Capítulo 10

«Iremos con retraso», decían de vez en cuando los pasajeros, mirándose con incertidumbre unos a otros como si la sensación de retraso pudiera ser subjetiva, y mirando luego las ventanas negras del vagón. «¿Dónde estaremos ahora? ¿Cuánto falta?» De vez en cuando, alguien espiaba en un rincón por la rendija de una persiana, pero de nada servía: los setos y canales de los Midlands habían desaparecido hacía rato, tras el telón de la noche no se veía ni una torre ni una colina, y cualquier otro punto de referencia había desaparecido. Solo un retemblor espantoso y aterrador, de repente, les permitía saber si se adentraban en un túnel. Pero ahora la velocidad empezaba a disminuir. A juzgar por el ruido del tren, que reverberaba cada vez más grave entre muros y asfalto, sin duda estaban llegando a Londres: en ninguna otra ciudad se sentiría con tal fuerza la densidad urbana. En ese momento, con lo que parecía la timidez de un intruso, el tren avanzaba a duras penas, se sacudía nerviosamente, o se detenía, permitiendo que se oyeran los cambios de vías en los empalmes y el tráfico que discurría al otro lado de las verjas de hierro. Los pasajeros que aún no habían bajado sus maletas de los portaequipajes se apresuraron a hacerlo, Stella entre ellos. El cansancio de un largo día de viaje no solo le había entumecido el cuerpo, sino que había reducido su mente a un único pensamiento: estaba persuadida de lo que quería decir. La esperanza de que Robert fuese a recogerla se había convertido en la esperanza de hablar cuanto antes.

Estación de Euston. De repente, se abrieron todas las puertas del tren, aunque la cinta negra del andén todavía seguía en movimiento. Nadie pudo esperar a que el tren se detuviera por completo; todos se arrojaron a Londres como si ellos —también— tuvieran que cumplir con una obligación divina antes de morir. A su debido tiempo, Stella fue la última en abandonar el vagón: se detuvo a mirarse, como si fuera la primera vez, en uno de los espejos que había por encima de los asientos. Tras coger la maleta y bajar al andén, miró a izquierda y derecha y echó a andar junto al costado del tren. Las escasas luces azules de la estación apenas conseguían iluminar el techo abovedado que se perdía en la penumbra; carritos recargados de maletas se abrían paso entre la gente que se apiñaba, empujaba, tropezaba o buscaba a otra gente. Casi parecía imposible que dos personas pudieran encontrarse en esa barahúnda; quienes esperaban a alguien, o quienes esperaban a alguien que lo recogieran, echaban atrás los sombreros o adelantaban el mentón como si estuvieran ahogándose. Nuevas sombras llegando al Hades, nuevos muertos bajo la sarcástica mirada de los viejos, pensó Stella que habría podido pensar; pero no sentía nada… Hasta que su corazón dio un vuelco, su ser se llenó como una cerradura vacía: con un golpe de amor, vio a Robert, que la buscaba.

El regreso de la sensibilidad hizo que su maleta, de cuyo peso hasta entonces no había tenido conciencia, tirara de pronto de los músculos del brazo. La dejó en el suelo:

—¡Robert!

Fue como cuando Donovan quiso transmitir a gritos la noticia de la victoria. Sin moverse, apostado bajo una luz, más disociado que nunca de los demás, Robert continuó descartando una por una todas las caras que se le acercaban. Stella se agachó a recoger la maleta, pero al levantar la cabeza, Robert ya no estaba en su sitio. Desesperada, apretó los labios. Luego, antes de que se diera cuenta, Robert la cogió por el codo.

—¡Cualquiera encuentra una aguja en este pajar! —dijo Robert.

La maleta cayó a un lado, a sus pies. Robert la sujetó por las solapas del abrigo, mirando como si no pudiera creerlo sus pulgares apretados contra el dibujo del tweed.

—¿Dónde has estado, Stella?

—Bueno, ya estoy aquí.

—Sí, ahora…, pero la lentitud con la que pasa el tiempo es espantosa. Vamos, salgamos de aquí de una vez.

La condujo hacia los arcos; la mayor parte del vapor humano se movía en dirección contraria.

—¿Por qué vamos por aquí?

—¿Por qué? Porque tengo un coche.

—¿De dónde?

—De donde vienen los coches.

—No tenía ni idea —dijo ella—. Pero es maravilloso: un coche.

—Tiene un solo problema: Ernestine está dentro.

¡Ernestine! Cielo santo, Robert, ¿por qué?

—Se le ocurrió venir a Londres —dijo Robert vagamente—. Negocios o algo así, creo que dijo. Me telefoneó esta mañana desde Harrods, diciendo que tenía una sorpresa para mí; y vaya si la tenía… Lo sé, cariño, pero perdí la cabeza: cuando telefoneó yo estaba con otro asunto. Me dijo que pasaría aquí la noche y me preguntó si tenía planes a esta hora. Le dije que, lamentablemente, tenía que recoger a alguien en la estación. «Dios mío —me dijo— no sabía que hubiera gente tan poco independiente hoy en día, a menos que sea alguien importante». No se me ocurrió qué decir salvo la verdad. «En ese caso —me dijo— te acompaño, así charlamos por el camino. No me importa ver a la señora Rodney; ya nos conocemos…» Sí, ya lo sé, cariño, pero así fueron las cosas: o soportamos a Ernestine ahora, o la aguantamos más tarde. Ahora lo único que tenemos que hacer es dejarla en casa de su amiga.

—Pero tendrá que cenar con nosotros, ¿no?

—No, eso está resuelto: ya ha tomado algo, creo. Aunque no tiene tacto ninguno, es independiente. Stella, ¿me quieres?

—¿Por qué?

—Entonces nada importa.

Bajo la llovizna, Robert apuntaba la linterna a las matrículas de una breve fila de coches aparcados y casi escondidos junto a una pared húmeda. Entonces, unos golpes contra una ventanilla pusieron fin a la búsqueda: un chófer arrojó un cigarrillo a la calle, se enderezó y abrió la puerta del coche, de donde salió una carcajada.

—¡Bueno, bueno! —gritó Ernestine, acomodándose en el oscuro interior, como un hurón—, ¡más vale tarde que nunca! ¿Cómo se encuentra, señora Rodney? Debe de estar muerta.

—No tanto. Me alegra mucho verla de nuevo.

—¡«Ver», eso sí que es bueno! ¿Y cómo estaba la Isla Esmeralda? ¿Chuletones de buey? ¿Huevos con tocino a todas horas?

—Siento que el tren haya tardado tanto.

—Sí, pero Ernestine prefirió venir. ¡Habiendo tantas maneras de pasar la tarde en Londres! —dijo Robert—. Pero, en fin, fue cosa suya.

—No importa —dijo Ernestine—, la familia es la familia. Y así he aprovechado para relajarme, cosa que casi nunca puedo hacer. Mañana tengo mucho que hacer desde temprano; tengo que presentarme en el Cuartel General a las nueve en punto. Estamos organizando una inspección regional.

—Ah, sí, claro, entiendo.

Por allí, en Irlanda, supongo, la gente ni sabrá que hay una guerra.

—Al contrario, supimos que había habido una victoria.

—La verdad, no nos va mal —admitió Ernestine con modestia. El coche, tras salir de la estación, enfiló un atajo hacia Euston Road. Robert iba frente a las dos pasajeras, en un asiento plegable; en ciertos momentos apenas se veía su silueta. Había extendido la manta de piel sintética sobre las rodillas de Stella, y un poco por encima de Ernestine, la cual, con una risotada, observó que la caballerosidad no había muerto—. Es una novedad que Robert haga algo llamativo —añadió—, aunque no creo que un coche de estas dimensiones sea necesario. Por lo que sabemos, la cantidad de combustible que utiliza un trasto de estos habría podido ser vital para Montgomery; aunque, desde luego, es demasiado tarde para pensar en esas cosas, si lo has alquilado por toda la noche. Lo siento por la señora Rodney; supongo que se sentirá un poco abrumada. Yo, en su lugar, lo estaría. Siempre me ha parecido más educado no hacer sentir a la gente que uno hace esfuerzos por ella. Pero en algunas cosas Robert es distinto a mí.

—¿Qué dices? —preguntó Robert, volviéndose de golpe.

—Dije que en algunas cosas eres distinto a mí. ¿No está de acuerdo, señora Rodney? Dicen que desde fuera se ven mejor estas cosas. ¿Dónde estamos ahora, Robert?

—Ni idea.

—¿El chófer sabe que vamos a Earls Court? Muy bien… ¿Se lo has dicho? Ah, bueno: si se lo has dicho, se lo has dicho. ¿Cómo iba yo a saberlo? Parecías tan desorientado en la estación… Pensé que sabías moverte por Londres como un gato callejero.

—¿Por qué?

—Creía que dadas las circunstancias, era esencial —dijo Ernestine en un tono grave y elocuente—. Y sin embargo… —Al parecer recordó algo, abrió su bolso para revisar su contenido al tacto, casi de manera convulsiva. Stella, que llevaba un rato recostada con los ojos cerrados, al final dijo:

—Espero que no haya perdido nada.

—Créame, yo también. Dios mío, creí que se había quedado dormida.

—Cualquiera lo podría haber pensado —confirmó su hermano, cuya mano invisible descansaba sobre la manta, en la rodilla de Stella—. De hecho, uno ni se habría dado cuenta de que estaba en el coche. Supongo que estarás pensando —le dijo a Stella—, ¿no?

—Supongo que sí.

—Estoy casi segura de que tiene que estar por aquí —continuó Ernestine—. ¡Ay, si al menos pudiera ver! Recuerdo que lo puse en el bolso esta mañana, y desde entonces no me he separado de él ni un momento. Es lo malo de estar tan ocupada siempre. ¡Ah! ¡Aquí está, ya me parecía! ¿Qué decías, Robert?

—Nada en particular. Salvo que quieras preguntarle a Stella en qué estaba pensando.

El trato que le daba Robert a Ernestine siempre era menos insolente que sus palabras; su conducta tenía, más bien, una especie de indiferencia provocadora, como si no quisiese dejarla tranquila. Era evidente —como quedó patente aquella tarde en Holme Dene— que Robert disfrutaba picándola, y que sentía por su hermana mayor un cariño que, al tener un componente de perversión, era imposible de erradicar. Por muy raro que pudiera parecer, Stella comprendió que Robert no había alquilado de buen grado aquel coche para toda la noche, ni siquiera aunque ello significara estar más tranquilo y relajado. Ernestine ofrecía una válvula de escape a su fastidio, una característica que Robert reprimía o evitaba en su relación con Stella. Por su parte, Stella se descubrió preguntándose hasta dónde, e incluso en qué dirección, podía extenderse aquel fastidio frustrado. De pronto sintió por Ernestine el tipo de atracción que pueden crear los celos, hasta el punto de preguntarse qué ocurriría si intentara cogerse del brazo con la hermana de Robert. ¿Cómo sería el brazo de Ernestine? Incluso contempló la idea de conversar con Ernestine sobre Robert antes de que fuese demasiado tarde. ¿Podría encontrarse un vocabulario para algo tan extraordinario e inimaginable?

Al cerrar el bolso, Ernestine comprobó los dos broches. Luego observó:

—Me lo tengo bien merecido, por preocuparme. ¿Qué pasa, quieres que le ofrezca a la señora Rodney un penique por sus pensamientos? Espero que no. ¿Es que nadie puede pensar en paz? Dicen que nada descansa tanto como poner la mente completamente en blanco, pero, como yo bien sé, es más fácil decirlo que hacerlo. En cualquier caso, no hagas preguntas y no te dirán mentiras. ¿No le parece una regla de oro, señora Rodney?

Robert, al quitar la mano de la manta, pareció como si permitiera a Stella contestar sola. El coche frenó suavemente y se detuvo: al abrir los ojos, Stella vio luces rojas al frente. En un momento como aquel, pensó, muchos prisioneros habían escapado saltando del vehículo: calculadamente intentó echar un vistazo a través de la ventanilla empañada. La impresión de encontrarse en un bosque dio paso a la de una arquitectura fantasmal, improbable en Londres.

—¡Estoy segura —exclamó con una voz casi demasiado alta— de que nunca he estado por esta zona! No, en realidad, señora Gibb, yo no soy así: si quiero saber algo, pregunto, siempre. Si me dicen mentiras, supongo que no me doy cuenta. Me dirá que entonces soy yo la que me las busco, ¿no? No tengo ni idea de cuántas mentiras me habrán contado.

—¿Cuándo?, ¿por qué?, ¿quién? —dijo Robert—. Espero que yo no.

—¡Otra vez con lo mismo! ¿Acaso la señora Rodney ha dicho eso? Me parece, Robert, que tú no eres la única persona en el mundo —replicó Ernestina.

El semáforo cambió; el coche siguió adelante. Robert, ensimismado, encendió un cigarrillo y luego dijo:

—No, supongo que no.

—Cielo santo —dijo Ernestine, volviéndose a la amiga de Robert—. ¡Yo sería incapaz de aceptar la idea con tanta calma! ¿Que me cuenten mentiras? Prefiero que me camine una araña por la espalda, o incluso encontrar una rata muerta bajo la tarima del suelo, o cañerías defectuosas. Lo sentiría mucho por el que intentara mentirme a mí. A lo mejor es por cómo nos criaron, pero, la verdad, no lamento ser como soy. Me criaron para ser extraordinariamente sensible en ese asunto, y debo decir que lo soy; todos en la familia lo somos. Creo que pocas familias dicen la verdad tanto como nosotros. Sigo siendo muy estricta con los hijos de mi hermana en ese aspecto; y en cuanto a mi propio hijo, se sonroja incluso cuando responde con evasivas. Nuestro padre tenía la costumbre de mirarnos directo a los ojos; Robert se acordará. Sabíamos que una simple mentirijilla le habría roto el corazón. Nuestra madre, desde luego, es prácticamente capaz de leer el pensamiento. No: de niños jamás se nos habría ocurrido ocultar nada.

—No lo habríamos conseguido —dijo Robert.

—Nos habría dado vergüenza intentarlo.

—¿Y sobre qué decían la verdad? —preguntó Stella de repente.

—Depende —dijo Ernestine, algo molesta—. Puede que no fuéramos una familia muy conversadora…

—Dadas las circunstancias —dijo Robert—, ¿habríamos podido ser otra cosa? Nos consumía una envidia silenciosa por los mentirosos; y, para serte sincero, Ernie, a ti sigue consumiéndote. No hay más que ver cuánto te molestan: es neurótico.

Ernestine no pudo evitar reír.

—¡Esa sí que es buena! —exclamó—. De todos modos, por favor, cambiemos de tema. ¿Quién empezó con esto?

—Tú.

—No, no creo que haya sido nadie —dijo Stella—. Ha sido plus fort que nous; estaba en el aire.

—Tal vez tú, Stella, lo trajiste contigo de Irlanda, ¿como un resfriado o la gripe? Bueno, de acuerdo, a lo mejor no. En ese caso me dirás que este es un coche encantado.

—No me sorprendería que en los coches alquilados como este se desarrollaran historias muy curiosas —dijo Ernestine—. El hecho es que, en los días que corren, a nadie que no esté tramando algo se le ocurriría coger uno, si se me permite decirlo. De todos modos, Robert, tú y yo tenemos pocas oportunidades de hablar, y estoy segura de que la señora Rodney nos perdonará que nos hayamos dedicado a recordar un poco los viejos tiempos. —A continuación, Ernestine puso toda su atención en la ventanilla—. ¡Ja! —gritó de repente—. ¡Eso de ahí guarda un sospechoso parecido con Gloucester Road Station! ¿Sabrá el chófer por dónde ir?

Evidentemente, sabía. Un par de minutos más tarde habían dejado a Ernestine delante de las escaleras de la casa de su amiga; comprobaron que la llave funcionaba, y reemprendieron la marcha. Tras darle las buenas noches, Robert había subido al coche y se había acomodado en el sitio de Ernestine. La atmósfera de oscuridad acolchada, sin embargo, siguió siendo incómoda: rara vez el cambio de tres a dos personas es sencillo. Los amantes se habían hablado a través de Ernestine con una especie de crispada franqueza que nunca antes habían utilizado; casi se habían parodiado a sí mismos. Sí, en el trayecto, Ernestine había sido la única que, a su manera, había sido irreprochable. Ahora, sin ningún otro vocabulario, y menos el del silencio. St

—¿En casa de quién se hospeda? —preguntó Stella.

—En casa de una amiga que conoció en la última guerra. Fueron voluntarias juntas. Nunca ha tenido tiempo de conocer a gente así…, sin más.

—Sí, imagino que la mayoría de sus amigos son hijos de las circunstancias.

—¿Y eso no podría ser cierto también en nuestro caso? —dijo Robert.

Stella continuó:

—Ahora que está en casa podrá revisar como es debido todo lo que lleva en el bolso. Teniendo en cuenta la situación, demostró un gran dominio de sí misma, ¿no?

—Sí. Pero no has escuchado lo que te decía.

—Pensé que no tenía sentido. No puedo estar sola contigo de repente; dame tiempo. Verte de nuevo es una conmoción, tal vez. Fue una conmoción verte en Euston, y es inconcebible que me hubiera olvidado de cómo eres, pero no sé si tal vez. Ocurrió algo que no tenía previsto… respecto a ti. ¿El amor? Una olvida con facilidad las consecuencias del amor.

—¿No te gustan las consecuencias del amor? ¿No te hacen feliz?

—¡Sí, me encantan…! Pero estoy un poco confusa. Creí que volvía con las ideas claras, y no te imaginas cuánto necesito tenerlas.

—Sabía que volverías con alguna idea en la cabeza. Sé que has estado sola en esa casa, pero aun así siento celos, como si hubieses pasado tiempo en compañía de un enemigo mío, o de un rival. Hasta ahora lo mejor ha sido volver a tocar tu abrigo. —Extendió la mano, para tocar suavemente el dibujo en espiguilla del puño; y ese contacto, o la idea de que solo le interesaba el tacto del abrigo, hizo que ella a su vez sintiera celos, o en cualquier caso, se sintiera sola—. Con esto —añadió Robert, tocando ligeramente la tela—, sé dónde estoy…, tu abrigo me dice dónde estoy.

—¡Yo no soy tu enemiga!

—¿Por qué dices eso? —se apresuró a contestar él.

—¿Por qué, dices? Cariño, ¿a quién le gustaría sentir que su abrigo tiene mejor recibimiento que una? O nos conocemos del todo o no nos conocemos en absoluto. ¿Y me pregunto cuál de las dos opciones será…? En cierto sentido… tienes razón en lo que acabas de decir: somos amigos nacidos de las circunstancias: la guerra, el aislamiento, la atmósfera en la que todo sigue su curso y no se dice nada. O así empezamos: eso éramos al principio. Pero, ahora, mira lo que esta ruina ha hecho con nuestra perfección. Tú y yo somos un accidente, si lo prefieres así; cuando estamos juntos, ninguno de los dos parece mirar fuera de nosotros mismos. ¿Cuánto del «tú» o del «yo» hay, siquiera, fuera del «nosotros»? La insignificancia más trivial que alguien del exterior me dijera sobre ti, y que yo desconociera, me sonaría ridícula. Así que no tengo modo de saberlo. Pero… ¿qué ibas a decir?

—Nada, ¿por qué? No he dicho nada…

—Entonces dame un cigarrillo.

Robert bajó la ventanilla para arrojar fuera la cerilla consumida: entró el agotador olor a humedad de Londres.

—Un automóvil como este —comentó—, en el que, como dice mi hermana, quizá nadie ha hecho nunca nada bueno, debería estar lleno de ceniceros: hasta ahora no he encontrado ninguno. Sería más feliz si pudiera verte la cara.

—No nos hemos visto las caras en muchas ocasiones. Hace dos meses, sí, casi dos meses, alguien (por darte un ejemplo) vino a contarme una historia sobre ti. Dijeron que pasabas información al enemigo…

—¿Que yo qué? —dijo Robert atónito.

Stella repitió lo que había dicho, y añadió:

—No supe qué pensar.

—No me extraña. —Pero lo pensó mejor—. No…, sí me extraña. De ti. ¡Eres una mujer extraordinaria, desde luego!

—¿Por qué, Robert? ¿Qué habría hecho una mujer que no fuese extraordinaria?

—Pues, la verdad, no lo sé…, no tengo ni idea. ¿Qué hiciste tú?

—Nada, es lo que te estoy diciendo. No es verdad, ¿no?

—Hace dos meses… —dijo, asombrado—. ¿Dices que fue hace dos meses? Desde luego, no hay nada como pensarse bien las cosas. ¿O simplemente se te había olvidado hasta esta noche? Pero…, no: no esperarás que acepte que ni siquiera te entró la duda. En ese caso, ¿por qué no me preguntaste? ¿Qué habría tenido de malo que me lo preguntaras? Bueno, al parecer, eso era demasiado sencillo. En fin, supongo que nunca lo sabré.

Ella fue incapaz de hablar.

Robert continuó:

—Eso es lo que me supera. Si era cuestión de tacto, es lo más gracioso con lo que me he topado jamás. ¿Qué pensabas? ¿Qué me ofendería? —Durante medio minuto Robert se sumió, perplejo, en sus pensamientos, de los cuales emergió para estallar—: ¡Dios mío, qué conversación! Y después dices que nunca conoces a nadie interesante. ¿Quién fue?

—Harrison.

—¿Qué Harrison? ¿Harrison qué?

—No, solo Harrison. El hombre que conocí en el funeral.

—Pues entonces yo diría que, a cuantos menos funerales vayas, mejor. Ah, claro, sí, recuerdo que hablaste de él, pero creo que dijiste que era un pelmazo. Al parecer no lo es tanto.

—Pero no es verdad, ¿no?

Stella intuyó que Robert se revolvía en el asiento lentamente y se desprendía del letargo, el sarcasmo, la paciencia, o lo que hubiese sido, para quedarse mirando el lugar que ocupaba ella invisiblemente. La incredulidad no solo hizo que su voz temblara, sino que sonó tan distante como si los dos ya no se encontraran en el mismo automóvil. Cuando por fin habló, Robert se expresó como un hombre que, en medio de la emergencia más absurda y más alejada de la realidad que se pudiera imaginar, buscara palabras al azar, se diera cuenta de su futilidad antes de pronunciarlas, pero aun así las pronunciara, como si fuera la única manera de alejarlas, de repudiarlas.

—Pero no puedes estar preguntándomelo en serio. Si llegáramos a ese punto, si lo hicieras, ¿importaría mucho lo que yo dijera? Quiero decir, ¿te importaría a ti? Si llegaras a ese punto, nada importaría, ¿no? ¿Qué esperas que te diga? No hay nada que decir. ¿Qué se dice en una situación que no tiene sentido? Entre tú y yo esto es inconcebible. Todo este asunto me resulta tan irreal que no puedo creer que no sea irreal para ti: tiene que serlo.

—Sí, lo es. Pero…

—Lo que me preguntas es lo de menos: es absurdo, una locura, ocurrencias sacadas de una película de espías. ¿Que si paso información? No, ¡por supuesto que no! ¿Cómo voy a hacer eso? ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por quién me tomas? ¿Por quién me tomas? Nunca me lo he preguntado respecto a ti… ¿Por quién te tomo? ¡Por ti misma! En algo sabemos que nunca podríamos engañarnos; pero eso es todo, en lo que a ti respecta, parece ser que eso ha sido todo, encantador, pero nada más. De lo cual no me he dado cuenta. ¿Cómo iba a darme cuenta? Con lo bien que has actuado delante de mí en estos dos meses. ¿Dos meses, dices? Alguien te viene con una historia: en tu caso, la historia prende, y germina en una grieta que tú sabías que había entre nosotros. Una grieta… ¿Debería haber sabido que existía esa grieta? Yo, ya ves, solo pensaba que éramos felices. ¿Digo felices? Apenas lo pensaba, de hecho; simplemente pensaba que nosotros éramos nosotros. ¿No pudiste venir…?, ¿no?, ¿no pudiste venir a decirme: «Mira, esto es lo que me han contado»?

—A veces decías que, en determinadas circunstancias, cualquiera es capaz de cualquier cosa.

—¿Eso decía? No me acuerdo —dijo, perplejo.

—Perdí la cabeza. ¿Cómo iba saber si era mentira o no?

—¿Cómo? —preguntó Robert, con ironía gélida.

—Dijo que si te lo decía correrías peligro.

—Al parecer, lo que te dice surte mucho efecto.

Stella intentó pasar el comentario por alto permaneciendo en silencio.

—¿Entonces actuaste como si fuera cierto? —añadió Robert.

—No podía arriesgarme, porque te amo.

—Me parece muy curioso que me ames.

—Oh, cariño, por el amor de Dios, ¡me rompes el corazón!

—¿En serio? —preguntó Robert, sin entusiasmo—. ¿O solo es una manera de hablar? ¿Cómo esperas ahora que sepa si lo que me dices es cierto o no? Lo único que veo, ahora, es que ocultas muy bien las cosas. Por lo que sé, hasta puedes haber tenido otro amante todo este tiempo; y no estoy seguro de que no prefiriera que solo se tratara de eso. Lo otro me resulta más frío, más desagradable. Lo llevabas dentro; sí, pero siempre podías sacarlo y juzgarlo. ¿Y cómo puedo imaginar en qué momentos evaluabas esa patraña sin volverme loco? ¿Cómo no oí, por la noche, el tictac de esta bomba oculta bajo tu almohada? En realidad, es muy sencillo; estoy a tu merced, a tu merced, y lo sabes. ¿Así que me has estado vigilando mientras estábamos juntos? No puede haber sido difícil, con todo lo que te he dado. Mientras yo hablaba, ¿sacabas conclusiones? Así que entonces no hemos estado de veras solos nunca en los últimos dos meses. Llevas con esto desde hace dos meses.

—No creo que hayas notado ningún cambio en mí.

—Supongo que me estaré quedando ciego.

—No, no, no. Cualquier cosa que yo sintiera la sentirías tú también. Por eso digo que no pudiste notar ningún cambio en mí.

—Guardas las apariencias del amor divinamente.

Ella apartó la mirada e intentó ver algo por la ventanilla, repitiendo:

—Todo esto me rompe el corazón. Te lo pido por favor, Robert, por favor.

—Bueno.

Stella oyó una carcajada fantasmal, que ella misma había dejado escapar como si estuviera haciendo uso de algo que Ernestine hubiera olvidado en el coche:

—Una cosa: te debo una disculpa.

—¿Me debes qué? —dijo Robert, con más calma, como dándole la razón a un loco—. Ah, ¿por eso? Bueno, sí, si quieres…, supongo que me la debes.

—Creo que no sabía lo que decía.

—Supongo que es posible.

—Se puede vivir a la sombra de una idea sin entenderla. Nada es impensable; tú también lo sabes. Pero cuanto más se piensa, más crece esa realidad interior y más se difumina la realidad exterior. Al menos, eso les pasa a las mujeres: no tenemos medida para lo exterior y lo interior.

Robert no contestó.

—Eso es todo lo que te puedo decir —concluyó ella—. ¡Sé que te has quedado estupefacto al oírme, pero yo también! Hasta que he oído mis propias palabras, y he comprobado que las oías…, la verdad es que no tenía idea de lo horribles que serían, y lo insultantes que resultarían para ti, para cualquier hombre… ¿Robert?

—¿Sí?

—Sigues muy callado.

—Te estoy escuchando.

—Pero di algo. Tienes que decir algo.

—Estaba solo pensando —dijo Robert, mientras la liquidez de una sonrisa acariciaba por primera vez en su voz— que no has demostrado mucho fervor patriótico.

—No —asintió ella, apenas comprendiendo la frase. Porque en aquel momento el malestar era físico. Estaba mareada… La mano con la que se echó atrás el sombrero, la mano que intentaba pasarse por la frente, le temblaba; y los dedos, era como si se hubieran topado en la oscuridad con una cara de un muerto desconocido. Todo a su alrededor estaba en silencio, pero algo palpitaba en sus oídos. ¿Era eso lo que llamaban una reacción? No podía permitirlo; Robert lo interpretaría como una farsa. ¿Y no tenía derecho a sentirse furioso, desorientado y resentido con ella? En cuanto a la propia Stella, ¿debería haber confiado en no infligirle semejante dolor? Hasta entonces, la relación con Robert había sido muy fácil; en realidad, qué atrevido había sido el amor… Unos instantes después, Stella bajó la ventanilla de su lado e inspiró profundamente el aire de Londres.

Robert escuchó su respiración.

—¿Hay alguna cosa más? —dijo Robert de pronto, en su voz más frívola y sensata.

—Creo que estoy mareada de hambre. En el tren solo comí unos sándwiches.

—Supongo que será eso. En un par de minutos estaremos cenando, espero.

—Ah, ¿vamos a cenar entonces?

—A este ritmo resulta difícil creerlo. ¿Qué diablos hace este hombre? ¿Adónde demonios nos lleva? —Robert se inclinó hacia delante, deslizó el cristal que comunicaba con el chófer y se lo preguntó con firmeza; luego comentó—: No estamos dando vueltas por Londres por diversión… Desde luego que no —le dijo a Stella mientras volvía a recostarse en el asiento—. ¡Vaya conversación antes de cenar! Por no decir… al final de un viaje. Yo también he tenido un mal día, como todos los días. Ernestine no quería saber nada de ir a tomar un trago. Sí, me doy cuenta de que no fue un buen plan traerla: un fastidio. Estamos los dos un poco aturdidos, ¿no?

—Sí.

—Sí, un trago nos vendrá bien y nos despejará.

Al ser clientes habituales, los empleados les dispensaron una especie de educado recibimiento formal; les sirvieron una cena tardía. Se sentaron solos en aquel agradable restaurante; a esa hora ya estaban cerrando; en el exterior ya se estaban apagando las farolas, y en la penumbra se veía cómo unos camareros fantasmales retiraban los manteles de otras mesas. El restaurante se desvanecía, iba perdiendo paulatinamente la ilusión que había generado durante el día; pero para los recién llegados se materializó una ilusión privada. Su mesa parecía reposar sobre una alfombra particular; tenían la sensación de estar cumpliendo con una costumbre habitual, una sensación de calma, de estar en un lugar cerrado y pequeño, entre paredes, como si cenaran de nuevo en casa tras el viaje de Stella. Ella le habló de sus cenas en Mount Morris, sola, en la biblioteca, donde el borde de la bandeja no llegaba a tocar la base de la lámpara; le contó cómo se sentaba frente a la puerta por donde entraba Mary, de espaldas al fuego que se derrumbaba sobre sus propias cenizas. No, no había podido sentirse sola entre aquellas cosas llenas de vida.

Había pensado en Robert, pero eso era otro tema. También había imaginado que si él hubiera estado allí…

Pero, en fin, en ese caso, todo habría sido distinto, replicó Robert. ¿Y quién era Mary? ¿Y se habían solucionado todos los asuntos? ¿Había tenido tiempo suficiente? ¿Después de veintiún años, la casa era tal como la recordaba?

Le resultaba imposible asegurarlo, dijo ella, imposible. Porque en veintiún años había pensado muy pocas veces en Mount Morris; sí, y suponía que al día siguiente por la mañana de nuevo empezaría a dejar de pensar en la casa. No era su historia. Por otra parte, no podía permitirse olvidar nada hasta que no viera a Roderick, a quien tenía que contarle todo: los asuntos de Roderick eran lo importante, no lo que pudiera sentir ella, que, a fin de cuentas, las había incorporado a su ser mientras estaba allí de paso. La propiedad era el futuro de Roderick, y de eso había que ocuparse.

—Pues, sí, es importante…, sí, ha tenido suerte. Puedo ser razonable ahora que has vuelto. Me doy cuenta incluso de que tenías razón en ir… ¿Yo? Ah, más o menos lo de siempre. No he ido a ninguna parte; todos estos días he estado trabajando hasta tarde. Así que no pienses que he estado con nadie ni he recibido noticias de nadie en particular —dijo Robert.

—No creo que haya nadie en particular.

—¿Te parezco egoísta por permitir que las cosas llegaran hasta este punto? —preguntó él de repente—. Cuando te conocí había tanta gente…, a lo mejor tenía que haberte dejado más tiempo sola, y no obligarte a estar conmigo solo porque a mí me apeteciera estar siempre y a solas contigo.

—Oh, está bien así, Robert, creo —dijo ella, empezando lentamente a servir café. Pero luego se detuvo, para levantar la mirada: volvieron a mirarse sin prisa, con una especie de familiaridad mágica, por encima de las tazas de bordes dorados.

Pero no estaban solos, ni lo habían estado desde el principio, desde el comienzo de su amor. El tiempo se sentaba en la tercera silla de la mesa. Eran criaturas de su tiempo, y su relación sería imposible en cualquier otra época; la época era inherente a sus naturalezas. Lo cual debe de haber sido siempre cierto entre amantes, aunque no se haya comprendido hasta ahora. Las relaciones que entablan las personas están sujetas a la relación que tiene cada una con el tiempo, con lo que ocurre. Si no siempre se ha comprendido esto —y, bien pensado, ¿quién iba a saberlo?—, ahora ha empezado a notarse, irrevocablemente. De ahora en adelante, cada momento, con cada vez más «ahoras» detrás, continuará añadiéndose a una historia más larga. ¿Acaso ellos dos se habrían amado mejor en tiempos mejores? En ningún otro tiempo habrían sido ellos mismos; lo que había impulsado el mundo hasta ese momento corría por sus venas. Cuanto más exigente es el amor, con más fuerza exprime a los hombres, hasta que se apropia de todos sus componentes y de toda su naturaleza y fuerza vital. Al preocuparnos por la seguridad, olvidamos que los amores de otras épocas en la historia fueron amores angustiosamente modernos en su momento. En ese momento, la guerra adelgazaba la membrana que separaba lo actual de lo pasado y todo resultaba más evidente. Pero, en fin, ¿qué otra cosa es el amor sino una coincidencia en el tiempo?

No, no existe nada que se pueda llamar «estar solos». La luz del día se desplaza por las paredes; la noche gira con sus cambios de intensidad; todo se mueve, todo va de una parte a otra…, se percibe la presencia del movimiento, esa tercera presencia, por quieta que parezca, por muy poca atención que quieran prestarle las dos personas en el trance del amor. Todo está en movimiento. Incluso cada latido del corazón del ser amado se acerca al destino incognoscible adonde lo llevan los latidos. ¿Qué lo mueve? Amar es no poder escapar a esta pregunta. Apartarse de todo para mirar un rostro es hallarse cara a cara con el todo.

Stella deslizó una taza hacia Robert y le dijo:

—Ah, y una tarde estuve en el salón.

—¿Y cómo era?

—Como cualquier salón; casi lo había olvidado. Me imaginé en él a quien un día será la esposa de Roderick. ¿Por qué no, después de todo? Pero había un cuadro del Titanic en un rincón.

—No creo que eso le molestara a una muchacha —dijo él, pensando en otra cosa.

—Más bien me pareció…

Pero él la interrumpió:

—Stella…

—¿Sí?

—Ahora que hablas del tema… ¿por qué no nos casamos?

Ella levantó las cejas.

—¿Lo dices por el Titanic?

—No, no, lo digo por la hipotética mujer de Roderick. Si alguien va a casarse, ¿por qué no podemos ser nosotros?

—¿Tú y yo?

—Podría decirse así —contestó Robert con perdonable ironía—. En todo caso, ¿por qué no?

Stella inspiró profundamente, como si la posible respuesta se encontrara en el fondo de sus pulmones.

—Creía que habíamos optado por el camino de no casarnos. Sería un lío espantoso, Robert; no me lo puedo ni imaginar. Ahora mismo no parece haber muchas razones para casarse, ¿no? ¿Por qué no esperamos a ver qué ocurre más adelante? Siempre lo hemos hecho.

—Sí, lo sé; pero lo que te estoy diciendo…

—Sí, ya lo sé; pero todo eso sacaría a relucir tantas cosas.

—No veo por qué; y la verdad no veo qué cosas… ¿Te parece que hoy me he puesto muy convencional?

—A Roderick le gustaría —reflexionó ella, con un codo sobre la mesa, la sien apoyada en la mano, recorriendo con la vista y en diagonal una voluta del dibujo adamascado del mantel—. Bueno, o eso creo. ¿No te lo parece también? En Mount Morris me di cuenta de que no puede seguir teniendo una madre con tan mala fama. Y tiene un fuerte sentido de la familia, tanto que le gustaría meter en ella a todo el mundo, incluido tú. No es que le haya preguntado qué piensa de ti, porque eso significaría preguntarle qué piensa de nosotros. A estas alturas, apenas sé qué piensa de nada; pero, en principio, estoy segura de que estaría a favor. Así que el problema no es ese

—¿Y entonces?

—Considerándolo todo… —dijo Stella, entrecerrando los ojos y haciendo una primera alusión a la desafortunada charla del coche—, es encantador de tu parte pedirme matrimonio, cariño.

—Tampoco lo he hecho tantas veces.

—No, creo que no; en realidad, no…, no directamente. Solo hemos hablado del tema como hablamos de todo lo demás. —Stella lo pensó cuidadosamente—. Es la primera vez que me lo pides. En cierto modo, habría preferido que no eligieras esta noche.

—¿Por qué? No hay nada de malo en hacerlo ahora. Todo lo que uno tenga que decir, debe decirlo cuanto antes. No se puede hacer cálculos con los sentimientos…, al menos, tú ya lo sabes, yo no puedo. Supongo que a las mujeres les parece que, en este sentido, los hombres meten la pata. Tú no te has dado cuenta, pero en ningún momento he sido ni la mitad de calculador de lo que tú has creído, al parecer, o de lo que has creído a medias. La razón por la que quiero casarme contigo es que quiero casarme contigo: no se me ocurre otra mejor, y lamentaría que no valiera con esa. Me he dado cuenta ahora, cuando has estado fuera, y ahora que has vuelto estaba deseando decírtelo. Ya sé que ahora estás cansada, pero en fin, así son las cosas. Lo cierto es que no soporto no verte.

—Pero si siempre estoy.

—No lo sé. ¿Es así? No estoy tan seguro como antes.

—¿Crees que me meto en problemas? —aventuró ella, echando un vistazo a sus uñas.

—Bueno, la verdad es que lo parece —dijo con dulzura—; parece que te gusta meterte en camisas de once varas bastante peculiares.

—Entonces, ¿necesito que me cuiden?

—Tu amigo como-se-llame debe de creer que sí. Dado que piensa que deberías tener más cuidado con quién andas. Y yo también.

—¿«Como-se-llame»? —dijo ella crispada—. ¿Te refieres a Harrison? Es un nombre fácil de recordar.

—Harrison, vale… ¿Y si yo, Stella, también necesito que me cuiden? Hace un rato, en el coche, me asombró que dijeras con tanta calma que, en cuanto a mi vida, por lo que sabías, todo era posible.

—¿«Con tanta calma»? ¡Oh, Robert! ¡Nada de eso!

—Bueno, en cualquier caso, lo dijiste. Después de dos años juntos, ¡decir eso es un disparate!

—Sí, lo entiendo.

—Qué poco te alegra saber que… ¿Tú y yo nunca actuamos conforme a nuestra edad?

Stella inclinó la cabeza y dijo:

—Pensé que todo era perfecto.

—Sí, todo parecía perfecto —dijo él, pero al mismo tiempo volvió lentamente la cabeza para mirar la oscuridad distante de un rincón del restaurante—. Pero tal como habrás visto desde hace dos meses, y como me di cuenta hace un rato cuando decías todas esas cosas, todo este tiempo ha sido una trampa. Debemos de haber estado a punto de recibir este golpe. —Y en ese momento, deliberadamente, Robert clavó su mirada en el rostro de Stella…, aunque, en realidad, no en ella. Tampoco aquellos ojos parecían exactamente los de Robert: eran de un azul negruzco, anárquicos, extraños—. La verdad —dijo—, ahora prefería que las cosas fuesen un poco menos perfectas. Todo esto puede salirnos muy caro. Es encantador, sí; pero nunca había sido una cuestión de fe. Cuando empezó a ser una cuestión de fe, te quedaste paralizada. ¿Cómo puedo saber qué otras reservas tienes en mente? Solo veo una manera de averiguarlo: ¿te casarás conmigo?

—Robert, ¡eso es sencillamente forzar las cosas!

—¿Entonces no quieres? Así, en general, crees que sería mejor no hacerlo?

—¿Acaso me has dado tiempo para pensarlo? —contestó Stella.

—Bueno… —se apresuró a decir Robert, abatido, aunque al mismo tiempo más tranquilo o al menos apaciguado. Hizo un movimiento menos envarado y gélido y cerró los ojos: cuando volvió a abrirlos, al menos tenían una apariencia familiar—. ¿No te lo he dado? ¿No te he dado tiempo? ¿Eso es todo…? Pero no es una idea tan nueva, ni tan descabellada.

—En tu boca parece bastante descabellada, Robert —dijo Stella, incapaz de contener sus reproches—. Estás intentando convencerme con amenazas y te contradices. Tal vez antes no estuviera segura, pero ahora no sé ni dónde estoy. Primero dices que, cuando me encontraba en Irlanda, decidiste pedirme casamiento a mi regreso; luego, que te sientes obligado a pedírmelo por algo que dije hace un momento en el coche: en parte, porque te parece necesario mantenerme vigilada, en parte porque sientes que le debo una reparación a tu honor herido. Lo siento, cariño, pero lo planteas así: que lo menos que puedo hacer es casarme contigo para demostrarte que estoy convencida de que cualquier otra cosa que oyera sobre ti no puede ser cierta. ¿Tengo que echar por la borda mis propios motivos de duda, de incertidumbre? ¿No tiene importancia eso a lo que yo le he dado importancia? ¿Qué es esto: una emergencia?

—¡Vaya lengua que tienes…! —dijo Robert con recelo.

—¿Ah, sí? —preguntó Stella, desconcertada—. La verdad, me parece raro hablarte de esta manera.

—Sí, preferiría que le hablases así a Harrison.

—Perdóname. Pero ¿qué querías decirme, en realidad?

Apenas nadie habría podido culparlo por dejar escapar un suspiro.

—Creo haber sido bastante claro —dijo—. Te he pedido que te cases conmigo. A lo mejor lo he dicho de manera incoherente; pero que te quede claro lo siguiente: decir que quiero casarme contigo no guarda la más mínima relación con nada que hayas dicho. Si no hubiera sido todo tan incómodo en el coche te lo habría pedido allí mismo. De hecho, fui a la estación tan nervioso que, de no haber sido porque nos esperaba Ernie, te lo habría pedido en cuanto te vi en el andén. Puede que incluso le pidiera a Ernestine que me acompañara precisamente por culpa de ese sentimiento nuevo y confuso que empecé a experimentar por ti; a fin de cuentas, es mi hermana… No, no digo que lo que ocurrió después de que se bajara mi hermana no significara nada… Tuvo un efecto: convencerme aún más de que era hora de que nos casáramos. La idea de que a alguien le guste venir a asustarte es espantosa, Stella. Sí, me dolió: no iba a ocultártelo. Me conoces demasiado. ¿Cómo no iba a dolerme? Por un momento todo el amor me pareció inútil si no conseguía que despreciaras todas esas… fantasías.

—Me di cuenta de que eran fantasías.

—Aun así, ¿tuviste miedo?

—Era solo que…

—Sí, creo que tuviste miedo —dijo Robert, apartándose un poco de la mesa, como para considerar el asunto desde la perspectiva distante—. Por mí… pero también un poco de mí, ¿no?

—Era solo que yo…

—El amor perfecto —dijo reflexivamente— inspira miedo. No, olvídalo, aunque…, claro, es imposible. ¿Me amas?

De un modo muy elocuente, Stella no contestó; ni siquiera levantó la mirada.

—El camarero espera —añadió un momento después.

—¿Dónde? —preguntó Robert, mirando la cuenta, que llevaba un tiempo junto a su codo, y luego dejó unos billetes en el platillo.

—De todos modos —dijo Stella—, sigues estando equivocado en una cosa: no me asusta «cualquiera». Ojalá averiguaras quién es Harrison.

—¿Preguntándole a mis espías? Con mucho gusto. Pero… ¿es alguien?