CINCUENTA Y OCHO Trabajo rojo

 

 

China 1919 es el caos. ¿Cuándo habrá revolución?
Puyi, el Último Emperador, tiene trece años y está varado en la Ciudad Prohibida con su Casa, mientras los señores de la guerra suben y bajan.
La corte es caótica. Desparecen objetos de los tesoros y almacenes. Arrestan a unos eunucos. El joven emperador anuncia su intención de visitar el Palacio de la Felicidad Eterna, para pasar revista a los tesoros imperiales, y esa misma noche hay un incendio. Empieza a sacar cosas del palacio.
Los coleccionistas se apiñan en torno. Percival David, un experto de nacionalidad inglesa, está comprando porcelana depositada en los bancos como garantía secundaria de algunos préstamos. «Aquellos fueron días de simpar oportunidad para cualquier comprador con conocimiento, juicio y una amplia fortuna.» Compra un par de jarrones de templo muy blancos y muy azules, con interesantes inscripciones, y se los lleva consigo a Londres para estudiarlos mejor.
Y Jingdezhen está en decadencia. Hay huelgas. Los mercados han desaparecido, igual que el emperador. ¿Quién va ahora a encargar porcelana, en la vorágine del colapso de la República? Las rutas comerciales están cortadas. Los mercaderes ya no visitan la ciudad para hacer pedidos o comprar. El bandolerismo implica que todo es peligroso, lo mismo excavar arcilla que transportar mercancías por el río.
Las condiciones de vida se deterioran con rapidez. «La ciudad entera estaba tan invadida por la crápula como cualquier otra de las que he visto en China; no había en ella nada que pudiera considerarse limpio —informa un viajero norteamericano—. El hedor a excremento humano, el olor de personas que nunca se lavan y que viven en auténticas pocilgas, los cráneos sarnosos y las pieles ulceradas, y toda la porquería, las enfermedades que abundan en China, sobre todo en su mitad sur, se veían por todas partes.»
Aquí predomina la servidumbre laboral. «Los pocos propietarios y dueños de los grandes alfares que seguían en la ciudad se expresaban libremente», escribe la temible periodista Agnes Smedley en su cuaderno de viaje Battle Hymn of China¸ el himno de batalla de China.

 

Parecían no ser en modo alguno conscientes de la naturaleza feudal de su industria. Explicaban que los niños de siete u ocho años entraban como aprendices de los maestros alfareros, que les daban techo y comida. Los propietarios les pagaban a los aprendices un dólar al mes, por mediación del maestro alfarero, que les retenía veinte céntimos de cada dólar en «compensación por enseñarles el oficio».

 

Con los ochenta céntimos restantes, el aprendiz trataba de cubrir todas sus necesidades.

 

 

Alfarero de Jingdezhen, 1920; National Geographic / Frank B. Lenz; «The world’s ancient porcelain center», de National Geographic, jul-dic, 1920, vol. 38.

 

Un maestro alfarero podía tener diez o quince aprendices, que permanecían jhay tso —confinados por un cinturón— hasta que sus familias compraban su libertad y se hacían maestros alfareros. Comprar la libertad de un aprendiz está fuera del alcance de casi todas las familias.
Con algo parecido a un orgullo divertido, un propietario de alfar explica que:

 

Los aprendices padecen casi todos los tipos de enfermedades —tuberculosis, malaria y una variedad de interesantes enfermedades intestinales—. No tienen dinero para comprar medicinas, añadió. Como para enseñarnos una preciada muestra, llamó a un niño de diez años y nos pidió que observáramos lo verde que lo tenía la malaria. Pero a pesar de que están enfermos, terminó, los maestros alfareros, dejándose llevar por su bondadoso corazón, les siguen dando de comer.

 

A principios de los años treinta del siglo XX Jingdezhen estaba en la periferia del Sóviet del Noreste de Jiangxi, primera localización del gobierno comunista chino. No es una gran ciudad, pero sí una ciudad industrial, un sitio en que la organización del trabajo se ordena ante ti. Es una ciudad difícil. Es uno de los primeros lugares de reclutamiento de los comunistas.
Smedley, maoísta devota, no es una observadora imparcial. Estaba enojada y comprometida y escribió que durante el primer año de las guerras civiles el Ejército Rojo Chino ocupó Jingdezhen, pero en lugar de

 

destruir los kilns, permitió a los propietarios que siguieran operándolos, pero con muchos cambios. Se acortaron los años de aprendizaje y mientras duraban los dueños tenían que pagar un sueldo tanto a los aprendices como a los maestros alfareros. La industria se regía por comités conjuntos de propietarios y alfareros, y los inspectores vigilaban el cumplimiento de las reformas. Este sistema perduró hasta la expulsión del Ejército Rojo. En ese momento se restableció el sistema feudal.

 

La revolución le promete futuro a Jingdezhen. ¿Cuánto hay que esperar?
«Antes y después de la ocupación por el Ejército Rojo, los alfareros y sus familias tenían pequeños santuarios familiares en sus casas insalubres y oscuras —escribe Smedley—. En la pared, encima de cada santuario, había un dibujo místico en que se representaba el espíritu del Ejército Rojo. Ante él se inclinaban en reverencia los alfareros, rindiéndole culto y quemándole incienso.»
El oro blanco
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