Capítulo once
Capítulo once
¡Crack! ¡Crack! ¡Crack! A pesar de que los disparos sonaron lejos, me hicieron ponerme rígido en la silla, tirar de las riendas y mirar hacia el Norte con ansiedad.
—Disparos de rifle —musité intranquilo—. Han sido efectuados con una carabina «30-30».
Cuando el eco se apagó, Lillian y yo nos miramos, sorprendidos e intranquilos. Sin duda habían sido disparados contra algún alce o algún ciervo; pero ¿quién estaría cazando en nuestro coto esta mañana de principios de primavera?
El sol de la mañana cabalgaba todavía en las copas de los árboles. La hierba tenía un aspecto triste y ajado, por efecto de la escarcha; pero antes de media hora el sol pondría vida en cada brizna. Un petirrojo tocaba diana en la cima de un viejo tronco y media docena de gallos silvestres empezaron a tamborilear con el pico en los troncos endechas de amor a las gallinitas.
Momentos antes, yo iba tranquilo en la silla, aguzando el oído a los sonidos naturales del bosque, registrando la espesura con los ojos, en busca de algún huidizo venado; pero ahora, después de oír aquellos rápidos disparos, sentía el aguijonazo del desasosiego.
—¡Indios! —exclamé—. Pero no habrían llegado tan lejos de sus reservas sólo para cazar carne. ¡Buscan pieles!
En teoría, es tan sencillo como el abecé. Tienes setenta y cinco mil hectáreas de bosques, el noventa y ocho por ciento de las cuales, nunca —ni hoy, ni mañana, ni dentro de cien años— será surcado por un arado, pues la tierra es tan dura que jamás producirá otra cosa que las matas, las hierbas y los árboles que aquí puso Dios al principio; setenta y cinco mil hectáreas a las que el hombre, cuando buscaba tierras que cultivar, sólo dedicó una distraída ojeada antes de seguir su camino. Estos arroyos, lagos y bosques contenían cierta riqueza; pero pronto se agotó. Y esta riqueza eran sus animales.
Claro que teóricamente parece sencillo. Puesto que todos los animales se reproducen en las orillas de lagos y ríos, conservando el agua se mantiene el ambiente adecuado para la reproducción de todas las especies. Así lo comprendimos desde el principio. Tal vez consiguiéramos reconstruir lo que otros habían destruido. Muy sencillo. Pero la senda de la teoría está interceptada por los obstáculos de la realidad. Una cosa era restaurar la vivienda de los animales y atender a su cría hasta el momento en que su número permitiera una prudencial explotación de esta riqueza y otra muy distinta evitar que vinieran otros a recoger lo que tanto nos costara sembrar.
Aunque, según las disposiciones que regulan la caza en el territorio de Columbia Británica, está prohibido cazar animales de buena piel más allá de los límites del propio coto, resulta difícil aplicar estas disposiciones, sobre todo en un país en que un solo guarda de caza debe abarcar una jurisdicción de más de trescientos kilómetros de Este a Oeste, por unos ciento cincuenta de Norte a Sur, cual es la meseta del Chilcotin.
Y esta extensión está cubierta de bosques interminables por los que se puede cabalgar durante semanas y semanas sin encontrar a un solo ser humano —sólo sendas de alces, ciervos y conejos—, entonces nada más sencillo que quebrantar las disposiciones sobre la caza.
Es cosa fácil demostrar que uno es dueño de una vaca o un caballo que ha sido debidamente marcado; pero resulta imposible marcar a los animales salvajes, los cuales pasan a ser de propiedad del primero que los atrapa. El guarda hace cuanto puede; pero sus posibilidades de pillar a un transgresor de la ley robando o cazando en coto ajeno son del orden de una entre un millón. El cazador furtivo siempre hace buen negocio. He aquí por qué decidimos convertirnos en guardas de nuestro propio coto e imponer en él nuestras leyes, como Dios nos diera a entender.
Esperábamos tener conflictos con nuestros vecinos indios, por lo menos al principio. Pues la cabeza de alfiler que en el mapa del Chilcotin representa nuestro coto, está rodeada por tres reservas indias: al Oeste, Aniham; al Norte, Arroyo Soda y, al Sur, Arroyo Riske. Los indios de estas reservas solían salirse de sus cotos agotados, para cazar pieles donde las hubiera. Y había que disculparles. Ellos gozaban del derecho de cazar donde quisieran, mucho antes de que se les recluyera en las reservas. La caza era su único medio de subsistencia, y si se les negaba el derecho a cazar, su raza desaparecería de la faz de la tierra.
Los indios eran casi analfabetos. Daban a valles, ríos y montañas nombres que a menudo diferían de los que se leían en los mapas de los blancos. Cada familia de las que habitaban en una reserva tenía su coto, y todos conocían perfectamente sus límites. Pero los de los cotos de los blancos no les resultaban ya tan claros.
Durante los seis primeros años que pasamos en el coto seguimos las costumbres de los indios, por lo menos en las primeras semanas de la primavera. Tan pronto como desaparecía la nieve, nos despedíamos de la cabaña y empezábamos a patrullar por el arroyo, convencidos de que éste sería un sistema mucho más eficaz para proteger a nuestros animales que esperar a que lo hiciera el guarda. Porque sabíamos que Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos.
Yo abría la marcha, conduciendo al caballo de carga que transportaba la mayor parte de nuestros bienes. Lillian me seguía montada en una yegua tan mansa y tan buenaza que no se mostraba en lo más mínimo incomodada por el suplemento de peso —Veasy— que transportaba en la grupa.
Y al declinar el día, acompañados por la sinfonía de los gallos silvestres que refunfuñaban entre los cañaverales o de los patos que parloteaban en las alturas, plantábamos nuestra tiendecita en la orilla de algún lago sin nombre y mientras Lillian preparaba la cena y disponía un colchón de mullidas ramas de abeto, yo daba la vuelta al lago, buscando huellas que delataran alguna presencia poco grata. O si el sol se ocultaba tras un campo de oro, prescindíamos de la tienda. Nos hacíamos la cama debajo de las ramas de algún árbol acogedor y nos dormíamos aspirando el aroma penetrante de sus agujas.
El sol estaba más alto, el petirrojo se había quedado casi sin aliento y cada brizna de hierba había cobrado vida. Llevamos a los caballos a través del bosque en dirección al Sur. Después, viramos al Oeste y, finalmente, hacia el Norte, describiendo un amplio círculo, sin apartar los ojos del suelo. Lillian y yo rara vez hablábamos mientras viajábamos. Dejábamos la charla para cuando nos sentáramos junto al fuego, terminadas las tareas del día. Veasy iba acostumbrándose también a aquellas cabalgadas en silencio, pues los pequeños gustan de imitar todo lo bueno y todo lo malo que hacen los mayores. Aquella mañana, intuyendo que ocurría algo importante, el niño conservó la boca cerrada incluso cuando un ciervo salió huyendo a nuestro paso.
El dar con uno, dos o quizá más cazadores indios en semejante extensión de bosque puede parecer a primera vista algo tan difícil como encontrar una aguja en un pajar. Pero no lo era tanto. Los indios del Chilcotin nunca van a pie. Vayan donde vayan, llevan sus caballos. Y los caballos dejan huellas. Y era por ello por lo que mis ojos no se apartaban del suelo. Tal vez así consiguiera dar con sus huellas.
Acabábamos de virar al Sur, siguiendo un sendero de ciervos, cuando di un tirón a las riendas y exclamé con voz tensa:
—¡Sooo!
Me incliné sobre la silla y, enderezándome lentamente, miré a Lillian y asentí con la cabeza.
—Huellas de caballos. Atraviesan el sendero en este punto y parecen apuntar hacia el Sur. Dos de los animales llevan herraduras, los otros dos, no. Calculo que son, en total, cuatro jinetes.
Lillian detuvo la yegua a mi lado. Veasy recobró súbitamente el habla.
—¿Cazadores furtivos? —preguntó.
—Desde luego, agentes del Gobierno no serán —repuse.
Las huellas de los caballos no seguían el sendero sino que lo cruzaban en aquel punto. El indio del Chilcotin es un trampero nato y es demasiado listo, demasiado cauto para seguir un sendero cuando se encuentra cazando en coto ajeno.
Empezamos a seguir las huellas, sin apartar la mirada de los tallos de hierba tronchados. Así recorrimos tres kilómetros. Bruscamente, detuve el caballo y, volviendo la cabeza, dije:
—El lago Pellejo, ahí es donde les daremos el alto. Han salido a buscar ratas almizcleras.
Estábamos en la primavera de 1934. En el arroyo habíamos reconstruido una media docena de presas. Tan pronto como se llenaba un pantano, volvían a él animales de piel y de pluma. Pero también habíamos reparado algunos lagos, y el lago Pellejo era uno de ellos. Nosotros le pusimos este nombre, pues cerca de la orilla, entre los restos de un antiguo campamento indio, encontramos un pedazo de cuero sin curtir. En el verano de 1932, reparamos una presa de castores que se encontraba a la salida del lago, con lo que, a la primavera siguiente, el agua procedente del deshielo, en lugar de ir a perderse entre la grava, quedó retenida en el lago, anegando las tierras pantanosas que se extendían alrededor. A la sazón, en el lago empezaban a multiplicarse las ratas almizcleras; pero en un par de noches de caza intensiva podría destruirse gran parte de la labor que habíamos tardado casi dos años en realizar.
No había necesidad de preocuparse por las huellas. Estaba seguro de que los caballos marchaban hacia el lago y me sentía impaciente por llegar a él cuanto antes. Puse mi castaño al trote y después al galope. La nariz de la yegua rozaba casi la cola de Mr. Binks. Lillian cabalgaba inclinada en la silla, con el rostro entre las crines de su montura. La última vez que me volví a mirarla llevaba un viejo sombrero de paja, pero ahora el sombrero había desaparecido y el viento azotaba su cabello como si también quisiera llevárselo.
—¿Dónde está el sombrero? —le pregunté a gritos.
—No hagas preguntas tontas.
Lillian levantó el rostro unos centímetros para lanzarme esta respuesta y volvió a hundirlo en las crines de la yegua.
Los caballos salvaban matorrales y troncos sin alterar el ritmo del galope y respondían instantáneamente a las riendas cuando los guiábamos entre las peñas. Y así llegamos al lago Pellejo.
Allí parecía todo tan inocente como si no hubiera más ser humano que nosotros en miles de kilómetros a la redonda. Pero a cincuenta pasos de la orilla, en un bosquecillo de álamos temblones, había estiércol de caballo, y en el lugar en donde los caballos habían sido atados a los árboles, la tierra estaba pisoteada. Salimos del bosquecillo y ocultamos nuestras cabalgaduras entre unos abetos jóvenes. Después de dejar a Lillian y a Veasy acurrucados en el lindero del bosque, desde donde podían observar sin ser vistos, empecé a dar la vuelta al lago, con el agua hasta la rodilla. De vez en cuando, chapoteaba entre las cañas y extraía una trampa. De algunas de ellas colgaba el cuerpo inerte de una rata almizclera. Los indios habían puesto en total treinta y seis trampas, once de las cuales habían cogido ratas almizcleras.
Pero no me sentía enfadado cuando arrojé las trampas a los pies de Lillian y desenganché las presas. Todo aquello formaba parte del juego, y si no estábamos dispuestos a jugar hasta el final, mejor hubiera sido no empezarlo. Aunque cinco de las ratas eran hembras y estaban a punto de tener crías, no sentía rencor hacia los indios. Eran como el niño que se encarama a una silla para alcanzar la mermelada. En realidad, al sentarme junto a Lillian, sonreía.
—Pronto empezar reír —dije imitando la forma de hablar de los indios.
Durante más de media hora permanecimos echados de bruces debajo de los árboles, sin cruzar palabra. De pronto, me incorporé y apoyé la barbilla entre las manos. Del bosque salió un coyote a todo correr, con el rabo tieso. Se detuvo una fracción de segundo y miró hacia atrás. Dio media vuelta y se metió por entre unos sauces, de donde no volvió a salir.
Sigilosamente, me apoyé en una rodilla.
—Ahora vienen —susurré.
Cuatro indios salieron del bosque, a poca distancia de donde nosotros estábamos. Desmontaron en el bosquecillo de álamos y ataron allí sus caballos. Entonces se dividieron para dar la vuelta al lago, dos hacia la derecha y dos hacia la izquierda. En aquella época, tres docenas de trampas del número uno, la medida corriente para ratas almizcleras, costaban alrededor de catorce dólares. Las que yo acababa de encontrar estaban casi nuevas. Me pareció un poco tonto por parte de los indios el que dieran la vuelta completa al lago, pues al echar de menos las primeras trampas hubieran debido figurarse que alguien se les había adelantado. No obstante, acabaron de dar la vuelta, reunieron sus fuerzas y, tras breves instantes de consulta, echaron a correr hacia los caballos. Pero antes de que llegaran a los álamos, salí de mi escondite y me coloqué entre ellos y sus caballos.
Se detuvieron a pocos pasos de distancia, los ojos fijos en el suelo y revolviendo nerviosamente la tierra con los mocasines. No había en sus rostros ni hostilidad ni temor; sólo apatía e indiferencia. Habían sido pillados en flagrante delito y, como el coyote cogido robando el cebo de una trampa, estaban resignados a sufrir las consecuencias de su acto.
Dos de los indios eran de mediana edad; los otros dos, no habrían cumplido los veinte. Todos llevaban monos descoloridos y raídas camisas de franela. Los sombreros eran de almacén, mugrientos y demasiado grandes. Sólo su calzado de piel de gamo conservaba cierto parecido con las prendas que lucían sus antepasados, antes de que telas y botones suplantaran a pieles y nervios. Los mocasines les llegaban hasta media pierna y estaban adornados con abalorios. Uno de los jóvenes tenía cataratas en ambos ojos, por lo que, si no le operaban quedaría ciego antes de cumplir cuarenta años. Y, por supuesto, no le operarían.
Llevando a Veasy de la mano, Lillian salió también del bosque y se colocó a mi lado cuando yo rompí aquel violento silencio.
—¿Dónde vivir vosotros? —pregunté con suavidad a uno de los más viejos.
Después de unos momentos de silencio, el indio balbució:
—Arroyo Tingley.
«Pertenece a la reserva de Alejandría», pensé. Entonces miré al otro.
—¿Y tú?
—Lago Pelícano —respondió sin levantar los ojos del suelo.
Lago Pelícano se encontraba a sesenta kilómetros del límite occidental de nuestro coto.
A continuación observé a los dos muchachos, que, nerviosamente, se apoyaban alternativamente en uno u otro pie, como si no supieran cuál les sostendría mejor. De pronto, pregunté:
—¿Joven ver alguna vez un castor?
Sin despegar los labios, movió negativamente la cabeza. Volviéndome entonces hacia uno de los viejos, pregunté:
—Quizás alguno de vosotros ver castores alguna vez.
El uno permaneció mudo, mientras el otro se lanzaba a un desordenado discurso:
—Yo todavía niño mi padre encontrar huellas castor en río Chilcotin. Mi padre poner trampa y matar castor. Entonces llevar piel almacén y cambiar por muchas cosas, y todos nosotros comer carne de castor. Muy buena carne. Este ser único castor yo ver.
Me volví hacia Lillian. Ella me estaba mirando. Sus pensamientos eran los míos. Teníamos delante a cuatro indios del Chilcotin cuyos antepasados conocieron la región cuando sus aguas eran un hervidero de castores, y sólo uno de ellos había visto en su vida un castor, y de ello hacía quizá treinta años.
—¿Por qué —pregunté de pronto, sin dirigirme a ninguno en particular—, por qué no quedar en vuestros cotos y no venir a robar mis pieles?
La respuesta no se hizo esperar:
—Nuestro coto no haber pieles.
—No; se las llevaron todas antes de que naciéramos nosotros —murmuré.
Yo no dejaba de mirarlos. Veasy los contemplaba con los ojos muy abiertos. Lillian tenía la mirada perdida en el lago. Un ánade silvestre salió del agua contoneándose y se puso a limpiarse las plumas. Del fondo del cañaveral llegaba el tenue graznido de su compañera.
Yo buscaba afanosamente las palabras adecuadas. No era momento para grandes discursos. Debía hablarles concisa y claramente. Muchas cosas dependían de lo que yo hiciese o dijese durante los minutos siguientes. Los indios, no sólo aquellos cuatro, sino los indios en general, podrían causarnos graves perjuicios, a menos que supiéramos llevar las cosas con tacto. No temía que nos atacaran, pues en sus tratos con los blancos, los indios de Chilcotin eran bastante pacíficos y nunca entraban en el sendero de la guerra. Pero podían atacar a los animales que con tanto empeño tratábamos de conservar y desbaratar todos nuestros planes. Pero de pronto mi cerebro se aclaró y supe lo que debía decir y hacer.
Respiré profundamente.
—Acercaos.
Fue una invitación, más que una orden. Alisé con la bota un trozo de terreno y con el índice de la mano derecha empecé a trazar unas líneas. Con la curiosidad pintada en el rostro, los indios fueron acercándose hasta que formaron corro a mi alrededor.
Las líneas del suelo empezaron a cobrar forma concreta. Aquí se mencionaba un lago, allí un pantano, más allá, un arroyo. Quizá los indios conocieran aquellos lugares mejor que yo.
—Dentro de esta línea —empecé a explicar pacientemente— estar mi coto. Ahora no quedar pieles, pero en otros tiempos, muchos castores, ratas, visones, nutrias y martas. Pero ahora no haber más castores porque nadie pensar dejar castores para hacer cría. Y cuando castor marchar todas las otras pieles marchar también.
Cogí un guijarro y lo arrojé al agua.
—¡Mirad! —dije. Y los indios se volvieron a mirar el lugar donde había caído la piedra—. Ved cómo ondas extenderse en el agua donde caer la piedra. —Para asegurar el efecto, arrojé otra—. Si indios no robarlos, mis castores y visones y ratas almizcleras y otras pieles extenderse también. Y muy pronto haber tantos en mi coto que algunos ir a otros sitios. Entonces quizás ir a vuestros cotos y si vosotros dejarlos algún tiempo entonces hacer crías y pronto haber muchas pieles en vuestros cotos.
Me metí entre los abetos y volví a salir con las trampas y las ratas almizcleras. Estuve mirándolas un buen rato. De acuerdo con la ley de los bosques, todas las trampas que se encuentren en un coto debidamente registrado pasan automáticamente a pertenecer al titular del coto, así como las pieles que puedan haber en ellas. Nadie, y mucho menos los que de manera ilegal pusieron las trampas, discutió nunca este viejo principio. Yo tenía ahora derecho a reclamar las trampas y las pieles que tenía en la mano. Los indios estaban resignados a perderlas. Pero yo sabía que no era esto lo que procedía hacer. De manera que dejé caer las trampas y las pieles y busqué en mis bolsillos tabaco y papel de fumar. Después de liarme un cigarrillo, pregunté a los indios:
—¿Vosotros fumar?
El portavoz inclinó la cabeza.
—Cuando tener tabaco.
Encendí el cigarrillo y di una larga chupada.
—¿No tener tabaco ahora?
El indio negó con la cabeza y yo pensé: «Entre los cuatro no reúnen ni cinco centavos.» Conque les pasé los bártulos y ellos se liaron sendos cigarrillos.
Lentamente, fui dejando caer las trampas a sus pies. Después, los animales.
—Tomadlas y volved a vuestros cotos. Y recordad esto: Si indios no robar mis pieles, muy pronto muchas pieles volver también a sus tierras.
Recogieron las pieles y las trampas y se dirigieron rápidamente hacia los caballos. De pronto, uno de los viejos se detuvo, volvió la cabeza y murmuró, con voz apenas perceptible:
—Gracias.
Luego montaron y uno a uno fueron desapareciendo en el bosque. Mucho después de que se marcharan, yo seguía con los ojos fijos en la espesura. Al cabo, me volví hacia Lillian y pregunté:
—¿Y bien?
Estaba deseoso de que me dijera lo que pensaba.
Ella hizo un gesto rápido con las manos.
—Les has devuelto las trampas y has dejado que se llevaran lo que habían cazado con ellas. —Se interrumpió, miró al lago y prosiguió—: Ningún otro blanco hubiera hecho nada semejante, Eric; yo conozco a los indios mucho mejor que tú, puesto que tengo sangre india. Les has devuelto las trampas y les has dado las pieles. Nunca lo olvidarán. Y muy pronto, los indios de todas las reservas de estos contornos sabrán que les diste las trampas y las pieles cuando podías haberte quedado con ellas. Habrá gente que diga que fuiste un necio; pero no es verdad. Has hecho lo que debías. Creo que no tendremos que preocuparnos ya más del peligro de que los indios nos roben las pieles.