Capítulo 14
Era imposible telefonear a Robert. Una vez que Stella se despidió de Louie, cuando se quedó sola en su apartamento, no pudo siquiera mirar el teléfono; ni siquiera se atrevió a preguntarse si debía o no hacerlo. Aquella noche Robert se encontraba en Holme Dene. Convocado a una reunión familiar, se las había arreglado para acudir allí en el tren de las siete, tal y como le había contado esa misma mañana.
Era una ocasión sin precedentes. Lo que había pasado era lo siguiente: la señora Kelway había recibido una oferta por la casa. La espantosa sorpresa había llegado por correo: uno de los muchos agentes inmobiliarios que desde años atrás tenían a Holme Dene en sus listados había escrito, sin previo aviso, informando que había un comprador; o, al menos, un cliente dispuesto a negociar. Decir que la propuesta inquietó a la señora Kelway y a Ernestine sería quedarse corto: las sumió en la desesperación y la incertidumbre. Al unísono exclamaron que no estaban dispuestas a decidir nada, ni sí ni no, les repugnaba; y, además, tampoco podían decidir nada, repugnante o no, sin contar con Robert. La carta que le envió Ernestine a esos efectos combinaba tal premura y extensión que Robert no pudo sino contestar que no había tenido el placer de entenderla. Su hermana se había negado a hablar del asunto por teléfono, y se había limitado a emitir una serie de quejidos, siseos y risitas histéricas mezcladas en lo que parecía ser un código incomprensible. Muttikins y ella, repitió una y otra vez, entendían muy bien que la guerra y la participación de Robert en ella tenían prioridad; sin embargo, ¿sería posible que tuviera un momentito para ocuparse de los asuntos de la familia? Muttikins se lo estaba tomando muy bien, pero era una situación desagradable.
Así que lo habían hecho ir allí, y allí estaba. Llevaban una hora hablando del asunto: el reloj del salón marcaba las nueve y cuarto. Dada la seriedad de la situación, Ernestine había decidido saltarse las noticias. Las cortinas que colgaban sobre los arcos y las ventanas de la casona estaban cerradas: las troneras decorativas de la chimenea parecían llevar puestos parches oculares de algodón negro. A Robert le habían llevado una bandeja de comida con mucha pompa y ceremonia y, después de que la señora Kelway y Ernestine estuvieran viéndolo cenar, la habían retirado de la manera más expeditiva. Los niños, aunque no dormían, ya estaban acostados. En el salón se presentía la medianoche; el fuego, que había consumido el último leño del día, ardía con llamas diminutas. Habían dispuesto los biombos de tal manera que formaban un hueco de cara al sillón de la señora Kelway. Ella tejía a aquella velocidad imperturbable que había asombrado a Stella. Al otro lado del hogar, Ernestine parecía concentrada en sus ideas; tal y como explicó, los demás también deberían hacerlo, dado el poco tiempo que tenía Robert y la necesidad de decidir algo. Sentada en un taburete que su padre había comprado en una tienda de antigüedades, Ernestine llevaba puesto el uniforme y un sombrero. En cuanto a Robert, de nada servía pedirle que se sentara, aunque continuaban haciéndolo incansablemente. De un lado a otro del salón, a lo largo y a lo ancho, entre los muebles originales de roble y los intrusos de caoba, Robert caminaba dando zancadas, se detenía, se quedaba de pie mirando algo fijamente. Cada vez que se detenía en la alfombra del hogar, era con la intención de dar con una resolución, pero una y otra vez abandonaba sus decisiones sin expresarlas con palabras. El hecho de que no dejara de moverse confería al triangulo Kelway un tercer ángulo siempre variable: dirigirse a Robert implicaba girar la cabeza, al menos en el caso de Ernestine; la señora Kelway, al parecer, no veía ningún motivo para hacer esa concesión.
Los Kelway se comunicaban entre ellos con dificultad, en una lengua muerta. De vez en cuando, la repetición de un comentario demostraba que habían completado otra vuelta en torno a la cuestión.
—En cualquier caso, ya es algo que estés aquí —dijo de nuevo Ernestine a Robert—. Por teléfono no es lo mismo. Y con las cartas cruzándose por el camino, puede que al final no tuviéramos claro qué pensamos cada uno.
—Bueno, ¿y ahora sí? —preguntó Robert, apoyando un momento el codo en el piano de pared.
—Creo que lo estamos aclarando más que de cualquier otra forma. ¿No te parece, Muttikins? —añadió Ernestine, echando una mirada esperanzada al sillón. Y como la señora Kelway no dijo nada, Ernestine matizó—: Ojalá no fuera tan difícil.
—Resumamos —dijo Robert—. A) no sabemos si vender o no; B) si lo hacemos, ¿qué oferta estamos dispuestos a escuchar?; y C), y para terminar, si vendemos, ¿dónde viviríais tú y Muttikins?
Al oír esas palabras su madre se revolvió en su asiento:
—Me temo que no es tan fácil —dijo.
—No es cuestión de apresurarse, Robert —señaló Ernestine—. Es mejor considerar las cosas poco a poco. Hay que pensar en los niños. Y supongamos que a Amabelle no le gusta la idea…
—Amabelle —dijo la señora Kelway con desdén— no puede salir de la India. Pero ahí no acaban las cosas.
—Muttikins —continuó Ernestine— no puede evitar pensar que en esta oferta hay gato encerrado. —Miró de nuevo el sillón: la señora Kelway indicó con un gesto que sí, que no podía evitar pensarlo.
—El único gato encerrado es que hay alguien que quiere comprar la casa.
—Oh, desde luego, Robert; pero es todo tan repentino… No es como si esta fuese una zona segura.
—No ha ocurrido nada —dijo la señora Kelway en un tono ofendido.
—Oh, claro que no, Muttikins, ¡faltaría más! —Tras sacrificar unos segundos para reírse de la idea, Ernestine continuó—: Por supuesto, es muy agradable encontrarse en un área neutral, ni evacuada, ni llena de evacuados, y por tanto, bastante tranquila; pero aun así…, ¿quién puede querer una casa sin verla?
—¿Seguro que nadie la ha visto?
—Nadie conocido ha cruzado la puerta.
—Bueno, en esta época del año se puede ver desde la carretera, o desde el camino de entrada.
—No nos gusta que la gente se meta por ese camino —dijo la señora Kelway.
—Exactamente —dijo Ernestine—. Eso no nos gusta en absoluto. Si quieren la casa, ¿por qué no vienen hasta la puerta y llaman al timbre? Colarse y espiar por ahí cuando no los vemos, calcular el valor de todo, planear si nos pueden echar enseguida… Estamos en Inglaterra, Robert: uno espera tener cierta privacidad.
—Supongo que será alguien que tiene prisa…
—Pero ¿por qué? Eso es lo sospechoso.
—Bueno, ya sabes cómo son las cosas…
—No deberían pensar que pueden echarnos sin más —dijo la señora Kelway—. Nosotros no les hemos pedido que compren la casa.
—Bueno, pero la hemos tenido «en venta» durante años; y eso, admitámoslo, viene a ser lo mismo.
—Tratan de aprovecharse de nosotros —dijo la señora Kelway—. Pero este es nuestro hogar.
—Si eso es lo que pensamos, la solución es muy simple —se apresuró a declarar Robert—. Rechazamos la oferta.
—Pero la casa es demasiado grande.
—En ese caso, subimos el precio.
—Estamos muy vinculados a esta casa —dijo Ernestine.
—En ese caso, subamos el precio todavía más.
La señora Kelway se permitió hacer una pausa infinitesimal en su labor.
—Me temo —repitió— que no es tan simple.
—Muttikins está anonadada —dijo Ernestine, tras un meditado silencio—. Y no me extraña. Tú, Robert, hablas como si se le pudiera poner precio a todo. Hablas como si solo se tratara de una transacción comercial.
—¿No me habéis llamado para que habláramos de eso?
—Aún no hemos decidido si queremos meternos en ninguna transacción. Esto nos ha conmocionado. Esperábamos que entendieras nuestro punto de vista. A fin de cuentas, nuestro padre compró esta casa, y nos mudamos aquí desde Meadowcrest porque pensábamos que sería más agradable. Y en cierta manera, lo ha sido.
—Siempre ha sido demasiado grande —dijo la señora Kelway—. Y en estos días lo es aún más. Sobre todo ahora que, al parecer, no tenemos privacidad. Los impuestos son altos. Tu padre cometió un error, pero ya no hay remedio; hicimos todo lo que pudimos. Tuvimos que instalar una nueva cisterna, que costó cara; y en 1929 hubo que redecorar esta sala y el salón. Habría que tener en cuenta todo eso.
—Nuestro padre —le señaló Robert a Ernestine— se percató de su error al instante, antes de que hubiera tiempo de restregárselo por las narices. Eso vino después. Fue él quien puso la casa en venta y quien se lo dijo a los agentes inmobiliarios.
—Nos acostumbramos a la idea de que venderíamos la casa —dijo la señora Kelway—. Pero eso fue hace mucho.
—¿Crees que serías más feliz, Muttikins, en una casa más pequeña?
—No es cuestión de felicidad —dijo la señora Kelway—. Es cuestión de futuro. Eso os compete a Ernestine y a ti. Yo he vivido mi vida y lo he hecho lo mejor que he podido. Tu padre decía que no tenía mucho de qué quejarse. Espero que tengáis en cuenta la cisterna y los reacondicionamientos de las habitaciones de invitados, y las mejoras en el jardín, incluida la pérgola y las estatuas de duendes, que Ernestine encargó en la Ideal Home Exhibition y que costaron más de lo previsto, porque nos cobraron el envío… Todo eso espero que se tenga en cuenta. A los niños les gustan. Pero no debéis esperar que yo siga con vosotros mucho tiempo más.
—Muttikins —gritó Ernestine—, ¡no digas cosas tan espantosas!
La señora Kelway levantó su pequeña cabeza plateada, que brilló bajo la luz de la lámpara, y luego observó a Ernestine con desprecio.
—Hablas —dijo— como si te creyeras inmortal. A todos nos llegará la hora, incluso a los niños. No voy a negarme a asumir los hechos tal y como son, pero ahora nos toca decidir acerca de los cambios. Y tendríamos que estar seguros del valor de las cosas: no está bien que se aprovechen de uno. Yo tengo los recibos de todo en mi habitación. Además…
… En una sala aledaña, al otro lado de un arco con cortinas, sonó el teléfono. Robert, sobresaltado, volvió la cabeza: se quedó quieto y escuchó, tenso, rubio, flaco, acorralado. Ernestine dio un respingo en su taburete y, con el aire resignado de una persona indispensable, exclamó:
—¡Será para mí, que llaman de la asociación!
Pasó a la otra sala apresuradamente. Robert esperó; la señora Kel-way siguió tejiendo. Ernestine estaba en lo cierto. Robert se relajó de golpe, miró de reojo a su madre, encendió un cigarrillo. Luego, como la charla de Ernestine se prolongaba, fue hasta el pie de la escalera y miró arriba.
La primera planta de Holme Dene estaba en silencio: sin un crujido, con una absoluta indiferencia, soportaba el peso de su arquitectura y de su destino incierto. Arriba, como en el resto de la casa, los espacios se habían diseñado como una especie de enrevesado circunloquio: pasillos, arcadas, rincones, rellanos, alféizares, nichos y barandillas desarbolaban el sentido de la orientación y, en lo posible, impedían el paso de una habitación a otra. Siempre fueron necesarios gastos exorbitantes en alfombras de pasillos y carpintería. Lo desconcertante, si uno se detenía a escuchar los ruidos de la casa durante la noche, era que tanto espacio provocara tan pocos ecos. Las dos plantas superiores (pues otra escalera subía a la buhardilla de Robert y a otras habitaciones) no estaban vacías, sino repletas de cosas: represiones, dudas, temores, subterfugios y mentiras. O eso le parecía a él. Los innumerables recovecos de las galerías impedían que se pudieran ver los pasillos en toda su longitud; cuando un miembro de la familia oía pasos, siempre procuraba apresurarse para doblar una esquina a tiempo y evitar a la otra persona. Antes de abrir cualquier puerta, o salir de cualquier habitación, siempre había un momento de cautela, para asegurarse de que no había moros en la costa. La aversión de los Kelway a pasar vergüenza o hacérsela pasar a otro por culpa de encuentros fortuitos y no deseados siempre había sido intensa. Todos pasaban muchas horas solos, haciendo acopio de valor —podría decirse—para afrontar las reuniones familiares como las comidas, y ensayando en sus rostros la expresión de que no tenían nada que ocultar.
Por otra parte, el servicio de inteligencia domestico siempre había sido bueno: todos sabían dónde se encontraban los demás en todo momento y, al segundo, qué estaban haciendo. Cualquier ausencia inopinada, tras un breve tiempo de espera, significaba que se enviaría a un mensajero a la puerta del dormitorio del interesado o generaba una llamada ante determinada ventana del jardín; sin embargo, ser sorprendido mirando por la ventana habría equivalido a que desde dentro le preguntaran a uno qué demonios estaba mirando. Nadie podía salir de casa sin ser visto: cruzar el jardín a la carrera o alejarse por el camino de entrada era exponerse a que a uno le dieran el alto; entretenerse paseando por los bosques de los alrededores podía ser considerado en cualquier momento como un acto de ocultación, y «esconderse» estaba muy mal visto; sobre todo, se consideraba ofensivo acercarse furtivamente al buzón de la verja: podían escribirse cartas, pero había que dejarlas a la vista, en el vestíbulo, antes de que se recogieran todas para llevarlas a la estafeta de correos.
A Amabelle, que había recibido temprano la llamada del sexo, junto a los inevitables rubores y unas redondeces tan desconcertantes para su guardarropa como para ella misma, la habían martirizado con todo aquello: nadie se divertía más al respecto que Ernestine, ni era más fría y reprobatoria que la madre de las muchachas. (La manera en que la señora Kelway decía «tu padre», años después de que muriera aquel pobre desgraciado, seguía sonando a amenaza; lo cual daba a entender que aquel hombre había sido padre a pesar suyo.) De adolescente, Robert se había aficionado a la fotografía y aquello le había proporcionado una coartada y un cuarto oscuro al que podía echarle llave de forma respetable; y además le permitía ir al pueblo más o menos libremente a por suministros técnicos.
En términos generales, Holme Dene había sido una casa maldita para los hombres: como tal, formó parte de la monstruosa plaga de casas que apareció en el sur de Inglaterra a principios del siglo XX. Concebida para gustar y apaciguar a las damas de clase media, había sido comprada por un hombre que solo abrigaba esa esperanza. Como hogar, Holme Deme tal vez pareciese un modelo anticuado, pero seguía siendo un prototipo. El señor Kelway —calvo, desprovisto del prestigio físico de un soldado o un obrero, tan incapaz de golpear a alguien como de pegar dos gritos— había sobrevivido en Holme Dene los últimos dos años de una existencia que se había vuelto ridícula. Su habilidad para ganar dinero —una destreza poco espectacular pero constante— no le había reportado prestigio alguno; su hombría se había desacreditado a tal punto que ya solo aspiraba a inspirar lástima. Solo el rechazo o el asco que sintió enseguida por Holme Dene obligó al padre de Robert a actuar de un modo extraño, y poco después de la mudanza, puso en venta la casa en los catálogos de las agencias inmobiliarias. Nunca se sabría qué sueños escondidos anárquicos había albergado. Las humillaciones no declaradas que había sufrido el padre se grabaron profundamente en la mente del hijo. El señor Kelway, al insistir en que Robert lo mirara siempre a los ojos, tal vez quería desafiar a su hijo a reconocer alguna de ellas. Su ficción de dominio y mando, tal como habría querido, quedó en manos de su viuda y sus hijas.
Robert apoyó la mano donde recordaba haber visto alguna vez la de su padre, en el pomo bruñido en que terminaba la barandilla. Le llegó solo un leve perfume a jabón del baño de los niños; con la guerra, la vida en la planta superior se había condensado en unas pocas habitaciones. Los pasillos que no conducían a ninguna parte, ni tenían alfombra ni bombillas, estaban flanqueados por puertas cerradas con llave. Vacíos y muertos a esa hora de la noche, aterradores como la laguna Estigia y negros como una mina abandonada, había tramos de pasillo que a la luz del día adquirían una palidez fantasmagórica, sin sombras, y, de una punta a otra, una pátina uniforme de polvo. En aquellos días, los criados se marchaban de Holme Dene con supersticioso temor al caer de la noche: y cuando mandaban a los niños a dormir, Anne y Peter tenían la planta para ellos solos. Se contaba con la esperanza de que los niños fueran invulnerables.
Cuando Ernestine colgó el teléfono y regresó a la sala, la señora Kelway le preguntó:
—¿Qué hace Robert?
—¿Robert, qué haces?
—Miro arriba.
—¿Por qué? ¿Pasa algo?
—No.
—Oh…, ¡menudo día! —exclamó su hermana, y se sentó como si no tuviera esperanza de permanecer sentada mucho tiempo—. Primero una cosa y después la otra. No me extrañaría que pasara algo más.
—Ernestine no ha podido siquiera quitarse el sombrero —dijo la señora Kelway.
—Bueno, pero al menos ahora tenemos algo que mostrar al mundo —dijo Ernestine—. No es que sea mucho, pero, bueno…, ¡ahí está Montgomery! La señora Jebb me contó que dijeron algo más en las noticias de las nueve. Cuando nos las perdemos siempre ocurre algo. Pero esta noche no es eso lo que importa. ¿Dónde estábamos?
—Muttikins decía que no piensa quedarse en este mundo para siempre.
—¡Muttikins se estaba portando muy mal! No, la cuestión es: ¿tendríamos que vender, o no?
—O, por decirlo de otra manera, ¿queremos vender la casa?
—En estos días no siempre se puede pensar lo que uno quiere.
—Nunca he pensado en lo que quería —dijo la señora Kelway—. Tal vez habría sido mejor que ninguno lo hiciera.
—Si todos se parecieran más a Muttikins —comentó Ernestine—, el mundo sería muy distinto.
—La verdad es que lo dudo —dijo de repente Robert, recogiendo un abrecartas de una mesa y dejándolo inmediatamente en su sitio—. Muchas personas son pobres imitaciones de Muttikins. No: desde un punto de vista práctico, Ernie, me temo que se trata de si hay que vender ahora o más tarde. Podéis aguantar, con la suposición de que subirán los precios; pero, como también dices con razón, todo depende. Esta no es una casa que querría mucha gente…
—No, es solo nuestro hogar —dijo su madre.
—Claro, desde luego —añadió Robert, levantando la voz—, y también hay que pensar adónde iríais vosotras. Naturalmente, en alguna parte tendréis que vivir —dijo con una frialdad inmutable.
—¡Tampoco nos gustaría vivir en cualquier parte! —protestó Ernestine con bastante ímpetu.
—Naturalmente.
—Las dos esperábamos, Robert, que se te ocurriera algo, y no que solo estuvieras de acuerdo con lo que decimos. Si nosotras no estuviéramos de acuerdo con lo que decimos, no tendría sentido decirlo, ¿no? Mucho depende de lo que pase después de la guerra: quién sabe qué será lo más conveniente entonces. Y para entonces, a lo mejor Amabelle ya se ha cansado de la India.
—Amabelle —interrumpió su madre— no va estar en disposición de opinar. No tiene autoridad de ningún tipo. Tu padre aseguró su porvenir adecuadamente cuando se casó. Si ella y su marido esperan algo más de la familia, están muy equivocados. Siempre consideré que lo entendieron así en su momento. Si están equivocados, mejor que se queden en la India: se fueron por voluntad propia. Ella estaba deseosa de casarse y no se detuvo a pensar en nada. Nos hemos ocupado de los niños en momentos de graves dificultades; no espero que los niños lo entiendan, pero lo que ya se les ha dado es más de lo que Amabelle debería esperar. Esta casa será para vosotros, Ernestine y Robert, a partes iguales. Si no os hace ilusión, mejor será que lo digáis.
—¡Pues claro que nos hace ilusión! —se quejó Ernestine, echando histéricamente hacia atrás su sombrero de fieltro—. ¡Cómo puedo olvidar que este es mi hogar!
—Yo tampoco —asintió Robert.
—No sería tu hogar si tu marido no hubiera muerto —le espetó la señora Kelway a Ernestine con una mirada reprobatoria.
—Nunca lo habría olvidado, de todas maneras —dijo la viuda.
—Nadie te pide que lo olvides —matizó su madre, buscando un nuevo ovillo de lana en su cesta de la labor—. Pero está visto que Robert no dice nada.
—Ah, por mí… —dijo Robert con alegría—, ¡yo digo que vendamos!
Se hizo un silencio atronador.
—Lo suponía —dijo la señora Kelway.
Ernestine se volvió en su taburete para mirar a Robert como si fuera la primera vez. Se le escapó una risa desmoralizada, bastante novedosa: con la cabeza ladeada, oyó su propia risa con cierto temor. Luego dijo:
—¡Bueno, no tienes por qué expresarlo con tanta vehemencia!
—Robert no se acuerda —dijo la señora Kelway.
—En eso te equivocas, Muttikins —corrigió su hijo.
La señora Kelway se permitió hacer otra pausa, no tanto para hacerse una pregunta como para tomar nota.
—¿Ah, sí…? —intervino.
Entretanto, Ernestine observó con una mirada preocupada el salón, como si hubiese entrado algo del exterior.
—Sí, Robert, así es.
De nuevo, Robert se había quedado de pie junto a la chimenea, entre su hermana y su madre. —Esta vez, quizá, aquella actitud resultaba ominosa y ofensiva—. Se había situado donde era imposible no verlo; y la señora Kelway, que lo sabía, le dirigió una mirada tan asombrada e impávida como si hubiera sacado un arma. Pareció medirlo de pies a cabeza. Luego, encogiendo sus pequeños hombros, dijo:
—Robert habla como un hombre.
Pero no la oyeron: su hijo se había dado la vuelta de repente y miraba la escalera que estaba tras los biombos.
—¿Hola? —exclamó—. ¿Quién anda ahí?
—Yo, tío Robert —dijo Anne, mientras bajaba.
—¡Anne! —la reprendió Ernestine.
—Oh, tía Ernestine, por favor. —Arrastrando sus zapatillas por el suelo, con un abrigo sobre el piyama a rayas, Anne se acercó a Robert, levantando la cara para que su tío le diera un beso—. No nos dejaron quedarnos levantados —dijo—, así que bajé. ¿Qué haces ahí de pie? ¿Ya te vas?
—Tendríais que estar los dos dormidos —protestó Ernestine.
—Peter está dormido —dijo Anne con un tono de superioridad moral.
—A la abuela no le hace gracia que la gente ande de puntillas de un lado para otro —dijo la señora Kelway.
—Ya lo sé, pero…
—No le digas «ya lo sé» a la abuela.
—Bueno, es que lo sé, pero la culpa es del tío Robert por llegar tan tarde.
—No ha venido a verte a ti.
—Ya lo sé, pero no entiendo por qué no puedo verlo yo a él.
—Porque la abuela y la tía Ernie y el tío Robert están hablando de cosas importantes.
—Ya lo sé, pero…
—Anne, si sigues diciendo «ya lo sé», tendrás que volver a la cama de inmediato. De hecho, tienes que volver a la cama ahora mismo. Robert, ¡no la animes!
—No, es ella la que me anima a mí. Ahora sí que esto empieza a parecerse a una velada. —Respaldó su afirmación dejándose caer en un sillón, y cogiendo a Anne para sentarla en el reposabrazos—. De todos modos, qué niña tan poco inteligente y tan poco graciosa eres —dijo, agarrándola del cinturón del abrigo, y meciéndola no del todo amablemente, adelante y atrás, a riesgo de hacerle perder el equilibro—. ¿Cómo es que nunca se te ocurre nada divertido? ¿Por qué no te haces la sonámbula, por ejemplo?
—Porque estoy despierta —contestó Anne, debatiéndose para volverse a mirarlo. Pero sus ojos quedaron tan cerca de la frente de su tío que se echó atrás parpadeando, como si una punzada de desconfianza le hiciese cuestionar la realidad de aquel momento. Quería a su tío con la primera emoción intensa de su vida, a su manera, casta y respetable, y hasta tal punto que la mujer en la que se convertiría lo miraba con desconfianza desde los rasgos de una niña. Tenía razón Robert: era una niñita sosa, sin poesía animal, sin malicia, pero hecha para la devoción: inoportuna, firme, rubicunda. Pero en aquel pechito robusto, conforme se rellenara, se atragantaría cada tanto un deseo; de momento ofrecía todo lo que tenía, empezando y acabando por su habilidad de hacer el pino. Colorada, mirando la punta del zapato de su tío como si deseara ser quien le había sacado brillo, preguntó:
—¿Por qué no puedes quedarte esta noche?
—Porque odio levantarme temprano. ¿Qué tal estás?
—Bien.
—¿No tienes nada que contarme?
Anne se devanó los sesos:
—Fui la mejor en aritmética mental.
—Ya le contarás eso al tío Robert la próxima vez. Ahora…
—¡Oh, tía Ernie…!
—Vamos, Ernie… —dijo Robert.
—Muy bien, Anne, un momento. Solo un momento, recuérdalo.
—¿Cuántos momentos hay? —le preguntó Anne a Robert—. Un minuto tiene sesenta segundos, una hora sesenta minutos. Pero ¿cuántos momentos hay?
—Eso depende de ti.
—¿Cuánto dura un momento, comparado con un minuto?
—Pues depende —repitió él, buscando en la cara de la niña la cara de otra persona.
—Eres malo —dijo Anne—. ¿Vamos a vender la casa?
—No hagas preguntas bobas —replicó su tía—. El tío Robert está cansado, y deberías estarlo tú también.
—Pero me pareció que tú dijiste que él diría eso.
—No importa lo que a ti te pareciera.
—¿Tú qué piensas, Anne? —dijo Robert, dirigiéndose ingenuamente a su sobrina—. ¿Vendemos? ¿Esperamos?
Anne se mordió el labio.
—Ah, a mí no me importa; solo era por saberlo. ¿Cómo sería vivir en otra parte? La verdad, esta casa se está poniendo un poco vieja: no podremos vivir aquí mucho tiempo más; los picaportes se caen de las puertas. Podríamos ir a una nueva. Y además, ¿para qué queremos una casa tan grande si no podemos entrar en ninguna habitación? Si la vendiéramos, ¿nos haríamos ricos? Y si no, ¿seríamos muy pobres? A Peter y a mí nos gustaría ser algo.
—¿Ah, sí? —dijo la señora Kelway—. Y, dime, ¿por qué?
Anne dejó caer todo su peso sobre el hombro de su tío. Como de costumbre, cuando él se lo permitía, la niña se había extralimitado.
—Oh, no lo sé; no me importa —contestó con un bostezo artificial.
—Anne, no seas mentirosa —dijo Robert.
—No me importa —se empecinó en decir ella.
¿Por qué iba a importarle? Allí había llevado una vida fácil, sin momentos, una existencia en medio de mesas y sillas, sin éxtasis ni misterio, sin alegrías ni peligro. Nunca un pálpito; nunca una ligera falta de respeto, una palabra al azar o un beso espontáneo; ninguna risa salvo esas sonoras vocalizaciones de Ernestine; el enfado siempre cociéndose a fuego lento, nunca en llamas. Aunque no lo sabía, la niña nunca había visto a nadie feliz. ¿Qué podía esperar de otra casa si todos se iban de allí? Todo aquello era de una pobreza degradante. Pobres, los niños de los pobres.
Sin embargo, ¿quién sabe cuándo sonará la trompeta y caerán los muros de Jericó?[12]
Sonó el teléfono.
Esta vez Robert se sobresaltó de veras, tanto que Anne, como si la hubiese arrojado al vacío, manoteó en el aire con un gritito. La niña se recompuso en el brazo del sillón, pero ya había revelado la inquietud de Robert: su madre clavó la mirada en el sillón donde se encontraban.
—Aquí el teléfono nunca es para nadie, salvo para Ernestine —dijo la señora Kelway—. ¿Qué ocurre, Robert? ¿Esperas algo?
—Si imaginas que es para ti, Robert —dijo Ernestine, aferrándose a su asiento con gran autocontrol—, por favor cógelo. Yo te estaría muy agradecida.
—Mira que tirar a la niña del sillón… —continuó la señora Kel-way, intentando levantar la voz por encima del endiablado ruido del teléfono—, aunque no tenía por qué sentarse en el reposabrazos.
—Simplemente me caí, abuela.
—No debes sentarte encima de tu tío cuando está nervioso. ¿Es necesario que siga sonando? —Se llevó una de sus diminutas manos a la sien—. Suena tan fuerte. ¿Alguien podría cogerlo?
—Voy yo…, oh, por favor, ¡dejadme cogerlo!
Tras apenas hacer una pausa para ponerse las pantuflas, Anne salió dando saltos en dirección al teléfono.
—Ernestine, ¿prefieres que Anne atienda el teléfono cuando tendría que estar acostada?
—Perdón, perdón, perdón… Claro que no. ¡Anne…! Es que me quedé pensando en quién podría ser a esta hora.
—A lo mejor ha ocurrido algo —dijo la señora Kelway, estremeciéndose ligeramente en medio del estrépito del teléfono, como si fuese una anémona—. Lo mejor sería que Robert fuese a ver.
—Deja, Robert, deja —exclamó Ernestine, y pasó por delante de él abotonándose la chaqueta—. Ya voy yo. Como sabes, es lo que hago siempre.
Su hermano se había levantado, aunque dubitativamente por culpa de su altura; se quedó allí plantado como en una negación de movimiento, con la cabeza medio vuelta hacia la cortina que ocultaba el teléfono. Anne, quieta en medio del salón, se quedó mirándolo fijamente, aunque sería imposible saber qué pensaba en ese momento.
—Espera —advirtió la señora Kelway, apartando durante un instante la guardia, aquella manita, de su sien—, no tiene sentido que conteste Ernestine si es para Robert. ¿Esperas una llamada?
—Nadie llamaría sin razón a estas horas —dijo Ernestine y se detuvo, distraída—. La pregunta es, Robert: ¿saben dónde encontrarte?
—Desde luego, es muy tarde —dijo la señora Kelway.
—¿Son las diez y diez? —preguntó Robert.
—No parece muy considerado —añadió la señora Kelway—, a menos que, por supuesto, haya pasado algo grave realmente.
—Si fuera para ti, tío Robert, ¿me dejarías cogerlo?
—Bueno…, sí —dijo, volviéndose hacia su sobrina—. ¿Por qué no?
—¿Qué digo?
—Que ya me he ido. Que estoy volviendo a Londres.
—No es del todo cierto, estrictamente —dijo Ernestine.
Los timbrazos cesaron sin más y por su cuenta.
Robert volvió a sentarse; Ernestine, con la mano en la cortina del trascendente arco, comenzó a reírse como una loca. Luego dijo en tono acusatorio:
—Ahora nunca sabremos quién era.
—No —asintió la señora Kelway.
—Si resulta que era algo importante, no me lo podré perdonar. Aunque si lo era, es curioso que no insistan. Aunque, claro, siempre pueden volver a llamar. En cualquier caso, Anne, tú debes irte a la cama. ¡No sé en qué estás pensando!
—Me pregunto en qué estará pensando quien haya llamado —dijo su madre—. Por regla general, en esta casa cogemos enseguida el teléfono.
—Venga, Anne, ¡ve a acostarte de una vez!
—Si voy de una vez, ¿puede subir el tío Robert a darme las buenas noches?
—No. Ya bastantes aventuras has tenido por esta noche.
—Y no solo eso —señaló la señora Kelway—. A Anne ya se le han dado las buenas noches. Me sorprende en ella.
Anne no oyó nada: había tendido sus brazos hacia Robert tan alto como podía. Él se inclinó, y ella se apretó contra su fría mejilla, sintiendo, con su escasamente imaginativo cuerpo, los ecos de los latidos de su corazón.
—Siempre te vas —murmuró—, siempre te vas lejos.
Por poco caso que le hiciera, Robert tardó en soltarse de aquel último refugio: fue la niña quien apartó su cara de la de su tío, para mirarlo mejor, con la incertidumbre de si era mejor mirar o tocar. No hubo una decisión al respecto: tras echarse su melena negra y desordenada a la espalda, cerró los ojos.
—Me vas a acabar rompiendo la espalda —dijo él, apartándose—. Tienes que crecer un poco.
—Solo una vez más…
Tirando de la cabeza de su tío, la niña chocó su frente contra la de Robert: los cráneos se tocaron: un contacto de separaciones absolutas que ella no olvidaría. Se dio la vuelta y se alejó arrastrando las zapatillas hasta la escalinata, y luego subió sin mirar atrás.
—Anne se está haciendo mayor —observó la señora Kelway—. Es una lástima.
—Cualquiera que sea la decisión que tomemos —dijo Ernestine—, parece como si hubiera una fatalidad en ella. ¿Y si cojo lápiz y papel y anotamos los pros y los contras?
—Para colmo, Robert tiene que coger el ten.
—Sí, tengo que coger el tren —dijo él, mirando el reloj.