Capítulo veintiuno

Capítulo veintiuno

Llevaba un furor incontenible en el corazón y un juramento en los labios mientras recorría una de nuestras mejores colonias de castores investigando los destrozos que los instintos asesinos del lobo habían ocasionado en ella. Aquí las vísceras de uno, allí unos trozos de la piel de otro… Junto a un álamo recién derribado, encontré más de la mitad del cuerpo de un viejo macho, lo cual me demostró que el lobo estaba ya casi ahíto cuando le hincó el diente a éste.

Pero fue la muerte de la vieja madre lo que avivó mi ira. La infeliz yacía tripa arriba, a menos de doce pasos de la guarida, hinchada y con el pelo lleno de huevos de carónida. Era ya vieja, sí, pero estaba en lo mejor de la edad para tener hijos. De ella habrían podido nacer aún, durante muchas primaveras, camadas de cuatro o cinco cachorros. Pero ahora estaba muerta, de una dentellada de las voraces fauces del lobo. Y el asesino no había comido ni un bocado. Ante mí, uno de los más adustos aspectos de la lucha en los bosques: una hembra de castor sacrificada inútilmente, por lo menos, en lo que a mí se me alcanzaba.

Estábamos a mediados de junio y los álamos y sauces habían sacado ya las hojas. Los lirios y otras plantas acuáticas asomaban sus tallos por encima de la superficie del agua, y en el tejado de la casa de los castores había un nido de gansos recién construido. Estábamos a mediados de junio y en los bosques todo era vida nueva. Yo estaba seguro de que la vieja hembra de castor tenía las ubres llenas de leche cuando el lobo la atacó. De mala gana, me acerqué a la vivienda y me puse a escuchar. Sí, de las profundidades llegó hasta mí el débil gimoteo de los pequeñuelos que se morían de hambre.

Fue entonces cuando levanté la vista al cielo y juré:

—Te mataré, aunque tenga que correr tras de ti hasta el día del Juicio.

Pero era más fácil proferir la amenaza que cumplirla.

A pesar de todo el daño que nos causó durante los cuatro años que duró la guerra, en ningún momento le consideré un enemigo. Él y yo estábamos unidos por un lazo que todos sus crímenes no consiguieron romper: los dos formábamos parte de los bosques, los dos vivíamos de los bosques. Con mis trampas, yo mataba visones, nutrias y ratas almizcleras. Tenía que hacerlo; de lo contrario, mejor habría sido liar los bártulos y salir de allí. No se puede vivir en los bosques mucho tiempo sin matar.

Lo mismo le ocurría al lobo. No podía negarse el placer (o la necesidad) de matar, de la misma forma que un alce no puede librarse de la fiebre del celo cuando llega la época. Era cruel y sanguinario porque así nació, y en las ubres de su madre mamó crueldad y deseos de destrucción.

Durante aquellos cuatro años, encontré a menudo, en el barro o en la nieve, la huella enorme de sus pisadas; pero sólo una vez llegué a verle con vida. Estábamos a mediados de diciembre. Yo iba a visitar unas trampas para visones y nutrias situadas junto a unas fuentes termales que brotaban entre unos abetos, cerca de un pantano poblado de ratas almizcleras. Estos manantiales se dan con cierta frecuencia en los cotos septentrionales, y no se hielan ni siquiera con temperaturas de cuarenta bajo cero. Al borde del pantano me apeé del caballo, lo até a un árbol y crucé a pie sobre el hielo. La escopeta de grueso calibre quedó en la funda del arzón. Colgado del hombro llevaba un rifle del «22» por si encontraba en las trampas algún visón o alguna nutria con vida.

Entre los cañaverales se dibujó súbitamente una forma gris. Era tan grande que, al pronto, pensé que se trataba de algún ciervo. Pero cuando dio media vuelta y echó a correr, comprendí que, por fin, el lobo y yo nos habíamos encontrado, y entre nosotros no había más que ciento veinte metros de hielo. Durante seis segundos, el lobo carnicero me ofreció un blanco ideal; pero el rifle del «22» no tenía suficiente alcance. Habría sido como tirar con honda. Luego, volvió la cabeza y emprendió veloz carrera; no era sino una huidiza sombra gris en la cegadora luz invernal. Me dirigí hacia los cañaverales, para ver qué nuevo crimen había estado cometiendo. No tardé en hallar la respuesta. Habían sido destruidas cuatro viviendas de ratas almizcleras, lo que significaba que cuatro de estos animales habían muerto entre las fauces del lobo.

El total de pérdidas que nos ocasionó durante aquellos cuatro años es incalculable. Algunos de sus crímenes eran de poca monta, desde el punto de vista del lobo, pero a nosotros nos dolían atrozmente.

Como el día en que tropezó con mis trampas del bosque de abetos y devoró dos visones que había en ellas. En aquella época, la piel de visón estaba muy solicitada, y se pagaban hasta cincuenta dólares por cada pieza. De dos mordiscos nos robó cien dólares, y para demostrar que no había malicia de su parte, levantó la pata y orinó a placer sobre las trampas vacías.

Era listo, muy listo. Si yo escondía con todo cuidado tres trampas del cuatro y medio, especiales para lobos, debajo de una capa de agujas de abeto, y dejaba como cebo la cabeza de un ciervo, ¿qué hacía él entonces? Levantar la pata y marcharse a cazar un ciervo por su cuenta. No obstante, si en la trampa había caído un lince o un visón, entonces, sin hacer caso del olor a hierro, se acercaba a ella y devoraba tranquilamente la pieza. Según una tradición india, los indios cultus (malos) que mueren vuelven a la tierra en forma de lobo. Si esto fuera verdad, el que se reencarnó en aquel lobo debió de ser muy cultus. Y astuto. Fuera donde fuera el asesino fantasma, a respetuosa distancia le seguían, por lo menos, seis coyotes. Estos oportunistas dejan que sea el lobo el que mate, mientras ellos, en la retaguardia, se alimentan con las sobras. Mientras el lobo estuvo en nuestro coto, hubo gran abundancia de sobras.

Yo recorría una línea de trampas situada en la orilla del lago Meldrum. El hielo alcanzaba un espesor de veinte centímetros y era transparente como el cristal. Debajo de los cascos del caballo se veían nubes de peces. Afortunadamente, las proyecciones practicadas en las herraduras de mi caballo impedían que el animal resbalara y me tirase.

Una lengua de tierra se adentraba en el lago y en ella se habían acumulado varios centímetros de nieve. En cuanto el caballo pisó la nieve de la península, advertí que en los alrededores se había cometido un asesinato. Lo comprendí al ver las huellas de los coyotes. Antes de salir de nuevo al hielo, tropecé con unas huellas que, comparadas con las de los coyotes, resultaban gigantescas. En cuanto las vi, supe de quién eran.

—Ya ha vuelto a las andadas —dije sombríamente al caballo— ¿qué habrá caído esta vez?

Tan pronto como volví a cabalgar sobre hielo, encontré la respuesta.

Un par de días antes había visto a una pareja de ciervos tomando el sol en una loma, cerca del lago. Todo lo que quedaba de ellos era una mancha roja en el hielo y unos mechones de pelo. La fuerza de la costumbre me hizo tirar siete u ocho cebos envenenados con estricnina sobre la sangre cuajada y taparlos con pelo de ciervo para que no los encontraran las urracas o los gallos y se los llevaran a la copa de algún árbol. Desde que el lobo inició sus incursiones en nuestro coto, yo había adquirido la costumbre de llevar siempre encima cebos envenenados, con la esperanza de que algún día se tragara alguno por distracción.

Di media vuelta y me dirigí al bosque. No tardé en localizar el abeto a cuyo pie tenían su lecho la pareja de ciervos. Sus huellas partían a grandes saltos en dirección al lago. Encima se veían las del lobo. Al llegar al hielo y empezar a resbalar, los venados estuvieron perdidos.

Dos días después volví al lago Meldrum, con la vana esperanza de que el lobo hubiese vuelto al escenario del crimen y engullido algún cebo. A cuarenta pasos, encontré los cadáveres de dos coyotes. Donde se unían el lago y el bosque había un tercero. Pero el lobo no había vuelto. Tal vez se encontrara ya a sesenta o setenta kilómetros; para él no existían las distancias cuando había tan sólo escasos centímetros de nieve en el suelo. Viajaba continuamente de un lado para otro, como si el peso de sus muchos crímenes no le dejara descansar.

Acabé por perder la cuenta de los coyotes que perecieron en las trampas puestas para el lobo. Pero ni por un momento abandoné la idea de hacerle purgar sus delitos.

El cuarto invierno fue de los más crudos que hemos padecido. Inviernos así habremos tenido media docena, y cada uno de ellos dejó en mí una cicatriz. Como de costumbre, el lobo había estado rondando por nuestro coto durante todo el otoño. El día en que mató a un anta al borde de un embalse, yo debía de encontrarme a menos de cien metros de aquel lugar, pues cuando llegué los intestinos de la víctima empezaban a salir por el boquete que él le había abierto en el vientre. Por supuesto, me oyó llegar y puso pies en polvorosa.

Entre Navidad y Año Nuevo empezaron a llegar del Norte unas nubes parduzcas. Una noche, me despertó el silbido del viento. Me levanté de la cama. En aquel momento, supe que nos esperaba un invierno realmente duro. El viento se filtraba por entre los troncos de la casa. Llené la estufa de leña y volví a acostarme, pensando en las trampas y en lo que tardaría en poder ir a visitarlas.

Cuando, por la mañana, salí de la cabaña para ir al establo, el viento del Norte casi me partió por la mitad y la nieve me azotó sin piedad. Cuando sus copos son suaves y blandos, la tormenta pasa pronto. Es la nieve dura y granulada que arrastra el viento glacial la que me preocupa. Nunca se sabe cuándo dejará de caer.

Durante tres días consecutivos, la ventisca persistió sin tregua. A la hora de encender el quinqué, amainaba ligeramente, pero después de cenar la oíamos azotar de nuevo la ventana de la cocina.

El jardín de Lillian estaba cercado por una tela metálica de un metro y medio de alto. Cuando la cerca estuvo casi enteramente oculta por la nieve, decidí salir a inspeccionar unas trampas que había puesto encima de unas presas de castores, al Oeste.

A pesar de la pelliza forrada de piel de cordero, las polainas de piel y los mitones de cuero, quedé casi congelado, mientras recorría los embalses. Cuando salí de casa estábamos sólo a treinta bajo cero, pero el viento me helaba hasta el tuétano. Luché con la tormenta durante ocho crueles horas, pero fui recompensado con dos visones y una nutria. Durante todo el duro recorrido no encontré huellas ni de un solo animal, ni vi a un pájaro. Era como cabalgar por el reino de la muerte.

Cuando dejó de nevar, de la cerca asomaban tan sólo unos centímetros. Las nubes se abrieron y, por la noche, una luna redonda y áspera bañó el paisaje en una luz helada. El aire quedó mortalmente quieto y un frío sordo y penetrante se adueñó implacablemente de los bosques. Los cubos de agua de la cocina se helaron, lo mismo que la leche de la jarra y la mermelada de los tarros. El aguijonazo del frío me hacía toser y vomitar mientras trabajaba a la intemperie. Por la mañana, al entrar en el establo, encontraba a los caballos cubiertos de escarcha y durante la noche oíamos el monótono crujido de la nieve bajo las pisadas de las antas, que trataban de entrar en calor por el simple procedimiento de pasear de un lado para otro. Nuestro termómetro no registraba temperaturas inferiores a cincuenta bajo cero. Durante seis mañanas consecutivas, el mercurio se mantuvo acurrucado en el fondo del tubo. ¿Estábamos a sesenta o a sesenta y cinco bajo cero? No lo sé; pero hubo momentos en que habría jurado que estábamos a ochenta.

Terminaba ya enero cuando, por fin, llegó el chinook, viento cálido del Pacífico, que desplazó la masa de aire polar que durante tanto tiempo había tenido crucificados a los bosques. Durante treinta horas, estuvo entrando aire caliente del océano que lamía la superficie de la nieve humedeciéndola, pero sin conseguir que mermara su espesor. De pronto, con la misma brusquedad con que había llegado, el viento se alejó, las estrellas perforaron el cielo y la nieve empezó a helarse.

—Por la mañana, el hielo estará lo bastante duro para soportar el peso de un coyote de doce kilos —dije a Lillian, intranquilo—, y pasado mañana, el de un lobo grande.

Hubiese podido añadir que no soportaría el de un anta o un ciervo; pero era superfluo, pues Lillian lo sabía.

Aquella noche, mientras llenaba los cubos en un agujero practicado en el hielo, de pronto agucé el oído. El sonido procedía del este. Era un gemido lejano, fúnebre y escalofriante: el himno que entona a la luna, sentado sobre sus cuartos traseros, el lobo de los bosques. Sacudí tristemente la cabeza. La muerte volvía a rondar.

¿Era aquél nuestro lobo? No lo sabía; pero estaba decidido a averiguarlo sin pérdida de tiempo. Los aullidos venían del arroyo bajo, de las inmediaciones de la cabaña pequeña. Cuando los cubos estuvieron llenos, yo sabía ya lo que teníamos que hacer y en cuanto entré en la cabaña lo comuniqué a Lillian y Veasy.

—Por los alrededores de la cabaña del arroyo bajo anda suelto un lobo —anuncié—. Creo que lo mejor que podemos hacer es coger el petate y marcharnos allá a echar un vistazo.

Al advertir que Lillian levantaba ligeramente las cejas, proseguí:

—Por la mañana, habrá sangre en el hielo. Quizá caiga un ciervo, quizás un alce. Tal vez… —me encogí de hombros y, dejando la frase sin terminar, añadí—: Lo mismo nos da estar aquí que allí.

—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Lillian con el ceño fruncido.

—Pasado mañana. En cuanto se haga de día, abriré un camino.

Sabía que no podríamos llegar hasta la cabaña con el trineo si antes no practicaba una senda con los caballos sueltos.

—No me das mucho tiempo para preparar las cosas —se lamentó Lillian.

Tenía razón.

—Si no nos vamos inmediatamente, ese bandido estará ya muy lejos cuando lleguemos allí.

Pues los lobos, como la marea, no esperan.

—Tendré que cocer pan, hacer unas tortas y otras muchas cosas —refunfuñó Lillian—. ¡Cochinos lobos! ¿Por qué no se comportan como es debido?

—Ya lo hacen. Obran de acuerdo con su modo de ser —terció Veasy.

El chico era un realista. Con sus catorce años, sabía recorrer una línea de trampas como un viejo trampero. Raro era el ciervo que se le escapaba cuando él decidía darle caza. Desde luego, Veasy llevaba en sus venas un poco de sangre india que, a veces, salía a la superficie. Sabía encontrar el camino en plena noche y en lo más hondo del bosque, sin estrellas ni sendas de caza. Para Veasy, poner trampas era un medio de vida, y disparar, la forma de conseguir carne. Ambas cosas formaban parte de las tareas cotidianas, como acarrear agua o partir leña. Era un trabajo que había que hacer, y cuanto antes, mejor.

Su intelecto estaba muy desarrollado para sus años. En la edad en que otros chicos todavía leen tebeos, Veasy leía a Karl Marx (aunque discrepara de él). Y, en lugar de perder el tiempo con charadas, se dedicaba a estudiar la Teoría del desarrollo económico, de Lewis.

A los quince años, había matado tres lobos y embolsado la prima de cuarenta dólares que le pagó el Gobierno. Todo coyote que se pusiera delante del punto de mira de su escopeta, estaba muerto en cuanto Veasy apretaba el gatillo. Pero no le gustaba matar. Siendo todavía muy pequeño, el crudo realismo de las enseñanzas de los bosques le hizo comprender que todas las ratas almizcleras muertas por las lechuzas y todos los castores muertos por los coyotes suponían una pérdida para nosotros. No obstante, sabía que todos los animales de presa habían nacido con una finalidad, y cuando mataban a otra criatura «obraban de acuerdo con su naturaleza».

La cabaña del arroyo bajo distaba sólo seis o siete kilómetros de nuestra casa. Él camino que habíamos trazado hasta ella seguía el curso del arroyo, y cuando el hielo de los embalses de los castores era lo bastante grueso cortábamos por allí.

¡Siete kilómetros! Cuando la nieve estaba en buenas condiciones, podía recorrerlos con las raquetas en una hora. No obstante, había de tardar tres días en llegar hasta allí con el trineo. Me puse en camino al salir el sol. Montaba mi caballo y conducía al tronco, con todos sus arneses pero sin trineo; sólo tenían que abrir camino. Los caballos llevaban las patas delanteras protegidas por un grueso vendaje para impedir que la helada costra que cubría la nieve se las hiciera sangrar.

El avance era espantosamente lento, pues los caballos se hundían en la nieve hasta el pecho. A cada paso, me cruzaba con huellas de coyotes y a menos de dos kilómetros de la casa encontré las de un gamo solitario. A barlovento del profundo surco que el venado había abierto en la nieve, se veían las huellas de tres o cuatro coyotes. «Le darán alcance antes de que pueda recorrer ni dos kilómetros.» A aquellas horas habría ya una mancha roja en la nieve, unos cuantos fragmentos de piel y, tal vez, algunas vísceras diseminadas aquí y allá. Y nada más. El venado no tenía escapatoria.

Tardé cuatro horas en llegar a la cabaña. Los caballos estaban cubiertos por una capa de hielo gris cuando los desenganché y los até a un álamo que crecía junto a la cabaña. Los vendajes de las patas estaban hechos jirones; pero no importaba, puesto que el camino ya estaba abierto.

Desprendí de las ratoneras a media docena de ratones, maldije a los que no se habían dejado atrapar, pero habían llenado la casa de inmundicias, encendí la lumbre y me freí seis lonchas de tocino. El tocino estaba colgado de una de las vigas del techo, con un alambre, lejos del alcance de los ratones. El frío me había abierto el apetito, y después de rebañar el plato con unas galletas cracker, el mundo me pareció mucho más agradable y me sentí dispuesto para emprender el regreso.

Pero antes de que pudiera pensar en transportar hasta la cabaña toda la carga que necesitaríamos —forraje para los caballos y mantas para nosotros— tenía que apisonar la senda con los caballos delanteros. Esta operación me llevó casi todo el segundo día. De manera que declinaba ya el tercer día cuando los cansados caballos se detuvieron ante la cabaña del arroyo bajo y empezamos a descargar el trineo.

A finales de octubre, maté un anta a unos dos kilómetros de la cabaña. Después de descuartizarla y cargar la carne en los caballos, deliberadamente esparcí cebos envenenados alrededor de las vísceras del animal, esperando engañar a algún lobo o coyote.

Lo que ahora me llevaba a la cabaña era la remota posibilidad de que el hambre hubiera impulsado al lobo a devorar los restos y, de paso, algún cebo envenenado.

Aquella noche, el tiempo se puso de mi parte. Cayeron dos centímetros de polvillo de nieve que, al día siguiente, me permitirían descubrir huellas bien dibujadas. Estaba seguro de ir más ligero con las raquetas que a caballo, de manera que suavicé las correas con grasa de coyote, me eché al macuto los bocadillos de carne que Lillian me había preparado y me lancé a los bosques, con el rifle bajo el brazo y una esperanza en el corazón. La costra de hielo que cubría la nieve era dura como el cemento, y yo podía desarrollar una velocidad de cinco kilómetros por hora.

Al acercarme al lugar en el que cacé el anta, aflojé la marcha; por los alrededores se veían muchas huellas de coyotes. Poco quedaba de las vísceras del anta. Los coyotes escarbaron en la nieve y se las comieron. No perdí tiempo buscando coyotes muertos. A unos cien metros del lugar, se levantaba una pequeña loma en la que crecía un abeto solitario. Yo sabía que los lobos son aficionados a esta clase de observaciones, desde donde pueden contemplar lo que sucede alrededor. De manera que me subí a la loma.

Estaba llegando a la cima cuando me detuve bruscamente. Aquellas huellas no eran de coyote.

—¡Lobo…! —dije lentamente.

Ahora conocía su rastro tan bien como el de mi propio caballo. Por ahí había pasado el lobo que me había robado mis castores, el mismo que matara a infinidad de ciervos y antas, el mismo que devoraba los animales que encontraba en nuestras trampas. Estuvo echado al pie del árbol el tiempo suficiente para fundir con el calor de su cuerpo la costra de hielo que cubría la nieve. Sabía dónde estaban los restos del anta; pero se guardó bien de acercarse a ellos. ¡Oh, era taimado y sospechaba de todo lo que no acabara de matar por sí mismo!

Di la vuelta a la loma y encontré sus huellas hacia el norte. Cruzó un prado, se metió en un bosque de abetos tan espeso como el pelaje del lince, escaló un cerro desnudo, bajó por la vertiente opuesta y, de repente, torció hacia el este por entre un bosque bastante claro. En él se detuvo y se tendió en la nieve.

A cincuenta pasos de distancia, un ciervo solitario había abierto un surco en la nieve. Desde donde estaba, distinguía, a ambos lados del surco, unas finas líneas rojas. La costra de hielo hacía sangrar las patas delanteras del animal.

El lobo se acercó al rastro del ciervo y husmeó la sangre. Luego echó a correr, manteniéndose a barlovento de las huellas. Había comenzado la desigual contienda.

Al llegar a un enorme pino, pude leer con claridad las huellas del perseguido. Se trataba de un macho o de una hembra de gran tamaño. Los saltos del lobo se alargaban y, un kilómetro más allá, encontré el lugar en el que se había producido el desenlace. El lobo apretó la marcha. El ciervo daba unos saltos de siete metros. Los pasos del lobo se alargaron todavía más. El fugitivo empezó a tambalearse. El lobo desarrollaba la máxima velocidad.

El perseguidor alcanzó a su presa al salir del bosque, junto a un montículo de nieve. El ciervo debió de morir de miedo y fatiga antes de que el lobo le partiera el hígado del primer mordisco. Por lo menos, yo preferí creerlo así.

El lobo se había comido el corazón y el hígado de su víctima, después esparció los intestinos sobre la nieve y engulló casi todo un cuarto trasero. Ello me indicó que no era ésta su primera cacería desde que se helara la nieve. Un lobo verdaderamente hambriento puede comerse un ciervo de una vez.

Saqué la conclusión de que el ciervo había muerto al amanecer, por lo que el lobo me llevaba por lo menos cuatro horas de ventaja y tal vez se encontrara ya a más de veinte kilómetros. Pero tenía toda la tarde por delante, por lo que me comí los bocadillos, chupé un poco de nieve e inspeccioné las raquetas. A continuación, reanudé la marcha.

El lobo había permanecido debajo de un árbol cosa de una hora y luego había reanudado la marcha hacia el Este a un trote ligero.

—Si se mantiene en esta dirección, irá a salir a los Grandes Lagos —calculé en voz alta.

Los Grandes Lagos, que abarcaban una extensión de nueve kilómetros de longitud, constituían el límite oriental de nuestro coto.

Al acercarme a los lagos, advertí gran cantidad de huellas de antas. Las orillas de los lagos estaban pobladas de sauces y las antas quedaban acorraladas. Aunque algunas de las huellas eran bastante recientes, el lobo no les prestó la menor atención y siguió viaje hacia el Este.

Tenía ya los lagos casi a la vista cuando salí a una estrecha senda abierta por mí en un espeso bosque de abetos para que nuestros caballos pudieran recorrer con facilidad una línea de trampas situada en la orilla. Coyotes, zorros y algún que otro lobo solían viajar por esta senda, por cuyo motivo, a finales de otoño, puse en ella varios cepos. Estaban situados al pie de árboles frondosos y, por mucho que nevara, no quedarían fuera de servicio.

Al acercarse a los lagos, el lobo aflojó el paso. Observé que se había tumbado en la nieve y luego había seguido su camino. Al borde del hielo, volvió a detenerse, y yo me pregunté: «¿Qué pensará hacer ahora?» Luego, cuando examiné la nieve con detenimiento, exploté: «¡Maldito asesino!»

Negros mechones de pelo estaban esparcidos por el hielo en el que se veían también gran cantidad de manchas de sangre, como si media docena de antas y otros tantos lobos hubieran reñido encarnizada batalla. Después pude comprobar que los contendientes eran sólo dos: un becerro de anta y un lobo.

El lobo había estado jugando con el anta como juega el gato con el ratón. Y con el estómago repleto. No me habría indignado si el lobo hubiese estado realmente hambriento. Pero había ya comido ciervo hasta saciarse.

Los mechones de pelo y las manchas de sangre contaban la sórdida historia de lo que había ocurrido después. El anta se disponía a cruzar el hielo cuando el lobo le cerró el paso. El asesino la empujó hacia el interior del lago, acosándola. Y cuando le apetecía, el lobo se abalanzaba sobre su víctima y la hacía sangrar. No le habría costado el menor trabajo rematarla en el lago; pero prefirió prolongar la agonía de la pobre anta y su propia diversión. Mientras seguía las huellas de los dos animales, observé que el lobo se había tumbado a descansar, permitiendo que el anta ganara la orilla. Estudié un momento el hoyo que su cuerpo dejara en la nieve. Me lo imaginaba allí tumbado, con una diabólica sonrisa. Y pensé: «Sabes que el anta no puede ir muy lejos. Ahora dejarás que se meta en el bosque y entonces desencadenarás otra ofensiva.»

Me adentré en el bosque, pegado a las huellas del anta. Al poco rato, observé las del lobo, que a grandes saltos se le había acercado. Las huellas me llevaron por entre densos bosques de sauces y claros bosques de chopos. Pronto llegaría a los abetos a cuyo pie se encontraban mis cepos. Me metí por el sendero, siempre siguiendo las huellas y, al mirar hacia delante, me detuve bruscamente. Los ojos parecieron querer salírseme de las órbitas y el corazón me latió más aprisa.

—¡El cepo! —grité, sorprendido y excitadísimo—. ¡Ha caído en el cepo! —Entonces el enorme cuerpo gris que se balanceaba a un extremo del lazo pareció moverse—. ¡Está vivo! —murmuré en voz alta. Inmediatamente, puse un cartucho en el rifle y apunté. Luego, al darme cuenta de mi tontería, bajé el arma—. Está más muerto que un salmón ahumado —concluí.

Fue el ligero balanceo del árbol al que estaba atado el bastón del resorte lo que hizo mover el cuerpo.

Entonces divisé el anta, tendida en la nieve, a unos diez metros del cepo. Por un momento, me olvidé del lobo y me acerqué a su maltrecha víctima. Aunque conservaba todavía un soplo de vida, nunca podría volver a levantarse, por lo que apoyé el cañón de mi fusil detrás de sus orejas y apreté el gatillo. Era mejor así.

De nuevo, me volví a mirar al lobo. Calculé que pesaría unos cincuenta kilos. Desde luego, era el más grande que viera en mi vida. Lentamente, me puse en cuclillas, mientras trataba de averiguar cómo había podido dejarse atrapar. Normalmente, nunca hubiera metido la cabeza en aquel cepo, por muy bien disimulado que estuviera. Tal vez tanto había ido el cántaro a la fuente… Obcecado con la idea de dar alcance al anta, el lobo se había precipitado en la trampa sin tiempo de olfatearla. Su frenética sacudida había soltado la palanca que sujetaba el palo de ocho metros al que estaba sujeto el cepo. Al levantarse el palo, el lobo quedó colgado y, a pesar de sus desesperados esfuerzos por librarse de aquella garra que le asfixiaba, el lazo que, como el mismo lobo, nada sabía de compasión, no soltó su presa.

Así murió el lobo. Fue durante toda su vida un asesino y murió como tal. Entretanto, el viento soplaba tétricamente entre los árboles, y la luna, en su cuarto creciente, se asomaba a mirar al bosque, burlona, curiosa y callada.