CATORCE El Juego de Té del emperador

 

I

 

VUELVO a casa. He terminado.
Me pasé la última mañana entrevistando a dos ancianos. Ambos fueron escultores y ambos crearon figuras de Mao durante la Revolución Cultural. Fueron unas horas extraordinarias. Ojalá pueda leer las notas que he tomado.
Vamos camino del aeropuerto. Odio llegar tarde, lo odio de veras, pero mi chófer, con su Mao dorado, es la mar de cachazudo.
Paramos en lo que quizá sea otro centro de investigación que los alemanes orientales pusieron en marcha para luego abandonarlo. Espero que haya una placa o retrato del primer secretario Walter Ulbricht. Intercambiamos tarjetas de visita y entre todo ese kitsch —grandes jarrones de porcelana con gatitos—, veo el Juego de Té imperial de Mao.
Es un gran momento para mí.
El Juego de Té —pide a gritos las mayúsculas— consiste en una tetera ovoide, tazas y platillos, un azucarero, una cafetera y un escanciador de vino y ocho copas de vino, unos cuantos platos de postre y una fuente para dulces. Todo ello en un blanco revolución verdaderamente radiante, resplandeciente, mañanero, con flores de melocotonero color rosa golosina que lo cruzan de parte a parte. Es Porcelana Nuevo Amanecer, Gran Salto Hacia Delante, y es lisa y llanamente de periferia ciudadana. Quiero decir que no parece barato, parece Correcto.
Parece lo que debe parecer la mejor porcelana, algo para permanecer guardado en una vitrina y sacarlo cuando viene alguien de visita. Nixon, por ejemplo. ¿Una tacita de té, señor presidente? ¿Un pastelito? ¿Leche?
Esto fue lo que pasó. A Mao le gustaban los regalos, como a todos los emperadores que lo precedieron. Pero a Jingdezhen —que le había rendido tributo en forma de muchos cientos de miles de bustos de Mao, de insignias y medallones con obreros felices regresando a sus casas una vez concluida la jornada laboral en las acerías— aún no había llegado ningún pedido ni encargo del Gran Líder. Así, pues, a finales de los años sesenta, en el partido de Jiangxi empezaron a darle vueltas al asunto, a ver si se les ocurría algo apropiado. Acababa de descubrirse en Fuzhou, provincia de Jiangxi, una nueva veta de asombrosa pureza, que enseguida extrajeron, refinaron y prepararon. Se despacharon instrucciones al comité del partido de la provincia de Jiangxi para la creación de «nuevas piezas».
No había nada más importante; se asignó a la misión el número 7.501. Era el Año Cero Uno para Jingdezhen.
Los registros tiemblan de ansiedad. «La organización y gestión de los proyectos es extremadamente estricta. Todo el personal que participa en el proyecto ha pasado un riguroso control político.» Se establecieron puestos de control.
No tardó en cundir el pánico. Las diez toneladas de materia prima encontradas resultaron insuficientes y hubo que transferir guardias rojos al proyecto para acelerar el proceso de refinación. Nadie estaba autorizado a tomarse un descanso y se suprimieron todos los permisos de ausencia. Los problemas técnicos se consideraban indicativos de un insuficiente apego al Líder. Crimen punible con la muerte.
Luego vino la angustiosa decisión de qué hacer. Objetos que no fueran historicistas (miren lo que hemos perdido) ni para eruditos (¿te has fijado en este esmalte tan raro, Camarada?). La porcelana tampoco podía ser descaradamente decorativa. Aquello era una revolución, así que nada de jarrones ni de peceras.
Tenía, pues, que ser algo útil y habilidoso y nuevo: un juego de té.
Veintidós kilns entraron en acción durante los seis meses siguientes, y al final, en los primeros días de septiembre de 1975, se entregaron 138 piezas en la residencia oficial de Mao en Pekín. El Gran Líder las aprobó.
Mao murió un año después. Y aquella veta especial de arcilla quedó sellada para siempre.
De lo cual me alegro. Voy por fin camino del aeropuerto y ya he logrado ver el Juego de Té. Es perfecta porcelana imperial de Jingdezhen. Y me provoca una sonrisa el sellado de la vena de caolín, acción historicista y propia de eruditos, y totalmente desprovista de función práctica.
II

 

En el vuelo de regreso a Shanghái los pasajeros llevan tanta porcelana encima —en cajas con adornos y envueltas en papel de periódico, en bolsas de plástico—, que los compartimentos superiores quedan todos abarrotados y hay que requisar el lavabo para que sirva de almacén.
En el asiento contiguo al mío viaja un hombre encantador, miembro de las fuerzas aéreas paquistaníes, que está pasando revista de instalaciones militares en un recorrido de seis semanas. Me comunica que en Jingdezhen fabrican helicópteros. Ha comprado una maqueta para su hijo de cinco años, a quien echa muchísimo de menos, y me enseña fotos del niño haciendo monerías para su papá bajo un sol reluciente. Entonces comprendo la razón de que también haya a bordo unas cuantas docenas de maquetas de helicópteros AC313.
Me he perdido el lado helicóptero de la ciudad. Él se perdió la porcelana.
El oro blanco
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