CUARENTA Y SEIS El
monte Ayoree
I
EN STOKE-ON-TRENT, Josiah
Wedgwood está en su apogeo. Su fayenza fina está arrasando en
Inglaterra. Tras años de metódicas pruebas ha descubierto «un buen
esmalte blanco» que funciona con este material tan hermosamente
constituido. Su nuevo material está bien hecho, es resistente al
impacto del agua hirviendo, y su color claro es contemporáneo. Es
«marfil», escribe él. Ha hecho entrega del primer juego a la reina
Charlotte, que graciosamente le ha permitido llamarlo Porcelana real. «¿En qué medida este uso y aprecio
generales se debe al modo de introducción, en qué medida a su
verdadera utilidad y belleza?», se pregunta en una carta,
reflexionando muy contento sobre «lo universalmente que es
apreciado».
Va saltando por encima de los problemas y
las angustias. Esta semana —una semana de buen tiempo en Plymouth—
escribe: «¿No estaría bien que ahora acudiesen aquí unos cuantos
misioneros chinos, a aprender el arte de hacer fayenza
fina?».
Es como Augusto el Fuerte cuando invitaba a
los japoneses a que subieran por el Elba y cargaran sus barcos con
material de Meissen.
La tierra cerámica
de América ha picado el interés de Wedgwood, de quien me estoy
dando cuenta que es no solo omnisciente, sino también
omnipresente.
Wedgwood le escribe a su socio Thomas
Bentley que:
Resulta que otros han estado jugueteando con ella antes que nosotros, porque un Hermano de la rama de Crockery me vino a ver el sábado pasado y entre otras arcillas con las que ha estado haciendo experimentos, me mostró un trozo de la misma tierra, lo cual me sorprendió grandemente y no pensé que me lo había robado porque era mucho más grande que los míos. Me dijo que procedía de Carolina del Sur.
Muy decidido, elabora un plan para enviar a
un hombre a esas montañas apenas accesibles para que le consiga
unas toneladas de esta arcilla, o incluso para que compre las
propias montañas. Esta tierra blanca es desconcertante, pero
Wedgwood no es hombre que se amilane. Posee una confianza en sí
mismo que lo empuja a consultar y a escuchar consejos.
Mira los mapas, Hyoree, Ayoree, Eeyrie,
sitios. Sacar una patente es una forma de locura, porque se verá
estorbado por los abogados y las tramoyas parlamentarias y además
les enseñará sus cartas a los demás alfareros cuando no tenga más
remedio que traerse de las montañas el material extraído. Es este
un imperativo fastidiosamente lento y caro, porque resulta que la
tierra ha de ser trasladada cerca de quinientos kilómetros por vía
terrestre, «lo cual hará que salga muy cara».
Estamos en mayo y tiene que preparar las
nuevas salas de muestras en Pall Mall, y la «locura de la cerámica»
implica un torbellino de solicitudes y decisiones. ¿Qué haces
cuando necesitas algo urgentemente? Encuentras a la persona
adecuada. Le recomiendan a Thomas Griffiths, un hombre «avezado al
clima de C. del S. por una grave fiebre que padeció en Chs. Town y
tiene muchos contactos con los indios». Está pasando una mala racha
y está dispuesto a viajar. Se pactan las condiciones.
Me doy cuenta de que todo el mundo acude
primero a Wedgwood.
Un noble francés, Louis Léon-Félicité, duque
de Brancas y conde de Lauraguais, ha estado en Birmingham acosando
a Erasmus Darwin. «Ofrece el secreto para hacer la mejor porcelana
china tan barata como los cacharros de aquí», informa Darwin a
Wedgwood.
Dice que las materias primas están en
Inglaterra. Que el secreto le ha costado 16.000 libras. Que lo
vende por [2.000]. Es un hombre de ciencia, le tiene aversión a su
propio país, pasó seis meses en la Bastilla por hablar contra el
Gobierno [...] no es un impostor. Sospecho que su pasión científica
es más fuerte que la cordura perfecta.
La noticia le llega a William Cookworthy un
poco más tarde. Un viejo amigo le dice que el conde se ha pasado
quince días haciendo averiguaciones sobre el granito escocés,
sustancia no muy alejada de la piedra de páramo, variante inglesa
del granito, y ha estado poniendo mucho empeño en conseguir una
patente para la porcelana.
Leyendo las cartas de Wedgwood pienso en él
y en todos los grandes príncipes y sus chambelanes y decretos para
regular la ordenación decisiva de la porcelana. Voy a ver el bello
plato del noble francés que hay en el Museo Victoria and Albert de
Londres. Muestra una mariposa despreocupada, capaz apenas de cruzar
el cielo de porcelana francesa, color perla. Y veo a los hermanos
Cookworthy, el químico y el marinero, abriendo su pequeñez de kiln
en el jardín de Notte Street y pasándose con mucho cuidado hacia
detrás y hacia delante su Idea levemente dañada.
II
Es el mes de junio y estamos en
Plymouth.
La nueva iniciativa empresarial de William
con la porcelana necesita inversión y patente. Todo estará listo en
un mes. «Te complacerá aceptar la opinión del procurador municipal
en este asunto.» William y Champion se toman su tiempo y se traen
abogados. Es una clásica puesta en marcha.
La casa y el pozo para lavar la arcilla se
han ejecutado honestamente. Llegaron de Bristol los ladrillos para
el kiln, el albañil cortó y pulió la piedra de moler, viene de
camino una tonelada de marga blanca para hacer unas gacetas
refractarias toscamente torneadas. William ha alquilado «una parte
de los almacenes Cockside suficiente para la puesta en práctica de
nuestros experimentos, es el sitio más conveniente para tal
propósito en nuestra localidad». Son seis guineas al año.
Ya estamos en julio. El 16, el avezado
Thomas Griffiths paga siete guineas por el pasaje y una libra y
diez chelines por el camarote y embarca en el America para surcar el Atlántico en busca de tierra
blanca que comprar en las casi inaccesibles montañas de la Nación
Cheroqui. Y volver con ella. Llega a la bahía de Charleston el 21
de agosto —recorrido triste, caluroso, insalubre— para emprender su
viaje por el interior de la Nación Cheroqui.

Mapa del territorio
cheroqui, 1765; Biblioteca de la Universidad de Pittsburgh;
Art of the Cherokee, Susan C. Power,
University of Georgia Press, Londres, 2007.
Es un territorio fuera de toda ley. Han
transcurrido seis años desde el final de la guerra cheroqui y hay
cazadores y mercenarios sin soldada y colonos desplazados sobre el
terreno. Los asentamientos nuevos, miserables, una posada de mala
muerte, un herrero, chozas a la vista, esbozadas entre los robles
negros, las pacanas y los fresnos. Cuidas bien de tu caballo,
sigues adelante y te mantienes en tus cabales.
Griffiths compra tres litros de aguardiente
y un tomahawk por doce chelines y seis
peniques y se pone en marcha. En el camino entabla conversación con
otro comerciante, insólita aparición, porque bien puede uno hacer
cincuenta kilómetros sin ver a nadie. Hace dos días que una banda
de ladrones, los «Míseros Rebeldes de Virginia», ha robado y dado
muerte a cinco personas, justo aquí. Ve con la pistola en la mano,
ya, le dice a Griffiths, hay «por delante de nosotros dos tipos que
no me gustan nada». Su compañero le aconseja que no permanezca en
esa casa, que se quede fuera: «Están todos enfermos y tirados por
las habitaciones como perros y no hay más que una cama para todos».
Cuando te despiertes te encontrarás sin caballo. Griffiths compra
«maíz para mi caballo y un gallo para mí, que cocí debajo de un
pino, cerca de la casa, donde dormí parte de la noche».
Ya estamos en septiembre. Griffiths viaja
hacia la tierra blanca; en Plymouth, los avances se hacen más
lentos.
William ha subestimado tremendamente la
diferencia entre hacer una prueba con su hermano en el patio y la
verdadera producción. Cuando lo describe, es como ver la revolución
industrial a cámara lenta.
En Plymouth, el arco del kiln se ha venido
abajo
durante el transcurso del experimento, lo que ha impedido que el fuego llegara a lo alto... También tuvimos la mala suerte de que el fondo de nuestros protectores se resquebrajara, dando lugar a que el polvo del mástil que impide que se pegue la vasija cayera en el fondo de la vasija debajo de él [...]. Nos pondremos a reparar nuestro kiln mañana [...]. No pongo en duda que también esto se nos dará muy bien en cuanto nos lo propongamos.
Las piezas de prueba estaban frías y más
bien grises. Tenían un aspecto amarillento, desagradable, viscoso,
como la floración de los toneles de caballa. Es porcelana, sin duda
alguna, pero ¿quién va a querer esta versión hecha en Cornualles?
Resuena bien, un alivio tras la opaca resonancia de las últimas
piezas, pero hago aquí una pausa para reseñar que están fabricando
roturas, un día tras otro.
El 17 de septiembre Griffiths se junta con
una mujer india propiedad del jefe de los cheroquis. Llega a Fort
Prince George, el primer asentamiento en la Nación, a unos setenta
kilómetros de la raya india.
Está de suerte. Ha llegado en el preciso
momento en que «casi todos los jefes de la Nación Cheroqui» están
reunidos para elegir los delegados para una conferencia de paz con
los «Enemigos del norte».
Griffiths escribe:
Tras haber comido, bebido, fumado y empezado a familiarizarme con esta buena gente del color del cobre, consideré que sería buena la ocasión para solicitar el permiso de viajar por su Nación en busca de cualquier cosa que pudiera provocarme la curiosidad; y sobre todo para especular sobre su tierra blanca de Ayoree [...] quise ser muy concreto al respecto. Esto me fue concedido, tras grandes dudas y varios debates, y algunos parecieron consentir con cierta reticencia, diciendo que hacía mucho tiempo unos cuantos jóvenes habían abusado de ellos, haciendo grandes agujeros en su territorio, llevándose su buena arcilla blanca y compensándolos con meras promesas.
De pronto estás ahí, escuchando.
Oyes que no eres el primero. ¿Quién, pues,
se te ha adelantado? ¿Y cuándo? Hicieron promesas, no las
cumplieron. Y luego oyes enfado y luego inquietud. No quieren
quedar mal contigo, porque vienes de buena fe, con franqueza, pero
«no saben de qué pueden servirles esas montañas a ellos o a sus
hijos».
El momento se relaja, pasa. Su arcilla
blanca hará buenas poncheras blancas de las que esperan beber, y
todos se estrechan la mano y cierran el acuerdo, y Griffiths se
pone de nuevo en marcha, cruza el río Chattooga y es un viaje
terrible, por caminos pésimos y peligrosos, y «cada vez se asusta
más ante el leve chasquido de una rama». Y cae en la trampa que le
tiende una tormenta, dieciocho horas de aguanieve, «hasta quedar
casi sin vida mi caballo y yo», y llega a una cabaña india, «cuando
me acerqué al fuego, no pude superarlo y me caí». La squaw lo envuelve en una piel de oso y una manta y
les da de comer a su caballo y a él.
Noviembre. El día 3 llega al monte
Ayoree:
Aquí trabajamos denodadamente durante tres días, quitando la basura acumulada en torno al antiguo pozo, que no era menos de doce o quince toneladas; pero al cuarto día, cuando el pozo ya estaba bien limpio y la arcilla tenía buen aspecto, para gran sorpresa mía, vinieron los jefes de Ayoree y me hicieron prisionero, diciendo que era un intruso en su territorio y que habían recibido instrucciones privadas de Fort George de que no toleraran que se abriese el pozo de ningún modo.
Vuelven a hacerte parar y esto es muy
difícil, porque ahora hay un precio a pagar de 500 quintales de
cuero por tonelada, un precio enorme.
Escribe de nuevo Griffiths: «Esto me trajo
malas consecuencias, porque hizo que los indios reclamaran un valor
muy elevado por su tierra», y hay cuatro horas de intensa
conversación antes de que se den la mano.
A los cuatro días de esto ya tenía cuatro
toneladas de fina arcilla lista para cargar a lomos de los
caballos, cuando muy inoportunamente cambió el tiempo y cayó una
lluvia tan fuerte durante la noche que vino un torrente perfecto
desde los montes más altos, con tal rapidez que no solo llenó mi
pozo, sino que disolvió, manchó y estropeó casi todas las reservas
e incluso echó abajo nuestra tienda y nos apagó lo hoguera, de
manera que poco nos faltó para morir de frío y humedad.
La lluvia también arrastró el estrato de
arcilla roja al pozo, manchando y estropeando «una gran cantidad de
arcilla blanca».
Es un invierno muy duro. Además de las
lluvias, es muy enconado y se hiela el río Tennessee y el puchero
«se congela fácilmente si el fuego es bajo». Ahora hay visitas
regulares e inquietantes de los indios, pero Griffiths les da ron y
música y quedan tan amigos, aunque preocupados: «Suponían que yo
solo iba a querer unos cuantos caballos cargados de arcilla blanca
y me insistían en que no olvidara la promesa que les había hecho,
sino que la cumpliera lo antes posible».
Cuando vuelva les traerá porcelana hecha con
su propia tierra.
Es el 20 de diciembre de 1767. Bajo una
fortísima lluvia, en lo alto de las montañas de la Nación Cheroqui,
un inglés está poniendo a salvo cinco toneladas de tierra blanca,
guardándola en toneles, entablillando, preparando una recua de
animales.
Aquel mismo día, en Plymouth, William le
escribe a Pitt: «Dijo usted que había tierra a la vista. O mucho me
equivoco, o ya estamos llegando a puerto».
Aquí también es un día de lluvia muy
fuerte.
III
Los caballos están cargados de tierra
blanca y el 23 de diciembre Griffiths se despide de este frío y
montañoso país cuando ya está helando, y «dado que los senderos de
montaña eran muy estrechos y resbaladizos perdimos algunos de los
mejores caballos y por último el mío resbaló y me rodó varias veces
por encima; pero yo pude salvarme agarrándome a un árbol joven, y
la pobre bestia se precipitó por un torrente y lo perdimos».
«Tenía —escribe Griffiths— varios cientos de
kilómetros que recorrer, tras haber perdido ese buen caballo
cheroqui.»
Griffiths carga cinco vagones con cinco
toneladas de arcilla para transportarlas a través del territorio
hasta Charleston, donde paga a los porteadores y compra ron para
los carreteros y los toneleros, y dos barricas, y compra diversas
provisiones para el mar, y «El primero de marzo ajusté flete y
pasaje con el capitán Morgan Griffiths, de Rioloto, con destino a
Londres», 73 libras y 10 chelines con 70 libras por el flete de la
arcilla. Y Thomas Griffiths, tras despedirse de Charleston, se hace
a la mar.
Despiadada, la mar. «El catorce de abril
llegamos a los Downs y el dieciséis el capitán Griffiths, Mr. John
Smith y yo dejamos el buque a cargo de los prácticos en Graves End,
y nos trasladamos por tierra a Londres.»
Thomas Griffiths paga 3 libras y 10 chelines
por llevar «las cosas a la costa y cuidar de la arcilla cuando el
barco está en el río», y le entrega a Josiah Wedgwood su tierra
blanca, el unaker de los cheroquis, del
otro lado del mundo.
Como había prometido.