Capítulo veintiocho
Capítulo veintiocho
Cuando llegó el momento de la separación, no nos produjo sorpresa ni conmoción. Lo habíamos estado esperando desde que Veasy adquirió el hábito de interrumpir lo que estaba haciendo para quedarse con los ojos fijos en el horizonte, detrás del cual había lugares que él deseaba conocer.
Aunque Lillian y yo rara vez hablábamos de ello, sabíamos que los bosques no podían retener a Veasy para siempre, que algún día se marcharía, por lo menos durante algún tiempo, para ver con sus propios ojos lo que sucedía al otro lado de las montañas. Y yo sabía, y Lillian también, que cuando él tomara la decisión de marcharse, ninguno de los dos haría nada por desviarle de su propósito.
A fines de octubre de 1951, Veasy se decidió. Los lagos y pantanos estaban helándose a marchas forzadas. Yo calculaba que con un par de noches de buenas escarchas, el hielo sería lo bastante sólido para que pudiéramos andar sobre él y empezar a señalar las guaridas de las ratas almizcleras. Estábamos en la sala, escuchando el boletín de noticias de la noche. Muchas de las noticias se referían a la guerra de Corea. Si uno oye hablar demasiado de la guerra, las noticias de las batallas que se ganan o se pierden dejan de causarle impresión. Naturalmente, siempre que en esas batallas no intervenga nadie de su misma sangre. Cuando terminó el boletín, me puse a buscar música, pero Veasy dijo bruscamente:
—¿Te importaría cerrar la radio unos minutos?
Hice lo que me pedía, mientras le miraba fijamente. La voz cavernosa de una cantante de blues transmitida desde San Francisco, se apagó como si la dama hubiera caído muerta ante el micrófono.
—¿Qué sucede, hijo? —le pregunté.
En voz baja, aunque firme, respondió:
—¿Crees que tú y mamá podríais pasar sin mí una temporada?
Con un movimiento casi imperceptible, Lillian se irguió levemente en su silla. Cruzó las manos sobre el regazo y volvió los ojos hacia la ventana. Si la consabida aguja hubiera caído al suelo, sin duda la hubiéramos oído caer. Después de una pausa, dije con estudiada indiferencia, conteniendo mi inquietud:
—¿Por qué no? —Y, procurando controlar la voz, pregunté a continuación—: ¿Por cuánto tiempo?
—Tres años, quizá.
Y el modo con que Veasy lo dijo me indicó que lo tenía todo bien pensado y no cabía discutir. De manera que guardé silencio, para darle tiempo de que nos contara lo que quería hacer y dónde pensaba ir.
—Me gustaría dejar estos bosques durante una temporada si tú y mamá pudierais prescindir de mí. —Y, lentamente, añadió—: He pensado alistarme en el Ejército.
Lillian apretó los labios y me miró. Yo traté de rehuir su mirada. De manera que pensaba alistarse… Involuntariamente, sacudí la cabeza. Después de la completa libertad que había disfrutado en los bosques, Veasy no podría sentirse a gusto en el Ejército, obrando siempre bajo las órdenes de otras personas. No obstante, iba a cumplir veintitrés años, podía acertar en un ojo a un ciervo que estuviera a cien metros y si quería alistarse era cuenta suya y de nadie más. Miré a Lillian. Sus ojos seguían fijos en mi rostro. Tal vez su cerebro estuviera sumido en el caos; pero no se le notaba.
—¿Cuándo piensas marcharte? —pregunté serenamente, como si se tratara de ir al arroyo Riske a por el correo.
—¿Estás seguro de que no me necesitáis? —insistió él.
—Desde luego. —Y, mirando a Lillian para que corroborase mis palabras, pregunté—: ¿No lo crees así?
—Desde luego.
Ella procuró decirlo con indiferencia, pero no pudo evitar que se le trabara la lengua.
—En tal caso, me marcharé en cuanto podáis acompañarme a Williams Lake —dijo Veasy, en tono decidido—. Supongo que tendré que ir a Vancouver para alistarme.
Y así se deshizo la unidad, como todos sabíamos que algún día había de deshacerse. El 31 de octubre, los tres fuimos en el jeep a Williams Lake. Una fina capa de nieve cubría el suelo, la suficiente para permitirme distinguir las huellas de los coyotes y comadrejas que había junto al camino. Existía un servicio de autobuses entre Vancouver y las remotas localidades de la región del Norte y nosotros nos dirigimos a la estación de Williams Lake. Estuvimos hablando de cosas intrascendentes hasta que el conductor del autobús se sentó al volante. Había llegado el momento de separarnos. Nos despedimos de Veasy, bajamos del autobús y estuvimos contemplando el coche hasta que desapareció en una curva de la carretera.
Disimuladamente, observé a Lillian. Tenía los dientes apretados y estaba muy pálida. Con un gesto rápido, puso su mano dentro de la mía. Estaba muy caliente y húmeda. Y como yo sabía que sería mejor que brotaran las lágrimas, le dije suavemente:
—A veces es conveniente dar rienda suelta al llanto.
Y esto fue lo que hizo. Subió al jeep, se sentó y dejó correr las lágrimas.
Yo me situé detrás del volante y puse el motor en marcha.
—Eso te hará bien. Pero guárdate unas cuantas. Las necesitarás cuando vuelva, ¿no?
Ella se enjugó las lágrimas con el pañuelo, recobró el aliento y dijo:
—¿Qué te hace pensar que ha de volver al coto?
Yo solté una falsa carcajada.
—¿Es que no vuelven todos a los bosques? Tú espera y verás. Se enrolará en el Ejército, verá un poco de mundo y al cabo de una temporada se cansará de todo aquello y sentirá deseos de volver. A muchas de las criaturas que se crían en los bosques les entra ese hormigueo y tienen que marcharse, pero casi todas vuelven. Ahora, tú y yo nos iremos a casa.
El coche arrancó. Fuimos en silencio unos diez kilómetros. Luego, al llegar a una subida bastante pronunciada, cambié la marcha y dije, pensativo:
—Ahí tienes, por ejemplo, a los azulejillos. Cada primavera, una pareja construye su nido en los aleros de nuestra casa. Luego, los pequeños salen del cascarón y al poco tiempo los ves posarse en las ramas de los álamos todavía sin saber utilizar las alas como es debido, mientras los padres les llevan la comida en el pico. Pero cuando han aprendido a volar tienen que salir a buscar el sustento por sí mismos. —Llegamos al collado y volví a cambiar la marcha—. Después, a mediados de septiembre, todos los azulejillos se marchan hacia el sur y parece que no van a volver. Pero vuelven, ¿verdad? Cuando llega la primavera, allí los tenemos de nuevo, y bien satisfechos de estar otra vez en los bosques. Lo mismo ocurre con los patos y los petirrojos. Todos se marchan y todos vuelven. Muchas criaturas de los bosques tienen que marcharse algún día, pero no para siempre. Tarde o temprano, vuelven. Veasy volverá también. Tendremos que pasarnos sin él durante una temporada; pero él volverá. Ya lo verás, Lillian, ya lo verás.
Naturalmente, le echamos de menos. Y de muchas maneras. A veces, al poner la mesa, Lillian sacaba maquinalmente tres cubiertos. Luego, con un gesto impaciente, volvía a guardar uno de ellos. Le echábamos de menos, atrozmente, por las noches, cuando nos sentábamos en el cuarto de estar, sin ganas ni de poner la radio, pues sabíamos que si lo hacíamos no tardaríamos en oír alguna música de las que Veasy tarareaba o silbaba mientras trabajaba. Incluso las huellas de alguna marta pasaban casi inadvertidas. Hasta entonces, cada vez que veíamos las huellas de una marta, hablábamos de ello largamente por las noches, pues las martas eran los animalitos más valiosos del coto. Una marta pequeña y de piel fina reportaba, por lo menos, cien dólares, y podía alcanzar incluso ciento veinticinco. De modo que cada vez que encontrábamos huellas, Veasy y yo trazábamos nuestros planes estratégicos para decidir dónde situar las trampas y poder coger la marta la próxima vez que pasara por allí. Lillian solía darnos también algún que otro consejo, quizá para recordarnos que ella también sabía cazar martas. En realidad, en una ocasión cayó uno de estos animales en las trampas de Lillian y la piel fue subastada por ciento veinte dólares. Para hacerla rabiar, yo le decía que fue un caso de suerte de principiante.
—Sabes perfectamente que lo que tú pretendías coger era un visón y ni siquiera se te ocurrió pensar que atraparías una marta. ¿Me equivoco?
Ella rehuyó la pregunta, diciendo:
—Lo cierto es que la cogí, ¿no?
Y puesto que en aquel momento estaba clavando la piel en una tablilla, no pude discutírselo.
Pero ahora, sin Veasy, hasta las huellas de marta nos dejaban indiferentes. Si yo hacía algún comentario, Lillian se limitaría a mover la cabeza, y si decía algo sería con indiferencia, como si no le importara un ardite que yo atrapara o no el bicho.
Éste era también mi estado de ánimo cuando llegó el momento de marcar las guaridas de las ratas almizcleras. Empecé por el lago Pellejo. Las guaridas eran tan numerosas que continuamente tenía que cortar haces de varas para señalarlas. De vez en cuando, levantaba la cabeza y miraba alrededor, esperando ver a Veasy a través de los juncos, al otro lado del río, clavando también sus varas, pues yo me ocupaba siempre de una orilla del lago o pantano y Veasy de la otra. Pero ahora estaba solo y no tenía por qué buscar a Veasy. En el lago no había nadie más.
A poca distancia del lago había un bosquecillo de abetos y a pocos metros un árbol de metro y medio de circunferencia, con más de doce centímetros de corteza y ramas recias y caídas. Debajo del árbol se veían unas cuantas ramas arrancadas por el viento o por el peso de la nieve. Até el caballo cerca de aquel árbol porque allí era donde los atábamos Veasy y yo cuando íbamos a marcar las guaridas de las ratas. Después de consultar al sol y al estómago, decidí que había llegado la hora de comer. Dejé las varas en el hielo y me dirigí hacia el abeto para encender el fuego. Al llegar junto al árbol, busqué con la mirada un trozo de madera bien seca para hacer virutas. Mis ojos tropezaron con un clavo incrustado en la dura corteza del árbol. Del clavo colgaba todavía un pedazo de correa, aunque no me explico por qué no se la habrían comido las ardillas o las ratas. En aquel momento me pareció estar viendo a Veasy debajo de aquel árbol, desollando una rata almizclera colgada de la correa por el rabo. Cuando cazábamos en el lago Pellejo, Veasy conseguía desollar media docena de ratas mientras yo fumaba un cigarrillo después del almuerzo.
Durante una fracción de segundo, le vi allí, trabajando; luego, desapareció. En aquel momento se oyó el aullido triste y lastimero de un lobo. El lobo debía de estar muy lejos, quizás a más de veinte kilómetros. La voz de los lobos recorre grandes distancias si el día es tranquilo. Tenía en la mano la clase de madera apropiada para encender el fuego y estaba registrándome los bolsillos en busca de la navaja cuando el lobo empezó a aullar. Cuando se apagaron sus lamentos y volvió a hacerse un agobiante silencio, tiré la madera y murmuré:
—¡Al diablo! ¡Me voy a casa!
Sin detenerme a pensar en las guaridas que quedaban aún por señalar, monté a caballo y me dirigí hacia casa a buen trote.
Lillian me miró sorprendida cuando, dando grandes zancadas, entré en su cocina.
—No te esperaba tan pronto. ¿Es que este año no hay ratas en el lago Pellejo?
—Más que nunca. —Y, con cierta timidez, expliqué—: Estaba todo tan solo… De vez en cuando, sin darme cuenta, empezaba a buscar a Veasy.
Lillian asintió con la cabeza.
—A mí me ocurre lo mismo. Todo parece distinto no estando él. A veces también yo me olvido… —Se interrumpió durante un momento, sonrió levemente y prosiguió—: Esta mañana empecé a hacer un pastel de ciruela. A Veasy le gustan mucho mis pasteles de ciruela. Tú, en cambio, apenas los pruebas. Y me puse a cortar ciruelas antes de darme cuenta de que estaba haciendo algo que no serviría de nada.
—Tampoco serviría de mucho que yo marcara muchas guaridas —dije malhumorado—. Lo único que haré será poner unas cuantas trampas para visones en el arroyo y para martas y linces en el bosque. A finales de marzo, siempre podremos coger dos o trescientas ratas, cuando se haya fundido la nieve que cubra el hielo y podamos ver las guaridas sin necesidad de marcarlas. No tiene ningún sentido que me parta el pecho buscando pieles, si no…
—¿Se pueden recorrer a caballo las líneas de trampas para visones? —me interrumpió Lillian.
—Mientras la nieve no tiene mucho espesor, sí. Luego es más fácil recorrerlas con las raquetas.
—Entonces, mientras no haya mucha nieve, iré contigo —declaró Lillian.
Lo primero que supimos de Veasy fue que era soldado del Real Regimiento Canadiense de Ontario. Había firmado por tres años. Y Ontario estaba a miles de kilómetros de Meldrum Lake, Columbia Británica. De vez en cuando, nos mandaba una carta y, cada vez que nosotros podíamos ir al arroyo Riske, yo le escribía contándole cosas de los bosques. Lo que no le dije fue que aquel invierno no había señalado muchas viviendas de ratas ni que sólo tendría veinte o treinta trampas para visones en los pantanos de los castores, o sea, la mitad de las que debería tener.
No volvimos a ver al muchacho hasta la Nochebuena del año 1952. Entonces le dieron siete días de «permiso de embarque», como decía en su carta. ¡Embarque! Esta palabra removió mi memoria. En la primera guerra mundial, dos de mis hermanos estuvieron en los cráteres de Passchendaele y en los baños de sangre del Somme. Uno de ellos murió en combate pocos días antes del armisticio de 1918. Yo sabía lo que quería decir «embarque» y esta palabra tenía un acento siniestro e inquietante.
—¿Qué quiere decir permiso de embarque? —preguntó Lillian.
Y como sabía que no serviría de nada andarse por las ramas, le dije claramente que Veasy iba a ser embarcado.
—Tal vez lo manden a Alemania —apunté animadamente—. Seguramente su regimiento irá a relevar a otras tropas canadienses. —Miré nuevamente la carta, fingiendo leerla, y añadí con forzada seguridad—: Sí, irá a Europa. Le hará mucho bien ver un poco de Inglaterra, Francia y Alemania. Será para él como unas vacaciones.
Pero había tropas canadienses en otros países, además de Alemania, entre ellos Corea.
Lillian se puso un delantal limpio y empezó a subirse las mangas.
—¿Qué vas a hacer? —pregunté arqueando las cejas.
—Cocer un par de pasteles de ciruela.
Fuimos con el jeep al arroyo Riske a buscarle la víspera de Navidad. Aquel diciembre de 1952, el invierno mostró una desusada clemencia. En los caminos apenas había veinte centímetros de nieve, y en los llanos del lago de la Isla no había ni un solo ventisquero. El aire era tan limpio y transparente como el agua que brota del musgo en primavera. Estábamos a diez bajo cero y los neumáticos del coche crujían agradablemente al surcar la nieve. Lillian había invertido una hora en arreglarse. Se había puesto el traje gris que sólo en ocasiones especialísimas salía del armario. Hacía tres o cuatro años, Veasy había cogido en sus trampas tres comadrejas de gran tamaño, las tres de inmaculada blancura, salvo la punta de la cola, negra. Las mandó a un peletero para que las transformara en una estola que luego regaló a Lillian. De los cientos de comadrejas que habíamos cazado, estas tres, al decir de ella, eran las más hermosas. Aquella mañana, la estola de piel de comadreja adornaba el cuello de Lillian.
Yo me entretuve sacudiendo el polvo de los asientos del jeep y limpiando el parabrisas. Entré y salí de la casa varias veces, golpeando el suelo con el pie y lanzando elocuentes miradas al reloj. Por fin, dije con impaciencia:
—¿Estás arreglándote para ir a ver a la reina?
—No querrás que vaya a recibir a Veasy hecha una facha, ¿verdad? —replicó.
—¡De ninguna manera! —dije con vehemencia.
Cuando llegamos al arroyo Riske, Veasy estaba esperándonos. Tuve que mirar dos veces para asegurarme de que era él realmente aquel elegante joven vestido de uniforme.
—Te sienta bien el caqui —le dije a modo de saludo.
—Prefiero el mono —respondió suavemente.
Y había en sus palabras un acento de gran sinceridad.
Luego entré apresuradamente en el almacén, no porque tuviera que despachar ningún negocio urgente, sino porque pensé que Lillian querría tener a Veasy para ella sola, por lo menos durante un par de minutos.
Al poco rato cruzábamos los llanos del lago de la Isla. Veasy iba al volante, pues manejaba el jeep mejor que yo.
—¿Te mandan a Europa? —le preguntó bruscamente.
—No. —Un largo silencio y, de pronto—: Corea —dijo brevemente.
Esta palabra se nos clavó en el corazón.
Siete días de permiso de embarque; pero a contar desde su salida de la base de Ontario. Había invertido tres de aquellos preciosos días en el viaje hasta el arroyo Riske, y necesitaría otros tres para volver a la base, por lo que sólo permanecería en casa un día entero. Pero ese día era Navidad, el mejor del año. A mi entender, habíamos tenido mucha suerte de que pudiera pasar con nosotros aquella Navidad antes de salir hacia Corea. A Lillian y a mí, Corea se nos antojaba un país espantosamente remoto y bastante terrorífico.
El día de Navidad, por la mañana, Veasy y yo dimos un largo paseo por el hielo del lago Meldrum.
—Calculo que este año hay en el lago una docena de colonias activas —le dije—. ¿Qué te parece si fuéramos a contarlas?
No es que me interesara contar las guaridas, sino que sabía que a Lillian le gustaba quedarse sola la mañana de Navidad, para guisar más a gusto. Si nos quedábamos en casa y entrábamos de vez en cuando en su cocina y empezábamos a levantar tapaderas y a darle algún que otro consejo gratuito, ella gruñía:
—¡Qué sabéis los hombres de la comida de Navidad! ¿Por qué no os marcháis a poner algunos cepos a los conejos o una trampa para ver si cazáis a ese coyote que ha estado aullando durante toda la noche?
Por la noche, nos sentamos alrededor de la radio para escuchar un oficio religioso retransmitido desde Vancouver. A Lillian le gustaba la música de órgano y en aquella ocasión acompañaba al órgano un coro de verdad. Y teníamos el estómago tan repleto de pavo, pudding de ciruelas, pastel de carne y dulces que nos hubiera costado un gran esfuerzo mantener una conversación.
Yo me tumbé en el sofá y entorné los ojos. Recorrí con el pensamiento las veintidós Navidades que habíamos pasado en el corazón de los bosques. Todo era paz y sosiego en la habitación y la música religiosa llegaba hasta nosotros suave y apagada. El gato subió al sofá y se tumbó a mi lado, roncando de satisfacción. También él tenía la tripa llena de pavo. Spark, nuestro perro de El Labrador, estaba echado junto a la estufa, con el hocico entre las patas. Me pregunté cómo podría el animal soportar tanto calor. El estómago de Spark estaba lleno de carne de anta, pues los perros prefieren el anta al pavo, incluso en Navidad. Veasy estaba hojeando un libro que Lillian le había regalado.
¡Veintidós Navidades…! Parecía imposible que hubiéramos pasado tantos años en los bosques. Abrí los ojos, paseé la mirada por la habitación y me quedé contemplando a Lillian. Estaba sentada en una butaca al lado de la radio, con los brazos cruzados, escuchando el oficio. Y al mirar a Lillian me di cuenta de que realmente había pasado mucho tiempo. Sólo todos aquellos años habrían podido poner aquellas líneas en su rostro y aquellas vetas grises en sus cabellos. «¡Vaya! —pensé—. ¿Y quién eres tú para fijarse en las canas de Lillian? Tú vas a tener pronto el pelo tan gris como el tejón.» Y a no tardar tendría que ponerme gafas. El otoño último no vi a un ciervo que estaba inmóvil a menos de cien metros. No lo vi hasta que dio media vuelta para marcharse. Cuando llegamos a los bosques, lo hubiera visto aunque hubiese estado detrás de unos matorrales. Lillian encanecía y yo también. Y en primavera tendría que ir a ver a un óptico y él tal vez me diría por qué no pude ver a un ciervo que estaba observándome, inmóvil.
Veintidós años es mucho tiempo para haberlo pasado en los bosques, aislados del resto del mundo. Pero, aparte las canas y aquella incipiente miopía —señales que los años nos habrían dejado también si hubiésemos vivido en cualquier otro sitio—, el tiempo había sido benévolo con nosotros. Él no nos debía nada; nosotros a él, muchas cosas. Y ni uno solo de aquellos años había sido estéril; no había más que pasearse por los pantanos contando las guaridas ocupadas por los castores para convencerse de ello. Volvieron a cerrárseme los ojos. El órgano dejó de tocar y empezó a hablar el predicador, en tono grave y solemne. Su voz tenía una cadencia que adormecía. Spark se apartó de la estufa unos pasos y se tumbó nuevamente. El gato se desperezó. Corea, Veasy marchaba a Corea. ¿Por qué tenía Veasy que ir a mezclarse en las disputas de aquella gente? ¿Por qué no vivía todo el mundo en paz, como se vivía en Meldrum Lake?
—… y Nuestro Señor Jesucristo…
Las palabras del predicador se mezclaban con mis pensamientos. Veintidós años, y Nuestro Señor Jesucristo nunca dejó de protegernos. Y también protegería a Veasy cuando estuviese en Corea. Nuestro Señor Jesucristo se ocuparía de que Veasy nos fuera devuelto sano y salvo. De esto estaba seguro.