XII
36
La Alhambra, Granada,
viernes, 7 de septiembre de 1877
La manga de tela prendida en el balcón crujió. Clément le lanzó una ojeada despreocupada que ocultaba su gran emoción interior.
—El viento es perfecto, hace el día ideal para un récord —les explicó a los muchachos, que estaban esperando para ayudarle a trasladar los bártulos al lugar desde el que efectuaba los lanzamientos.
Había fabricado el sistema a partir de una tela, el pabellón de un barco que no tenía ni idea de cómo había podido embarrancar en la caja de uno de los viejos talleres clandestinos de la Alhambra. El ángulo que formaba la manga con el asta, junto con su volumen de inflado, indicaba tanto la velocidad como el sentido del viento.
Clément abrió el frasco de tinta y rellenó el cartucho del barotermógrafo. Luego, haciendo girar el cilindro de registro, comprobó que el líquido llegaba al papel milimetrado.
—Perfecto —declaró al ver el trazo fino.
—Pero ¿dónde está el mecanismo del cilindro? —preguntó Javier mientras daba vueltas alrededor del aparato para intentar encontrar la respuesta.
—Buena observación, muchacho. Es que aún no lo he instalado.
No vio la mueca de Irving, al que le daba rabia no haber caído en ello antes. Sabía que era bastante más flojo que Javier en todo lo relativo a materias científicas, pues le costaba esfuerzo entender hasta el más simple esquema, y tenía la sensación de decepcionar a su padre. Nunca se había atrevido a comentarle nada y se esforzaba por demostrar interés, aun cuando su imaginación estaba siempre en otra parte.
Clément separó los dedos como un prestidigitador y sacó de otro cajón un objeto con un tamaño impresionante.
—Esto es un movimiento de relojería que tomé prestado de un reloj de péndulo que pasó a mejor vida, que había sido de vuestra madre. Pero le pareció bien… Al reloj, digo, no a Alicia —agregó para distender el ambiente, pero la gracia no surtió efecto: los chicos estaban igual de nerviosos que él.
Insertó el movimiento en la argolla de sujeción que él mismo había fabricado y lo hizo girar unas diez vueltas para asegurarse de que las ruedas dentadas estaban bien engranadas en el mecanismo del cilindro. El rulo de registro inició su lenta rotación.
—Hay que darle cuerda a fondo justo en el momento de la partida, así tendrá más de dos horas de autonomía.
Clément atornilló bien todo el equipo a un tablón de madera que los muchachos le ayudaron a transportar hasta una carretilla.
—Llevadla a las Placetas —indicó a los chicos, que asumían muy ufanos su responsabilidad.
Sus éxitos crecientes lo habían obligado a realizar los lanzamientos desde la explanada del Palacio de Carlos V, con el fin de mantener a la muchedumbre alegre y exuberante lo bastante lejos del globo. El año anterior, antes de un lanzamiento desde los Jardines del Partal, alguien había robado varias placas de aluminio de la lona.
El meteorólogo había querido quedarse a solas para llevar a cabo la última operación. A diferencia de los vuelos anteriores, este debía enviar a la atmósfera una máquina más, que Clément había podido fabricar gracias a la financiación de la Universidad de Granada. El dispositivo, cuyo mecanismo había sido invención suya, le iba a permitir tomar una muestra de aire a gran altitud.
«Por fin vamos a conocer su composición», pensó mientras rellenaba un globo de vidrio con ácido sulfúrico. Su fuerte olor atoró las narinas de Clément y este tuvo que darse la vuelta para tomar una bocanada de aire. Luego colocó el depósito con el ácido en lo alto del aparato.
El doctor Pinilla había sido su apoyo más ferviente en la universidad y había defendido con vehemencia lo ingenioso de la máquina ante la comisión encargada de evaluarla.
Imagínense, caballeros, que a una altitud de quince mil metros la depresión permitirá la apertura de una trampilla que liberará el ácido. El líquido escurrirá por un cable que al partirse hará caer un peso, el cual a su vez romperá la punta de vidrio que asegura el vacío dentro de un gran depósito, de manera que este se llenará con el aire de las alturas, un aire del que a día de hoy no sabemos nada.
Y aquí es donde la invención del señor Delhorme roza la perfección: cómo hacer para que este gas quede prisionero de su jaula de vidrio para que no se mezcle con nuestro aire terrestre al descender. Acuérdense del ácido sulfúrico que, al mismo tiempo que corta un cable, cae en una mezcla de cloruro de potasio y azúcar. Esto genera una reacción de combustión que hará que se funda la punta de vidrio partida y que sellará la muestra de aire atmosférico. Diez minutos después de haberse abierto, nuestra ampolla volverá a quedar cerrada.
La facultad había dado por válido el principio y aportado la financiación. El trozo de tela volvió a crujir. No había tiempo que perder.
En las Placetas no reinaba el bullicio habitual que acompañaba el lanzamiento de cada globo, y había motivos: el viento había comenzado a soplar de súbito y sus corrientes ascendentes eran toda una sorpresa. Las autoridades habían recibido el aviso esa misma mañana, al despertar, y de momento solo había dado tiempo a rellenar la sonda con gas urbano. Los pocos espectadores presentes estaban allí gracias a que la noticia había pasado de boca en boca.
—Tenemos que esperar a los representantes públicos —advirtió Alicia a su marido viendo las prisas con que se afanaba.
—Con Pinilla bastará —replicó Clément al ver al médico, que subía corriendo desde la Puerta de la Justicia.
—Conoces igual que yo las sutilezas de la pompa y del protocolo —objetó ella—. Esos caballeros han puesto el dinero.
—Qué más da por una vez —dijo Clément abriendo y cerrando la tapa de su reloj con gesto seco. Alzó la vista al cielo—. No pienso desaprovechar esta oportunidad, los vientos ascendentes son excepcionales; la temperatura, ideal; la visibilidad, perfecta, y Barbacana tiene hormigueos en las patas. ¡Nuestros ediles se calmarán en cuanto vean el nuevo récord!
Corrió al encuentro del médico y lo llevó a la barquilla para que verificase que el artefacto para la toma de aire estaba correctamente cebado. El globo, con cuatro puntos de anclaje que lo mantenían perfectamente equilibrado, se mecía a izquierda y derecha dando la impresión de un caballo piafando de impaciencia antes del inicio de una carrera.
—¡Es el mío! —dijo Victoria al ver el nombre en la barquilla, señalándolo para que su hermano lo viese también—. ¡El Victoria, el globo de los récords!
Los chicos se habían apiñado alrededor de Alicia, todos menos Nyssia, a la que no habían podido encontrar por ninguna parte.
—Porque no tiene un globo con su nombre —sospechó Victoria, a la que entristecía la indiferencia de su hermana.
—No parece que estén muy de acuerdo —comentó Irving señalando hacia su padre y el doctor Pinilla.
—Es la tensión del lanzamiento —atemperó Alicia con fatalismo—. Vigilad a Barbacana —añadió antes de encaminarse hacia los dos hombres.
—Señora Delhorme, écheme una mano para hacer entrar en razón a su marido —suplicó el médico sin muchas esperanzas—. El alcalde y los decanos de los colegios de la facultad están avisados, llegarán dentro de una hora como mucho, esperémoslos para el lanzamiento.
—Creo que son los elementos los que guían la decisión de Clément —justificó ella.
Sus ojos, con sus reflejos de color esmeralda, aniquilaron todo deseo de réplica por parte del galeno.
—Sea como sea, el viento afloja, basta de discutir —zanjó Clément. Hizo unas señas a los cuatro hombres presentes, cada uno en un punto de anclaje—. ¡Suelten amarras!
Nada más desenganchar los cordajes, el globo se elevó oscilando. La parte superior se acható. Victoria creyó que estaba a punto de explotar y se le escapó un grito.
—No es nada —los tranquilizó Clément—, la resistencia del aire, nada más. Prueba de que sube aún más rápido de lo previsto. Se dirige hacia Sierra Nevada, perfecto. ¡Venid!
Todos subieron a la azotea de la Torre de la Vela, en la que un catalejo ocupaba un lugar preponderante.
Los niños lo rodearon, llenos de curiosidad.
—¿Esto es nuestro?
—¿Lo acabas de comprar?
—¡Nunca lo había visto!
—Es un catalejo Dollond. Ha pasado de generación en generación en nuestra familia desde hace cien años, pero funciona como el primer día. Se me había olvidado que lo teníamos, hasta que tocó hacer la selección de trastos en el pabellón del Partal cuando hubo que vaciarlo para la reforma.
—Lo cual nos permitió encontrar unos frescos únicos —puntualizó Alicia.
—Y esta joya de la familia —añadió él, pegando ya un ojo al instrumento óptico.
Después de él, todos se disputaron el puesto y Alicia tuvo que inventarse un juego para organizar los turnos. El jaleo y el desconcierto aparente parecían divertir a Clément, quien vigilaba discretamente la trayectoria del globo mientras disfrutaba con el entusiasmo de los jóvenes.
—Ahora me toca a mí pasar a la acción —proclamó al cabo de unos minutos; el punto luminoso seguía viéndose a simple vista—. Me marcho a lomos de mi Rocinante a cazar estrellas de día. La colecta debería ser buena, doctor, muy buena. Avise a sus eminentes colegas.
Los chicos se quedaron en la azotea y pudieron observar con el prismático el destello plateado del globo durante casi tres cuartos de hora, antes de perderlo definitivamente de vista.
—Bueno, se acabó. Adentro todos —decidió Alicia.
El campanil dio las diez. Hacía una mañana limpia, el cielo había decidido inventar un nuevo azul y el Darro gorgoteaba de gozo en su lecho. Las clases recomenzaban el lunes y Jezequel estaba nervioso, como cada inicio de curso. Javier, por su parte, no podía esperar a retomar las diferentes asignaturas, no tanto por ganas de estudiar como por evitar tener que faenar a diario en la fábrica de hielo con Mateo. A los mellizos les gustaba ayudar a su madre en las obras de remodelación y se habían pasado el verano rascando la pintura de un tabique de la vivienda del Partal que ella les había confiado. Por lo que respectaba a Nyssia, lo único que le gustaba era leer.
Después de la comida, trataron de negociar una reducción del tiempo dedicado a la siesta, que para ellos era como un castigo. Pero Alicia, curtida en esas lides, se mantuvo firme y los trillizos acabaron encontrándose en su habitación.
—¿Crees que lo habrá logrado? —preguntó Victoria a su hermano, mientras Nyssia, sentada con las piernas cruzadas encima de su cama, se había zambullido ya en la lectura de un volumen cuya tapa había ocultado con la sábana.
—Debe de estar volviendo ya. Papá me dijo que el globo iba a caer en algún punto del Trevenque.
Victoria se acomodó en la ventana y respiró hondo.
—Quisiera quedarme aquí toda la vida. Para siempre.
—¡Pues yo ni loca!
La sentida exclamación de Nyssia dejó helados a los otros.
—Qué pasa. ¿Os sorprende? —añadió con vehemencia.
—Aquí se vive bien —se defendió su hermana.
—Vosotros viviréis bien. Yo estoy deseando viajar, conocer mundo, sentir su movimiento, ¡avanzar con él!
—¿Y eso por qué? —preguntó Victoria con su voz infantil.
—¡Bah, olvidadlo! —suspiró Nyssia, retomando la lectura.
El granizado fue la señal de liberación. Se lo tomaron en silencio y después salieron de los cuartos y se dispersaron como las golondrinas de la Alhambra.
Alicia se puso su ropa de trabajo: los pantalones de hombre y el blusón de jornalero; se remetió la enorme cabellera por su gorra con visera y pasó el resto de la tarde en el taller, preparando azulejos para cocerlos. Se concentró tanto en la labor que consiguió engañar la espera del regreso de Clément. A las siete, Victoria e Irving entraron corriendo y ella se sobresaltó. Venían a preguntar si había habido noticias pero se marcharon con las manos vacías.
A las ocho cerró el taller y dio un rodeo por la Torre de la Vela, donde se habían reunido todos los muchachos en compañía de Mateo, para observar con el catalejo el sendero que subía desde la Puerta de las Granadas.
—Chicos, no vamos a pasarnos la noche entera esperando a que vuelva vuestro padre. Puede que se haya quedado a dormir en algún refugio.
Mateo admiraba la confianza inquebrantable de Alicia en su marido. Admiraba su unión, que para él era un modelo para el día en que regresase Kalia.
Alicia dio unas palmadas y decidió tocar retreta para la cena.
—¡Mirad, ahí está! —gritó Irving, que no había dejado de escudriñar el paisaje.
El primero en plantarse detrás del catalejo fue Javier.
—¡Sí, reconozco a Barbacana! —dijo con la gravedad que convenía a la situación—. Pero ¿por qué hay dos?
—¿Dos qué? —quiso saber Mateo.
—Dos mulas. Antes no estaba seguro, pero ahora las veo bien. ¡Está volviendo con dos mulas!
—¡Caray, pero si ese es el Chupi! —exclamó Mateo, que lo había remplazado detrás del catalejo.
—¿El otro jumento? ¿Lo conoces?
—¡No, hablo del que los lleva! ¡No es Clément, es otro nevero!
37
Sierra Nevada,
viernes, 7 de septiembre de 1877
Cuando Chupi les hubo explicado que había encontrado a la mula errando sola por el camino que bajaba del Trevenque, Nyssia había lanzado un grito, Victoria había prorrumpido en sollozos e Irving había retrocedido unos cuantos pasos para aislarse de los demás, tapándose las orejas con las manos. Javier y Jezequel habían ido a confortarlo. Y Alicia había manifestado calma y determinación como si llevase tiempo preparándose para ese momento. Se había acercado a Barbacana, le había acariciado la cabeza para tranquilizarla y había mandado a los chicos al Mexuar. Ellos habían obedecido sin rechistar. Alicia había bajado al suelo los trastos que transportaba el animal y los había registrado metódicamente uno por uno en busca de alguna nota de Clément o de algún indicio que pudiera servirle para dar con él. El registrador de altitud estaba entre todas aquellas cosas, pero faltaban la tela del globo y el aparato para la toma de muestras de aire. Ni los víveres ni la cantimplora estaban en las alforjas, cosa que, en lugar de tranquilizar a Alicia, la hizo temer más que nada que estuviese herido o que hubiese topado con mala gente.
Rafael Contreras llegó enseguida y ofreció su ayuda a Mateo, que quería partir sin aguardar a la mañana.
—Conozco bien ese camino incluso de noche —repuso cuando Alicia le manifestó sus objeciones—. Iré con Chupi, si no le molesta a usted —dijo a Rafael.
—Pues lo siento en el alma, pero tengo que repartir mi mercancía —replicó el hombre señalando a Alicia los kilos de hielo que sobresalían de los canastos de su mula—. Usted me comprenderá, señora…
—Chupi, que Javier se ocupe del reparto. Y en cuanto volvamos yo te hago otros cincuenta kilos como compensación. Te necesito, eres el único que puede indicarme dónde estaba Barbacana.
El nevero le escupió a los pies como muestra de su negativa.
—Por tu culpa he perdido un montón de clientes y los precios están por los suelos —terminó espetándole, aun tratando de contener la ira—. Ahora no me queda otra que subir otro día más a Sierra Nevada cada semana. ¡Por tu culpa! Lo lamento, señora, espero que no le haya pasado nada a su marido pero yo tengo que irme.
Y se marchó sin dirigirle ni una palabra ni una mirada más a Mateo. Este decidió que subiría solo. Alicia intentó disuadirlo una vez más, pero su mirada suplicaba que no la hiciera caso. Mateo se equipó para la montaña y para la noche y se llevó la cena en una alforja grande. Aunque a primeros de septiembre seguía haciendo un calor asfixiante, Barbacana había aparecido a más de mil metros de altitud. Cuando abandonó la Alhambra, la luna empezaba a teñir de sombras y ámbar el llano de la Vega.
Mateo divisó Monachil a lo lejos después de hora y media de marcha a lomos de la mula, cuyo cansancio iba en aumento. A pesar de todo, la bestia, espoleada por los ánimos y los cánticos de su jinete, había hecho trotando gran parte del viaje. Mateo descansó en el pueblo, en casa de un amigo en la que había tomado la costumbre de hacer un alto cada vez que volvía de Sierra Nevada, para comer con él y suministrarle hielo.
—Me alegro de volver a verte, Mateo —dijo el hombre sirviéndole un buen cucharón de gazpacho—, a pesar de las circunstancias.
Mateo sacó su alforja y compartió su comida y sus dudas con su amigo. Iba a continuar por el valle del Huenes y después ascender al Trevenque pasada la media noche, alumbrado tan solo por dos farolillos de aceite, sin saber a ciencia cierta en qué punto había encontrado Chupi la montura de Clément. El nevero, que gozaba de una memoria visual excelente, tenía por el contrario un sentido embrionario de la orientación y no había sido capaz de ubicar el lugar solo con su descripción.
—Nada se parece más a un peñasco que otro peñasco —dijo compadeciéndose de él su amigo mientras recogía la mesa—. Chupi no te ha hecho ningún favor. Pero, hay que entenderlo, te la tiene jurada como todos los demás.
—Ya lo sé, pero no les he hecho nada. Sigo sintiéndome un nevero yo también.
El hombre se encogió de hombros.
—Deberías esperar a que claree. Quédate a dormir si quieres —dijo antes de meterse en la cocina.
Mateo bebió con ganas un último trago de vino de Jerez y miró a su alrededor con atención. La casa le traía recuerdos. La pequeña estancia no tenía más que una gran mesa rodeada de sillas de enea y una chimenea que solo cobraba vida un puñado de noches al año, cuando el invierno descendía de la sierra al valle. Las paredes estaban cargadas de adornos muy dispares, macetas con plantas, cazuelas de cobre, un cartel publicitario de una marca de chocolate con una niña pequeña que escribía unas palabras en francés en una tapia. Era un cartel que siempre le había intrigado, pues no entendía las palabras, y siempre que lo veía sentía unas ganas irreprimibles de tomar un alimento que no podía permitirse. Esta vez se dio cuenta de que ahora que tenía medios para comprar todos los chocolates franceses y españoles juntos, no sentía la menor gana. Solo lo inaccesible había sido su motor para avanzar. Pensó en Kalia y se convenció de que no significaba nada para ella.
Volvió el amigo y con una sonrisa de oreja a oreja que le iluminaba toda la cara exclamó:
—¡Mira quién acaba de llegar! —Y se hizo a un lado para dejar paso al recién llegado.
Chupi se detuvo un instante en el umbral, lo justo para fulminar a Mateo con la mirada. Luego se acercó a él con determinación y le propinó un puñetazo furibundo en el pómulo derecho.
—Llevaba dos años con ganas de hacer esto. ¡Por todo lo que le has hecho al gremio! Ahora estamos en paz. Pero ¡ni se te ocurra dirigirme la palabra en todo el camino! Vamos.
Mateo se levantó de la silla sin decir ni mu. Se frotó la mejilla dolorida, en la que ya empezaba a notar que se le estaba formando un hematoma, cogió su sombrero y dio las gracias a su anfitrión, tras lo cual invitó sin palabras a Chupi a ir delante de él. La búsqueda podía comenzar.
38
Oporto,
sábado, 8 de septiembre de 1877
Los dos equipos habían progresado perfectamente sincronizados en la edificación de las dos mitades del puente que iban elevándose como en espejo una de la otra y ya se habían encontrado, unidas por la parte inferior del arco semicircular. Los cables suspendidos iban y venían entre las mitades de puente, desde cada orilla, como una gigantesca telaraña formando un arabesco de ramas. Los cables más gruesos, de acero, conectaban el arco a medio construir con los tableros del puente superior, perpendiculares a los pilares soterrados.
—Qué lástima que Gustave no haya podido estar presente para la colocación de la clave del intradós —comentó suspirando Joseph Collin dirigiéndose a Nouguier—. Ni siquiera ha contestado mi telegrama.
Los dos hombres se encontraban de pie en el tablero, por encima del primer pilar del puente de la orilla derecha, que los obreros habían bautizado como la orilla «Oporto» en contraposición a la otra, la orilla «Lisboa», por la que en el futuro llegaría el tren desde la capital. Compagnon se había preocupado de intercambiar regularmente a los hombres del equipo «Oporto» y a los del «Lisboa», con el fin de evitar que compitiesen entre sí por ver cuál era el primero en acabar «su» parte del puente. Nouguier y él habían hecho encaje de bolillos y el día previsto, el 27 de agosto, los dos equipos soldaban con el correspondiente remache la parte inferior del arco por su centro.
«¡Y con tan solo un centímetro de variación en la conexión!», pensó Nouguier sin dejarse llevar por la euforia, aun cuando en su fuero interno tenía la sensación de que lo más difícil había pasado. Avanzó por el tablero, sin apartarse del centro, pues todavía no tenía barandilla.
—Le dejo que vaya usted —dijo Collin—. Siempre el dichoso vértigo —añadió, frustrado al no poder avanzar más allá del pilar de hormigón empotrado en la ladera de la colina.
Nouguier se cerró la chaqueta, cuyos faldones se agitaban al viento, más sostenido que de costumbre. Delante, a sesenta metros por encima del río erizado de olas que el sol dotaba de destellos, varios obreros dirigían la maniobra de colocación de dos secciones del arco. La máquina elevadora estaba formada por un torno que se manejaba desde la ribera y por un sistema de poleas, las últimas de las cuales estaban sujetas a una estructura situada al nivel de la clave del intradós. Uno de los obreros se mantenía a pie firme sobre la barra metálica que iba elevándose lentamente en el vacío. Ninguno de los hombres llevaba arnés en la obra, y aun así no había habido que lamentar accidente alguno desde el comienzo de los trabajos, para enorme alivio de Collin que durante mucho tiempo había intentado obligarlos a trabajar con alguna medida de seguridad, sin que le hubiesen hecho caso ni una sola vez.
—En breve habrá que remachar la clave del trasdós —murmuró Nouguier.
Las dos barras elevadas estaban a muy poco de alcanzar la base del arco. Collin, que había bajado a la orilla, contemplaba embelesado la belleza irreal del espectáculo. La edificación resultaba imponente y frágil a la vez, una suerte de esqueleto de hierro por encima del cual se afanaban unos insectos minúsculos.
Un chirrido agudísimo irradió desde el puente. La ascensión de las barras se detuvo en seco a un metro del objetivo. El hombre que estaba de pie sobre una de ellas estuvo a punto de caer de espaldas, pero consiguió aferrarse al cable. Los obreros gritaron. Nouguier se fue corriendo hasta el filo del tablero inacabado, dando órdenes a voz en cuello.
Collin se quedó de piedra. Volvió a oírse el chirrido, un gañido metálico como los que había oído alguna que otra vez, en los tiempos en que había trabajado en las forjas, y que nunca auguraban nada bueno. Una chapa se había doblado y había arañado otra que estaba en el sistema elevador. Al hombre lo auparon sus compañeros de equipo para subirlo al nivel del arco y, un instante después, el caballete de la estructura cedió, arrastrado por el peso de las dos piezas de metal. Todo el conjunto cayó al Duero, lo que provocó un haz de agua de más de tres metros de altura. A continuación, se hizo el silencio. Joseph se quedó mirando las pequeñas olas que iban a morir a la orilla, mientras Nouguier comprobaba que no hubiese ningún herido. Mandó bajar a todos los obreros y paralizar la obra. Cuando se cruzó con Collin, este seguía en el mismo sitio de antes; dándole una palmada en el hombro lo animó a ir con ellos.
—De buena nos hemos librado —dijo Joseph con la vista clavada en el sendero.
—Solo hay un herido: el obrero que manejaba el torno. La manivela se ha puesto a dar vueltas sin control y le ha partido un pulgar. Compagnon lo ha llevado al hospital.
—Por unos segundos pensé que el arco entero iba a desplomarse en el río, he visto desmontarse todas las piezas y caer una tras otra. ¡Menuda pesadilla! Realmente, de buena nos hemos librado.
—¡Venga, Joseph, hay que confiar en nuestros ingenieros! —proclamó Nouguier, a quien el incidente no parecía haber afectado—. Muchachos, todo el mundo a la oficina —dijo a los obreros mientras los hombres empezaban a dispersarse.
El grupo entró en la caseta de obra, menos Collin, que prefirió quedarse fuera un instante. Nouguier repartió vino y lo que quedaba del gazpacho que habían tomado a mediodía. Luego habló con los obreros que estaban participando en la maniobra, para determinar la causa del accidente. Todos hicieron su aportación, hasta Gustavo, el que estaba encima de la barra metálica. El hombre no parecía conmocionado en absoluto y se ofreció voluntario para la siguiente subida. El espectro de la tragedia se desvanecía rápidamente.
Joseph tardaba en reunirse con ellos, cosa que contrarió a Nouguier. Collin no era aún muy popular entre los obreros y su actitud no iba a mejorar las cosas. Entró justo cuando Nouguier acababa de dar por concluida la reunión y decidir paralizar la obra durante dos días.
—Es una tragedia —dijo Joseph con el rostro más desencajado aún.
—No, el incidente ha terminado. Hemos localizado el problema: un defecto de concepción del caballete. Vamos a cambiar de proveedor y el jueves haremos las pruebas de carga…
—Pero ustedes no lo entienden —lo interrumpió Collin agitando un telegrama—. Acabo de recibir noticias de los Eiffel: ¡Marguerite se muere!
39
La Alhambra, Granada,
sábado, 8 de septiembre de 1877
Rafael Contreras se enjugó el rostro perlado de sudor. Los azulejos rojos que habían salido eran de mala calidad, pues, obnubilado por la desaparición de Clément, había dejado que el horno se le apagara dos veces. Echó las piezas en una caja que ya contenía una buena cantidad de desechos, amontonados como otros tantos estratos generados por sus trabajos de restauración. Él mismo era capaz de asociarlos con cada suceso que había alterado su concentración. Las cerámicas no toleraban el menor error.
Todos seguían aguardando el regreso de Mateo y Clément. Él se sorprendió imaginando que, en caso de desgracia, Alicia sería una viuda joven codiciada. Contra todo pronóstico, aquella idea ahogó su tristeza y multiplicó el deseo amoroso que se hallaba latente en él. Pero enseguida le puso fin un sentimiento de culpabilidad. Cerró el taller y cruzó la placeta, más frecuentada que de costumbre. Avisados de la desaparición de Clément, los granadinos se habían reunido espontáneamente a esperar noticias de su regreso e iban de acá para allá por la Alhambra, preocupados por su suerte y por el récord que se disponía a batir. Un grupo de gitanos que había bajado del Sacromonte tocaba aires flamencos y zambras moras. Alicia se había acercado a darles las gracias y ofrecerles algo de comer. Rafael, al que paraban una y otra vez en el camino a la Torre de la Vela para preguntarle, confirmó que seguían esperando. Los ánimos que recibía de parte de los habitantes, vecinos, amigos y desconocidos lo emocionaban, pero también lo tenían perplejo. Tan solo entendía que el matrimonio Delhorme era muy conocido y querido en Granada.
Subió hasta la terraza de la torre, en la que los chicos habían montado su cuartel general. En el cielo se habían instalado desde por la mañana unas nubecillas que habían pintado a rayas el azur e incrementado, si cabía, la sensación de calor, después de una noche de tregua del viento.
Alicia no estaba. Mientras Javier, al estilo de los marineros en la proa del barco, escrutaba la subida a la Alhambra, adonde había enviado a Jezequel, Irving y Victoria jugaban a atrapar golondrinas con la despreocupación propia de los jóvenes. Cada vez que pescaban un pájaro, resonaban sus exclamaciones de júbilo, seguidas de los gritos de temor cuando tenían que volver a soltarlos.
—Aún nada —dijo Irving, adelantándose a sus preguntas—. Mamá ha ido al Partal.
Rafael se encaminó a la obra y encontró a Alicia barnizando muy concentrada la parte de un fresco mural que había decapado previamente para eliminar la pintura que lo cubría.
—Data del reinado de Yusuf I, al que llamaban el Deslumbrante —comentó Rafael acercándose a la representación pictórica para ver mejor a los personajes—. Otro que murió asesinado. Ah, ahí está —dijo señalándolo con un dedo.
—¿Sabes lo que más me preocupa? —lo interrumpió ella de pronto, para poner fin a una conversación que no le interesaba lo más mínimo.
Él negó con la cabeza y la invitó a continuar.
—Que Barbacana ha traído una parte del instrumental, lo cual me dice que había empezado a cargarla —prosiguió ella, al tiempo que sumergía las manos manchadas de pintura en un barreño de agua turbia—. Por lo tanto, el globo no había caído en una zona inaccesible.
—Eso es más bien positivo, me parece a mí.
—No, porque estaba el altímetro —siguió ella—. Es el aparato al que más aprecio le tiene. Eso quiere decir que estaba tranquilo pero que le pasó algo inesperado que debió de sorprenderlo.
—¿En qué estás pensando?
Alicia se secó las manos con gesto rabioso, sin darse cuenta. Él le quitó el trapo y lo dejó entre los utensilios esparcidos sobre la mesa de trabajo.
—No lo sé… Espero estar equivocada. —Salió y fue a sentarse en el umbral, desde donde lo invitó a hacer lo propio—. Sin embargo, lo que no estaba era el cacharro de la universidad con la muestra de aire —continuó—. ¿Se rompería tal vez durante el aterrizaje?
—O quizá no le dio tiempo a guardarlo. Tú misma has dicho que a lo mejor algo lo sorprendió.
Alicia abrió mucho los ojos. Estaba luchando contra los sentimientos encontrados que la asediaban desde la tarde anterior.
—Estoy cansada… —murmuró.
—Ve a descansar —le propuso él—. Este fresco lleva quinientos años esperando, podrá esperar a mañana.
—Ni hablar, tengo que estar despierta para cuando vuelva.
Rafael quiso manifestarle cuánto la admiraba, pero guardó silencio.
—¡Señora Delhorme! —la llamó Jezequel, que acababa de materializarse en el jardín escalonado en medio de una nube de polvo—. ¡Ha vuelto Mateo! ¡Y viene solo!
El antiguo nevero y Chupi habían inspeccionado la zona en la que este último había encontrado a Barbacana, un pico rocoso cuya cara noroeste formaba un estrecho desfiladero de paredes verticales. A las siete de la mañana, después de llegar a la cima del Trevenque, habían decidido abandonar y habían regresado, exhaustos. Tras una somera explicación, Mateo había vuelto a sus dependencias en el Generalife para dormir un rato antes de iniciar una segunda tentativa, prevista para primera hora de la tarde.
Rafael acompañó a Alicia hasta su residencia. Por el camino le dijo que iría a buscar ayuda a Granada para organizar una auténtica batida por Sierra Nevada, después del fracaso de Mateo. La voz del arquitecto resonaba en su cabeza como un bordón incesante, pero habría sido incapaz de repetir una sola de sus palabras, que resbalaban por ella como si las estuviera diciendo en una lengua extranjera. Tuvo fuerzas para darle las gracias y luego se encerró en su alcoba, antes de romper a llorar hasta quedarse dormida.
Cuando despertó, Nyssia estaba a su lado. La niña sonrió, mirándola, y ella le acarició la mejilla y abrió la tapa del libro que llevaba en una mano para leer el título.
—¿Madame Bovary? Vas rápido, mi niña, demasiado rápido. Es una novela para mayores. La empecé a leer hace cinco años pero no llegué a terminarla. Es todo tan desesperante en la protagonista. ¿Cómo se llamaba?
—Emma.
—¡Eso! Emma… Qué sufrimiento, qué atolladero, una mujer que solo sueña con la vida mundana; no supo ver a su alrededor la belleza de la vida. Y, sin embargo, está ahí, más presente que las quimeras del lujo y las apariencias, créeme.
Nyssia cerró el libro y lo dejó encima de la cama, cerca de su madre.
—Toma, dame ese gusto, mamá, termínalo. Pasa la tarde leyendo y despeja un poco la mente.
—Una hija mía haciendo de madre conmigo —bromeó Alicia, incorporándose—. Eres mi misterio, Nyssia.
Se frotó los ojos y puso algo de orden en su cabellera.
—No sé cómo lo haces para conservar la calma en estas circunstancias —añadió mirando la novela, que dejó entonces encima de la mesilla de noche.
Nyssia le cogió las manos.
—Mamá, ¿no confías en papá?
—Claro que sí, ¡vaya pregunta! Pero la situación se sale de lo corriente.
—También papá —respondió Nyssia con una naturalidad que desarmaba.
Alicia recibió la observación como una bofetada. ¿Cómo había podido dudar? Clément siempre había salido airoso de los peores trances que le había impuesto la vida y había tenido que ser su propia hija quien se lo recordase.
—Tienes razón, cariño —proclamó enérgicamente, al tiempo que se levantaba—. ¡Voy a organizar la casa para su regreso!
—Sierra Nevada es una ecuación de dos incógnitas, mamá, y estoy segura de que él las ha resuelto las dos.
Las cañas de pescar y la jaula de los pájaros habían quedado tiradas por el suelo de la azotea, que mordía las plantas de los pies y abrasaba los ojos por el efecto del sol a plomo. Los chicos se habían refugiado en la mísera sombra del campanil pero no habían querido abandonar el terreno al astro altivo. Jezequel había entrado por el Partal y se había unido a ellos con un botijo lleno de agua y cubitos de hielo. Todos fueron cruzando por turnos la terraza para espiar la Puerta de las Granadas, por donde habría de aparecer su padre con la alforja repleta de historias para contarles.
—Mamá no ha querido decirlo —comentó Victoria, replegada contra el relativo frescor de las piedras, abanicándose con indolencia.
—¿El qué? —preguntó Irving masajeándose los pies.
—Si había batido su récord.
—¡Yo creo que sí! Si hubieses visto el globo subiendo por el aire…
—¡Cómo no lo iba a ver! ¡Si estaba contigo! —exclamó ella fingiendo ofenderse.
Los dos se dejaron llevar por una risa nerviosa, hasta que Javier le recordó a Irving que le tocaba hacer de centinela. El muchacho fue y volvió a la carrera.
—Aún nada de nada —dijo brincando—. Solo gente esperando, como nosotros.
—¿Por qué vas descalzo? —preguntó Jezequel echándose a un lado para hacerle sitio a la sombra, que menguaba peligrosamente.
—Porque descalzo corro mejor.
—Sí, pero con este calor te vas a quemar los pies.
—Puede, pero menos rato.
Nueva risotada catártica, prueba de que tampoco ellos habían dormido gran cosa.
—En cualquier caso, si vuestro padre sale de esta… —empezó Jezequel.
—¿Cómo que «si sale de esta»? —lo interrumpió Victoria.
—Querrás decir «Cuando vuelva» —lo corrigió Irving.
—Vale, perdón. Cuando vuestro padre vuelva —reinició Jezequel su frase mientras se buscaba algo debajo de la camisa—, cuando esté aquí le daré una de mis escamas —añadió, y a continuación exhibió muy orgulloso su collar.
—¡Menuda suerte! —exclamó Irving queriendo tocarlas.
Jezequel se metió rápidamente la alhaja por dentro de la ropa.
—Eres muy amable —ponderó Victoria, viendo que su hermano se había enfurruñado—. ¿Cuántas tienes ya?
—¡Cinco! Todas encontradas en el estanque de los Arrayanes.
—Cinco monedas que no valen nada —apostilló Javier.
—Entonces ¿por qué no se encuentran en otros sitios? —le espetó Victoria, que notaba que el tema estaba a punto de degenerar en una discusión entre los dos muchachos, como solía ocurrir—. Eso demuestra que son escamas de peces dorados y no monedas, ¿no?
Todos se quedaron callados. El calor exigía ahorrar esfuerzos. Victoria cerró el abanico. Las golondrinas revoloteaban alrededor del grupito e incluso a veces pasaban al ras por su lado formando arabescos provocadores. Javier alargó un brazo y cerró el puño como queriendo atrapar una, y los demás lo imitaron.
—¡He cogido una! —bromeó Victoria, fingiendo que metía su presa en la jaula vacía.
Los muchachos hicieron lo propio e Irving empezó a contorsionarse exageradamente, como si lo retorciese su cautiva imaginaria, antes de arrojarla a la jaula y cerrar la portezuela. Sostuvo entonces la jaula con el brazo estirado, examinando orgulloso el resultado de la caza colectiva, y se la pasó a Jezequel.
—La mía es la más gorda… —comentó, sosteniendo la prisión de mimbre contra el cielo azul claro—. Eh, ¿qué es eso? —dijo soltando de repente la jaula.
Su reacción inesperada sorprendió a los otros, que se pusieron en pie.
—¿El qué?
—¿Has visto una serpiente?
—Ese destello —se impacientó Jezequel—. ¿No lo habéis visto?
—No —respondió Javier después de haber consultado con la mirada a los demás—. ¡Vas a tener que ponerte a la sombra, amigo!
Jezequel hizo oídos sordos a la mofa y se fue hasta la esquina de la terraza para examinar el paisaje. De la montaña salió un segundo destello, más sostenido que el anterior.
—¡Ahí, mirad! ¡Lo veis, no lo he soñado!
Todos se apiñaron a su alrededor. El tiempo se les hizo eterno hasta el tercer destello. A diferencia de los anteriores, esta vez el punto luminoso no se apagó.
—¡Es él, es el señor Delhorme! —exclamó Javier—. ¡Nos está mandando señales, como hacía mi padre!
40
Sierra Nevada,
sábado 8, domingo 9 de septiembre de 1877
Clément respiró hondo sin poder reprimir una mueca de dolor. La herida le dolía. Apoyado contra el tronco de un árbol, no se atrevía a moverse. Le abandonaban las fuerzas. Había perdido mucha sangre pero el corte había dejado de sangrar. Tenía la camisa adherida a la piel, la tela pegajosa y húmeda. Se le nublaba la vista. Debía hacer grandes esfuerzos para no perder la consciencia. Clément alzó la cara hacia el follaje, le pareció que algo se había movido pero no soplaba ni un ápice de viento.
El olivo, completamente cubierto por la envoltura del globo, semejaba una bola de Navidad. Los rombos de aluminio relucían al sol, que siempre hallaba materia en la que reflejarse a lo largo de su recorrido. Con todo, estaba ya emitiendo sus últimos rayos y pronto el gran farol gigante se apagaría.
Clément sacó el reloj de bolsillo. La tapa, hundida, se resistía a abrirse. Tenía sed, la boca seca. Le pareció oír unas voces, oír a sus hijos llamándolo. Llevaba horas en ese estado y ya no prestaba atención. Sin darse cuenta se quedó dormido.
La tierra tembló a su alrededor pero él se sentía incapaz de moverse. Clément abrió los ojos a la noche estrellada. Lo habían amarrado a una parihuela enganchada a un caballo.
—¡Se está despertando! —anunció la voz de Mateo.
El convoy paró lentamente para evitar trompicones. El doctor Pinilla se inclinó hacia él. En su rostro flotaban las sombras de la noche que la llama de una antorcha no lograba disipar del todo.
—Querido amigo… —dijo Clément articulando lentamente las palabras—. Sabrá usted disculparme… si no lo saludo como es debido… —consiguió decir, indicándole los brazos apresados bajo las sogas de cáñamo. Antes de proseguir, recuperó el aliento con una mueca de dolor—. Ha venido con Mateo…
—Y con una decena de guardias civiles que el gobernador ha puesto a nuestra disposición. Tenía a toda la ciudad con el corazón en un puño, Clément.
El malherido trató de levantar la cabeza pero tuvo que abortar el gesto, de tan penetrante como era el dolor que acompañaba cada movimiento. Los caballos piafaron.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó el médico mientras le examinaba el vendaje que le había puesto en la herida.
—Eso le corresponde decirlo a usted, doctor… ¿Sigo vivo?
—¡Y para rato! Ya nos contará lo que le ha sucedido. Pero, mientras tanto, tómese esto —le ordenó Pinilla y le puso una píldora en la boca.
—¿Y el material? —preguntó el meteorólogo, súbitamente preocupado.
—Lo hemos recuperado todo —respondió Mateo, que se le había acercado—. Me alegro de volver a verlo, Clément. Solo tuvimos que seguir la estrella luminosa hasta llegar a donde se encontraba. ¡Han sido los niños los que han dado con usted!
—¡Vivan los sábados! —bromeó él, dicho lo cual un vértigo repentino lo obligó a cerrar los ojos.
El tiempo se ralentizó y las cuatro horas del trayecto se le hicieron eternas. A la montaña le siguió el llano, luego el pueblo de Monachil en el que le esperaba Ramón, que lo subió a su berlina y lo trasladó al hospital de San Juan de Dios. Una sala, dos salas, tres salas, una ristra de salas que no terminaba nunca, y los vértigos en todo momento, la náusea y una sed infinita, hasta una mesa de tacto frío y duro. Un olor fuerte a éter le llenó las fosas nasales y un gusto azucarado le empapó la boca.
—Justo a tiempo para poder suturar este feo boquete que le ha perforado el abdomen —dijo la voz lejana y distorsionada del médico.
Las palabras se transformaron en un pitido que lo llenó todo, y entonces todo desapareció.
—¿Dónde lo encontrasteis?
La voz de Alicia lo despertó. Pero era incapaz de separar los párpados pegados.
—En el Veleta, bien lejos del Trevenque.
El tono de voz de Mateo rezumaba todo su orgullo. Clément, que flotaba entre la vigilia y el sueño, percibía perfectamente las intenciones al margen de las palabras.
—Mateo, nunca te estaré lo bastante agradecida —le aseguró ella.
«Noto su mirada puesta en mí —pensó Clément—, le habla a él pero lo dice mirándome a mí».
—Ni a usted, doctor —agregó ella.
«Pinilla acaba de ruborizarse. Oigo su rubor». Esta idea le hizo gracia, pero la risa no sobrepasó las lindes de su mente. Lo que lo tenía dominado era una euforia que lo embotaba.
—Cuando se despabile, va a sentir mucho dolor en las carnes, así que dejemos que siga descansando —sugirió el médico.
«Huye —pensó divertido Clément—. Está huyendo de su propio malestar».
La puerta se cerró suavemente. Los sonidos de la sala común contigua le llegaban en sordina. Sintió deseos de dejarse arrastrar de nuevo al limbo; se adormeció y recobró el sentido un par de veces, sin lograr levantarse, ni siquiera despertarse del todo. La tercera vez fue brutal. En la estancia reinaba el silencio y, sin embargo, había ocurrido algo anormal. Clément se sentía espiado.
«Hay alguien, aquí hay alguien y está mirándome… Noto su respiración y su mirada, ¡y no es una mirada amistosa! ¡He de despertar, es preciso!».
Hizo un esfuerzo que le pareció sobrehumano para salir de su estado de consciencia flotante y abrió los ojos: la habitación estaba vacía.
Clément se encontraba totalmente despierto cuando, al final de la mañana, Alicia reapareció en compañía de Mateo y Ramón. Este último llevaba en la mano El Pensil Granadino, en el que se había publicado un artículo sobre el lanzamiento del globo y la desaparición del señor Delhorme.
—Este mediodía se pasará el periodista a hacerle unas preguntas —le informó Mateo—. Está todo el mundo pendiente de las novedades sobre el récord.
Clément soltó una carcajada ante la mirada interrogante de los dos hermanos. Pero los puntos de sutura lo llamaron dolorosamente al orden.
—¡Pero si yo no sé nada! —se disculpó—. Pregunten a Alicia.
—Antes de su partida habíamos decidido que solo comprobaríamos el altímetro una vez que Clément estuviese ya de regreso en la Alhambra, para descubrirlo juntos —les confió ella.
Alicia se había puesto el vestido largo de encaje negro, que le había encargado su marido en el modisto Juan Zapata para el día de la procesión de la Virgen de 1870 y que había impresionado a todos más que la ceremonia en sí. Luego, cada año, a medida que se acercaba la festividad del 15 de septiembre, se hacían toda clase de comentarios y apuestas sobre el aspecto de los encajes divinos que se pondría aquella a la que ya nadie llamaba «la bella francesa». Alicia se había convertido en «la bella andaluza».
—Entonces ¿todavía no lo sabe nadie? —preguntó Ramón, que disimulaba mal su emoción.
—Hemos cumplido nuestra palabra —respondió Clément—. El papel con el registro sigue dentro del cilindro.
—Pero ¿a qué esperan? ¡Vamos a buscarlo, ahí fuera hay al menos medio centenar de personas deseando saberlo!
Ramón abrió la ventana y se puso de lado en el marco para dejarle ver el bullicio.
—Estaban todos en la Alhambra. Esperando su regreso. Me han seguido hasta aquí —se defendió Mateo ante la mirada ensombrecida de Clément.
Pinilla entró con una religiosa e hizo salir a los hermanos Álvarez para examinar a su paciente.
—Dígame que volveré a casa esta tarde —le rogó con vehemencia Clément después de que la enfermera hubo cambiado el vendaje.
—Si me promete que guardará cama una semana, de acuerdo —respondió Pinilla sin hacerse ilusiones.
—¡Ni hablar de eso, doctor!
—Nada de largos viajes hasta pasados tres meses, o idealmente seis —insistió el médico arrojando la tira de gasa en un cajón puesto en el suelo.
—Pues he de ir a Oporto el mes que viene para la inauguración de un puente. Eso no es negociable, querido amigo.
—Bueno, ya sabía yo que no podría contar con su colaboración, señor Delhorme —bromeó Pinilla a modo de capitulación—. Afortunadamente tiene usted una constitución robusta… Al menos cámbiese el vendaje dos veces al día hasta que la herida haya cicatrizado. Le daré un ungüento para acelerar el proceso.
—Eso creo que sí podría prometérselo, doctor. ¿Vamos, amor mío? —La sonrisa de su mujer le recordó que solo llevaba puesta encima la camisola larga de los pacientes—. Tienes razón. ¿Me puedes traer el sombrero y dos o tres trapos, para ir un poco decente aunque sea tumbado en una parihuela?
Una vez a solas intentó levantarse de la cama pero no consiguió ni sentarse siquiera. La convalecencia iba a ser un tormento. Se consoló decidiendo que aprovecharía para mejorar el principio de la máquina de hacer cubitos de hielo de Mateo. Se le había ocurrido una idea.
Clément dejó volar la imaginación entre las cuatro paredes encaladas de la sala de curas del hospital. Este no disponía de habitaciones individuales y le habían preparado aquella sala para la ocasión. Fuera, el gentío emitió un murmullo sonoro que le llegó por la ventana que se había quedado abierta.
«Habrá que decirles que se marchen a casa», pensó.
De pronto se le vinieron a la mente las imágenes de las largas horas en que había estado esperando auxilio y lo invadió una gran tristeza, un vacío inmenso. No había sentido miedo a la muerte, le gustaba demasiado flirtear con ella y se había pertrechado de creencias en torno al fatalismo inexorable de las matemáticas. Se había sentido más bien dispuesto a asumir las consecuencias de sus pasiones. Pero por primera vez en su vida había calibrado el impacto que ello causaría en sus hijos. Todos sus pensamientos se volcaron en ellos. Eran tan jóvenes todavía… Debía seguir presente en sus vidas, no solo para protegerlos sino también para proporcionarles todas las armas necesarias con las que enfrentarse al mundo; era su papel y su responsabilidad. Nunca había considerado la paternidad desde este ángulo. Ni los hombres ni la naturaleza eran justos, pero ¿por qué imponer semejante lección a unos niños tan cargados aún de candor? Debía guiarlos hacia esa conclusión a través de su propia reflexión personal.
«Ahí es donde he fracasado —se dijo—. Me he portado como un ser inmaduro con mis hijos. Y ha sido necesario que acabase recostado contra un olivo, desangrándome, para darme cuenta».
Decidió poner fin a sus lanzamientos de globos hasta que los trillizos saliesen de la Alhambra para seguir cada cual su propio camino. Decidió que no había pasión mayor que la que lo ligaba a los suyos y que la más noble de las ambiciones y el más bello de los récords era la triple felicidad de sus hijos. «El más difícil de alcanzar», reflexionó.
Cuando volvió Alicia, quiso informarla de su decisión pero la sonrisa se había borrado de la faz de ella y su semblante había perdido su luminosidad. Detrás de su mujer venía un hombre, un desconocido. Su rostro enjuto tenía un matiz ceroso, los cabellos amarillentos mezclados con canas le enmarcaban la frente como una enredadera, sus arrugas componían una expresión de sufrimiento y de vejez a la par: todo en él hacía presentir tribulaciones interiores ocultas bajo una frialdad que helaba el corazón.
—Enseguida desalojamos la sala de curas, señor —dijo Clément.
—Clément, este es el juez Ferrán. Tenemos un problema grave.