Capítulo diez

Capítulo diez

Llevaba por lo menos cinco minutos mirando el platillo, muy pensativo. Y ni siquiera estaba limpio. Era el del gato. Estaba volcado, en el suelo, fuera de la cabaña. Hubiera sido difícil averiguar si fueron los pies de Veasy o un capricho del gato lo que lo había hecho volcar. No tenía importancia. Se confundía con mis pensamientos, como el color del ciervo se confunde con el del bosque.

El invierno estaba casi agotado, aunque todavía quedaban manchas de nieve en los bosques. El día antes se había despertado el arroyo, al llegar a él las aguas del deshielo El día antes, a gran altura, pasó por encima de la cabaña una avanzadilla de patos del Canadá. Y los patos jamás se engañaban ni engañaban. Cuando pasaban con la cabeza hacia el Norte y la cola hacia el Sur, había llegado la primavera.

Veasy estaba al otro lado del corral, cazando imaginarios ciervos con el arco que yo le había fabricado. En este momento perseguía una pieza. De pronto, hincó una rodilla en tierra, cogió la flecha, tensó el arco y disparó. Luego dio un grito de triunfo. Por supuesto, acababa de cobrar un ciervo de cuatro cuernas, por lo menos, ya que nunca se dignaba cazar animales más pequeños.

Lillian y yo estábamos sentados en sendos troncos a la puerta de la cabaña, sin hacer nada absolutamente, contentos de que hubiera terminado el invierno, de la misma forma que en todo el distrito de Chilcotin, rancheros, tramperos, granjeros, vaqueros, squaws y papooses se hallaban en aquellos momentos sentados a la puerta de sus viviendas, sin hacer nada absolutamente, contentos de que hubiera terminado el invierno.

Aquel invierno no se portó del todo mal. Desde comienzos de enero hasta mediados de febrero cacé trece coyotes, y, si la memoria no me es infiel, se me escaparon cinco. No estaba mal la proporción. Y trece coyotes, traducidos en dólares, sumarían unos ciento treinta dólares. Pero a mediados de febrero, después de veinticuatro horas de viento huracanado, la temperatura descendió a unos valores gélidos que pusieron una costra de hielo en la superficie de la nieve, y los coyotes pudieron reírse en mis barbas. Sólo un idiota o un novato perseguiría coyotes a caballo en semejantes condiciones.

Durante las seis semanas siguientes poca cosa pudimos hacer como no fuera familiarizarnos un poco más con la sierra, pues la leña, como el dinero, nunca estorba, sobre todo cuando el termómetro señala cuarenta grados bajo cero. Pero ahora volvían los patos y el arroyo crecía y el hielo del lago se derretía y el plato estaba volcado en el suelo. Y al pensar en toda el agua que bajaba por el arroyo me acordé del plato. Agua y plato dos cosas que casaban muy bien.

Me levanté y lo cogí y, volviendo al tronco, empecé a darle vueltas entre mis manos. Veasy había dejado la cacería, pues llega un momento en el que todo cazador se siente fatigado. Se acercó a la cabaña y miró el plato.

—¿Lo cazaste? —pregunté.

Él dijo que sí con la cabeza.

—¿Era grande?

La misma respuesta.

—¿Tenía hígado?

—Todos los ciervos tienen hígado.

—Claro. Tengo ganas de comerme un buen plato de hígado de ciervo. Dentro de un rato iremos los dos a desollarlo.

Mi pensamiento volvió al plato.

—¡Papel secante! —exclamé de pronto—. Necesito un pedazo de papel secante.

Lillian levantó las cejas.

—¿Para qué?

—Sé buena chica y tráeme un pedazo de papel secante —dije con impaciencia—. Y un vaso de agua —añadí.

—¿Tinta y pluma? —preguntó al entrar en la cabaña.

—Desde luego que no. Sólo papel secante y agua.

«¡Qué preguntas más tontas hacen a veces las mujeres!», pensé.

Cuando volvió Lillian trayendo lo pedido, rasgué un pedazo de papel secante y lo puse en el fondo del plato. Luego eché unas gotas de agua y puse el plato boca abajo.

—¿Dónde está el agua? —preguntó Veasy al ver que no caía del plato. Veasy no conocía aún las propiedades del papel secante.

Eché más agua, gota a gota. Al cabo, empezó a verse un poco de agua en el plato. Seguí echando hasta que el plato estuvo lleno hasta la mitad. Poco a poco, acabó de llenarse y el agua rebosó.

Miré a Lillian por encima del plato, de la forma en que un maestro de escuela miraría a la clase y expliqué:

—Todos los pantanos que existen en el arroyo son como platos llenos de papel secante, pues absorben el agua y la nieve a medida que cae en ellos. Pero si pudiéramos saturarlos como yo he saturado el secante del plato, las lluvias y el agua procedente del deshielo los llenarían hasta el borde y un buen día el agua rebosaría y volvería a alimentar el arroyo. Fácil, ¿verdad?

—Dicho así, muy fácil; pero…

Lillian negó con la cabeza, como si la realidad no le pareciera tan fácil.

—Olvídate de los peros. Vamos a discurrir la forma de llenar un par de platos, o pantanos. —Me levanté y, haciendo ademán de buscar la navaja, dije a Veasy—: Vamos a desollar el ciervo que mataste y sacarle el hígado.

Pero a Veasy no le interesaba ya el ciervo. Estaba echando agua en el plato y poniéndolo boca abajo.

Desde sus fuentes hasta la desembocadura, el arroyo Meldrum sigue una marcha pausada y a veces parece ir a la ventura. Al salir del lago en el que tiene su origen, viaja hacia el nordeste dando vueltas y vueltas hasta llegar al lago Meldrum, quince kilómetros aguas abajo. Aquí pone rumbo al este y lo mantiene durante otros quince kilómetros antes de verter sus aguas en una cadena de lagos que se extienden de norte a sur. Estos lagos eran los que habían horadado los rancheros para llenar sus acequias.

Al salir de ellos, como si se sintiera ya impaciente por llegar al final del viaje, el arroyo corre hacia el este durante doce kilómetros más y se precipita en el río.

Pero hasta que no está a la vista el Fraser no se advierte cierto desnivel, pues las tierras situadas encima de la cuenca del río son bastante llanas y el arroyo tiene muchos lugares propicios para la construcción de embalses, lugares que los castores supieron aprovechar. Dentro de pocos días, tan pronto como desapareciera del suelo la escarcha, nos convertiríamos en castores de ocasión.

Animados por el espaldarazo del ranchero Moon, nos preparábamos para dar el primer paso vacilante hacia la grandiosa meta de llenar todos los pantanos que fuera posible sin causar perjuicio a nadie. Para mí, el principio del plato y el papel secante no tenía vuelta de hoja, pero había tantos platos y tantísimo papel secante que, por el momento, tendríamos que contentarnos con llenar algunos de los pequeños dejando los mayores para más adelante.

El éxito o el fracaso del plan dependía de que pudiéramos cortar el flujo sin privar a las acequias de la poca agua que pudiera restarles. A primera vista, ello parecía imposible, y tal vez lo hubiera sido de no existir los «platos» y su correspondiente papel secante. Inundando un par de platillos de la cabecera del arroyo, tal vez acumuláramos un agua que, de otro modo, hubiera sido absorbida por algún pantano mayor antes de llegar a las acequias. Y el anegar siquiera un pequeño platillo hasta que rebosara, ¿no supondría acaso una economía de agua en provecho de las acequias? Pronto lo sabríamos.

Para reconstruir la primera presa empleamos la misma táctica que los castores. Del examen de los restos de sus antiguas construcciones sacamos la evidencia de que su hormigón consistía en ramas y barro. Con esto tuvimos bastante. Talamos pinos y abetos de todas clases y formamos con ellos una tupida malla, colocando las copas contra la corriente.

Nuevamente, y contra mi voluntad, Lillian se empeñó en ayudarme a manejar la sierra. Tan pronto se derrumbaba el árbol, ella empuñaba su hacha corta y empezaba a cortar las ramas. En sus buenos tiempos, la presa medía unos ciento diez metros de largo, y su reconstrucción parecía que no iba a terminar nunca.

Después de entretejer una capa de ramas a todo lo largo de la presa, las cubrimos de cieno, después más ramas y más cieno, ramas y cieno, hora tras hora, día tras día. Nos parecía que habíamos talado todo el bosque y acarreado una montaña. Pero al fin terminamos el trabajo y lo que durante tantos años fuera un marjal pronto sería un pequeño lago de más de metro y medio de profundidad. Las ramas que constituían más de la mitad del material que habíamos acumulado en la presa tenían dos finalidades: en primer lugar, nos evitaron transportar más tierra y guijarros y, en segundo lugar, una vez terminada la presa, permitían que el agua se decantara sin poner en peligro toda la estructura. Éste era el principio al que se atenían los castores, y si era bueno para ellos, lo era también para nosotros.

El proceso de anegar cinco hectáreas escasas de pantano es lento y pesado cuando se dispone solamente de un chorrillo insignificante. Nos parecía que el plato no iba a llenarse nunca. Pero al fin su papel secante quedó bien empapado y el agua fue subiendo, centímetro a centímetro, hasta que, a las tres semanas de terminada la presa, empezó a decantarse.

Afortunadamente, el tiempo decidió echarnos una mano. Pocos días después de terminado el trabajo, el cielo se encapotó, empezó a soplar el viento del Sur y vino la lluvia. Durante cuarenta y ocho horas, cayó con intermitencias, ahora una fina llovizna, ahora un diluvio que nos impedía salir de la cabaña. Pero no nos importaba la reclusión. Lillian tenía su costura —nunca parecía ponerse al corriente, y dudo ya que lo consiga algún día—, yo tenía El origen de las especies y Ascendencia del hombre, de Darwin, libro muy apropiado para tener ocupado a cualquier hombre reflexivo durante muchas noches de lluvia, y Veasy tenía la canoa que estaba construyendo con un pedazo de álamo. ¡Ya podía llover! Cuanto más lloviera, mejor navegaría la canoa cuando tuviera que descender por los rápidos.

La lluvia nos incitó a ponernos a trabajar en otra presa de castores un kilómetro más abajo que la primera. Invertimos en el trabajo toda una semana, pues había que rellenar un boquete de ochenta metros de ancho y más de dos metros de alto. Talamos más abetos y transportamos otro par de montañas con ayuda de la carretilla; pero, cuando el trabajo estuvo terminado, unas cuantas hectáreas más de pantano se habían convertido en lago.

Siguieron días de angustiosa ansiedad. Hacía más de dos semanas que habíamos cortado el flujo del arroyo. ¿Se habrían quedado sin agua las acequias? Pronto lo sabríamos. Todo dependía de que alguno de los rancheros o sus hombres subieran a investigar la causa de una repentina escasez de agua.

—No me haría ninguna gracia oír «buum-buum-buum» y encontrarme con que alguien ha volado nuestras presas —dije alegremente, condensando en estas palabras la espantosa incertidumbre que nos consumía.

Pero no se oyó ni un solo «buum». Nadie se acercó a las presas. Las acequias no habían sido afectadas.

En cuanto los pantanos recuperaron el agua, volvieron a producir toda clase de plantas. Las raíces estaban allí, y sólo necesitaban agua para dar señales de vida. A fines de julio, media docena de variedades acuáticas asomaban sus tallos fuera del agua, y ésta adquirió un suave tinte verdoso. De pronto, entraron en escena tres gallinas silvestres conduciendo cada una su recua de polluelos por entre las ondulantes hierbas. Un visón dejó sus huellas en la blanda tierra de la orilla, y las ratas almizcleras empezaron a abastecer sus despensas en los anegados sauces.

Una tarde de principios de agosto, nueve patos silvestres pasaron rozando el techo de la cabaña, río arriba. Vi que inmovilizaban las alas y segundos después oí su chapoteo en el agua.

—Están en nuestro primer embalse —dije—. Vamos a ver si los vemos.

Subimos por la orilla, en fila india. Al acercarnos a la presa, nos pusimos a gatas y con gran sigilo nos asomamos a mirar. Los patos estaban a unos doce pasos, punteando cada una de sus evoluciones con un sordo graznido. Los patos en sí no constituían ninguna novedad. La novedad era que desde hacía más de cincuenta años no habían podido nadar en aquel pantano. Nuestro erial empezaba a dar fruto.