XXIX

80

París,

sábado, 27 de diciembre de 1884

Lo resistirá todo, estimado caballero. Huracanes, tempestades, seísmos, ¡todo!

Satisfecho del efecto producido, Eiffel se arrellanó en su asiento. El periodista hizo una mueca de admiración que ocultaba su ignorancia absoluta sobre la materia y decidió que bastaba con la palabra del industrial que tantos puentes prestigiosos había construido, a pesar de los dardos envenenados que le dedicaban los arquitectos.

—Mis ingenieros han hecho los cálculos una y otra vez —añadió Eiffel, abriendo un cuaderno lleno de ecuaciones—. El hierro es el único capaz de hacer realidad este prodigio de trescientos metros.

El redactor de Le Temps simuló interesarse en el contenido del cuaderno y a continuación tomó notas en su libreta y le hizo una seña para que continuase. Mientras proseguía con su explicación, Eiffel desvió la mirada hacia el departamento de proyectos, en el que reinaba una actividad intensa a pesar de estar en plenas fiestas navideñas. Varios ingenieros trabajaban cada cual en su mesa de dibujo, otros dos verificaban ecuaciones con ayuda de ábacos logarítmicos, mientras obreros y capataces entraban y salían sin cesar para hablar sobre el avance de los diferentes proyectos, un ballet que se movía con los martillazos contra las piezas metálicas y los chirridos de las poleas como música de fondo.

—¿Quiere que le lleve a ver mis talleres? —propuso Eiffel, al darse cuenta de que su interlocutor estaba distraído.

—Se lo agradezco, ya volveré otro día para eso, hoy tengo que ceñirme a mi tema de la Exposición Internacional. No me cabe duda de la proeza que representa esta pirámide de los tiempos modernos —hilvanó el hombre, pasando la mano por el dibujo que le había dado Eiffel—, pero ¿dónde deja la impresión de la belleza? Una obra industrial no debe ser meramente útil sino también estética en igual medida, sobre todo cuando tiene vocación de permanencia.

Aquella reflexión le confirmó al ingeniero que el periodista había ido antes a entrevistar a Bourdais, su competidor. Eiffel, que apreciaba los duelos oratorios, disfrutaba enormemente convenciendo a los escépticos a fuerza de argumentos que iba sacando en orden ascendente, para terminar rematándolos con sus flechas imparables. Javier interrumpió sus cálculos para escucharlo. Eiffel tenía respuesta para todo, sobre la utilidad, sobre la estética, sobre la perennidad de su torre. Demostraba sus ideas con ejemplos, repetía, hacía una pausa al final de cada argumento para que el hombre pudiera tomar apuntes sin precipitarse, con una calma, una seguridad y un carisma que el joven ingeniero admiraba sin reservas.

—¡Javier!

Eiffel, que se había dado cuenta de que el joven no ponía toda su atención en lo que tenía entre manos, lo llamó para que se acercara. Enfadado consigo mismo, fue hacia ellos con la cabeza gacha.

—Javier, ¿puede acompañar a la salida a nuestro amigo periodista y pedirle un coche?

—Si no es molestia —añadió el reportero, que se había fijado en su cara descompuesta—. Le doy las gracias por el tiempo que me ha dedicado, señor Eiffel. ¿Me da permiso para seguir las obras con regularidad, si su proyecto sale ganador?

—Con mucho gusto. Las puertas de mi empresa estarán siempre abiertas para usted. Al igual que el último piso de la torre.

Javier acompañó al periodista hasta la parada de coches más cercana, sin dejar de decir maravillas sobre su patrón.

—No se canse, joven. Este Eiffel es un constructor hábil, pero el dibujo que he visto no tiene nada que pueda reconciliarme con el proyecto.

—¡Pero si es de un innovador superlativo!

—Demasiado vanguardista, querrá decir. ¿Por qué tienen que ser tan poco estéticos los monumentos que se están construyendo para la Exposición Universal? ¡Mire ese palacio de los Campos Elíseos, es una tacha en París!

Javier no se atrevió a responder. Acababan de llegar a la parada pero no había ningún vehículo a la vista.

—Normalmente no hay que esperar mucho —dijo—. Pero me puedo acercar a buscar uno…

—Deje, deje, puedo esperar, no le haré perder su tiempo.

Javier se despidió, dio unos pasos, dudó y regresó junto al reportero.

—Señor, quería preguntarle una cosa.

—Dígame —replicó el hombre, escrutando la esquina de la calle.

—Usted, como periodista, sin duda habrá oído hablar de esos monumentos que han encontrado tocados con sombreros el día de Navidad. Me lo ha contado no sé quién, pero en los periódicos de ayer no vi nada.

—¿Eh? Ah, pues no, no me suena.

—Qué raro. Al parecer, había mucha gente delante de las estatuas con sombrero —insistió Javier, un tanto picado por la falta de interés del periodista.

—Mire usted, hoy en día cuanto más estúpidos y carentes de interés son los sucesos, a más gente congregan. Al pueblo siempre le llamará más la atención los excesos de un borracho una Nochebuena, que la gestión de los asuntos del país. Eso es así —concluyó el hombre con cara compungida, sacando de su bolso el periódico del día.

—Pues era un acto artístico y político, no un delirio de un borracho… He oído hablar de un Comité para la Supresión de los Sombreros de Copa, ¡eso sí es una información que debería interesar a su periódico!

—Bah, eso es cosa de anarquistas y estudiantes queriendo dar la nota. Tome, se lo regalo, tengo a porrillo —dijo el hombre poniéndole en las manos un ejemplar de Le Temps—. A lo mejor encuentra su felicidad en él. Ah, ahí viene mi coche. Que disfrute de la lectura, joven. ¡Y no pierda el tiempo con esas chiquilladas!

—Pero si no era yo… —farfulló Javier. El periodista había cerrado ya la portezuela—. Desde luego, estos franceses no tienen el menor sentido del humor —murmuró para sí, viendo alejarse el vehículo.

—¿Cómo es que no ha vuelto? —se dijo Eiffel, preocupado, de regreso en el departamento de proyectos. Hacía más de una hora que Javier se había ido. Tenía su mesa de trabajo totalmente cubierta de cálculos. Eiffel le cerró con cuidado el tintero—. ¿No lo ha visto nadie?

Koechlin respondió con un «No» distraído. Compagnon, que acababa de entrar a buscar un plano del tipo ocho, el último modelo de puente portátil, negó con la cabeza y preguntó:

—¿Puedo verlo a solas para la prueba prevista con el general Lewal? —Los dos hombres salieron al patio, donde había un puente desmontable desplegado que ocupaba unos veinte metros—. Hay un problema con los pernos —le explicó, sacando uno de muestra de un cubo lleno de piezas iguales—. El diámetro excede en más de una décima de milímetro. Y ya se han practicado los orificios en los triángulos —dijo señalando los elementos.

—Podemos agrandarlos, imagino que no era ese el motivo por el que me ha hecho venir, Jean.

—Mire el perfil. No se corresponde con nuestro pedido.

Eiffel constató que la cabeza del perno era chata, cuando el diseño del plano enviado al proveedor preveía una cabeza cónica.

—Pues se les devuelve todo y se les exigen las piezas para la semana que viene. Si no, cambiamos de proveedor. Contactaremos con la casa Fould-Dupont de Pompey.

—¿Y para la prueba?

—Voy a convencer al ministro de la Guerra para posponerlo para marzo. Sus maniobras no tendrán lugar hasta septiembre y no quiero dejar nada al azar. Si alguien pregunta por mí, estoy en el Laboratorio de Aeronáutica —añadió el industrial lanzando el perno, que aterrizó en el cubo con un sonido de quincallería.

Al llegar allí, vio que solo había un obrero, que estaba terminando de instalar un embudo gigante en lo alto de un pilar de diez metros de altura. El hombre bajó para saludarlo.

—¿No está aquí el señor Delhorme? —le preguntó Eiffel, mientras examinaba una saca llena de bolas de madera y se preguntaba cuál sería su finalidad en la aeronave que iban a construir.

—No, Javier vino a buscarlo y se fueron los dos juntos.

—¿A la oficina?

—A casa, me refiero. Parecía un asunto grave.

La frase inquietó lo bastante a Eiffel para impedirle concentrarse en el trabajo. Recogió sus cosas y decidió pasarse por el domicilio de los Delhorme, de camino a casa. Allí, estuvo un buen rato llamando a su puerta pero nadie abrió. Justo cuando se marchaba, se cruzó con el dueño, cuyas manías higienistas conocía bien, y trató de darle esquinazo. Pero Brouardel había reconocido al señor que se había presentado fiador de su inquilino y lo abordó:

—Si busca a los Delhorme, salieron todos por lo del accidente.

—Pero ¿de qué accidente me habla?

—Del que ha habido en su casa, en España. ¡Aguarde!

El hombre se metió en su piso y salió con un ejemplar de Le Temps del día. En mitad de la primera página, un breve encarte anunciaba que se había producido un temblor de tierra cuyas sacudidas se habían sentido hasta en Madrid. «En Granada, en Málaga, en Sevilla se han derrumbado muros y varias personas han resultado heridas», concluía el periodista. Eiffel le dio las gracias y le dejó un mensaje para Clément. Dio un rodeo por la avenida de Wagram para comprar los demás periódicos y regresó a su hotel particular, donde mandó que engancharan el tiro de su berlina. Eiffel saludó a sus hijos, extrañados de verlo aparecer en plena tarde, se llevó a Claire a un aparte para contarle el motivo de su presencia y ojeó los periódicos, donde no encontró ninguna información complementaria.

El cochero lo recogió y lo dejó en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en el muelle de Orsay. Gracias a su trato personal con el ministro de Economía, Eiffel había conseguido que le concediera audiencia uno de los consejeros de Jules Ferry, que aglutinaba las funciones de presidente del Consejo de Ministros y ministro de Asuntos Extranjeros. Esperó unos veinte minutos aproximadamente en una antecámara bastante poco representativa de los oropeles de la República, con unos muebles anticuados y una alfombra mugrienta. El funcionario, a cuyo despacho lo habían llevado mientras esperaba el regreso del alto cargo, le causaba la impresión de ser, más que un asistente ministerial, un escribiente desengañado. Rascaba ruidosamente el papel con una pluma de oca gastadísima. «La última vez que la tajó debió de ser en tiempos del Imperio», pensó Eiffel, suspirando para apaciguar su impaciencia. Las plumas de acero, que habían reemplazado las plumas naturales en todas las administraciones desde hacía treinta y cinco años, no tenían detractores. «Hay resistencias al progreso en todas partes —meditó, divertido—. ¿Para qué iba el hombre a querer un utensilio limpio, silencioso y eficaz, si se puede ensuciarse la mano y emborronar los papeles?».

Sintiéndose observado, el funcionario miró muy orgulloso su instrumento de largas barbas blancas.

—Soberbia, ¿verdad? Es una pena de corneja —explicó, haciéndola girar entre el pulgar y el índice—. Me dirá que las cornejas tienen las plumas negras. Pues figúrese que esta ave tenía unas remeras de un blanco inmaculado, lo que la hizo verdaderamente rara. Fíjese, no tiene ninguna coloración —dijo, ofreciéndole la pluma—. ¡A mí jamás me harán escribir con metal, esos son instrumentos sin vida y sin historia!

El escribiente reanudó su redacción como si el soliloquio no hubiese tenido lugar. Durante unos segundos Eiffel se quedó estremecido con la disertación. Se disponía a barrer con una panoplia de argumentos irrefutables las aseveraciones del chupatintas cuando entró el consejero acompañado por el mismísimo Jules Ferry, recién llegado de la Asamblea.

—Querido señor Eiffel, me acaban de comunicar su presencia. Venga, tengo unos minutos para usted antes de la siguiente reunión. Hábleme de su récord de altitud y de su torre para la Exposición.

—Con mucho gusto. Pero he venido por una cuestión más urgente, señor presidente —respondió Eiffel—. Se trata de Delhorme, nuestro aerostero.

Una vez a solas, el funcionario metió delicadamente la punta de la pluma en su tintero y sonrió, orgulloso de haber dado en las narices al industrial al que había reconocido de inmediato y que se proponía plantar un clavo gigante en pleno corazón de París. No podía entender cómo el ministro se había encaprichado con semejante proyecto, ni tampoco el frenesí que se apoderaba de los políticos en cada Exposición Universal. Volvió a su trabajo, una nota destinada a otro servicio, la cual a su vez generaría más notas para otros servicios, hasta que los tres mil agentes de los ministerios hubiesen sido informados sin dejarse ninguno. Luego recibirían una segunda nota en la que se les explicaría el funcionamiento de la primera, y después una tercera que finalizaría con la obsolescencia de las dos anteriores. Esa idea reafirmó en él la importancia de su trabajo y de la elección del utensilio, cosa que por sí sola justificaba absolutamente el sacrificio de la corneja.

El chupatintas vio interrumpidas sus reflexiones por uno de los policías encargados de la protección del presidente.

—Tiene que mandar un telegrama a nuestra embajada en España. Deje todo lo que está haciendo —ordenó el inspector, tendiéndole un papel escrito a mano deprisa y corriendo—. Tan pronto como recibamos respuesta, hay que comunicarla al señor Eiffel, sea la hora que sea.

El asistente sopesó las posibilidades que tenía de negociar una demora, hasta que acabó dándose por vencido.

—¿Por qué yo? —preguntó, después de soltar un sonoro suspiro de desaprobación.

—¡Porque no se fue a casa pitando, amigo mío!

—¿Y por qué usted?

—A mí me han encomendado que lo acompañe —explicó el inspector—. No es que la idea me guste demasiado, pero este favor ha de hacerse dentro de la más estricta discreción. ¡Vamos!

Los dos acólitos desaparecieron por el dédalo de pasillos del edificio en dirección al despacho de telegramas del único ministerio, abierto al mundo, que garantizaba una recepción continua permanente.

Eiffel regresó a sus talleres, por donde no habían vuelto a aparecer ni Clément ni Javier. Solventó unos cuantos asuntos pendientes y luego volvió a la calle de Prony. El clan Delhorme al completo se había reunido en su casa. Claire, perfecta anfitriona, les había preparado unas bebidas calientes y había mandado a la cocinera a por unas castañas asadas al puesto ambulante del parque de Monceau. Las caras denotaban cansancio y las miradas ya no transmitían la despreocupación de los días anteriores. Todos hablaban sin parar, como queriendo conjurar el mal fario; todos menos Alicia, que no despegaba los labios, sentada cerca de la ventana, mirando la agitación de los demás con aire ausente.

—Hemos ido a la oficina de telégrafos —explicó Clément después de haber escuchado a Eiffel—. La línea con Granada está cortada. Pero hemos podido contactar con el hermano de Mateo en Guadix. No tenía noticias suyas y estaba preparándose para viajar a la Alhambra. Mañana sabremos más.

El recuerdo de Ramón arrancó una sonrisa a Eiffel. Había sido su guía durante su epopeya andaluza de 1863 y la persona con quien se encontraba cuando conoció a Clément. Aquel 1 de junio pasó por delante de sus ojos.

—Menudo día… —dijo, siguiendo el hilo de sus pensamientos.

—Sí. Había soñado con algo mejor para nuestra primera Navidad en París —abundó Victoria.

—Yo creo que Gustave se refería al día que nacisteis —dijo Clément, que pasó los brazos por los hombros de sus hijos.

—Algo que no olvidaré jamás —convino Eiffel—. ¡Menuda noche!

—¡Papá, mamá, volved a contar la historia! —les imploró Victoria sentándose al lado de Alicia en el canapé de madera dorada.

—Yo también quisiera oírla —dijo Claire, arrimando uno de los butacones de grueso relleno para ponerlo delante de ellas—. Mira que te gusta ocultarme cosas, papá; nunca me contaste nada.

Clément lanzó una mirada a Alicia para animarla a participar en la conversación.

—Apenas si tengo más recuerdos que los niños —se defendió ella—. Llamo a declarar a los testigos. ¡Clément Delhorme y Gustave Eiffel!

Claire había ido a llamar a sus hermanos y hermanas y toda la chiquillería formó un semicírculo alrededor de los dos narradores. A lo largo de la historia, fueron aportando cada uno sus anécdotas de lo vivido aquella noche o de lo que les habían contado. Clément y Eiffel lo dieron todo.

—¡Y no me engañó cuando se subió al pretil de la Torre de la Vela! —declaró el ingeniero.

—¿Te subiste, papá? —exclamó Irving—. ¡Habrías podido morir sin conocernos!

—¡Sí, qué barbaridad! —intervino Victoria—. Mamá, di algo.

—Había un andamio con una malla justo debajo —los calmó ella—. Vuestro padre no es ningún inconsciente. Al menos no todo el tiempo.

Esa fue su única intervención en toda la velada. La angustia que la había invadido cuando había recibido la noticia del terremoto por boca de Javier no se había aquietado. Eiffel prosiguió con el relato describiendo con todo lujo de detalles la puesta en funcionamiento de la caldera.

—No teníamos madera y hubo que buscarla por todos los rincones de la Alhambra. La instalación estaba vieja pero era robusta —les explicó a sus hijos.

Clément abrevió la parte del relato relativa al parto triple, al ver el sufrimiento de Alicia, apenas contenido.

—Al final, el mayor soy yo —observó Irving a modo de conclusión.

—Olvidas que Pinilla se había entrenado conmigo —intervino Javier—. Yo salí por la mañana. Yo soy el primero y tú el segundo, ¡ese soy yo, el príncipe Torquado! —le espetó, revoleando las manos a la flamenca.

Su fanfarronada distendió una atmósfera que no había dejado de ser grave en todo momento. El nombre de Nyssia no se mencionó ni una sola vez. Ella era la trilliza, la hermana, la menor de los tres, y su imagen había quedado congelada desde el día de su marcha.

La campanilla de la entrada sonó.

—¡Dos hombres! —comentó Claire después de descorrer las cortinas de la ventana.

—Voy a recibirlos. Seguro que vienen del ministerio con alguna noticia —anunció Eiffel.

Los hizo pasar a su gabinete, con el fin de cribar las informaciones si resultaban ser tristes. El escribiente venía acompañado por el policía. El embajador de España había recibido noticas de una misión enviada a Granada. El epicentro del temblor había sido la Sierra de Tejeda, a cincuenta kilómetros, y allí los pueblos habían quedado parcialmente destruidos. La búsqueda de víctimas, que se contaban ya por centenares, seguía en curso, mientras un destacamento entero de la Guardia Civil había sido desplegado en la zona siniestrada.

—Pero al parecer la ciudad se ha librado bastante, al igual que la Alhambra —concluyó el policía—. Solo habría unas cuantas víctimas en los escasos edificios que se han venido abajo.

—Entenderá que esta incertidumbre nos llena de consternación —dijo Eiffel.

—Los avisaremos tan pronto como tengamos una confirmación de la situación sobre el terreno. El cónsul de Francia tiene que ir esta tarde a Madrid para informarse sobre el estado de nuestros compatriotas presentes en Granada y le encargaremos que averigüe también qué se sabe del señor Mateo…

—Álvarez. Mateo Álvarez y su mujer. Son los padres de uno de mis ingenieros. Gracias otra vez, señores —añadió el industrial, dirigiéndose ya a acompañarlos.

Al abrir la puerta del despacho, Javier, que había pegado la oreja, se encontró de bruces con el inspector; este soltó un juramento, lo derribó y lo inmovilizó en el suelo.

—Pero, bueno, ¡suéltelo! —lo instó Eiffel tras unos segundos de sorpresa—. ¡No es ningún delito escuchar detrás de las puertas!

—¡Haga venir refuerzos, señor! ¡Este es el individuo que le robó el sombrero al presidente del Consejo de Ministros!

81

La Alhambra, Granada,

miércoles, 31 de diciembre de 1884

Ramón agarró con los dientes su Braserillo apagado antes de lanzarlo de un papirotazo en dirección a unas piedras esparcidas en la calle de las glicinias. Había empezado a reconstruir el muro de terraza que se había derrumbado encima de su hermano la tarde del día de Navidad y dejaría al cuidado de otros la tarea de terminarlo. Se dio una vuelta por los diferentes edificios para comprobar que ningún otro desperfecto fuera imputable al seísmo, se entretuvo un buen rato en el segundo nivel de la Torre de las Infantas, que daba al Sacromonte, y sacó a sus dos mulas de las cuadras para preparar el tiro.

—Ya va siendo hora de que me vuelva a Guadix. La familia me espera para pasar la Nochevieja. Kalia, cuida bien de mi hermano, es tu obligación. Y tú, Mateo, deberías ir a que te atendieran en el San Juan de Dios.

—¡Prefiero morirme aquí! —replicó este con voz ahogada, tumbado bocabajo y con la cabeza hundida en un montón de almohadas—. ¡A mí no me harán lo que le hicieron a nuestra madre!

—Como quieras. Pero has tenido una suerte increíble.

Mateo gruñó. El muro que se le había caído encima era el único de la Alhambra que se había derrumbado aquella tarde. Para él no había sido ningún golpe de suerte, sino una adversidad, una señal del cielo para manifestarle su descontento, cosa que lo tenía perplejo, pues no le parecía haber hecho nada que fuese indigno a ojos del Todopoderoso. Las piedras le habían causado numerosos y profundos hematomas en la espalda, pero la columna vertebral estaba intacta. El bloque más grande le había aplastado las piernas, provocándole fracturas diversas en la tibia y el peroné izquierdos, así como una rotura de ligamentos y un desplazamiento del menisco, que el doctor Pinilla había tratado de urgencia.

A pesar de la insistencia del médico, Mateo había exigido quedarse en la Alhambra, adonde el facultativo acudía cada mañana para aplicarle bálsamos y darle friegas, relevado durante el día por Kalia, y administrarle los analgésicos para mitigar el dolor que le atravesaba el cuerpo.

«Qué suerte increíble ni qué ocho cuartos», pensó, mientras su hermano salía ya del Mexuar lanzando un «¡Hasta luego!» con voz de tenor desde el Patio de Machuca. Mateo trató de conciliar el sueño, inútilmente; abrió de nuevo los ojos cuando el campanil de la Torre de la Vela daba las once y clavó la vista en la ventana cerrada desde la que podía ver retazos del paisaje, descompuesto por los múltiples cuadrados de vidrio. Hacia las doce, con la sensación de haberse pasado el día entero aguardando un remedio para sus males, Kalia entró en compañía del doctor Pinilla, cuya pregunta de costumbre («¿Qué tal está hoy nuestro enfermo?») lo molestaba sobremanera, tanto como el tono jovial del médico, como si sus plegarias a la Virgen hubiesen podido ser atendidas durante la noche y Mateo se hubiese encontrado, al despertar, como unas castañuelas, dispuesto y curado, listo para bajar al huerto a faenar. Pero esta vez no hubo pregunta. Pinilla, que venía con un joven de calvicie incipiente, lo saludó con un tono de contrariedad. Mateo oyó el ruido metálico del instrumental médico que iba dejando encima de la mesa de la alcoba.

—¿Conoce a mi hijo, Ruy? —preguntó el médico, remangándose—. Está estudiando Medicina en la universidad y le he pedido que me acompañara.

—Perdone que le dé la espalda, Ruy —dijo Mateo, levantando el brazo a modo de saludo—. Bueno, qué, ¿me quita el vendaje hoy, doctor?

Pinilla esperó a estar delante de él para responder.

—No hay nada menos seguro que eso, Mateo. Me ha dicho Kalia que sigue doliéndole mucho y que la pierna todavía está hinchada.

Sin esperar su respuesta, el médico quitó la venda de tarlatana que sujetaba las dos tablillas y, con ayuda de su hijo, cortó las vendas de lienzo nuevo y de guata que envolvían la pierna, del tobillo hasta medio muslo. La equimosis no se había reabsorbido y la palpación reveló una desviación considerable del fragmento óseo superior. La tarde del accidente, Pinilla había diagnosticado, amén de las fracturas, un desgarramiento de la cabeza del peroné por el tendón del bíceps. Desde entonces, sospechaba que el nervio que rodeaba el cuello del hueso podría estar lesionado.

—Hoy no está muy parlanchín —le interpeló Mateo—. ¿Tan grave es?

Pinilla se atusó los bigotes antes de contestar.

—Es grave, Mateo. Realmente, hubiera preferido que lo llevaran al hospital la semana pasada, no me lo está poniendo nada fácil.

—¿Cuál es el problema?

—Que tiene el nervio ciático distendido y dolorido y los músculos que dependen de él están paralizados. He de suturar la cabeza del peroné.

—¿Y eso qué significa en cristiano?

—Que lo voy a operar, aquí mismo, porque ya no nos queda otra opción.

Kalia lloró, tragándose los sollozos, y aspiró ruidosamente el aire por la nariz. Mateo comprendió entonces la presencia de Ruy. El médico iba a necesitar un ayudante.

—He traído cloroformo, un líquido que lo dejará dormido. No se enterará de nada.

—¿Y si me niego?

—Las lesiones se harán irreversibles. No le doy a elegir, Mateo.

El antiguo nevero, que detestaba sentirse obligado a tomar una decisión, farfulló una retahíla de improperios incomprensibles con la que trató de armarse de valor.

—Sea. Pero con una condición: de dormirme, ni hablar. ¡Y tampoco yo le doy a elegir!

El olor a absenta inundaba la pieza con cada exhalación de Mateo. La botella, con sesenta grados de alcohol según rezaba la etiqueta, era un regalo de Javier. El paciente se había bebido tres vasos, que apenas le habían nublado el sentido, y a continuación les había hecho una seña para indicarles que podían comenzar. Pinilla había aplicado un bálsamo anestesiante en el lugar de la incisión. Después de abrir la piel, el médico atravesó el tendón del bíceps con el hilo, sin provocar ninguna reacción en su paciente, al que Kalia y Ruy mantenían sujeto de lado y que, sobre todo, parecía hallarse en un estado avanzado de embriaguez. Perforó el fragmento inferior del peroné y suturó hasta que las dos partes del hueso volvieron a encajar. Pinilla olvidó rápidamente que Mateo no estaba anestesiado y concentró toda su atención en la intervención. Una vez cerrada de nuevo la herida, le puso un apósito y fijó la pierna en un ángulo de cuarenta y cinco grados desde el muslo. En total no había tardado más de diez minutos. El médico se irguió, se lavó las manos en una palangana que había llevado Kalia y se las secó pensando en sus antepasados lejanos, médicos cirujanos, de los que en ese preciso instante se sentía digno sucesor. Sobre todo, estaba orgulloso de haber operado en presencia de su hijo, a quien la cirugía no interesaba nada, y esperaba haberlo hecho cambiar de parecer. Ruy no se había desmayado al ver las carnes abiertas, cosa que para Pinilla era buen presagio. Kalia también había mantenido el tipo, ayudándolos hasta el último momento sin tratar de zafarse. La gitana se había ganado la admiración del médico, como el día en que había dado a luz a Javier.

Mateo gruñó, medio adormilado, un duermevela que parecía también un estado semicomatoso.

—Tenga estas píldoras —dijo Pinilla, tendiéndole una caja a Kalia—. Las va a necesitar cuando se despabile.

Ruy no podía apartar la vista del rostro de la gitana, que le parecía perfecto en la escala de sus criterios de belleza. Ella, aun habiéndose dado cuenta, no le prestó atención y los acompañó hasta el umbral del Mexuar, donde les dio las gracias efusivamente.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Ruy mientras regresaban ya por el camino hacia la explanada.

—¿De quién hablas?

—Ande, padre, bien lo sabe.

—¿De la que te has comido con los ojos durante toda la operación?

—Sí, de Kalia.

—Pues podría ser tu madre.

—Pero no es el caso.

—Olvídalo, hijo mío. Es una…

—¿Gitana? —le interrumpió Ruy—. ¿Y a mí qué?

—Es una mujer casada —terminó Pinilla su frase, sin alterarse lo más mínimo.

—Es guapísima, como la Esmeralda de Hugo.

El médico se paró para observar a su hijo. A él no se lo podía decir, pero el vivo retrato de Esmeralda era Alicia Delhorme, ninguna otra mujer, estaba convencido.

—Puede ser, Ruy. Pero hay dos clases de mujeres: de unas nos enamoramos y con otras nos casamos. Esmeralda no trajo la felicidad a aquellos que la amaron —concluyó, reanudando el camino al Albaicín.

—¡Doctor, doctor! —gritó Kalia agitando los brazos desde el Patio de Machuca—. ¡Venga, dese prisa! ¡Mateo no respira!

82

París,

viernes, 9 de enero de 1885

Javier había mantenido la cabeza gacha durante toda la vista. Después de su detención por el inspector que había reconocido al ladrón del sombrero de copa de Jules Ferry, había sido necesario todo el poder de persuasión de Gustave Eiffel para que no lo encarcelaran. El presidente del Consejo de Ministros había decidido incluso no demandarlo, pero los letrados de la fiscalía no habían sido tan benévolos y habían acusado a Javier de degradación de monumentos públicos. El asunto, que había pasado inadvertido en los periódicos cuando habían aparecido por arte de birlibirloque todos esos sombreros en las cabezas de las estatuas, tuvo cierto eco en los días anteriores. L’Intransigeant incluso había mencionado el nombre de su patrón, cosa que había encolerizado a Eiffel.

—No lo sabía. Le juro que no lo sabía —murmuró el joven, sin atreverse a mirar al juez a la cara—. No había visto nunca a ese señor, se encontraba con un grupo de personas y le quité el sombrero de copa porque fue el que encontré más a mano. No sabía que era el presidente de Gobierno.

—Presidente del Consejo de Ministros —lo corrigió el magistrado.

—Presidente del Consejo de Ministros… Lo siento mucho. Es que yo soy español, ¿sabe?

La vista se había celebrado con absoluta discreción. Todos deseaban evitar que se airease una historia que habría terminado poniendo de parte del acusado a los que se carcajearan del asunto, y haciendo pasar por una panda de aguafiestas al poder judicial y político.

—No puede usted excusar su ignorancia en su nacionalidad, señor Álvarez. Y no está aquí por haber dejado sin sombrero al presidente del Consejo de Ministros, puesto que este ha decidido no demandarlo, sino por haber degradado la imagen de algunos de los más excelsos hombres de la nación a través de las estatuas que los representan. Y tampoco puede excusarse en el humor para justificar semejantes tropelías, como tan torpemente ha intentado hacer su abogado defensor. Como consecuencia, el tribunal lo condena a cien francos de multa y al pago de todos los sombreros robados. En caso de reincidir, se expone a pasar una temporada en la Petite Roquette, donde podrá ejercitar su talento de bromista ante un público quizá más receptivo.

—Le recomiendo que no apele la decisión, que manifieste su agradecimiento por la clemencia demostrada y que no se vuelva a saber nada más de usted de aquí en adelante —le susurró su abogado.

Javier así lo hizo y dio las gracias a todo el mundo, uno por uno, con una mezcla de sinceridad y adulación servil, de francés y de español, antes de irse con Irving, que lo esperaba en la escalinata del Palacio de Justicia para llevárselo a despejar la mente en la Laiterie du Paradoxe.

—¡Huy, huy, huy, pero qué caras son esas! —exclamó Rosa antes de servirles sus bebidas—. ¿Es que no les han dado su aguinaldo? Pues sí que empieza mal el año…

Irving le relató el seísmo acaecido en España, de lo que ella no había oído nada. A través de la embajada de Francia, se habían enterado de que Mateo había resultado herido. Los días siguientes se habían producido réplicas, que habían provocado el pánico entre la población; algunos habitantes de las zonas afectadas habían pasado la noche al raso o metidos en sus berlinas. Las comunicaciones seguían siendo intermitentes y Clément continuaba enviando mensajes, pero Mateo aún no había dado señales de vida. Alicia había escrito a Rafael Contreras. Aunque la Alhambra se había librado, ella estaba igualmente preocupada por las obras de restauración.

—Mamá no se ha ido de milagro a principios de semana —dijo Irving. Rosa se había sentado a la mesa con ellos—. Si hasta había hecho las maletas. Pero luego papá la convenció para que se quedara.

El aire ausente de Javier no lo animó a continuar. Rosa volvió a sus quehaceres y el ambiente se hizo sombrío.

—Eiffel me ha echado —anunció Javier de repente.

—¿De veras?

—En cuanto termine con el remontaje de la estatua de la Libertad y regrese de Nueva York, ya no me volverá a contratar.

—¡Pero no es justo! ¡Siempre has sido un buen colaborador del equipo!

—Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo. Fue una idiotez como una catedral.

—¿Y Victoria?

—Ella no lo sabe. No le digas nada. Quiero que disfrute de su estancia en América.

Javier jugó con su vaso antes de tomarse la cerveza que le quedaba.

—Y lo peor es que ni siquiera me arrepiento. Creo que puedo volver a empezar. Bueno, lo sé con certeza —concluyó, sorbiendo ruidosamente para vaciar el fondo del vaso.

Irving lo escuchaba mientras miraba a los jugadores de ajedrez que había sentados a una mesa apartada, que parecían congelados de tan concentrados como estaban, como sacados de un cuadro de Daumier. Él, que trabajaba cada vez más con Marey, se las ingeniaba para capturar movimientos cada vez más rápidos, de solo unas fracciones de segundo, para generar una ilusión de fluidez. De realidad. La inmovilidad de los dos jugadores, con la mirada fija en el tablero, era también una intención de movimiento que el fotógrafo tenía la obligación de capturar. La ilusión de lo real. Irving se prometió que consagraría su vida a este Grial y que recorrería el mundo en busca de los pioneros, para que lo formasen en este nuevo gremio. El pensamiento se le fue hacia Juliette. Lo haría con ella.

—No me estás escuchando. Otra vez estás en tu nube —dijo Javier.

—No, te escucho.

—¿Y sabes lo más gracioso? Que el inspector que me reconoció no tenía que haber estado de servicio ese día.

—Rosa tiene razón: sí que empieza mal el año.

El lienzo se había chamuscado y su marco se había quemado en parte, a causa del incendio que se había propagado desde las Tullerías a un ala del Louvre durante los últimos días de la Comuna. «El primer cuadro rescatado entero de las llamas», le había dicho el conservador, que siempre se había amilanado ante la complicada labor de restauración que exigía, por miedo a estropearlo todavía más, hasta que llegó Alicia, cuyo primer trabajo como restauradora lo había convencido de que era la única capaz de conseguir semejante proeza.

La pintura, demasiado grande para transportarla, demasiado frágil también, moraba en uno de los talleres del Louvre, en la calle de Le Oratoire, donde Alicia había asentado sus reales desde hacía una semana. Trabajar fuera de su piso le permitía no caer en la tentación permanente de regresar, que la azuzaba desde la noticia del seísmo.

Contaba con un ayudante, un aprendiz de restaurador que le sería indispensable para todas las operaciones de transposición. El muchacho, discreto y siempre alegre, no rehuía nunca el trabajo. Más de una vez ella lo había llamado Irving, tan parecidos eran de carácter, y cuando le explicó de quién se trataba, él se sonrojó.

Alicia comprobó que se hubiesen recibido todas las capas, en especial la de albayalde molido con aceite, que consideraba indispensable para el éxito de la operación, así como todos los ingredientes del adhesivo que se disponía a preparar para solidarizar el nuevo lienzo, a base de harina de centeno, de trigo, de cerveza, bilis de buey, jugo de ajo y una mezcla de gomas de Flandes y de Inglaterra. La complejidad de la receta había dejado tan impresionado al muchacho que profesaba por Alicia una confianza ciega.

—Un señor pregunta por usted —le dijo en voz queda, tras lo cual desapareció en el almacén.

—¿Clément? —dijo poniéndose nerviosa al ver entrar a su marido con un sobre en la mano.

—No pasa nada, tranquila. Es que tenía que ir al local de un proveedor, a dos calles de aquí, y quería visitar tu nuevo refugio.

Alicia dejó que se le pasara el temblor de las manos limpiando lentamente el pincel, antes de abrazarle y darle un beso en la mejilla.

—Noto que te palpita el corazón. Perdona si te he asustado. Has recibido carta de Contreras. Y tu ayudante nos está vigilando desde lejos —le susurró al oído antes de darle un beso también. Se acercó al cuadro, de más de dos metros cincuenta de ancho—. Me habías dicho que se trataba de un lienzo grande, pero está visto que no manejamos la misma escala: ¡es enorme! ¿No lo abres? —preguntó al fijarse en que había dejado el sobre encima de una mesa.

—Me gustaría terminar con lo que estoy haciendo, iba a fijar las escamas de pintura —respondió, volviendo a sentarse—. Si no, se me va a secar la cola.

—Pero igual trae noticias de Mateo —insistió Clément—. Seguro que nos dice algo sobre el estado de la Alhambra. ¿Quieres que la lea yo?

Del almacén les llegó un estrépito metálico.

—¿Va todo bien?

—Sí, todo bien, madame. Solo una polea que se ha caído —informó la voz afligida del ayudante.

—Pobre —dijo Alicia, que se había vuelto a levantar—. Se ha hecho daño.

Cogió el sobre, lo desgarró y recorrió la misiva en silencio.

—Bueno, ¿qué dice? —se impacientó Clément.

Ella leyó en voz alta tratando de disimular la emoción en la voz:

Granada, 1 de enero de 1885

Querida Alicia, mi dulce amiga:

No sé cuándo recibirás esta carta pero, por lo pronto, no tengo otro medio de comunicarme. Tal vez os hayáis enterado por los periódicos. Nuestra ciudad se ha librado relativamente del terremoto y nuestras obras de restauración en la Alhambra están intactas, aparte de alguna que otra fisura en el fresco del Partal y en el techo de la cúpula de la Sala de los Embajadores. Por desgracia, han perecido cientos de personas en las viviendas de los pueblos que hay hacia la Sierra de Tejeda. Parece que en Alhama no queda ni un solo edificio en pie. Hubo varias réplicas al día siguiente y esa noche, y hay quien prefirió dormir a la intemperie. Para colmo de infortunios, se ha puesto a nevar copiosamente, lo que ha retardado la ayuda: un destacamento de la Guardia Civil salió el 26 en dirección a Albuñuelas y Alhama. El juez Ferrán, que había vuelto para las fiestas, me contó que la estatua de la reina Isabel, en la azotea de su inmueble, había resistido el primer seísmo pero se había desplomado al día siguiente, cayéndole casi en los pies. Desde entonces se niega a entrar en su casa y pasa las noches en la berlina.

Paso ahora a hablarte de Mateo.

Alicia dirigió una mirada a Clément antes de reanudar la lectura:

Está desde ayer en el hospital San Juan de Dios. Nuestro amigo ha sido uno de los desafortunados heridos de Granada, alcanzado por el derrumbe de un muro que le partió los huesos de las piernas. Pero este no es el motivo de su ingreso. El doctor Pinilla se vio obligado a operarlo ayer porque la herida no tenía buena pinta. La cantidad de absenta que tomó lo sumió en una especie de coma etílico durante el cual casi se ahoga con su propio vómito. Afortunadamente, Pinilla lo salvó de una muerte segura. A día de hoy sigue sin despertar, pero los médicos afirman que solo es cuestión de días, de horas incluso. Volveré a escribirte en los próximos días para tenerte al corriente de su estado. Espero que mis cartas te lleguen rápidamente, hasta la línea del ferrocarril acusa retrasos por motivo de las abundantes nevadas. Parece que el telégrafo quedará reparado de aquí a una semana.

Alicia hizo una pausa.

—Pobre Mateo, pobre Kalia —dijo recorriendo con la vista el resto de la carta—. Cuánto desearía poder ayudarles.

—Y los ayudaremos, los ayudaremos en todo. ¿Qué más dice?

—Nada más —respondió ella doblando el papel antes de hacerlo desaparecer en el bolsillo del mandil—. Una cosa sobre los azulejos rojos: que sigue sin dar con el secreto.

—Hay secretos que no deben saberse nunca —declaró Clément—. Es mejor así.

—Perdóname, amor mío, pero tengo que volver al trabajo —dijo Alicia, cada vez más incómoda ante la actitud de su marido.

Se sabía culpable y acusada. Clément parecía hacer grandes esfuerzos para que no se le notase nada, pero no lo conseguía. La situación entre los dos se había deteriorado rápidamente desde el seísmo, sin que hubiesen hablado de ello, sin que hubiese habido ninguna discusión. La única cuestión que le importaba a Alicia era la de su regreso, que ella se negaba a relacionar con Contreras, pero que le parecía ineluctable.

Sentada delante del lienzo, trató de recobrar los ánimos y de retomar las tareas del día donde las había dejado. Alicia localizó una escama de pintura en la mejilla de un angelote y la fijó.

—Creía que no había ninguna incógnita en tu ecuación pero me equivocaba —dijo él, después de haberla observado en silencio.

—Clément, por favor —dijo ella con un suspiro, volviendo a dejar el pincel—. No me obligues…

—¿A elegir?

—Hablamos esta tarde si quieres.

—Tienes razón, hay que liberar a tu pobre ayudante, que no se atreve a molestarnos.

Al salir del taller la nieve clavó en su cara sus agujas como una bofetada que a él le pareció bien merecida. Clément se avergonzaba de su actitud. Se avergonzaba de haber abierto el sobre y de haber leído la carta antes de dársela. Pero le había parecido que no podía hacer otra cosa. Desde que Alicia había llegado a París, estaba distinta, y él lo había achacado a su nostalgia de la Alhambra. Después la duda se había instalado en su corazón.

Ese último párrafo que ella no había querido leerle se lo había aprendido él de memoria. Las palabras de Contreras se le habían grabado en la mente y le abrasaban por dentro.

El mayor seísmo para mí ha sido tu partida, Alicia. Desde ese día el taller se ha quedado sin alma, sin mi pasión e incluso ha dejado de interesarme el rojo de los azulejos. Comprendí cuánto te amaba y no quería perderte, justo cuando tú decidiste dejar Granada. Dejarme a mí. Yo no experimentaba una pasión tan intensa como la tuya, no te merecía, pero hoy comprendo que vivir a tu lado era una suerte única. Vuelve, te lo suplico, tu vida está aquí, conmigo.

Clément deambuló sin rumbo. No quería estar solo en el piso. Quería olvidar, arrojar lo más lejos posible todos sus problemas antes de que el tiempo, como un perro fiel, se los volviera a traer a sus pies. Deseaba tener unas horas de paz, unas horas como antaño, como los días de los recuerdos dichosos, en los que una mirada de Alicia bastaba para llenarlo de amor y confianza.

Se paró delante de una de las tiendas del puente Nuevo, donde una matrona, sentada junto a una tarta cortada en porciones, se había quedado traspuesta en su silla por falta de clientes. Clément carraspeó para despabilarla, sin conseguirlo, luego la llamó con suavidad, sin éxito, y finalmente le dio unos toques en el hombro. La vieja entreabrió un ojo, le indicó con el dedo el precio escrito en un cartón y volvió a cerrar el párpado para reanudar sus ocupaciones oníricas con un ronquido sonoro. Él dejó los veinte céntimos requeridos encima del cartón y cogió un trozo de tarta, que degustó mientras observaba las viviendas flotantes amarradas a la orilla, contoneándose suavemente al paso de las embarcaciones. Después, se fue dando un paseo por el muelle de Le Horloge, ocupado por el mercado de pájaros, que se extendía desde el puente de Le Change hasta el puente de Notre-Dame, formando una alegre cacofonía. Los vendedores voceaban su producto, a grito pelado algunas veces para hacerse oír, mientras las aves enjauladas, canarios, pinzones, pardillos, cantaban a cuál mejor, picados con sus vecinos. Compartió las últimas migas de su tarta con un capuchino, cuyo trino quejumbroso había llamado la atención de varios paseantes. Una joven proletaria contó sus monedas y se encogió de hombros: el exótico pájaro era demasiado caro para ella. Solo tenía veinte céntimos, lo justo para adquirir un gorrión del barrio. Se alejó de allí por el muelle, camino de su último recurso: un vendedor que ella sabía que cazaba furtivamente sus animales, pero que tenía unos precios sin competencia.

—¡Señorita! —la llamó Clément.

Ella lo miró con recelo. El mercadillo estaba frecuentado principalmente por una clientela femenina que atraía a determinado tipo de hombre en busca de aventura fácil.

—Parecía que el capuchino la tentaba. Permítame que se lo regale —dijo, y le ofreció el pájaro en su jaula.

—Señor, yo no soy ninguna modistilla aprovechada, ¡cómo iba a aceptar! —repuso ella, ostensiblemente contrariada.

—No me malinterprete, no le estoy pidiendo nada a cambio —insistió, volviendo a tenderle la jaula.

—¿Y no vendrá detrás de mí? —preguntó ella, tras haberla cogido.

—No volverá a verme.

—¿Y por qué?

—Considérelo como los aguinaldos que no he podido regalarle a mi hija. Adiós, señorita, cuide bien de su capuchino.

Clément regresó por el muelle de Le Horloge sin volverse, cruzó el puente Nuevo donde la matrona seguía dormida delante de un plato y una escudilla vacíos, se detuvo para ponerle el franco correspondiente a las porciones que sin duda le habían robado y se llegó al Mercado del Grano, una nave circular con cúpula metálica que llevaba cerrada muchos años y que estaba destinada a transformarse en Bolsa de Comercio. Le encantaba ese sitio, que había ido a ver en compañía de Eiffel mientras esperaban la convocatoria del concurso para su renovación. En aquella ocasión había podido subir a la enorme y curiosa columna estriada, pegada al edificio, que era el último vestigio de la residencia de Catalina de Médicis. La columna, tan alta como el mercado mismo, contenía en su interior una escalera de caracol que permitía subir a lo alto.

Clément contempló el reloj solar hemisférico que decoraba la columna a dos tercios de altura del fuste y que recordaba una rueda de rayos finos puesta en horizontal. Su manejo era sumamente complejo, cosa que a él le encantaba. Su lectura le indicó que eran más de las once: había estado paseando dos horas y había conseguido sacudirse de encima la conversación con Alicia. Ahora la realidad volvía a invadirlo, ahuyentando el escaso alivio que había experimentado. En materia de sentimientos, las matemáticas no le eran de ninguna utilidad. Dejó que pasara un coche de punto y se acercó a la puerta de servicio. Desde que el Mercado de Grano había quedado clausurado, la calle estaba poco transitada. Tan solo unas cuantas tiendas, entre ellas una relojería, habían continuado con el negocio, alentadas por la perspectiva de tener delante a la futura Bolsa de Comercio y su olor a dinero, bastante más atrayente que el de la harina.

Accionó el cierre con facilidad: la llave no estaba echada. Clément entró y vio que esta se encontraba puesta por el lado interno de la cerradura. Rebuscó en el bolsillo del chaleco y encendió su mechero eléctrico, luego inició la subida de los ciento cuarenta y siete escalones que lo llevaría al promontorio de hormigón, de tres metros de anchura, coronado con una estructura metálica en forma de jaula. A treinta metros del suelo, los edificios ya no lo protegían del viento y sintió frío. Las vistas de París eran soberbias, aunque no tan panorámicas como las de las terrazas del Louvre, allí cerca. Desde el Mercado de Grano oía el runrún de la actividad humana, del que destacaban las voces de los vendedores. Todos los sonidos le llegaban con una nitidez cristalina.

Se sentó en el filo, que no disponía de protección alguna, y soñó que estaba en la azotea de la Torre de la Vela. También él echaba de menos Granada y la Alhambra. Hacía tres años que no se paseaba por aquellos lugares. Estaba seguro de que Alicia regresaría y sabía en lo más profundo de su ser que no sería por amor a Contreras. Decidió entonces, allí mismo, sentado al filo del vacío, en el frío inicio de un nuevo año en París, que era hora de volver y hacer frente a Cabeza de Rata. Su mente científica siempre había acabado imponiéndose y, entre todas las posibilidades que se le planteaban, se perfiló una solución que acabó por parecerle una evidencia. Tan solo presentaba un inconveniente nada desdeñable: iba a tener que esperar a la Exposición de 1889 para llevarla a cabo.

—¡Oiga! ¿Qué está haciendo ahí? —El hombre que lo llamaba así había subido la escalera y se había parado en el último escalón, aferrándose a la estructura metálica—. Se quiere suicidar, ¿eh? ¿Va a tirarse?

Clément se levantó enérgicamente y dio media vuelta, con los pies a pocos centímetros del filo.

—¡No, aguarde, no lo haga! —gritó el intruso tendiéndole una mano, sin soltarse de la jaula de hierro—. ¡Ha sido culpa mía, no debí ausentarme!

—Pierda cuidado —dijo Clément—. No pretendo quitarme la vida e iba a hacer falta un viento de ciento cincuenta kilómetros por hora para despeñarme. Ni usted ni yo corremos peligro —concluyó, yendo con él—. ¡Se lo dirán las matemáticas!

83

Andalucía,

sábado, 10 de enero de 1885

Habían hecho todo lo que habían podido. Los cincuenta militares del destacamento de la Guardia Civil habían llegado una semana antes al pueblo de Alhama, que ahora solo era una extensión en ruinas. Habían llevado alimento y medicinas a los habitantes que se habían quedado, habían enterrado ciento noventa y dos cadáveres y montado decenas de tiendas de campaña en la antigua plaza del pueblo. Los Pinilla, padre e hijo, se habían ofrecido voluntarios para acompañarlos, se habían ocupado durante dos días de las heridas, la mayoría infectadas por falta de cuidados, y habían regresado a Granada en compañía de un elevado número de pacientes que debían ser hospitalizados.

Todos los integrantes del dispositivo estaban abrumados. Cabeza de Rata había querido participar en las tareas junto a sus hombres, desescombrando las ruinas en busca de cuerpos para entregárselos a los supervivientes, montando refugios temporales o estableciendo una estación telegráfica en el llano, justo abajo. Sus soldados desconocían que era natural de Zafarraya, a veinte kilómetros al oeste de Alhama, y que entre las víctimas figuraban varios familiares suyos. Había ayudado a quitar cascotes de la casa de uno de sus primos y él mismo había sacado los cuerpos sin dar muestras de sentimiento alguno. El deber era antes que la aflicción, que para él era señal de debilidad.

Habían partido de Alhama esa misma mañana, mientras se esperaba la llegada de otro destacamento para ese día. Consigo se llevaban a una decena de habitantes que, tras haberlo perdido todo, no tenían otra esperanza que la de probar suerte en Granada. Después de haber dejado a todos en el cuartel, Cabeza de Rata se llegó al San Juan de Dios para ver a Pinilla, que había pedido hablar con él a solas.

—El doctor se encuentra atendiendo a los enfermos —indicó la monja que lo recibió—. Venga, lo llevaré.

Las víctimas del seísmo, procedentes de la Sierra de Tejeda, habían sido reagrupadas en la sala de curas más grande y llevaban ya dos semanas apiñados allí, donde el espacio era reducido para tantos heridos. Y los sanitarios aún lo tenían más difícil para circular entre las camas, porque las familias se hallaban presentes también en gran número durante las horas de visita, pues en muchos casos no tenían otro sitio en el que cobijarse.

—Hay más jaleo en mi hospital que en la estación del ferrocarril a las horas de las salidas —se disculpó Pinilla—. Pero todos los días llega más gente procedente de la montaña. Hoy estamos saturados —le explicó mientras recorría el pasillo principal en compañía del comandante—. He pensado que podríamos organizar convoyes a Guadix, donde el hospital puede recibir más gente. Pero necesitaría la ayuda logística de la Guardia Civil. No puedo gestionarlo yo solo.

Cabeza de Rata se paró y dio una vuelta entera para evaluar la situación.

—¿Cuántos están en condiciones de viajar?

—Casi la mitad, unos cincuenta. He podido avisar a Guadix y están dispuestos a acogerlos. ¿Aceptaría echarnos una mano?

—La mitad de mis hombres ha tenido que salir para repartir vituallas entre los pueblos. Y protegerlos de las bandas de saqueadores.

—A este paso, va a ser al hospital al que haya que proteger de un motín.

Cada familia se había instalado al lado de sus seres queridos y se relevaban para no perder las sillas que habían puesto a su disposición. Muchas de ellas, sin recursos, se habían dado a la mendicidad en las calles de la ciudad, lo que provocaba incidentes y quejas esporádicas de los habitantes o de los viajeros, poco habituados a su insistencia desesperada.

—Está bien —concedió Cabeza de Rata—. Usted se encarga de designar a los candidatos al viaje; nadie podrá negarse. Y quiero que con ellos se evacúe también a sus familias.

—Pero no puedo obligarles a marcharse si no quieren… —objetó el médico.

—Lo toma o lo deja. Estamos en una situación de emergencia y no es cuestión de ponerse aquí a negociar. Puedo ofrecer dos convoyes de veinte personas: el primero el lunes y el segundo el miércoles de la semana que viene. Ocúpese de sus obligaciones, que yo me ocuparé de las mías.

—Mañana tendrá la lista, comandante. Le agradezco su ayuda.

Pese a la rudeza del toma y daca, Pinilla quedó satisfecho. Disponía de tiempo para hablar con cada familia para poder convencerlas. A lo largo de aquellos dos días que había pasado en Alhama, había aprendido a tratar a aquel hombre y, aunque deploraba el acoso al que había sometido a Clément, no podía por menos que constatar que Cabeza de Rata era asimismo un servidor ejemplar del orden público. El médico se lo había comentado a Mateo, que había recibido la confidencia obsequiándolo con una sarta de improperios. El antiguo nevero seguía en el hospital, donde le habían sometido a una segunda intervención quirúrgica. Desde entonces, los analgésicos lo mantenían en un estado que el médico consideraba estable, por lo que este lo había mandado trasladar a una de las escasas habitaciones individuales del hospital, para que estuviera más cómodo tanto él como el resto de los pacientes.

Al enterarse esa misma mañana del regreso de Cabeza de Rata, Mateo había pedido verlo urgentemente.

El médico trasladó la petición al comandante, quien aceptó sin mostrar sorpresa. Pinilla insistió en el estado psíquico de su paciente y en que estaban administrándole altas dosis de morfina al día, antes de dejar que el guardia civil entrase solo en la habitación.

Mateo estaba inmóvil, con los ojos vueltos hacia la ventana entornada, y, cuando su visita se plantó delante de él, no desvió la mirada.

—¿Ha pedido verme? —dijo Cabeza de Rata dejando el tricornio al pie de la cama.

—No nos andemos con rodeos —declaró Mateo, que se había agarrado a la horca de la cama para incorporarse—, usted no me gusta un pelo, aunque a Pinilla le haya dado ahora por decir que es un ser humano. Y no me da miedo porque no es más que un matamoros. Además, no soy supersticioso —añadió, señalando el tricornio.

El militar lo cogió y lo dejó en un colgador fijado en la pared.

—No me gusta un pelo pero quiero contarle un secreto —continuó Mateo, frotándose el muslo para apaciguar una punzada de dolor más intensa que las otras—. En octubre de 1875 entró en la Alhambra buscando a un anarquista y acusó erróneamente a mi amigo Clément Delhorme de haberlo escondido.

El guardia civil levantó los ojos al cielo y replicó:

—He recabado tal cantidad de pruebas contra su amigo que ya no podrá volver sin jugarse ir a prisión. Si ese era su secreto, adiós muy buenas.

—¡Cállese, no tiene ninguna prueba! ¡Ni una! —exclamó Mateo iracundo. Esperó a recobrar la calma y añadió—: Esa tarde estaba yo en mi huerto. Las manos se me habían congelado en Sierra Nevada y ya ni siquiera podía agarrar la pala. Subí a por unos guantes al Generalife y allí fue donde lo vi. Era el señor Pascual, el maestro. Su hombre. —Mateo guardó silencio entonces, pero su interlocutor no se inmutó—. Estaba extenuado y muerto de miedo, como un animal cazado. Comprendí de quién se trataba. Ni siquiera nos dijimos nada. Subí con él al mirador, ese que está en la linde del bosque, y lo escondí en la planta de arriba, donde Clément tiene todos sus cachivaches de meteorología. Allí nunca subía nadie, pero yo sabía dónde guardaba él la llave.

—¿Eso es todo?

—Esa noche, volví para abrirle y que saliera, pero ya se había marchado, seguramente trepando por un árbol de delante del balcón. Creo que le entró miedo. Clément nunca se enteró.

Cabeza de Rata suspiró y recogió el tricornio.

—Buen intento. Pero no fue usted —sentenció.

—Maldita sea, no soy ningún embustero —se enfureció Mateo amenazándolo con un puño cerrado—. Si no, ¿para qué iba a denunciarme a mí mismo?

—¿Por qué? Por esto —dijo el comandante, levantando la sábana con un movimiento brusco.

La pierna derecha de Mateo le había sido amputada a la altura de la mitad del muslo. Tiró rabiosamente de la tela para tapar su muñón violáceo recorrido de temblores involuntarios.

—Gangrena, ¿verdad? Usted es un tullido indultado, señor Álvarez. Delhorme es culpable. No intente exculparlo. Nunca más.