Capítulo 15
—¿Y si es cierto? —repitió—. ¿Y si es eso lo que estoy haciendo?
Ni una señal, ni un sonido, ni un movimiento pudo observarse allí donde descansaba ella, junto a él, agotada tras haber dado a luz aquella pregunta. Su habitación estaba bañada cálidamente en una apariencia de luz rojiza procedente de la estufa eléctrica; las sombras se proyectaban nítidas; un espejo reflejaba el pie de la cama, donde estaba sentado Robert. Como si Stella le hubiese transmitido la sensación de que la penumbra roja de tantas noches le resultaba infernal, Robert alargó la mano y apagó la estufa: el resplandor de la resistencia se extinguió poco a poco, y al final, la habitación, invisible y oscura, fue como cualquier otra. Nada salvo sus dos silencios la llenaban, y ella no supo qué parte del silencio le correspondía hasta oírlo hablar.
—Porque es cierto, lo ha sido todo el tiempo.
—¿Por qué?
—Te extraña, sí…, supongo que así debe ser. Tendríamos que volver a conocernos, pero ya es muy tarde.
—¿Ya es muy tarde? ¿De noche?
Robert no contestó.
Incorporándose para que Robert la oyera más claramente, Stella dijo:
—Solo dime por qué estás en contra de este país.
—¿País?
—Este, en el que estamos.
—No sé qué quieres decir. ¿Qué es lo que quieres decir? ¿País? Ya no quedan países; solo nombres. ¿Qué país tenemos tú y yo fuera de esta habitación? Sombras agotadas, que se arrastran hacia la batalla. ¿Y cuánto tiempo van a prolongar la batalla? Nosotros estamos más allá de todo eso.
—¿Nosotros?
—Los que estamos listos para lo que vendrá.
—¿Cómo puedes ser tan arrogante? ¿Cómo no me di cuenta?
—Porque no es arrogancia; no es algo que esté en mi interior; se encuentra en una escala muy distinta. ¿Me habrías amado si no hubiese tenido nada más? Para la escala de la que yo hablo, todavía no hay ninguna medida útil, ninguna palabra que no sea falsa. Si yo hablara de «visión», inevitablemente me considerarías trastornado por la grandeza: no lo estoy; pero «visión» no es lo que quiero decir. Me refiero a ver claramente lo que sucede: solo ahora que actúo puedo ver la verdad realmente. Supongo que lo que te repugna es la idea de traición, ¿no? Son los restos del viejo mundo. ¿No te das cuenta de que ese lenguaje está muerto? De todas maneras, siguen jugando con él a las tiendecitas: incluso tú lo haces. Con palabras, con palabras como esa, sí. ¡Qué polvareda pueden levantar en una mente, incluso en la tuya! Lo veo claramente. Yo mismo he tenido que inmunizarme contra esas palabras; y al final solo lo conseguí repitiéndomelas una y otra vez, hasta alcanzar la certeza absoluta de que no significan nada. Su significado ha desaparecido, ya no significan nada. ¿Eso te impresiona, Stella? Dime: ¿te impresiona?
Stella no respondió.
—En fin, ¿estás contra mí?
—Tú eres quien está en contra: lo he sabido antes de saber en contra de qué. No de este país, dices. Dices que no existe el país. ¿Entonces de qué estás en contra?
—En contra de esta estafa. No soy yo quien está vendiendo esto que llamas «país». Sería imposible: ya se ha vendido solo.
—¿Qué estafa?
—La libertad. ¿Libertad de ser qué? Confusos, mediocres, condenados. En nombre de la libertad bien vale morir, por la excelente razón de que nos ha hecho la vida imposible, y no hay alternativa. Mira a la gente libre: ratones sueltos en medio del Sahara. Es insoportable. ¿Y qué es la libertad sino un vacío? Le dices a un hombre que es libre y lo único que logras es que intente zambullirse de nuevo en el útero de su madre. Mira lo que ocurre: mira a la masa de idiotas «libres», la democracia, engañados desde la cuna a la tumba. «¡De la cuna a la tumba, salve, oh, salve!»[13] ¿Crees que un hombre no se da cuenta de que su verdadero ser solo empieza donde termina su libertad? A lo mejor un hombre entre cien mil cuenta con lo que hace falta para ser libre, y lo sabe: ¿quién querría ser libre si pudiera ser fuerte? Libertad: ¡lloriqueos de esclavos! ¿Qué se creen que son? Si me comprometiera a garantizar a cada hombre el grado exacto de libertad que se cree capaz de soportar, descubrirías, estoy seguro, que no llegaríamos muy lejos. Así las cosas, ¿qué hacer? Si la nada puede ser algo, la libertad es inorgánica: y pertenece a los pocos que tienen fuerza. Debemos tener algo que mirar en el futuro, y debemos actuar, y debe haber ley. Debemos tener ley… Si es necesario, una ley que nos aplaste: ser aplastados al menos es haber sido algo.
—Pero ¡es la ley precisamente lo que estás quebrantando!
—Nada que pueda quebrantarse es ley.
—¡Menuda tontería!
—¿Crees que estoy loco? ¿O esperas que lo esté?
Stella no respondió.
—Al menos no estoy atontado.
El orador se había conformado en algo más poderoso que la oscuridad: la espectadora padeció una interrupción de la memoria que le hizo imposible concebir no solo qué aspecto tenía en ese momento su cara, sino cómo había sido antaño. La voz parecía llegar desde una distancia polar; en sí misma, la voz le resultaba familiar, aunque con notas cada vez más espaciadas e intermitentes: era como si una corriente submarina, hasta entonces indetectable, siempre vedada e involuntaria, hubiera salido a la superficie. Robert no hablaba deprisa, pero daba la impresión de que algo pasaba a la velocidad de la luz entre palabra y palabra. Entonces, por primera vez, Stella oyó su respiración, y se movió, y los sonidos del movimiento la impresionaron, recordándole que, después de todo, Robert estaba allí, en la habitación: oyó el sonido de sus pasos descalzos dirigiéndose con dudosa precisión a la ventana, y notó cómo las plantas desnudas de sus pies aplastaban la mullida y gruesa alfombra. Descorrió las cortinas. Aquel cielo de las dos de la madrugada estaba lleno de estrellas. El hombre recortado contra la escasa luz de los cristales pareció inhumano al combinarse con el orden de los astros: Stella, tras darse la vuelta en la cama, sin apartarse de las almohadas, también se quedó mirando el exterior, no abrumada sino con una especie de terror ante la posibilidad de sentirse abrumada por los espacios matemáticos que separaban aquellos puntos.
—Sí, lo sé —dijo Stella—, pero no todo es tan enormemente sencillo como eso.
Oyó —o creyó oír, entre las estrellas y ella— la vibración de un avión que cruzaba el cielo de Londres; pero el ruido, si en realidad había existido, se extinguió: nada interrumpía el silencio.
—De todos modos…, ven aquí conmigo un momento —le dijo a Robert—. O acércate.
Con movimientos incómodos y nerviosos, Robert volvió a sentarse a los pies de la cama.
—Te he dado toda la humanidad que tenía —dijo Robert—. No me lo discutas ahora, al final, o lo invalidará todo desde el principio. Tendrás que leerme de atrás hacia delante, descifrarme. Tendrás años para hacerlo, si lo deseas. Por mi parte, serás la única persona en la que piense. Ya verás: quizá las cosas salgan de tal manera que demuestre que yo no me equivocaba. Pero odias esto, lo odias más que a nada, porque sientes que en esto no he estado contigo. No es cierto: ha habido una parte de ambos en todo lo que he hecho. ¿No te das cuenta?
Sin lágrimas, Stella dejó escapar una especie de lamento con los brazos cubriéndose la cabeza. Él esperó; al final, Stella exclamó:
—Bueno, pues dímelo ahora. ¡Si me lo hubieras contado todo…!
—No podía involucrarte. ¿Cómo iba a hacerlo? No era algo que pudiera imponérsele a otro. Era un juego demasiado importante.
—Que te encantaba.
Robert se quedó pensando y luego dijo:
—Sí. Lo que quiero decir, sin embargo, es que, como ha quedado demostrado al final, no era un juego seguro: di por seguro que te habría angustiado. Y, además, como comprenderás, no se trataba solo de mí. En una célula, cuando alguien empieza a hablar… No, ¿cómo habría podido decírtelo claramente?
—Habrías podido decírmelo aunque no fuera muy claramente.
De nuevo Robert se quedó pensando.
—A veces quise hacerlo.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo no? No ocurrió en momentos concretos, pero hubo veces en que me parecía imposible que, estando como estábamos, no supieras nada. No te he ocultado nunca mi desafección por todo esto: ¿nunca se te ocurrió que yo habría sido intolerable si no hubiera encontrado alguna manera, invisible u oculta, de tolerarme a mí mismo? Cuando me aceptaste pensé que, de alguna manera, aceptabas esa parte de mí. O eso pensé a veces, hasta el punto de descubrirme esperando a que me hablaras para hablarte. Cuando callabas, creía que era porque preferías el silencio. Y yo pensaba: sí, el silencio es preferible. ¿Para qué arriesgarse a una estúpida batalla de conciencias? Vimos la ley el uno en el otro… Otras veces, estaba menos seguro de que supieras nada. Pero no sabía que no sabías hasta que me lo preguntaste.
—¿La noche en que volví de Irlanda?
—La noche en que volviste de Irlanda.
—Pero entonces lo negaste rotundamente.
—No querías oír una respuesta que no podías aceptar. Esa noche me di cuenta de que no lo aceptarías.
—Te enfadaste conmigo.
—No es lo mismo ser sospechoso que considerar a alguien como lo que es verdaderamente.
—Esa noche me pediste matrimonio.
—Quería ver si tenías miedo.
—Tú tenías miedo.
—¿Te lo demostré?
—Se lo demostraste al día siguiente a Harrison. ¿Por qué siempre me dijiste que no lo conocías?
—No lo conocía; empecé a sospechar entonces quién era. Siempre había un señor X, y siempre tenía que ser alguien. Y resultó ser aquel tipo raro… ¿O sea que estuviste sonsacándome la noche en que estuvimos jugando con mi corbata?
Aquella pequeña imagen, junto con otras, le permitió a Stella separar las manos entrelazadas y echarse a llorar, tanto más desesperadamente por cuanto era un desperdicio desesperado derramar lágrimas al final. Ahora se trataba de contar el último minuto a medida que se transformaba en horas, la última hora mientras llegaba el día de mañana, que ya era el de hoy, y era una experiencia nueva para ambos. Todo el amor se detuvo en una punzante ilusión de paz, ahora que la paz no existía. El tiempo no vivido no era más inocente que el tiempo que habían vivido. Al pedirle que volviera a su lado, Stella había revelado el último instante de exaltación amorosa que podría sentir por él. Habían empezado a hablar en voz baja y apresurada, como si ya se acercara algo a la puerta.
—¿Por qué lo has hecho? —gritó ella—. ¿Por qué tenías que hacerlo?
—Por favor, Stella —dijo él con aspereza—, así no. ¡Me pones enfermo!
—¿Dónde encontraste esas ideas…? ¿Por qué?
—No las elegí: ellas me eligieron a mí. Y, en cualquier caso, no me pertenecen; yo pertenezco a esas ideas. ¿Preferirías que simplemente yo fuera su presa? ¿Que fuera simplemente un episodio? ¿Habrías preferido que no luchara en esta guerra?
—No, no, pero…
—¿No tengo entonces derecho a elegir mi propio bando? —Ella notó cómo Robert se estiraba en la cama y buscaba a tientas su mano junto a su cuerpo. Se la tendió, y él exploró con sus dedos fríos la mano tensa de Stella, el relieve de los nervios o lo que fuera que les diera la vida, para luego apartarla—. Ya tuve bastante —dijo— con entrar en acción en el bando equivocado una vez. Camino a Dunkerque: podría olvidar aquel horror, si no supiera cuál era su significado. Ese fue el fin de aquella guerra: el ejército de la libertad haciendo cola para que los trajeran a casa en barcos. Días y noches para pensar: ¿nadie se pregunta qué pasó con aquellos pensamientos que se pensaron entonces, o qué sería de ellos? El horror: ¿no entienden que de algo así no se vuelve? ¿Cuántos de nosotros creen que volvieron? Con nosotros, los heridos de Dunkerque, más les valdría no cruzarse.
—Yo no te conocí antes. Cuando te conocí, ya estabas herido.
—Lo contrario habría sido imposible. Nací herido, siendo hijo de mi padre. Dunkerque nos estaba esperando. ¡Menuda gente! Una clase media que no estaba en el medio, una raza sin país. Incompleta. Jamás arraigada. Y hay miles de nosotros, y seguimos reproduciéndonos. ¿Reproduciendo qué? Quizá te lo preguntas; yo me lo pregunto. No solo no tenemos nada a lo que agarrarnos, nada que tocar. No tenemos nada de donde sacar nada. Yo habría podido amar una patria, pero para amar hay que tener… Tú has sido mi patria. Pero has sido demasiado porque no eres suficiente. ¿Tenemos que ser lo que sabemos que hemos sido para nada? ¿Tenemos que ser nada fuera de esta habitación?
No hubo respuesta. Robert había vuelto a moverse: a regañadientes, se recostó con el cuerpo sobre las piernas de Stella.
—¿Has estado haciendo exactamente lo que dijo Harrison? —dijo Stella al final.
—Sí. ¿No puedes olvidarte de eso?
—No podemos olvidarnos de eso. ¿No has tenido miedo?
—¿De que me atraparan?
—Más bien…, de lo que hacías.
—¿Yo? No, todo lo contrario: esto acabó por completo con el miedo. Me purificó de mi padre, me concedió una nueva herencia. Al principio me lo tomé con calma: era asombroso intuir lo que podía ser la confianza. Saber lo que yo sabía, hacer que no se supiera lo que sabía…, déjame decirte una cosa: en ese momento todas las piezas encajaron a mi alrededor. ¿Algo personal? No, mucho más: cualquier neurótico puede buscarse un rincón donde conspirar. ¿Una salida? No, más que eso… ¡El camino! ¿Piensas que yo simplemente quería tomar el control?
—No creo creer nada.
—Bueno, pues no. Ese no es el caso. ¿Quién quiere hacer tonterías? Sentir el control es suficiente. Es mucho más importante seguir órdenes.
—Todos seguimos órdenes. ¿Qué hay de nuevo en eso?
—Sí, no me extraña que les encante la guerra. Pero no me refiero a órdenes; me refiero a una orden.
—Así que estás con el enemigo.
—Naturalmente…, ellos son el enemigo; nos están enseñando el rostro de lo que será la conclusión final. Ellos no durarán, pero la conclusión sí.
—Me cuesta creerlo.
—Podrías.
—No es solo que sean el enemigo, sino que además son espantosos: falsos, inconcebibles, grotescos.
—Ah, ellos, ¡claro! Pero juzgas a los enemigos porque piensas en cómo son. Y al nacer, recuerda, todo es grotesco.
—También ellos tienen miedo.
—Por supuesto: han empezado todo esto. —Se incorporó con impaciencia, como si un pensamiento resurgiera en su interior con su potencia original—. Quizá no te guste, pero es un nuevo amanecer. Un nuevo día en nuestra escala.
Instintivamente, ella miró primero hacia la ventana, luego observó el reflejo de la ventana en el espejo: a sus ojos asustados, tanto la realidad como el reflejo parecieron más pálidos. Todos los temores se condensaron en aquel irrefutable instante: tembló casi sin sentirlo entre las sábanas. Entonces, durante todo aquel tiempo, ¿el problema había sido el terror a lo ajeno? Allí estaba ahora el miedo, respirando sus últimos minutos, los últimos minutos de Robert, tendido a los pies de la cama. Puede que tuviera razón y que ella no hubiera podido amarlo si él no llevara dentro la capacidad de amar, pero la manera en que él negaba todo lo instintivo parecía ahogar definitivamente el amor. Compuesta de rocas y piedras y árboles —¿qué otra cosa es una mujer?—, ¿no se sentía todo aquello con más intensidad en la sumisión de un abrazo?
—No…, pero ¡no puedes decir que no existe un país! —gritó, incorporándose. Había recorrido cada centímetro de aquel país con él, incluso cuando no iba con él. De ese país no sabía qué era espacio, qué era tiempo. Pensó en las hojas de otoño crepitando al ser barridas por el viento, en la cristalina mañana de un Londres en ruinas, cuando se despertó frente a su rostro; vio una calle tras otra en el crepúsculo, el brillo de la luz primaveral que corría en el agua hacia los puentes donde ella esperaba, los vulnerables ojos de Louie que conservaban estúpidamente un trozo del cielo en su interior, la terrosa boca abierta de la tumba del primo Francis y las flores de estambres rosados que brotaban en los castaños aquel melancólico día de mayo, y el sendero asfaltado que conducía al campamento de Roderick, agrietado por la hinchazón de la tierra, parecía pespunteado de hierba nueva. No pudo recordar nada anterior, todo había tenido aquella intensidad, y, sin embargo, solo habían estado enamorados dos años. Le resultaba increíble que, en ese periodo, no se hubieran empapado de la virtud que los rodeaba, la virtud específica del lugar donde se encontraban; no había sentido menos esa virtud cuando no estaba con él, o donde él no estaba, donde nunca había estado, y donde tal vez no estaría jamás: gracias a él, todo cuanto ella había visto u oído se iluminaba con alegría. Dentro del círculo de la guerra, se habían desplazado muy poco —nunca habían cruzado el mar juntos, rara vez salían de Londres—, de manera que allí residía la Naturaleza, en las miles de fluctuaciones de un país de piedra. Era imposible que debiera honrarse menos a la población, a los demás, que a los árboles durante un paseo.
Durante todo ese tiempo, en cualquier caso, él había avanzado a contracorriente. El valor guerrero de un pueblo al convertirse en un pueblo le había parecido irrisorio; había despreciado el flujo sanguíneo de las multitudes, la extraña y animal unidad mental de la gente y aquella especie de avalancha de lava humana. Hasta la plúmbea falta de entusiasmo, vulgar y común, compartida por todos, lo había irritado; sin embargo, la impaciencia, las esperanzas, la repetición de preguntas incontestables y los rumores…, esas desviaciones sin duda las había medido con ojo calculador. ¿Y las frases entrecortadas del locutor que escapaban por aquella ventana a la hora del noticiario o los titulares de última hora garabateados en los quioscos de periódicos…, qué nervio, qué nervio enfermo habían tocado en él, sabiendo lo que sabía, haciendo lo que hacía? Despreocupadamente, más despreocupadamente que los demás, que hacían lo mismo, al ir con ella por la calle habría registrado un titular con el rabillo del ojo, sin interrumpir siquiera la conversación, con un titubeo tan ligero en su zancada irregular que, al atardecer, Stella solo lo notaba porque iban del brazo. Ahora Stella vio su sonrisa como una sonrisa dispuesta a la risa abierta.
Le parecía que Robert había sido el Harrison.
—Estás enfermo —dijo ella—. ¿Cómo te atreves a decir que yo fui parte de lo que hiciste? Cuanto más lo entiendo más me repugna. ¿Estás decidido a ser de los que van ganando?
—¿Estás pensando en tus hermanos? ¿Piensas que el honor, que a ellos les bastó, tendría que bastarme a mí? Me encantan tus alegres fotografías. Ellos tuvieron suerte de morir antes de que se rompiera la ilusión: esta no es una guerra de trovadores, Stella. Se llevaron consigo lo que tenían: eran el objetivo. Pero, acéptalo, tenemos que seguir viviendo en un mundo que, con respecto a todo eso, está más muerto que una piedra. A lo mejor en ti perdura una chispa de lo que se apagó en otros lugares. ¿Quién sabe? Tal vez te he amado por eso. Me incendiaste con tu amor. No discutas ahora en qué dirección va el fuego. Nunca han soplado tantos vientos como los que soplan hoy en día, ni en tantas direcciones.
—Roderick puede morir.
—No lo creo —respondió él mecánicamente.
—Ah, ¿tan pronto acabará todo? ¿Tan pronto llegará el final?
Él miro la faz luminosa de su reloj y dijo:
—Yo ya no formaré parte de la victoria, supongo, ¿no?
—¿Por qué me lo preguntas a mí?
—Tengo la duda.
—Tú y yo nos conocimos el año que cayó Francia. ¿Qué nos espera aquí, a todos los que estamos aquí? A estas alturas, es obvio que no va a haber una invasión. ¿Entonces…, qué? ¿Algo peor? ¿Qué final?
—No soy quién para decirlo.
—Dices que sabes lo que sabes.
—Pero es todo lo que sé —dijo Robert—. ¿Adónde vas?
Stella se había levantado, había recogido del suelo su bata acolchada y se la estaba anudando sin mucha destreza a la cintura. Sin responder, tanteó la puerta, giró el pomo como por casualidad y pasó a la otra habitación. Encendió una lámpara, pero luego se apartó de ella, cubriéndose los ojos con los dedos. Después se volvió y cerró la puerta para que la luz no saliera por la ventana de la otra habitación, donde Robert había descorrido las cortinas. Tan hondo había calado en ella la idea del delito que cualquier contravención de la orden de mantener todas las luces apagadas durante la noche le parecía punible y digna de la pena de muerte: aquella luz en su ventana bien podía ser la señal que Harrison hubiera estado esperando, acaso apostado cerca de la casa gracias a su capacidad para estar en múltiples lugares a la vez… —así lo imaginaba ella—. Dado que Robert era quien Harrison había dicho, Harrison debía de ser quien decía ser: era bueno estar segura de algo, pensó mientras caminaba de un lado a otro de la sala, frotándose las palmas heladas. Dentro de la habitación la hora era incierta: Stella contempló todo cuanto la rodeaba presa de un insoportable vacío mental.
Era tan imposible permanecer lejos de Robert como estar junto a él: se detuvo delante de la fotografía. Robert tenía razón: no había ningún parecido de familia, sus hermanos no habían dejado huella alguna. Los habían convertido en héroes cuando las cosas eran más sencillas. Los héroes eran criaturas de una simplicidad ya olvidada, decía Robert. Pero ¿no habían dejado ninguna huella, al menos en el asco que Stella sentía ante todo lo que había estado haciendo Robert? Vender la patria… Stella miró la fotografía que descansaba sobre la repisa de la chimenea, era una fotografía del hombre que se encontraba en la otra habitación, la imagen en blanco y negro de lo que para ella se estaba disolviendo para siempre en los rasgos del amor. Y por otra parte, ¿qué contenían aquellos rasgos? Inspiración retorcida, una especie de energía feroz, romanticismo exaltado con demasiada frecuencia. Era el rostro de un perturbado. Robert tenía razón: el tiempo es lo único que diferencia a los hombres en su nacimiento. Tenía razón: ni a ella ni a sus hermanos les correspondía juzgarlo.
Puso la fotografía de cara a la pared, para intentar imaginar una vida sin Robert. Cuando vio el revés blanco del marco, el hielo se rompió bajo sus pies: tuvo que aferrarse a la repisa hasta que se estabilizó el latido de su corazón, que palpitaba con tal violencia que parecía recomenzar cada vez que se calmaba con una cruel y nueva fuerza acumulada. Intentó decir: «¡Robert!», pero no le salió la voz. Miró hacia la puerta: era increíble que una persona tan amada siguiera detrás de ella.
La puerta se abrió. Su silueta se recortó contra la oscuridad, vestido con la bata que había utilizado Roderick la última vez que estuvo allí.
—¿Sí? —dijo. Y luego, al ver que ella no le contestaba—: Me pareció que me habías llamado.
Cayeron uno en brazos del otro.
Si alguien dio un paso en aquella calle de casas dormidas, era imposible que lo oyeran esos dos seres ocultos en la penumbra. Las filas de ventanas reflejaban un cielo cada vez más pálido y cualquiera que estuviese apostado en silencio en la calle habría comprobado que todas eran iguales: era dentro de la habitación donde los ojos se habían cerrado al mundo. Tras de ellos, la fotografía, inclinada de un modo extraño y poco habitual, resbaló al final hacia delante y luego cayó al suelo; pero Stella tardó en reaccionar. Sus manos, apoyadas en los hombros de Robert, se deslizaron lentamente por sus brazos.
—No tendría que haberte dejado venir aquí.
—Tenía que venir.
—Es el primer sitio donde…
—Aun así, tenía que venir. Anoche, en Holme Dene, sentí el terror de no volver a verte. Apenas entré en la casa, tuve esa impresión, y todo pareció desmoronarse cuando sonó el teléfono. Hasta entonces solo había sabido que estaba en peligro: nunca lo había sentido. Debe de haber sido el efecto de la casa, ¡de esas mujeres! Menudo lugar para que a uno lo apresen, para que se lo lleven…, ¡que fueran esas caras, las caras de esas mujeres, las últimas que viera! Nunca había imaginado que me pudieran arrestar. Y entonces lo imaginé de esa manera… No solo me pareció la única forma en que podía ocurrir, sino que llegué a pensar que era absolutamente imposible que no ocurriera: porque allí estaba la escena final, preparada. Mi madre había estado esperándolo. ¡Lo deseaba! Pensé que ellas me habían tendido la trampa, para que no pudiera volver a verte. Nunca les convino que yo fuera hombre.
—¿Entonces se dieron cuenta?
—No lo sé. Puse nerviosa a Anne.
—¿Anne? Pero pensé que había sido por la noche, tarde.
—Bajó de su habitación.
—Pobre Anne. Pero cuando regresaste a Londres, ¿por qué no viniste a verme? Venir ayer no habría sido más arriesgado que venir hoy.
—Era imposible. Mira lo que le hice a Anne. No podía venir a verte en ese estado. Me tranquilicé caminando. Si me seguían, los hice correr bastante, pero no creo que fuese el caso.
—¿Toda la noche?
—No. En un momento pensé: «¡Al diablo!», y volví a casa, no sé ni a qué hora y me puse a dormir; seguramente necesitaba dormir, porque esta mañana, tras darme un baño, tomar café y afeitarme, todo me parecía una alucinación.
—Sabías que no lo era; sabías que podía no serlo.
Robert dio unos pasos y se tumbó en el sofá donde había dormido Roderick. Metió una mano en el bolsillo de la bata, el bolsillo en el que Roderick había encontró el papel, echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando al techo.
—Lo que he estado haciendo no es una locura —dijo—, pero puede generar un tipo de locura: te proporciona un exceso de seguridad. Te sientes protegido. El peligro no tarda en perder su olor característico: eres consciente de que está presente, pero solo porque sabes que debe estar ahí. Sabes que lo suyo es cambiar de ángulo, y lo observas; pero no parece renovarse ni renovar la fuerza con que te acecha; todo lo contrario del amor. Para cuando te das cuenta, el peligro solo es una abstracción. Y, además, cuando el peligro es inherente a lo que uno hace, llega a parecer una característica de uno mismo, una especie de peculiaridad que uno conserva y utiliza. Ser un hombre con un secreto es como ser una especie de famoso al revés: uno se acostumbra a que nadie te conozca realmente… Sí, por supuesto, siempre supe que, en teoría, había otras personas maquinando contra mí. En resumen, debía andarme con cuidado; y he tenido cuidado. ¿Cuidado…? Llegué a hacerlo sin pensar, sin descanso, día y noche. Nunca he bajado la guardia, ¿no?
—Por lo que yo sé, no —dijo ella, sentándose en una silla en medio de la habitación.
—Eso me parecía. Y sin embargo, al mismo tiempo…, durante todo este tiempo, se me hacía cada vez más inconcebible que esto fuera a suceder. Dirás que perdí el sentido de la realidad. En un punto tendrías razón: solo podía hacer lo que he estado haciendo si me esforzaba con tal intensidad que para mí no existiera otra cosa más que eso. Podría hacerse de una manera mejor, y de hecho se hace; pero yo no puedo hacerlo así. Para hacerlo como es debido, quizá esto haya que hacerlo por dinero. ¿Deberían desconfiar del hombre al que no es necesario comprar? Actué, creí actuar, a sangre fría; pero, al parecer, no era tan fría como hacía falta… o se entibió. Nada de fascinación, una incapacidad absoluta para dejarse fascinar por nada: esa debería ser la prueba para emprender una tarea como la mía. Sí, y habría que excluir a cualquiera que buscara una respuesta. Es evidente que tiene que haber algo inestable en un hombre que se meta en algo como esto porque sí, o por su propio beneficio. Si fuera solo un peligro para sí mismo, no importaría; pero importa. Lo sabrán… Me pregunto qué hice mal…, qué pasé por alto.
—Puede que se haya producido otro error, en alguna otra parte. Un error de otras personas. Decías que hay otros, ¿no? Alguien con quien te hayan visto.
—No deberían haberme visto. ¿Y Harrison?
—Si me acostaba con él, habría podido sacarte de este lío.
—¿Qué? ¿Eso dijo? Naturalmente, lo diría. ¿Intentaste…?
—Pensé que lo haría la última noche que estuve con él, pero me mandó a casa.
—Lo dejaste para el último momento —comentó Robert, mirándola abstraído.
—No le creía.
—¿No?
—Hasta la última noche no me decidí. ¿Por qué? Porque me acusó de haber hecho lo que me había advertido que, por tu bien, no hiciera: contártelo. Le pregunté por qué creía que te lo había contado, y cuándo. Me dijo que no lo creía, que estaba seguro. ¿Cómo? Porque te había visto hacer exactamente lo que había dicho que harías si yo te advertía, y lo habías hecho inmediatamente. Te delataste. Al parecer, al día siguiente cambiaste algunos detalles en tus rutinas; cambios que solo se deberían a una momentánea pérdida de valor. Así que, al vigilarte, descubrió que te sabías vigilado. Se mostró dispuesto a decirme incluso cuándo te había advertido; y le contesté que me lo dijera. La noche que volví de Irlanda, me contestó. Ahí me di cuenta.
—Ya veo. No es tan estúpido, ¿verdad? Se diría que me conoce. ¿Cómo es?
—Cada vez tengo menos idea.
—Me pregunto cuánto le pagarán. Dadas las circunstancias, no mucho; a ninguno de esos le pagan mucho; como contrapartida, están en el bando más seguro. Pero, en fin, por lo que sabemos, vale lo que le pagan… A mí me parece un loco que va a terminar estrellando la cabeza contra la pared. Quiero decir…, ¿cómo se le ocurre acercarse a ti de ese modo? Corrió un riesgo enorme. ¿Qué te impedía denunciarlo?
—Supongo que me conocía también a mí.
—Aun así, era perfectamente posible que lo hicieras, y eso habría sido su perdición.
—Sí, pero me dijo que también sería la tuya.
—¿Tienes cigarrillos por aquí? —preguntó él de repente—. He dejado los míos en la cama.
Stella se levantó para mirar sin convicción en la caja: habitualmente no guardaba cigarrillos allí, pero esa noche encontró dentro una cajetilla de Players. Solo pudo pensar que Harrison debía de haberlos olvidado cuando pasó a buscarla, y que la mujer de la limpieza los había guardado en la caja esa mañana. Tras sacudir la cajetilla para asegurarse de que no era un truco, se acercó al sofá, donde Robert encendió uno para ella y otro para él. Aspiraron el humo, mirándose tranquilamente, sin decir nada. Tendido cuan largo era, flaco y bizantino con aquella bata, Robert dejó caer una mano en la rodilla de Stella cuando se sentó en el sofá, a su lado. En un momento dado, volvió la cabeza hacia la ventana que daba a la calle: tenía las cortinas descorridas, pero de todos modos no se oía nada.
—¿Tú qué eres, entonces? —preguntó ella por fin—. ¿Un revolucionario? ¿O un contrarrevolucionario? ¿Crees que las revoluciones dominarán el mundo? Hubo un tiempo en que, con cada una, parecía producirse un avance. Tú crees que ya no, ¿verdad? Crees que con cada revolución, primero se pierde lo ganado y después se pierden más cosas. ¿De manera que la revolución que ahora se acerca podría ser la convulsión más grande de la historia, aunque sea la menos revolucionaria de todas? Y sin embargo nadie puede quitarse de la cabeza la idea de que algo se acerca. ¿Cuál es el estado actual del mundo, entonces…? ¿Un embarazo psicológico?
—No.
—No, ya sé que no piensas eso, o de lo contrario no habrías… ¿Sabes una cosa, Robert? Para ser alguien que ha hecho algo tan dramático, hablas de manera muy vaga. Locuras e imaginaciones. A lo mejor, mis sentimientos se meten en medio. Pero para mí es como si hubiera algo que nunca me has dicho.
—Es la primera vez que hablo del tema.
—¿Nunca hablaste con los otros, con los que están en esto contigo?
—¿Crees que nos reunimos para intercambiar ideas?
—En todo caso, lo habrás pensado.
—En todo caso, lo he pensado mucho. Cada vez más, lo único que se hace es pensar, porque cuando se dice que no se puede hablar es que no se puede hablar nunca. Lo que te aísla está también aislado. Crea una tensión que, en cierta manera, esperas que se rompa sola, porque no la puedes romper tú. No sabes dónde empezó el pensamiento; da vueltas sobre sí mismo. El habla tiene que empezar. ¿Dónde? ¿Cómo voy a saber hablar, después de tanto pensar? Uno nunca es bueno la primera vez que hace algo. ¿Qué es lo que no te he dicho?
—No lo sé. Tal vez falta algo.
—¿Cómo puedo saber qué le falta a mi propio pensamiento? Estoy comprometido con él. ¿Qué quieres, entonces…, que te cuente los detalles concretos?
Ella pareció insegura, negó con la cabeza y matizó:
—Pero siempre hay algo en esos detalles… —Avergonzada por la ingenuidad de la pregunta, dijo—: ¿Tú trabajas para el enemigo porque piensas que está en posesión de algo? ¿Qué?
—Están en posesión de algo. En esta guerra se lucha por un montón de tonterías que ya están decididas de antemano. La guerra se acabará cuando uno de los dos bandos gane; pero solo si ganan ellos se acabarán las tonterías. Ya no quiero hablar más. Bueno, ¿hay algo que aún no haya dicho?
—Aún no lo sé —contestó Stella, cogiendo la colilla del cigarrillo de entre los dedos de Robert—. No importa.
—No, no importa, cariño.
—Ojalá pudiéramos dormir —dijo Stella.
—Pero… ¿qué piensa hacer Harrison? —preguntó Robert de pronto, con el tono de alguien que pregunta algo que sabía o que debería saber pero ha olvidado—. ¿Qué intenciones tiene? Hace un momento dijiste algo: repítelo… Al final, lo único que pretende es tenerte. No lo entiendo.
—No entiende por qué no podemos llegar a un acuerdo; a él le parece un trato justo y está obsesionado con el tema…, o lo estaba. Pero no se me ocurre qué espera sacar de todo esto. Dice que sabe lo que quiere; supongo que quiere lo que no conoce. Le gusta esta casa —dijo Stella, mirando alrededor su bonita habitación muerta—. Le gustan los ceniceros, por ejemplo: siempre está toqueteando las cosas. A lo mejor es eso: quiere vivir aquí.
—¿Vivir contigo?
—Vivir aquí conmigo. Cuanto más incómodo está, más contento parece. No entiende que pueda plantearse ninguna objeción a su plan, ni entiende cómo yo puedo plantearla. Y la cosa no termina ahí: está convencido de que te estoy jugando una mala pasada al decirle «no» a él, o, en cualquier caso, al no decirle «sí». Parece que te tiene bastante aprecio.
—Supongo que es posible.
—Siempre te tiene presente: le resulta inconcebible que un hombre no prefiera su inmunidad a cualquier mujer: borrón y cuenta nueva para hacer lo que le plazca. ¿Cómo no voy a preguntarme si a lo mejor no está en lo cierto? Al mismo tiempo, salta a la vista la contradicción: cada vez que aparece, él mismo pone en riesgo su propia seguridad a cambio de tenerme… Ahora me doy cuenta: yo debería haberme aprovechado de esa circunstancia. Pero desde un principio me dejó muy claro que eso tenía que significar el final de lo nuestro, absolutamente. ¡Si hubiera estado segura! ¡Si hubiera estado segura! Anoche, cuando estaba segura… Pero entonces se dio media vuelta y me mandó a casa.
—Ojalá supiéramos por qué. ¿Sospechó algo?
—Yo había herido sus sentimientos.
—Tonterías. Seguro que tenía otra cosa que hacer.
Stella permaneció en silencio.
—¿Te mandó a casa desde dónde? —dijo él, mirándola inquisitivamente—. ¿Adónde habías ido con él? ¿Dónde estabas?
—¡No lo sé, Robert! —protestó ella, y se deslizó distraídamente por el sofá para arrodillarse a su lado—. No lo pregunté. Ese restaurante podría estar en cualquier parte; incluso una chica a la que conocimos allí creía estar en otro sitio. Desde el principio yo estaba nerviosa por una llamada repentina de Roderick; pero si hubiera tenido idea de qué se proponía Harrison, habría mantenido la calma: sé mantener la calma. Y, además, ¿qué crees que me encontré al regresar aquí, después de que me mandara a casa? Pasé la noche preguntándome qué pretendía ese hombre, qué habría o no habría hecho si yo hubiera actuado de un modo diferente, y qué haría a continuación. Me quedé aquí, sin saber si había tenido intención de detener todo el asunto, sin saber si en realidad había estado en su poder hacerlo; dudando si lo habría podido hacer antes, cuando me vino a contar toda la situación, o si ya no lo estaba. Me quedé aquí, preguntándome qué habría estado haciendo en los dos últimos meses, y si el hecho de que yo siempre contestara con evasivas y anduviera con rodeos lo había enfadado más de lo que dejaba ver. Dudaba si el haberme rechazado de plano significaba que, por inquina, había decidido dejar que las cosas siguieran su curso. Dudaba si lo que Harrison había decidido realmente importaba o no, o si había importado antes. Me preguntaba si, sabiendo que las cosas seguían su curso, con independencia de lo que estuviera en su mano, Harrison querría salvar las apariencias. A lo mejor, la fascinación que le despertaba este asunto residía no tanto en mí como en sí mismo y en su capacidad para manipular las vidas ajenas. El amor unilateral va en contra de la naturaleza: hay algo vicioso y pervertido en ese sentimiento. En todo caso, Harrison habría interpretado mi «sí», en ese punto, solo de una manera: como que cedía a su chantaje, no a sus sentimientos. No es que fuera a negarse a romper un trato —si yo era suya, seguridad para ti—, pero ¿qué valor tendría para mí después si yo supiera que era incapaz de cumplir lo que había prometido? Muy poco, poquísimo, nada… Pero luego volví al principio: sí, había herido sus sentimientos. Si no puedes concebir sus sentimientos, no puedes concebir cómo es. A fin de cuentas, por eso es un hombre peligroso.
Stella se volvió, sentada sobre la alfombra, junto al sofá, y se abrazó en los pliegues acolchados de su bata y hundió la cara en los cojines apilados bajo la cabeza de Robert. Él siguió mirando el techo, con la tranquilidad de alguien decidido a no moverse ni un momento. Ella, con una voz apagada, concluyó:
—Así que ya ves, no sé en qué quedaron las cosas entre nosotros…
—¿Cómo? No te oigo.
—No sé en qué quedaron las cosas entre nosotros —repitió ella.
En sus labios, aquella expresión adquirió un tono familiar: vaga, social, sin excesiva importancia. Robert había perdido la cuenta de en cuántos contextos la había oído. Aparecía al caer la noche, al final de muchas relaciones, o al agotarse las relaciones; o como la explicación de por qué muchas relaciones, ahora que Stella se refería a una de ellas, no tenían final. Siempre quedaban cosas en el aire, y ella había pronunciado esa expresión con una cierta entonación de fatalismo, de remordimiento fugaz, pero verdadero. De nuevo había perdido el norte: «No sé en qué quedaron las cosas entre nosotros». Aquella pequeña expresión inútil, mezcla de aburrimiento e inquietud, se había vuelto convencional y vulgar; pero, al mismo tiempo, era una especie de convención o código para amantes, al que el uso había dotado de sustancia y algunos rasgos de cariño. Stella la había dicho muchas veces, y de nuevo la utilizó aquella noche, pero la monstruosa, vital desproporción entre el contexto de ese momento y los demás no destacó tanto como habría sido natural. La voz de Stella no emitía sonidos, y por tanto ella no se sentía real, y le daba la impresión de ser mucho más invisible que en cualquier otra ocasión. Eso fue suficiente para que Robert se echara a reír.
Se echó a reír como habría podido echarse a llorar, vuelto hacia ella con el codo hundido en los resbaladizos cojines. La risa repercutió en todo su ser, agitando de manera irregular su cuerpo, convirtiendo su rostro en una máscara de ojos cerrados y labios retorcidos, y sacudiendo el resto de su persona en una especie de armonía desesperada, a causa de la situación y la risa que Stella le provocaba. El sofá se agitó; Stella se aferró al borde curvo como si estuviera en medio de un vendaval.
—Pero… —protestó Stella—, ¿qué pasa? ¿De qué te…?
Sin soltar el sofá, estiró la otra mano; de inmediato Robert la cogió de la muñeca y se la acercó al pecho, de tal manera que creó una especie de circuito para la risa o el dolor. Casi obligada, ella también se echó a reír, aunque con cierta rebeldía, perplejidad e incertidumbre: solo al apoyar su mejilla en la de Robert, como para mitigar la risa o para obligarlo a contarle de qué se reía, lo comprendió. Entonces se echó a reír de buena gana.
—Ya entiendo —admitió, inspirando una bocanada de aire—. Ya veo cómo ha sonado. Pero te juro que fue así.
De inmediato Robert dejo de reírse.
—De todos modos, te puse en una situación muy difícil. —De un salto se levantó del sofá—. En fin, tengo que vestirme.
—¿Ya te vas? —dijo ella sin entusiasmo—. Pero puede que haya alguien fuera. Tenemos que pensarlo.
—Lo he estado pensando. He oído pasos.
—¿Cuándo? —preguntó ella, acariciándose su mechón blanco.
—De vez en cuando.
—¿De vez en cuando, dices? —Se acercó a la ventana y se detuvo, con la cara blanca contra la cortina blanca, y le replicó—: Yo no he oído nada… Y si hubieran sido los pasos de Harrison, me habría dado cuenta; de hecho, los habría sentido antes de oírlos. Me pregunto…
—¡Stella, no toques la cortina!
—No tenía intención de hacerlo.
—Creí que sí.
—Querría… Querría romper la ventana y encender todas las luces. Me enfurece pensar en él. Querría decirle: «¡Sí, estamos aquí, juntos! ¿Qué te creías?».
—Si está ahí abajo, está precisamente por eso. ¿Crees que le resulta muy grato, con lo que tiene en mente?
—Lo único que debe importarnos es lo que tenemos en mente nosotros —contestó Stella, alejándose de la ventana.
—No pienses —dijo Robert, encogiéndose de hombros. Tenía la ropa en una silla, y había empezado a vestirse con premura. Stella, de brazos cruzados, permanecía apoyada contra una esquina de la chimenea, mirándolo absorta y como sin verlo.
—Podrías salir por atrás —sugirió de repente—, por el sótano, hasta el jardín. Está rodeado de muros, pero no son muy altos. Y hay vigilantes, pero estarán dormidos.
—Si hay alguien en la puerta de la calle, seguro que habrá alguien en la parte de atrás —dijo, vistiéndose tan mecánicamente que parecía no importarle.
—No: eso dependería de quién esté en la puerta principal. Si es Harrison o no.
—¿Por qué?
—Él está enamorado. Aquí vivo yo. Puede haberte seguido. Puede haber tenido sus razones particulares para vigilar el edificio. A la gente le gusta torturarse.
—Eso no cambia el hecho de que él es quien es.
—¿Quién es quién? Una pandilla de locos, enfrentados, deshaciendo unos lo que hacen otros. Tú actuaste como un loco al venir aquí. Por teléfono, tan claramente como pude, te dije que no vinieras, que no vinieras de ninguna manera.
—Pero me esperabas.
—Esperaba que te pusieras en contacto conmigo de algún modo, para decirme dónde podíamos encontrarnos. Habríamos podido encontrarnos en alguna otra parte.
—Si de verdad me siguen, da lo mismo adónde vaya. ¿En alguna otra parte…? ¿Dónde? ¿En una esquina?
—Habríamos podido hablar.
—Sí, habríamos podido hablar. Pero ¿qué crees que pensé en casa de mi madre? Que no volvería a estar en tus brazos. ¿Y qué crees que quería hacer? Eso. Eso, y luego contártelo todo. Porque… sí, en casa de mi madre también caí en la cuenta de que solo te había dejado sitio para la duda, para oír, para no creer, para tener que creer, para no saber por qué. Así que vine para contártelo todo. Vine para contártelo, y lo habría hecho incluso aunque no me hubieras preguntado. ¿Por qué no te lo conté antes? ¿Cómo iba a saber que al contártelo no lo perdería todo? Mejor el amor en la ignorancia que ausencia de amor con conocimiento.
—Pero tal vez habrías podido conservar lo otro.
—¿Sí? Esta noche, tal vez, sí. Pero puede que en mi vida haya algo demasiado grave como para que quieras saberlo. Puede que haya algo que no debe saberse, con cuyo peso no se puede vivir, y con lo que no se puede amar. ¿Cómo sabríamos dónde debían terminar las confesiones y guardar silencio si no sabíamos que este iba a ser nuestro final? Mejor decirnos adiós al principio de esos momentos que nunca tuvimos, pues así nunca terminarán; mejor aún, Stella, si puedes recordar lo que nunca ocurrió y revivir con más intensidad los momentos que nunca tuvimos. Ahora tengo que irme —añadió ya vestido, y echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no olvidaba nada. Ella recordó algo, recogió su bata y le dio el mechero que estaba en el bolsillo. Robert se corrigió—: O, más bien, tengo que intentar irme. Quiero escapar, en serio quiero hacerlo. Mis ideas, ya lo sabes, son demasiado buenas para morir por ellas: es necesario que sigan vivas. ¿No me dijiste una vez que había una salida por los tejados?
—Sí, por el tragaluz del rellano; ha estado cerrado desde que vivo aquí, pero me enseñaron cómo se podía salir en caso de incendio. Hay una escalera de mano que se baja con una polea. Seguro que la has visto muchas noches, Robert.
—Enséñamela.
—Pero… —balbuceó Stella, sin poder evitarlo.
—Bueno, ¿qué? —protestó Robert, dándose la vuelta.
—No estamos seguros. A lo mejor Harrison no ha abierto la boca. Puede que nada de esto sea cierto.
—En ese caso, nada se pierde. ¡Qué divertido, salir por el techo! O no pasa nada o me cazan. No creo que no pase nada. Tenías razón: no debería haber venido; debería haber pensado en ti. ¿Qué otra cosa podría ocurrir sino esto? No tengo más tiempo; me vigilan y saben que soy consciente de que me vigilan. Lo sabes mejor que yo: sé razonable. Piénsalo todo lo que quieras, pero por el amor de Dios, déjame salir mientras aún es de noche. ¿O quieres que me atrapen?
—Pero ¿no habrán pensado en todo lo que pensemos nosotros?
—Sí, tendrán en cuenta todo. ¿Por?
—Podría haber alguien en el tejado.
—Los tejados tienen una gran ventaja: hay una manera muy sencilla de bajar.
Ella permaneció quieta dos o tres segundos y luego dijo:
—El techo es muy empinado. Ojalá pudieras mover esa rodilla.
—Ojalá. Nunca hemos bailado, por ejemplo… Si por cualquier circunstancia todo esto acaba mal, no me habrías deseado otro final, ¿verdad? Sabes que, llegado el caso, solo hay una solución, una alternativa…
—También podrías afrontar las consecuencias…
—Podría. Pero ¿debería hacerlo? ¿Te avergonzarías de mí? No, mientras yo no me avergonzara de mí mismo… Pero de todos modos… sería un escándalo, Stella. Piénsalo: ¡que escándalo para ti y para todo el mundo!
—Sería un golpe muy duro para Ernestine —dijo Stella, apartando la mirada, mientras pensaba que siempre nos ocupamos de no ofender a las peores personas y a las más mezquinas.
—Puede que no haya nadie en el tejado: cincuenta por ciento de probabilidades. Sigo pensando que de alguna manera… lo conseguiré. Huiré por el tejado.
—¿Tienes idea de por dónde bajar? —preguntó Stella, dejando escapar su voz natural, con un alegre tono de curiosidad repentina.
—Voy a huir por el tejado —repitió Robert—. No voy a salir corriendo; dime adiós.
—Entonces…, vamos —dijo Stella, tras un leve suspiro—. Bajemos la escalera de mano.
Salieron aprisa al pequeño vestíbulo del apartamento, encendieron la luz de la escalera y empezaron a desenrollar la soga de la polea de la escalera de mano, que, girando sobre su bisagra, descendió lentamente bajo el tragaluz pintado de negro. Robert levantó la vista. «Ahora lo comprobaremos», dijo. Subió los peldaños tan rápidamente como le permitió el movimiento envarado de su rodilla rígida y luego golpeó con el hombro el tragaluz, que se abrió: después, descendió los peldaños necesarios para poder besarla.
—Cuídate —dijo apresuradamente—. Ahora apaga la luz y entra en el apartamento; y cierra la puerta.
Stella apagó la luz y, en la oscuridad, dijo:
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Stella entró en el apartamento y cerró la puerta.
En la calle se oyeron por primera vez… no tanto unos pasos, sino más bien como los tropiezos trastabillados de una persona que lleva mucho tiempo de pie y tiene que cambiar de posición.