, he ahí mis antecedentes penales. ¿Se te ocurre mejor manera de volver loco a alguien que clavar sus propias mentiras por toda la habitación donde duerme?

—Tonterías —dijo ella—. Hay solo dos paredes.

—Aun así, ¿qué crees que se proponen?

Cogiéndolo cariñosamente del brazo, Stella le dijo:

—No, solo han dejado la habitación como si estuvieses muerto.

—Vaya, maldita sea, Stella, ¿y te parece poco?

Ella se soltó para dirigirse a la cómoda y abrir un cajón: olió a naftalina y admiró el papel doblado encima de la ropa.

—Calcetines —dijo, mirando debajo del papel—. Muy bien guardados. A Roderick una pequeña Ernestine le vendría de perlas.

Cerró el cajón, suspiró y se sentó en el alféizar de la ventana, cuyo cojín hacía juego con la silla. Con un codo apoyado en el marco, se volvió a mirar a Robert, ensimismada.

—¿Qué estás pensando realmente? —dijo Robert.

—En si te he dado pie para comportarte como lo hiciste durante el té, o si aquí siempre eres un enfant terrible; en qué pasó con el labrador de Ernie; y, sobre todo, en cómo sería tu padre. En las fotografías en que sale contigo parece muy guapo.

—Era… ¿El labrador de Ernie? Murió en mitad de la semana de las negociaciones de Múnich. Esos perros grandes son muy sensibles; lo que no saben, lo presienten. Lo mismo le ocurría a mi padre; de hecho, hasta tal punto era así que su muerte fue un triste alivio. Al menos para mí. Sí, ¡mira todas esas fotos de nosotros dos! No podíamos evitar incordiarnos el uno al otro, y, claro, en esta casa nos cruzábamos mucho. Algo tenía que pasar: a menudo yo no sabía adónde mirar, y, si mal no recuerdo, él tampoco. De hecho, creo que incluso entonces me daba cuenta.

—¿Y adónde mirabas?

—No tenía opción: él insistía con que nos miráramos a los ojos. Solía haber convulsiones de incomodidad cuando literalmente no podíamos evitarnos las miradas. Creo que te podría dibujar un mapa con cada una de las venas de sus globos oculares. Desde entonces la gelatina de un ojo, por no hablar de todo lo demás que puede haber dentro, me ha parecido insoportable. ¿No te has dado cuenta de lo poco que te miro los ojos? (No me refiero a mirar a los ojos, que es una cosa totalmente distinta.) Cuando nos conocimos, lo que más me gustó de ti fue ese modo de parpadear y la pereza que te da mantener los párpados abiertos; no solo me atrajeron tus ojos, sino que me tranquilizaron: sentí que teníamos los mismos escrúpulos sin que tú lo supieras. En mi padre era imposible no ver que algo se le había roto por dentro, o al menos a mí me resultaba imposible. ¿Puede que te extrañe que me preguntara qué le había pasado? Pero… ¿qué ocurre?

—Nada.

—Cuanto menos dices, más piensas —dijo él, caminando por la habitación, para detenerse a mirar las vitrinas con sus mariposas y monedas—. En todo caso, creo que mi padre te habría caído bien. Era apuesto, y a menudo sobrellevaba sus humillaciones adoptando una especie de dignidad. Desde luego, si tú, si alguien como tú lo hubiera amado…, pero no, no me imagino que eso pudiera ocurrir jamás; por lo que yo recuerdo, para él siempre era demasiado tarde. Y, desde su punto de vista, eso también lo habría puesto en evidencia: habría sido el colmo. En todos los sentidos, menos uno, era impotente; eso fue lo que saqué en claro de su relación conmigo. Lo que creo que le ocurrió no puedo decirlo en esta casa. Se dejó atar en su matrimonio como el labrador de Ernie dejaba que le pusieran el collar. De todas maneras…

—¿Y Anne es como él?

—¿Anne? —dijo él sin comprender—. ¿Por qué lo preguntas?

—Me pareció que tu madre decía que habían llevado el piano al salón porque ella era como tu padre.

—Ah, sí, él siempre tocaba melodías de oído, aunque Anne está aprendiendo a tocar el piano como es debido, solo que mal. Los non sequiturs de mi madre establecen conexiones que a veces uno no ve. ¿Qué más puedo contarte de él? Se le daban bien los negocios, o no estaríamos donde estamos; sí, pudo jubilarse relativamente joven, ¿y para qué? Me dio lo que me correspondía y depositó unas buenas sumas de dinero como dote para los casamientos de las chicas. Más tarde la crisis lo golpeó en algunas inversiones, pero no mucho. Le dejó a mi madre dinero suficiente para que mantenga su tren de vida de siempre.

—¿Cuánto te dejó a ti?

—Diez mil de entrada; mi madre es libre de disponer del resto, aparte de la casa, que, si sigue en la familia después de su muerte, pasará a manos de Ernestine y mías.

—¿Por qué no iba a seguir perteneciendo a la familia?

—Oh, porque está en venta, ¿sabes? Casi desde siempre. Mi padre se la confió al agente inmobiliario un año o dos después de que nos mudáramos. No es que le disgustara; simplemente pensó que le vendría bien un cambio. De hecho, hasta le echó el ojo a una casa llamada Fair Leigh, en las afueras de Reigate; pero nadie compró esta, y entretanto alguien compró Fair Leigh. Yo nací en una casa llamada Elmsfield que estaba cerca de Chislehurst; y entre aquella y esta vivimos en otra que se llamaba Meadowcrest, en las afueras de Hemel Hempstead. Supongo que a tus ojos todas tendrían más o menos el mismo aspecto, incluida Fair Leigh, imagino. Aunque esa nunca la vi; para mí fue siempre una especie de sueño.

—Cualquiera habría pensado que a quien abandonara Fair Leigh le habría gustado comprar Holme Dene.

—Algo se torció en algún momento; andábamos cortos de dinero. O la gente ya no sabe lo que es bueno, o pedíamos demasiado dinero por una casa con muy pocos baños. Antes la muerte que vender por menos de lo que habíamos pagado. De todas maneras, fue un engorro, como imaginarás.

—Pero hace un rato Ernie dijo claramente que no tenían intenciones de arrendar Holme Dene.

—Y con razón; la casa no puede alquilarse porque está en venta. Una infinita diferencia de prestigio. Así no nos molestan: la gente dejó de venir a verla varios años antes de la guerra. Por otra parte, nunca hablamos del tema siquiera entre nosotros, porque es un asunto muy doloroso. Este fue uno más de los errores de mi padre, o al menos así solíamos verlo: ahora, por fortuna, la guerra nos ha sacado del aprieto. Siempre hemos vivido incómodamente en esta casa; ahora al menos tenemos una excusa para hacerlo.

—Aun así, me parece muy triste —comentó—, muy desagradable, diría yo, ¿no?

Miró por la ventana al jardín solitario, en el que los gnomos, la pila para pájaros y las sillas rústicas parecían flotar vagamente y sin objeto. Desde el desván se veía el resto del mundo a través de los huecos que dejaban las copas de los árboles; la ilusión de densidad vegetal se desvanecía; el escaso follaje se recortaba en jirones contra el cielo. No había cuervos. A la luz de aquel limpio atardecer, el diseño de los arriates de flores en medio de la hierba parecía provisional, y era como si aquellas rosas pálidas hubieran sobrevivido por ser las últimas…, y no solo del año, sino de siempre, las últimas rosas del mundo.

—¿Cómo pueden vivir, cómo se puede vivir —preguntó Stella— en un sitio que lleva años pidiendo un punto final?

—Ah, siempre habrá otro —dijo Robert sin inmutarse—. Todo se puede empaquetar, cerrar, apilar y enviar. Al fin y al cabo, todo lo que hay aquí se trajo de otra parte, y seguramente con la intención de trasladarlo una vez más, como un decorado que va de teatro en teatro. Se arma donde sea: la ilusión es la misma.

—¿Esto te parece una ilusión?

—¿Qué otra cosa, salvo una ilusión, tendría semejante poder?

Robert hizo un gesto de amarga indiferencia; luego, como para reducir la brecha que los separaba, se dejó caer a su lado en el asiento del alféizar y le cogió la mano. Algo se movió en el jardín, y Stella se giró y miró abajo: los niños aparecieron corriendo alegremente por la hierba, levantaron la vista y empezaron a hacer ejercicios.

—Ah, ahí están —dijo ella—, y les prometiste mirarlos.

Anne y Peter dejaron entrever que sabían que la promesa se estaba cumpliendo por el duro esfuerzo, las frentes enrojecidas, las mandíbulas apretadas con las que se empleaban, y por la mirada fija que se resistía a echar siquiera un nuevo vistazo a la ventana de su tío. Desde arriba, los niños parecían estrellas de mar electrocutadas. Stella sujetó la mano de Robert por debajo del nivel del alféizar mientras contemplaba el espectáculo; deseó haber tenido hijos con él y luego se preguntó cómo habrían sido. «No aguantéis la respiración», gritó de pronto Robert; y al instante Anne abrió la boca, se desinfló, se tambaleó y se desplomó en la hierba, boqueando. Peter, sin embargo, continuó hasta que Robert dijo: «Ya está bien». Con la sensación de que debía hacerlo sin falta, Stella aplaudió histéricamente, hasta que la reacción de todos, incluso la de Robert, le dio a entender que los aplausos estaban fuera de lugar.

—Oh, lo siento… —lamentó.

—No te preocupes —dijo Robert.

—¡Qué calor! —resopló Anne, estirándose el jersey sobre su agitado pecho—. Teníamos miedo de que ya os hubierais ido a dar un paseo.

—Pero os habríamos visto de todos modos —agregó Peter—. Os lo prometimos.

—Lo habríamos hecho antes, pero la abuela nos entretuvo.

—Es que no encontramos la pesa de media onza de la balanza.

—La abuela quería pesar un paquete para que lo llevéis al correo en Londres.

—Dice que tendréis que pesarlo en Londres.

—Ella no puede pesarlo, porque no encuentra la pesa.

Al principio, los niños se habían quedado sin aliento; pero poco después, cuando Anne se levantó, ambos parecían completamente repuestos y, de pie bajo la ventana de Robert, gritaban con un vigor propio de cantores de villancicos. Parecían más capacitados para gritar que para hablar normalmente; sin embargo, ambos se habían mostrado un poco huraños a la hora del té. Había tan pocos motivos para interrumpirlos que Stella y Robert se vieron forzados a imitar la forma en la que la realeza desparece de un balcón, poco a poco y entre sonrisas; o, mejor aún, la forma en la que desaparece el gato de Cheshire, dejando tras de sí sonrisas suspendidas en el aire. Stella se sobresaltó espantosamente cuando, en el momento en que se apartaba de la ventana, de espaldas, Ernestine entró de golpe en la habitación gritando:

—¡Vaya, estáis aquí!

—Sí, claro, Ernestine —dijo Robert—. ¿Por qué?

—Creí que ya habíais salido de paseo; entonces oí gritar a los niños y pensé que estaríais. Debo decir que me alegro de encontraros. Muttikins quiere darte un paquete para que lo eches al correo en Londres.

—¿Qué problema hay con el correo de aquí?

—Ninguno —dijo Ernestine lealmente—. Pero, claro, la oficina no abre los domingos, mientras que en Londres sí.

—La primera noticia que tengo.

—Bueno, Muttikins dice que algunas sí, que en Londres algunas oficinas sí abren. Y, como sabes, hoy en día cada momento cuenta. Estoy segura de que a la señora Rodney no le importará.

—Lo llevaré al correo encantada —dijo Stella.

—Pero ¿este asunto no podía esperar —dijo Robert— hasta que estuviéramos a punto de marcharnos?

Ernestine lo miró con condescendencia:

—A: en el último momento siempre hay prisas y nadie tiene tiempo de explicar nada; y, B: puede que yo tenga que salir de un momento a otro. Así que pensé que lo mejor sería decirte que hemos tenido una pequeña complicación. Hemos buscado de arriba abajo, pero en vano, la pesa de media onza de la balanza de Muttikins; no ha aparecido; y como no ha podido pesarlo, no está segura de haberle puesto al paquete todos los sellos necesarios: es difícil saberlo. Y ya sabes cuánto le disgusta quedar en deuda con quien sea. Así que, por si acaso, ha dejado tres peniques con el paquete, en el aparador de roble que está al pie de las escaleras. Si cuando el correo pese el paquete resulta que, al final, tiene sellos suficientes, le podrás traer los peniques la próxima vez que vengas. Está claro, ¿no? Dejaré todo sobre el aparador, al pie de la escalera; bajo ahora mismo a ocuparme de ello. Robert, ¿me prometes que no lo olvidarás, o le pido a los niños que te lo recuerden? —Se acercó corriendo a la ventana y miró abajo—. Ya nada —dijo—. Se han ido. Se habrán ido a otro sitio: si los ves, puedes pedirles que te lo recuerden. Si lo haces, asegúrate de comentarle a Muttikins, al salir, que les has pedido que te lo recuerden, porque si no, se quedará con la duda. Está en el salón. Desde luego, allí estará para despediros, pero no quiero que se preocupe por nada más… No sé adónde pretendes ir caminando, Robert, pero si querías ir a alguna parte, tendrías que haber salido antes; en fin, deberías salir de inmediato, o habrás traído a la pobre señora Rodney engañada con falsas esperanzas de un paseo por el campo.

—Ha sido por mi culpa; me he entretenido mirando todas estas fotografías —dijo Stella.

—Sí, toda una galaxia, ¿verdad? —dijo Ernestine—. Robert siempre ha salido bien en las fotos; por el contrario, mi muchacho, Christopher Robin, sale huyendo cada vez que ve una cámara. En fin, las fotos nos recuerdan el pasado. ¡De nuevo torcidas! —protestó, apresurándose a enderezar unas cuantas—. ¿Qué has estado haciendo con ellas, Robert? ¿Le ha dicho Robert —añadió, volviéndose a Stella— que esta es mi hermana Amabelle, la madre de los niños, jugando al golf con Robert, antes de casarse? Ha adelgazado mucho desde que está en la India… Y ese es nuestro padre, poco antes de enfermar: rezumaba energía y alegría, aunque en algunas cosas Robert se parece a él… Y ese, pobre, era mi perro.

—Sí, Robert me lo ha dicho.

—Tenía una magnífica fe en la naturaleza humana —dijo Ernestine, sonrojándose por primera vez de emoción—. Claro, llegó a casa cuando era solo un cachorro. Y me alegraría pensar que ninguno de nosotros lo defraudó. Con frecuencia pienso que si Hitler hubiera mirado a ese perro a los ojos, la historia habría sido muy diferente. En fin. Pero… ¡Ah, el teléfono! Alguien más me busca.

Robert y Stella bajaron después, tras concederle una considerable ventaja a Ernestine; sentada en su sillón, en mitad del salón, la señora levantó la vista de su labor.

—No podréis ir muy lejos —dijo.

Stella cogió sus guantes y su bufanda del aparador de roble, vio el paquete con los peniques encima y esperó; sin embargo, no se dijo nada más. Mientras ella y Robert salían a la galería, los niños doblaron la esquina de la casa y aparecieron corriendo y dando vueltas, con aire despreocupado.

—¿Podemos ir con vosotros? —preguntaron.

—No —dijo Robert.

—¿Vais a cruzar el bosque?

—Quizá.

—Porque nosotros siempre hacemos como que es un campo minado.

—Entonces haced como que nos habéis volado en mil pedazos.

—Oh —dijeron, dubitativamente.

La pareja de adultos se alejó por el jardín. Stella sintiéndose mal por los niños, a cuyas caritas no se atrevía a mirar, y Robert, cojeando.