UNO Sobre lo roto

 

 

I

 

Parece como si todo llevase horas en marcha. Son las seis de la mañana y los puestos ya están abiertos, sandías dispuestas en pirámides, el reparador de bicicletas sentado junto a su caja de herramientas. Las calles son un tumulto de bicicletas y de nudos de gente. El vendedor de carpas, con su caja de polietileno en la trasera del scooter, nos pasa por delante, se da la vuelta y despotrica de un modo exagerado. Vamos en dirección norte, hacia las colinas, dejando atrás la polvorienta ciudad, más allá de los callejones embutidos entre altos muros de ladrillo, fábricas con las ventanas abiertas, basura. El día está gris y promete un intenso calor igual de gris.
El automóvil sale de la nueva autopista y se mete en el camino viejo, y luego deja el camino viejo para tomar por el sendero viejo que sube entre las viviendas de dos agricultores. Ambas de tres plantas, con tejado a dos aguas. La de la izquierda tiene un pórtico sostenido por dos columnas corintias color oro.
¿Cuándo se hicieron ricos los agricultores chinos?
En los arrozales el arroz es joven. Subimos por los baches y luego paramos ante otra granja, una casa moderna, a medio terminar, estuco sobre finas paredes de ladrillo chino, viejos graneros entre los árboles. Un coche accidentado descansa sobre bloques de cemento. Hemos ascendido treinta y tantos metros a sotavento de una colina, una extensión de bambú hasta la primera elevación, más allá una montaña, campos cultivados sin entusiasmo alguno, por debajo de nosotros. Hay un pequeño lago, un declive cenagoso rodeado de juncos.
Una mujer acude a la puerta y se pone a gritarnos, y nuestra guía le explica, también a gritos, que soy arqueólogo, investigador, legal.
Y bajo los neumáticos de nuestro auto entre los juncos hay gacetas refractarias rotas, marrones y negras, vasijas de arcilla toscamente torneadas, de bordes altos y rígidos, doce o quince centímetros de boca. Y fragmentos, pálidas medialunas de porcelana en la tierra roja. Recojo el primero y es la base de una copa de vino del siglo XII, un tallo fino y decreciente que sostiene un cuenco dentado, como el pulgar de ancho. Y no blanco, en absoluto, sino de un ligero color azul celadón deslavado, con un entramado de grietas marrones por todas partes, por donde este suelo ha estado cientos de años manchándolo.
Este es mi grial del momento, y lo sostengo con reverencia y se ríen de mí, de mi ridícula epifanía, porque más adelante, más arriba, hay toda una ladera de fragmentos, todo un derrumbe de roturas, una nomenclatura completa de lo que puede fallar en porcelana. No es un montículo de desechos, descuidado pero discreto, sino todo un paisaje de porcelana.

 

 

Gaceta refractaria con un trozo de porcelana dentro, Jingdezhen, 2012; Edmund de Waal.

 

Me agacho a recoger otro fragmento, y este tiene la base demasiado fina y se ha deformado y retorcido como una muchacha art nouveau. Y este pedazo color paja, tan bello, se ha resquebrajado a partir de una burbuja que estalló durante la cocción. Y esta concatenación de arcilla son tres gacetas comprimiendo tres cuencos blancos, una cocción a temperatura demasiado alta, demasiado rápida, demasiado larga, que ha dejado este trozo de fiera geología.
Y sabe Dios qué habrá ocurrido aquí. Hay una zona de cuencos rotos, color verde oliva, entre unas ortigas altas, una especie de lugar del delito.
La lluvia estival ha dejado la tierra tan friable que cada paso destapa el borde de una jarra, el anillo de una base, el centro de un profundo cuenco celadón decorado al peine, un esbozo de peonía, sostenido en turbulencias de esmalte.
Sostengo en la mano este fragmento, recorro su dibujo con el dedo índice; para hacer esto hay que saber en qué momento la arcilla está tan blanda como el cuero, permitiendo el contacto profundo entre el peine y el cuenco. Demasiado blando y se producirán desgarraduras y rebordes. Demasiado fuerte y patinará. O se romperá el cuenco. Es toda esta exactitud y todo este exceso en un mismo sitio lo que me desmorona el tiempo. Sé que este cuenco, tal como yo lo ideo, llevó un minuto en la rueda, quizá menos, estaba seco para el afinado apenas unas horas más tarde, en una mañana como esta. Sería uno más entre docenas en una tabla, pasado a manos del decorador y terminado antes de mediodía.
Nos abrimos camino golpeando la broza con palos, por las serpientes, y devuelvo a la ladera los fragmentos que he recogido, en un momento de exultante conexión, y luego tengo que ponerme a buscar mi trozo de copa del siglo XII, para verificar su peso. Pero no hay modo de encontrarlo. Esto tiene unas dimensiones que me rebasan.
Hay cientos de parajes así en estas colinas, no estoy en una zona principal de kilns, es un sitio sin importancia para la historia del arte, no está documentado, solo lo conocen los agricultores que han de ocuparse de los desperdicios, de los pedazos rotos que han de retirar con las azadas para sembrar habichuelas, y también, recientemente, lo conoce algún oportunista que, desafiando a la vieja de la granja, se pone a excavar en busca de tesoros que vender en el mercado de los lunes, en la ciudad, a veinte kilómetros de aquí.
II

 

Hace ochocientos años en esta ladera habría veintitantos alfareros, hasta las cejas de barro en invierno, devorados por las moscas de caballo en las mañanas de canícula como esta, con serpientes en todas las estaciones. Los kilns hace tiempo que no están, sus ladrillos han sido utilizados para hacer cobertizos o pocilgas, o troceados para cimentación o sencillamente devueltos a la tierra por el paso del tiempo, pero estas laderas han tenido que ser buenas para construir en ellas, y el bambú y esas hierbas altas seguramente servían para envolver las piezas terminadas y luego transportarlas hasta el río, hasta los barcos que las llevarían a la ciudad.
Y las piezas que salían mal irían siendo arrojadas por encima del hombro desde la boca del horno, al concluir la cocción, acumulándose una temporada tras otra entre las piedras y la tierra tornadiza por las lluvias primaverales. Miles y miles de piezas que salían mal, obligando a rehacer cada gaceta refractaria resquebrajada, a invertir unas cuantas horas de esfuerzo añadido, a perder una parte del día en recomponer cada pila de tazas de té que se deformaba... Los alfareros cobrarían por trabajo terminado, por pieza, sin salario. «Los frascos cubren cada pulgada de espacio ante la puerta —escribe un poeta de hace mil años—, pero no hay una sola teja en el techo / en tanto que las casas de quienes no tocan la arcilla / lucen tejas apretadas como escamas de pez.»
Esto contesta a mi pregunta de cómo sobrevivir cuando las cosas salen mal, con tanta frecuencia. Trabajando más. Haciendo más, y luego otro poco más.
III

 

Si miro al sur desde aquí, desde el fondo del valle, alcanzo a distinguir el río, que tiene una anchura de varias decenas de metros y que cruza la ciudad, fluyendo desde el norte hacia el Yangtsé. Otros afluentes se le incorporan, serpenteando laderas abajo. A mi espalda, a cincuenta kilómetros, están las colinas que integran la montaña de Kao-ling, y se alzan montañas en todas direcciones. Los bosques son densos borrones verdinegros. Veo la carretera, pero no hay más sonido que el de la brisa entre los bambúes y los grillos entre las hierbas altas.
He estado mirando todos los mapas. Los hay chinos, del siglo XVII, esquemáticos, en los que se muestra la disposición de las casas y los kilns y los ríos. Hay también los mapas que elaboraron los jesuitas un siglo más adelante, los primeros empecinados intentos de hacer el país explicable para Occidente, y luego los mapas extrañamente anémicos de los libros de arqueología de la región —con las variantes toponímicas añadidas a las colinas y los ríos, por fortuna.
Entre los preferidos está uno de 1937, obra de un tal A. D. Brankston, un joven inglés, que trepó por esas colinas y bosquejó un mapa a una escala de «aproximadamente tres millas por pulgada», con pequeñas casetas mal dibujadas indicando la presencia de kilns. Hay muchas lagunas en sus mapas, por rumores de bandidaje. Hace que este paisaje tenga un parecido con el Hampshire.
Pero nada me ha preparado para esto. Es un hermoso puzle, este paisaje. Tiende ante mis ojos su tierra y sus bosques y su agua y sus pueblos. Y, por la razón que fuese, por la acción de las personas y del azar, el comercio y el gusto se juntaron aquí para crear el centro de la porcelana mundial.
Tengo un plan. Quiero subir al monte y seguir el camino viejo que la materia prima de la porcelana seguía para regresar a la ciudad.

 

 

Mapa de Jingdezhen tomado del Tao Lu, 1815; Division of Rare and Manuscript Collections, Biblioteca de la Universidad de Cornell; Ching-te-chen: views of a porcelain city, Robert Tichane, The New York State Institute for Glaze Research, Painted Post, 1983.
El oro blanco
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