XIX

56

París,

jueves, 18 de agosto de 1881

Todas las cabezas estaban inclinadas sobre sus respectivas hojas de papel. De tanto en tanto, una de ellas se levantaba, se quedaba un instante suspendida en busca de una idea o de un comienzo de solución, y a continuación volvía a zambullirse, frenéticamente, en su ejemplar. Debido al calor, se habían abierto las ventanas y el aire de la calle entraba en la sala, junto con los aromas y los ruidos de la ciudad, tan diferentes de los de Granada. La mirada de Irving se cruzó con la del vigilante, el señor Boutillier, uno de los profesores de la École Centrale des Arts et Manufactures, que se había presentado como su futuro profesor de Obras Públicas de tercer curso. El muchacho fingió revisar su trabajo, que había terminado hacía media hora, y luego, una vez que el docente dejó de prestarle atención, retomó sus cavilaciones. La prueba de dibujo duraba cinco horas y aún quedaba una hora y media de paciente espera. Javier, sentado en la otra punta de la sala, continuaba trabajando en la figura industrial de un gasómetro seco, al igual que el resto de los candidatos, trescientos en total, que llenaban una de las salas de la Orangerie, el invernadero de los Jardines de Luxemburgo. Dibujo era su asignatura favorita, la única con la que había disfrutado en los meses de estudio. Un pájaro se coló por una de las ventanas abiertas y volvió a salir casi al instante, espantado por los movimientos de brazos del señor Boutillier. Prácticamente ninguno de los examinandos se dio cuenta. Irving sofocó un bostezo. Las otras pruebas habían sido largas, agotadoras, esta era la última antes de la sesión de exámenes orales, a la que había decidido no presentarse. No había aprobado ninguna asignatura y el dibujo no lo salvaría. Antes ya de salir de la Alhambra, había comprendido que no tenía ni la menor probabilidad de aprobar. El espíritu de lógica y de deducción de la geometría analítica se le resistía, así como la física industrial y la metalurgia. Delante de su padre y de Javier fingía entender sus explicaciones pero, una vez a solas, había tirado de manuales para conseguir terminar los ejercicios. «Ya me queda poco para acabar con esta impostura», pensó escribiendo su nombre en la hoja.

Cuando se levantó, la silla chirrió en el suelo de baldosas blancas y negras. Varias cabezas se volvieron para consultar el reloj de péndulo de la pared. Irving se cruzó con la mirada interrogante de Javier y entonces alargó con mano temblorosa su examen al señor Boutillier y salió con la sensación de caminar al ralentí, como si una parte de él deseara luchar y creer aún en sus posibilidades. El frescor relativo del gran pasillo lo devolvió a la realidad. Había terminado y de pronto se sintió más ligero. Ahuyentó del pensamiento la idea de enfrentarse a su padre y al señor Eiffel, en cuya casa se alojaban y que ya había previsto tenerlo de aprendiz en sus talleres en las horas en que no tuviera clase, para ir enseñándole el oficio. Irving se llenó de aire los pulmones y cruzó los jardines para ir a sentarse en un banco próximo al carrusel, desde el que se podía ver el invernadero.

Tenía hambre. Le sorprendió, hasta tal punto había arraigado en él la sensación de haber dejado de lado su cuerpo durante ese último año. Tenía hambre, tenía ganas de comerse esta ciudad que le era desconocida, esta ciudad pulpo, ciudad de contrastes, gigante y minúscula, rebelde y domesticada, esta ciudad en la que todo el mundo le parecía guapo y elegante. Pensó en Nyssia, que lo había intentado todo para poder ir con ellos y que al final no lo había conseguido. Entre lo que iba a costar el viaje y su actitud con sus padres, la discusión había quedado definitivamente zanjada. Irving tenía ahora el sentimiento de estarle robando estos momentos a su hermana.

Vous voulez la justice?[13]

La voz le sorprendió tanto como la pregunta en sí. Se quedó mirando al joven que se había plantado delante de él, con las piernas separadas, la gorra calada, un pañuelo rojo anudado al cuello, y que le alargaba un periódico cogido de lo alto de un montón que sostenía con la otra mano.

—¿La justicia? —repitió Irving, calculando que el muchacho tendría entre catorce y quince años.

—Sí, La Justice. Un rotativo nuevo —respondió el vendedor mostrándole el número—. El fundador es Georges Clemenceau. ¡Son cinco céntimos nada más!

—Es que… no tengo dinero.

—Todo el mundo lleva encima al menos cinco céntimos —repuso el chaval, haciendo tintinear las monedas dentro de su bolsillo—. Es obligatorio; si no, le puede detener un poli. ¡Me lo dijo uno que es abogado!

—Pues yo no llevo nada, ni una perra chica.

El muchacho se echó la gorra para atrás para rascarse la frente.

—Pero no es un vagabundo —observó—. Entonces, qué, ¿un príncipe? Dice mi padre que los príncipes nunca llevan ni una perra encima. ¿Es eso?

—Vivo en un palacio —admitió Irving—. En Granada.

—¡Lo sabía! —soltó el vendedor después de dar un silbido de admiración.

—Pero no soy ni un príncipe ni un mendigo.

—¿Un criado, pues? ¡Tengo lo que necesita! —proclamó el chico con la apostura de un adulto avezado. Y sacó otro ejemplar de debajo de la pila—. Este se lo puedo regalar, es de hace una semana. Léalo y hable de él en su entorno, déselo a su patrón. Él se puede abonar, incluso en el extranjero. ¿Lo hará?

Irving aceptó pensando en dárselo a Eiffel para que lo leyera. A este le interesaba la política, puesto que iba a presentarse a las siguientes elecciones cantonales de Neuilly.

El vendedor ambulante se había encaminado ya hacia el estanque, calibrando que los paseantes de esa zona eran más acaudalados. Irving observó la maña que se daba el chico para llamar la atención de su público y emplear toda su labia en vender hasta el último de los ejemplares.

—¡Entonces es usted un príncipe! —oyó que le decía a voces a uno de los compradores, antes de dirigirse hacia otros curiosos.

Irving hojeó rápidamente su ejemplar y luego leyó con atención la gaceta del día que informaba sobre la inauguración de la Exposición Internacional de Electricidad el 15 de agosto, en el Palacio de la Industria. Decidió proponerle a Javier ir juntos en cuanto hubiese terminado la prueba. Se detuvo en la última página, donde le llamó la atención un encarte de tamaño pequeño. Lo arrancó y se marchó a toda prisa del parque, con las señas en el bolsillo y el corazón latiéndole aún más rápido que a la salida anticipada del examen de dibujo, tan rápido como aquella noche en que lo había invadido por vez primera el espíritu de aventura.

El recadero había esperado pacientemente la respuesta al billete que había entregado, fumándose varios cigarrillos delante de la casa Poulenc, en el número 7 de la calle Neuve-Saint-Merri. En el momento en que se disponía a encender otro Bastos, salió el gerente, le dio una voz y le entregó un frasquito envuelto en un trozo de cuero grueso.

—Dígale al señor Belay que le doy todo lo que me quedaba, pero que es menos de lo que había pedido. Y, sobre todo, ¡no lo vuelque! —añadió, devolviéndole el cambio.

El recadero dobló a la derecha por la calle de Le Temple con paso lo bastante brioso para demostrar su profesionalidad intachable y no aminoró hasta llegar al puente de Arcole. Había adoptado la costumbre de calcular mentalmente el total de idas y venidas de la jornada y compararlo con el de los días precedentes, sacar los totales semanales, mensuales, deducir los gastos y evaluar el número de días que le quedaban al servicio de la misma empresa antes de poder adquirir la quincallería con la que soñaba, sita en la calle de Les Batignolles. Este ejercicio le permitía, además, sobrellevar mejor lo tedioso de su oficio.

Cruzó los Jardines de Luxemburgo y, ya cerca de la fuente Médicis, saludó al vendedor de periódicos que acababa de colocar los últimos ejemplares de La Justice.

—¡Eh, primo! —lo llamó este último—. Ya he terminado mi jornada, ¿te acompaño? ¿Adónde vas?

—A la calle del Faubourg-Saint-Jacques. No me importa que vengas, siempre y cuando no me demores la carrera —respondió el repartidor apretando el paso.

En realidad se alegraba mucho de ver al mozalbete, que le alegraría el trayecto, tanto más cuanto el voceador siempre tenía algún chisme que contar.

—¿Qué llevas? —le preguntó el muchacho señalando el trozo de cuero que envolvía el objeto.

—Pues no lo sé y tengo a gala no saberlo. Va con el oficio.

—¡Alto, primo! ¡Qué va a ir con! No me dirás que no te pica la curiosidad. Mira, yo siempre me leo los periódicos antes de venderlos —arguyó mientras cruzaban la calle en dirección a la avenida de L’Observatoire.

—Pero es que tus periódicos son públicos; mis paquetes, no.

—Pues tú suponte que estás participando en un tráfico de productos prohibidos. Serías responsable de haberlo transportado.

El joven se paró, se lo quedó mirando para calibrar qué parte de verdad había en su afirmación, alzó la vista al cielo y cruzó el jardín de Les Explorateurs sin contestarle.

—¡Que sí, te digo, hazme caso! Que me lo dijo un abogado.

—Desde que te conozco, siempre hay un abogado que te asesora sobre los asuntos más variopintos, primo. ¡Ni que vivieras en la Facultad de Derecho!

—¡Eso no quita para que no debas echar un ojo! ¡Yo solo te digo eso, con abogado o sin abogado! El que tiene que mandar paquetes sin pasar por el jefe de correos es que tiene algo que ocultar.

—Su impaciencia, tal vez —replicó el repartidor pensando que la suya se le estaba empezando a agotar.

Se acercó a la fuente de Les Quatre Parties du Monde.

—¡Hay que ver qué preciosidad! —dijo dando la vuelta alrededor de la amplia fontana, en la que unas tortugas de bronce escupían chorros de agua hacia unos caballos encabritados que protegían a cuatro mujeres, las cuales a su vez sostenían en alto el globo terráqueo.

—Las chicas son bien parecidas, sí.

—Toda la fuente es una preciosidad. Mi padre participó en su construcción —repuso el joven con tono altivo.

—Qué idea me has dado: la próxima vez vendré aquí a vender mis periódicos y explicaré que la hizo mi tío. Seguro que eso me ayuda. Pero no sabía yo que se había hecho escultor…

—Sigue siendo calderero. ¿Ves esos caños que salen de la boca de las tortugas? Pues los hizo él. Hale, que ya hemos perdido bastante el tiempo.

El muchacho se inclinó hacia uno de los animales de bronce, hizo una mueca y se fue con su primo.

—Bueno, qué, ¿lo abres? ¡No me aguanto las ganas de saber qué es!

—Que no.

—¿Y si es una bomba? Serás cómplice y estarás muerto, que no es ninguna tontería.

—Es un producto de la casa Poulenc.

—¿Eh? Me habría esperado algo más jugoso.

—Hace tres años llevé de parte de un impresor los ejemplares de la novela de un autor y se los entregué personalmente. Un autor muy conocido, ¡eso sí que me llena de orgullo!

—¿Y quién era? —preguntó el muchacho, animado ante la perspectiva de un cotilleo que haría las delicias de sus compradores.

—Como podrás figurarte, no te lo puedo decir.

—¿Y eso por qué? ¡Ni que fueses cura o médico!

—Porque no te lo puedo decir. Pero sí puedo desvelar el título de la obra, no será traicionar ningún secreto. Era La taberna.

El vocero no ocultó su ignorancia.

—¿Cómo? ¿Tú que lees a diario La Justicie y no sabes que estoy hablando de Émile Zola?

—Para empezar, La Justice es un periódico nuevo —se defendió el muchacho—. Además, hace tres años no sabía leer, era demasiado pequeño. Y, para terminar, estoy harto de esperar para saber. —Dicho esto, le arrebató el paquete de las manos y se largó pitando antes de que al otro le diera tiempo a reaccionar.

La carrera era desigual: el repartidor, cinco años mayor, tenía una ventaja atlética innegable y una energía centuplicada por la cólera. Alcanzó al adolescente delante de la fuente, quiso agarrarlo por el cuello, tropezó y se abalanzó sobre él, haciéndolo caer pesadamente contra el suelo como un jugador de rugby aplacado por un adversario. El chico lanzó un grito agudo y extraño, con los pulmones comprimidos por el peso de su primo. Este se levantó, se sacudió el polvo y, soltándole una sarta de improperios, se puso a buscar el paquete sin conseguir encontrarlo.

—¡Levántate, sapo estúpido —dijo volviendo hacia el vendedor—, mi paquete está debajo de ti! ¡Venga, muévete!

El chico, tumbado de bruces, no reaccionó. Se les habían acercado unos cuantos transeúntes.

—¿Qué pasa? —preguntó uno de ellos—. Iba corriendo detrás de él, ¿le ha robado?

—No, solo era un juego —atemperó el repartidor.

—Pues menudo juego, se ha quedado alelado —anunció otro que se había agachado hacia el adolescente—. Mírelo usted, se ha golpeado la cabeza contra una piedra —afirmó ante las protestas del protagonista.

—No lo podemos dejar así —dijo una mujer, del brazo de un militar.

—Yo me encargo, voy a buscar ayuda —se ofreció este.

El repartidor se agachó y dio la vuelta a su primo con delicadeza. Tenía la mitad de la cara cubierta de tierra y de gravilla fina, pero no se le veía ninguna brecha. A la altura del pecho una mancha larga, oscura y grasienta, de olor acre, le había empapado la tela de la camisa. El muchacho gimió.

—Tome, aquí tiene su paquete —dijo uno de los viandantes sosteniéndolo entre el pulgar y el índice—. No está en muy buen estado.

El trozo de cuero se había chafado y escurrían de él unos goterones. El sonido de vidrio roto completó la impresión de catástrofe. El recadero olisqueó el paquete y arrugó la nariz.

—Pero ¿qué es esto?

57

Granada,

jueves, 18 de agosto de 1881

Era un tabuco en la planta más alta de la librería Zamora, con la atmósfera tamizada por una cortina escarlata que dejaba pasar a través de sus numerosos desgarrones rendijas de luz rojiza. En el aire danzaba una miríada de partículas, empujadas por las corrientes de aire caliente. Los dos cuerpos, acurrucados uno contra el otro en el colchón puesto directamente en el suelo, respiraban a compás, lánguidos, pesados.

—¿Qué piensas? —preguntó el joven levantando ligeramente la cabeza.

La pregunta formaba parte invariable del ritual de su relación amorosa. Sabía que la respuesta lo sorprendería, como cada vez.

—En Lélia de Almovar y en una rebanada enorme de pan con aceite de oliva —respondió Nyssia sin volverse.

—¿Lélia? ¿La de Georges Sand?

—La misma.

—¿Por qué piensas en ella, estando conmigo? —dijo ofendido, apoyándose en un codo.

—Lee la novela y lo sabrás. Además, no solo pienso en ella.

—Alto, prefiero no saberlo. A veces tengo la sensación de que soy tu novio solamente porque soy el hijo del librero —dijo acariciando la espalda arqueada de Nyssia.

Ella se volvió para besarlo, pero detuvo el gesto y le puso el dedo índice sobre los labios.

—Chitón. No digas nada que pueda hacernos daño a los dos.

—Pero soy sincero, ¡te quiero más que a nada!

—Lo sé, lo veo y me llega al alma.

—¿Y tú? ¿Me quieres? —se sintió obligado a preguntar.

Un aguador se había parado al pie de su ventana y voceaba los méritos del agua fresca del Darro al tiempo que entrechocaba dos cubiletes. Nyssia se puso de pie y levantó ligeramente la cortina para mirar.

—¡Cuidado, que podría verte! —le advirtió su novio, que se precipitó sobre ella para acercarle su vestido.

—¿Quién querría levantar la cabeza al sol con este calor?

—El que quiera regalarse la vista con la mujer más hermosa de la ciudad, desnuda delante de sus narices. ¡Y los hay a porrillo! —se enojó él antes de correr del todo la cortina.

Ella cogió su vestido de seda y se secó la cara perlada de sudor, antes de hacer lo propio con su amante.

—Respondiendo a tu pregunta, estoy bien contigo, me encantan nuestros encuentros —dijo—. Me hace la vida más soportable.

—¿Soportable?

La cogió por la muñeca, le quitó el vestido de las manos y lo arrojó en su lecho.

—¿No te gusta el contacto de la seda?

El joven le cogió la otra muñeca.

—Si quisieras hacerme tu prisionera, me perderías al instante —le lanzó a guisa de advertencia, sin intentar zafarse.

Él le besó rabiosamente la palma de las dos manos y, sin soltarla, recorrió con la lengua su rostro y finalmente la besó en la boca. Nyssia se dejó hacer, se dejó echar sobre el colchón, se dejó penetrar, acompañó su gozo y lo acarició distraídamente hasta que él se quedó traspuesto, sumido en la breve muerte poscoital. Miró largamente el techo, evadiéndose muy lejos de Granada, hasta que el presente se enseñoreó de todo: dos plantas más abajo la persiana de hierro de la librería acababa de sonar con estrépito, indicando el cierre de mediodía, confirmado al punto por el campanario de Santo Domingo.

Nyssia se levantó, recogió las enaguas y se las puso cuidadosamente. Se sentó delante de un baúl de cuero oscuro de la firma Goyard, cuya tapa estaba adornada con el escudo de armas del Imperio ruso, cogió la llavecita que llevaba prendida de la ajorca del tobillo y abrió el baúl.

Su novio no le había hecho preguntas cuando ella le había pedido que lo guardase en su casa, pese a la pequeñez de la habitación que le arrendaba al propietario del inmueble. Tampoco había hecho preguntas cuando ella le había exigido poder quedarse a solas durante sus horas de trabajo en la librería, aun cuando le volvía loco saberla tan cerca y a la vez inaccesible. Y, de nuevo, tampoco había dicho nada cuando ella le había encomendado llevar a la estafeta del barrio unas cartas con destino a Francia (prohibiéndole llegarse a la oficina central de correos). Y no le había hecho preguntas porque, desde su primer beso, ella se lo tenía prohibido. Era una de las condiciones de su relación amorosa. De nada le sirvió tratar de convencerse de lo contrario: no era el único hombre que ocupaba su corazón y su vida, lo sabía. Pero, para poder seguir siendo uno de ellos, debía tragarse el orgullo y desechar toda idea de matrimonio: su relación debía mantenerse en secreto; y cada vez que estaban juntos, él temía el anuncio de un final que estaba escrito desde el primer día de su aventura, que él consideraba ya como la más formidable de su vida, pasara lo que pasase.

En el baúl guardaba muchas obras y cuadernos, dos montones de cartas atadas con sendas cintas, numerosas prendas de vestir y de lencería procedentes de los mejores sastres de Europa, dobladas con mimo y tapadas con una edición original de La Casa Tellier que Maupassant había dedicado a Verónica Franco. Además, contenía una colección de guantes de los mejores fabricantes de París y Grenoble, de piel, seda o encaje, unos accesorios con los que había soñado durante toda su adolescencia, fascinada por unos artículos que no formaban parte del guardarropa de las mujeres andaluzas, cuyo contacto sensual y misterioso adoraba. Finalmente, el baúl contenía un estuche con unas joyas cuyo valor Nyssia había sabido después de llevarle una de las alhajas, un zafiro engastado en una sortija de oro, al joyero del Zacatín, que no había podido ocultar su sorpresa y había hecho correr el rumor de que la familia Delhorme había encontrado el tesoro de la Alhambra, tras lo cual se había disculpado públicamente ante Alicia sin revelarle el origen del rumor, pero sin llegar a apagarlo del todo.

Nyssia abrió un cuaderno en el que tenía guardadas unas fotografías. Estuvo hojeándolo y entonces abrió la carta que su novio le había traído de la estafeta. Sonrió al leerla y se puso a redactar una respuesta corta, que repasó dos veces, añadiendo algunos cambios, y luego la metió en un sobre. Cambió de postura y se masajeó los pies, atacados por colonias de hormigas invisibles, se sentó nuevamente con las piernas cruzadas y puso delante de sí un neceser de artículos para lacrado y un cordón de seda. Un soplo caliente le acarició la nuca.

—Es un sobre engomado, no necesita lacre —dijo su enamorado, al que no había oído despertarse—. Salvo que no te fíes de mí. —Vio en su semblante que la había herido y trató de enmendarse—: Los he visto más veces, incluso mi padre ha encargado para la tienda. Al parecer hay gente que los humedece con la lengua y dejan un regusto raro. Otra novedad más que quedará en agua de borrajas —añadió poniéndose ya la camisa.

Se sentó al lado de ella y se fijó en las fotografías que había encima del cuaderno abierto.

—¿Quieres verlas? —le ofreció ella ante su expresión implorante.

Nyssia seleccionó dos. Los clichés eran unos retratos de sí misma en el Patio de los Leones y en los jardines del Parta, que el joven reconoció pese al encuadre cerrado. En las dos fotografías llevaba puesto el mismo vestido gris rata, recto, de líneas ceñidas a la silueta y con un cuerpo ligeramente drapeado que él supuso sería la última moda en París, y se había adornado el cuello con una ristra de perlas que le daba el aire y el aplomo de una mujer de mundo. Le impresionó el realismo que emanaba de la composición: su novia tenía la prestancia natural de una Eugenia de Montijo o de todas las beldades de las excelsas familias europeas que habían viajado a conocer la Alhambra. De pronto experimentó un arranque de celos hacia el autor de las tomas que tan bien había sabido resaltar la belleza de su amada.

—¿Quién es?

—¿No me reconoces? —preguntó ella, perpleja.

—Digo el fotógrafo —aclaró él, dándose cuenta de la incongruencia de su pregunta—. ¿Quién es?

—Qué más da —replicó ella cogiendo con delicadeza los clichés de sus manos.

—¿Me enseñas las demás?

—No.

—¿Por qué no? ¿Es que hay cosas que no deba ver?

Ella cerró el baúl con la llavecita y lo miró de arriba abajo.

—Esas fotos me llenan de orgullo, son una parte de mí. Eres el primero en verlas pero ni siquiera las has mirado de verdad. Solo estabas buscando pistas sobre su autor.

—¡Uno que estaba enamorado de ti, eso seguro!

—¿Y qué culpa tengo yo?

Había subido el tono de voz y se levantó para ponerse el vestido. El joven se sintió estúpido, de repente, y le pidió perdón.

—Es este calor, que me saca de mis casillas.

—Pues entonces deberías vivir en Sierra Nevada o dentro de una máquina de hacer hielos. Has echado a perder nuestro día juntos.

—¡Quédate, Nyssia, quédate un poco más! —le suplicó él ciñéndola con el brazo en el instante en que pasó por su lado.

Se aovilló contra ella y hundió la cabeza en su hombro. Nyssia le acarició los cabellos y esperó a que se serenase, para soltarse.

—Lo siento, no volverá a pasar, he sido un idiota.

—Tienes razón: no volverá a pasar.

Se dejó abrazar y le acarició la mejilla afectuosamente para atenuar la frustración del joven, que iba a inundarla durante los días siguientes de mensajes de contrición e invitaciones para volver a verse.

La subida hasta el Mexuar, a primera hora de la tarde, resultó agotadora. Nyssia se detuvo en la fuente de Carlos V para refrescarse echándose un poco de agua y luego se metió en el bosque de la Alhambra con el fin de protegerse de la mordedura del sol. Era la única de toda su familia que huía del astro y su piel estaba tan blanca como en invierno, lo cual, unido a sus cabellos y a sus ojos de andaluza, contrastaba con las mujeres del lugar y reforzaba a ojos del sexo opuesto su encanto etéreo. Trató de olvidar la actitud de su novio pero no lo consiguió. Los celos que había manifestado eran algo habitual, y sabía por experiencia lo posesivos que eran los hombres; y aquellos que no lo eran le resultaban sospechosos. Pero el joven no había dedicado ni una palabra a sus retratos.

Nyssia había comprendido muy rápido que la fotografía era el arte del embrujo y la seducción. El embrujo de la cámara oscura y la seducción del fotógrafo hacia su modelo, que ella había puesto en práctica con el ayudante de Le Gray. Este último había sacado tres copias de los clichés y se había quedado con una de cada. Nyssia había enviado otra copia de cada una al príncipe Yusúpov y ahora lamentaba haberle enseñado dos de las suyas a su joven librero. Los negativos no se encontraban en el baúl, sino en uno de los múltiples escondites de la Alhambra. Ardía en deseos de repetir la experiencia, pero no tenía ni idea de cuándo podría volver a posar.

La vivienda estaba desierta y Nyssia se sirvió un granizado antes de salir a dar una vuelta por los palacios, en busca de viajeros fotógrafos, que en Granada no eran legión. Se cruzó con Kalia, que le preguntó si había noticias de Javier. Nadie había vuelto a saber nada desde el martes, cuando Clément había enviado un telegrama tranquilizador: los exámenes habían ido bien y, a pesar del cansancio, Javier conservaba su optimismo y su alegría naturales.

—He tenido cirios encendidos toda la semana —le confesó Kalia—. Es todo lo que puedo hacer para ayudarlo. Mateo no dice nada, pero sé que está igual de preocupado que yo.

Clément tenía previsto regresar a España después de las pruebas escritas, y los muchachos, mientras tanto, debían quedarse en casa de Eiffel hasta las orales de octubre.

—En la École el curso empieza en noviembre. Mateo está intentando convencerme para que vayamos a París a ver a Javier.

—¿Vais a ir a París? ¿Querríais llevarme con vosotros? —preguntó Nyssia, que le había cogido las manos a la gitana con gesto de súplica.

—Para, para, preciosa. ¡Que yo no he viajado en mi vida y abandonar Granada se me hace insoportable! Y primero tendrías que convencer a tus padres. Empieza a dar muestras de buena voluntad con ellos y deja de aislarte de todos como estás haciendo ahora. A tus padres no les agrada que los trates como a los enamorados a los que dan calabazas.

—¡Gracias, Kalia, gracias! —exclamó Nyssia estrechándola con una fuerza insospechada, cosa que sorprendió a la gitana y la hizo reír tan alto que su risa llenó la galería sur del Palacio de Comares—. ¡Me voy pitando a ver a mamá!

—¡Pero yo no he dicho que sí! Y no me ahogues así, o tendrás que decir adiós a tus sueños.

Nyssia adoraba el contacto con la piel de Kalia, elástica y dorada, sus cabellos que olían a arrayán y sus manos impregnadas de la fragancia de las hojas de la tomatera, con las que gustaba de frotarse las palmas. Amaba su belleza de rasgos atrayentes, que la sencillez de su vestimenta no menoscababa, amaba el destello de su mirada siempre sonriente y su boca con ese mohín eternamente malhumorado. Admiraba la libertad de la que siempre había dado muestra y las decisiones que había sabido tomar a la hora de la verdad. «Es a ti a quien debería haber mostrado mis fotos», pensó. Dio un beso a la gitana en el cuello y se marchó a buscar a su madre.

La joven pasó a todo correr por los tres sitios que estaban en proceso de restauración, pero no la encontró. Dio un rodeo por el taller de Contreras. La pesada puerta de madera se hallaba cerrada, lo que daba a entender que el horno estaba apagado. Nyssia miró por la ventana entreabierta, con las cortinas corridas. Distinguió a su madre. Aguzó un instante el oído pero no entró. Fue a la sala fría de los Baños y se quedó allí leyendo hasta la caída de tarde, sentada en la luz del pozo de estrellas.

Alicia se enjugó las lágrimas, acurrucada en los brazos del arquitecto.

—Va a salir bien, funcionará —dijo Contreras apartándole los cabellos, despeinados, que le tapaban la cara.

—Lo siento, Rafael, necesitaba tanto hablarlo contigo.

—Has hecho bien. Te ayudaré.

—Hay veces en que egoístamente me digo que sería mejor que Clément se quedara en París.

—Te entiendo. Esta situación se ha hecho insoportable.

Alicia se sobresaltó.

—¿Qué es eso? —preguntó fijando la mirada en los ojos del arquitecto.

—¿El qué?

—Ese ruido, fuera.

Contreras deshizo su abrazo lentamente, como si no quisiera asustarla. Abrió la ventana y se asomó a mirar.

—No es nada —dijo después de cerrar. Y echó los visillos, sucios del polvo de los azulejos y del yeso—. Era Nyssia, que cruzaba la explanada.

Alicia se había soltado la melena y se la recogió atrás para rehacerse el moño.

—También ella me preocupa. Es extraño cómo la vida se nos escapa a veces.

—Vamos a avisar al capitán general de la guardia. Las patrullas de la Alhambra recibirán la orden de impedirle el paso a ese sujeto al Mexuar. Ya no te importunará más, créeme.

—Gracias por tu solicitud, Rafael, pero no creo que eso sirva para pararlo. El capitán Cabeza de Rata solo tiene un objetivo y ninguna cortapisa para cumplirlo.

—¿Te ha amenazado?

—No físicamente. Pero me vi acorralada en la esquina del fresco del Partal. Estaba arrinconada y no me quedó más remedio que escucharlo mientras gritaba cosas espantosas sobre Clément. Quería convencerme de su culpabilidad para que fuese a testificar en contra de mi marido.

Alicia se sacudió los pantalones y la blusa de trabajo.

—Hubiera deseado plantarle cara pero no supe reaccionar. Él sabía que Clément y los chicos estaban lejos.

—Quería aprovecharse de tu vulnerabilidad aislándote. Actúa como los depredadores. A partir de ahora trabajaremos siempre los dos juntos en las obras de restauración. ¿Te parece bien? —añadió Contreras al ver que Alicia arrugaba las cejas, ella que siempre había defendido a capa y espada su autonomía en los trabajos de renovación.

—Pues no lo sé, hablemos de eso en otro momento —respondió ella, con la respiración entrecortada.

Se sentó en el taburete bajo que utilizaba habitualmente para trabajar las piezas de cerámica con su pico de tallar.

—¿Puedes abrir la puerta? Necesito aire.

Contreras abrió, echó agua limpia en un barreño, empapó un trapo y se lo puso en la nuca. Ella intentaba respirar hondo pero no podía. Un sonido ronco y silbante salió de su garganta. Alicia se llevó la mano al pecho y abrió el pequeño pastillero que llevaba colgado del cuello. Lo sacudió una sola vez y cogió el medicamento entre el pulgar y el índice. Al llevársela a la boca, la píldora se le cayó sin que le diera tiempo a atraparla.

—No te muevas, la encontraré —dijo el arquitecto arrodillándose.

—Más valdría: es la última que me queda —dijo sonriendo débilmente—. De lo contrario, mi torturador habrá logrado su objetivo.

El piso de tierra estaba tachonado de partículas de yeso del mismo color y tamaño que el fármaco.

—Va a ser difícil —respondió Rafael, preocupado. Se enderezó, mirándola, y le cogió la mano—. ¿Hay otra solución? —le preguntó dándole unas palmaditas en los dedos.

Alicia tenía la tez ligeramente grisácea y fruncía los labios.

—Sí, pero no esa —respondió apartando la mano, encontrando dentro de sí fuerzas para bromear—. Si puedes acercarte a la consulta de Pinilla —empezó a decir, antes de hacer una respiración honda entreverada de estertores de ahogo— y traerme una pastilla antes de diez minutos, te lo agradeceré toda la vida.

—¡Pero tardaré una media hora!

—Esa es la pega —dijo Alicia, que a cada respiración se ahogaba un poco más.

—Entonces ¿qué hago? —preguntó Contreras, invadido por el pánico.

Ella no pudo responder, reservaba todo el aire para respirar.

—¿Mamá? ¿Mamá? —gritó una voz en la explanada.

—Victoria… —murmuró Alicia jadeando—. Ella… tiene… la solución.

58

París,

jueves, 18 de agosto de 1881

El reclamo rezaba: «Monsieur Belay, discípulo del gran Gustave Le Gray, reabre el taller de fotografía de la calle del Faubourg-Saint-Jacques, número 32, y estará encantado de recibirles para retratos y tarjetas todos los días laborables a partir de las 9».

Irving comprobó una vez más la dirección, miró atentamente el escaparate, donde había expuestas varias decenas de tarjetones fotográficos y que no dejaba ver el interior, salvo un mostrador revestido de madera con lustre de pátina. Al entrar, accionó una campanilla cuyo tintineo quedaba amortiguado por un tampón de fieltro. Un daguerrotipo, obsoleto desde el punto de vista de la técnica, decoraba uno de los ángulos del local y en las paredes se veían también varias ampliaciones y unos cuantos negativos. No había nadie. Un resplandor rojo salía de la trastienda, en la que Irving distinguió una sombra que se movía y se reflejaba en la cortina negra que no llegaba a ocultar del todo la pieza. Carraspeó y volvió a tocar la campanilla, sin ningún resultado. Irving se acercó y llamó con los nudillos en la pared.

—¡Señor!

No sucedió nada. Cuando se disponía a apartar el cortinaje, este se abrió de repente y apareció un coloso trajeado de negro, que lo hizo retroceder de la sorpresa.

—¡Ah, al fin, ya era hora! —exclamó el hombre enjugándose la frente—. A ver, ¿lo tiene? Venga por aquí —añadió entrando de nuevo en el cuarto oscuro sin aguardar respuesta.

Irving se fue tras él y se detuvo junto a una mesa repleta de tinas y frascos de tamaños diversos llenos de polvos, en cuyo centro había un pesillo. Varias torres de placas de vidrio estaban colocadas directamente en el suelo. Flotaba en la estancia un fuerte olor a productos químicos. Tanto el individuo como su tugurio habrían puesto los pelos de punta a cualquiera, pero Irving se sentía como pez en el agua en aquel entorno, tanto como fuera del agua entre los aspirantes a la École Centrale.

—Venga —dijo Belay alargando la mano—. ¡El nitrato de potasio! —gruñó ante la mirada interrogante del joven.

Irving le enseñó el anuncio publicitario del periódico.

—Pero, entonces, ¿no es el recadero? ¡Contra! ¡Me va a tocar hacerlo yo mismo! —refunfuñó el fotógrafo, cuyo semblante había pasado de nubarrón a tormenta.

Metió la mano en un cajón de la mesa y sacó un fajo de hojas renegridas escritas a mano con una letra a la que le traía al pairo la rectitud y la regularidad.

—Ah, aquí está: una parte de salitre y sal de nitro y dos partes de plomo —comentó en voz alta, y entonces buscó los ingredientes y los depositó en una probeta graduada—. A todo esto, ¿quién es usted? —preguntó sin mirarlo siquiera.

—Me llamo Delhorme. Irving Delhorme.

—Si quiere un retrato, vuelva mañana. Ese maldito recadero me ha dejado en la estacada cuando peor me venía: debo entregar una placa antes de esta noche para un importante concurso que tengo todas las probabilidades de ganar.

—¿El de la Société d’Encouragement? —preguntó exaltado Irving, cuya voz de pronto sonaba despojada de todo rastro de timidez.

El señor Belay se volvió para mirarlo.

—¿Cómo es que lo conoce?

—Me interesa la fotografía y se trata de un premio prestigioso.

—¡Prestigioso y remunerado! —agregó el fotógrafo—. El gran premio del marqués de Argenteuil, ¡doce mil francos en juego! El año pasado se me escapó por los pelos, se lo llevó Chardon con una emulsión seca de bromuro de plata. Qué rabia… Una técnica con la que yo había coqueteado un tiempo. Cable de hierro, necesito cable de hierro —se interrumpió él mismo, revolviendo todos los cajones.

Irving vio un cable dejado junto a la balanza y se lo dio.

—Gracias… ¿Y dices que te interesa la fotografía? ¿Me puedes ayudar? Dos no seremos multitud. ¡Quítate la chaqueta y remángate, muchacho!

Mientras Irving removía con el cable de hierro la mezcla fundida en un crisol, Belay preparó una solución de ácido carbónico.

—¿De qué color está? —preguntó el jefe.

—Rojo oscuro, pero me estoy quemando los dedos —respondió el joven.

—¡Cógelo con otros, que tienes de sobra! Cuando se ponga rojo claro, es que el plomo habrá cambiado a amarillo. Ahí lo quitaremos del fuego. ¿Qué sabes de fotografía?

—Conozco las técnicas principales.

—¿Cómo se hace un colodión húmedo?

—Alcohol, éter, yoduro de amonio y bromuro de cadmio, señor. Una vez impregnada la placa, se la sumerge en nitrato de plata.

—Mmm… no está mal. ¿Cómo te llamabas?

—Irving.

—¿Y ese nombre de qué colonia viene?

—Viene por un escritor americano.

—¿Naciste en las Américas?

—En España. Y se me olvidaba una cosa —añadió Irving cambiando de mano para poder seguir dando vueltas a su varita de hierro.

—¿El qué?

—El revelado se hace con sulfato de hierro y la fijación con hiposulfito de sodio.

—Bien, te sabes la lección, pero ¿has fotografiado alguna vez?

—No, señor.

—Entonces estoy tratando con un químico —se lamentó Belay—. Te falta lo fundamental, muchacho.

—¡Está rojo claro, señor!

El fotógrafo se apostó encima del crisol como un cocinero que quisiera oler los vapores de su plato, agarró un guante forrado de amianto y vertió el líquido encima de un filtro.

—Lo dejamos enfriar —le previno—. ¿Dónde has aprendido la técnica?

—Con el señor Le Gray.

—¿Gustave? ¿Lo conoces? ¿Cómo le va? ¡Cuenta, cuenta!

La actitud de Belay cambió al instante. Desapareció su altanería e Irving, feliz de verse convertido en objeto de su consideración, le contó con pelos y señales el paso del fotógrafo de la Misión Heliográfica por la Alhambra.

—Comprendo tu entusiasmo, Irving. Fui su ayudante en 1858, cuando hizo sus últimas fotografías de marinas. Arte con mayúsculas: hacíamos un negativo del paisaje y otro del cielo y luego los superponíamos. Sí, Arte con mayúsculas… ¿Qué esperas de mí, pequeño? ¿Por qué has venido a verme?

—Quiero ser fotógrafo.

Irving le contó de forma pormenorizada la correspondencia que mantenía desde entonces con Le Gray, los libros sobre técnicas fotográficas que poco a poco habían ido sustituyendo los manuales de matemáticas y física, hasta llegar a los exámenes de ingreso, el encuentro con el vendedor de periódicos y el anuncio que él había interpretado como una señal del destino.

Belay lo escuchó sin interrumpirlo, mientras hacía pasar una corriente de ácido carbónico sobre la solución enfriada.

—Mi padre quiere que sea ingeniero —prosiguió Irving—, pero no aprobaré los exámenes. Ahora ya estoy preparado para decírselo.

Belay tomó la solución de nitrato de potasio y cubrió con ella la placa de vidrio.

—Y querrías que yo te enseñara el oficio, ¿no es eso?

—¡Estoy dispuesto a trabajar doce horas al día, todos los días!

—¿Y sin sueldo? Porque no dispongo de medios para contratar a un ayudante, menos aún a un aprendiz.

—¡Sin sueldo! Ya me las apañaré.

Belay dejó las placas dentro de una de las tinas y le señaló un cántaro grande de estaño.

—Ve a por agua a la fuente del patio, deprisa.

—¿Eso quiere decir que estoy contratado? —preguntó Irving precipitándose a por el recipiente.

—No, eso quiere decir que se me echa el tiempo encima —replicó el fotógrafo, que había recuperado su semblante gruñón.

Una vez lavadas las placas, Belay las apoyó en la pared.

—Listo, hemos hecho todo lo posible dentro de la urgencia. Si no me llevo el premio, siempre podré echarle la culpa al repartidor.

Se secó las manos y se acercó al joven mirándolo largamente.

—¿Qué edad tienes, Irving?

—Dieciocho años.

—Tu entusiasmo me recuerda el mío, muchacho. Pero…

Dejó la frase inacabada y arrojó el trapo con ademán colérico.

—Pero ¿qué diablos habéis hecho?

Los primos habían aparecido en el umbral de la puerta, cariacontecidos. El vendedor de periódicos llevaba un vendaje que le ceñía la frente y un agujero enorme en la camisa. El repartidor sostenía con las dos manos los añicos del frasco, que yacían sobre el pedazo de cuero.

—Lo sentimos mucho. Pero se lo podemos explicar —empezó a decir antes de que lo interrumpiese un aluvión de improperios que Irving nunca había oído y que habría sido incapaz de traducir al español.

El fotógrafo los echó a la calle agitando los brazos.

—¡Y sobre todo no volváis a poner los pies en mi casa, jamás! —les gritó, antes de cerrar la puerta con fuerza y darle la vuelta al letrero para ponerlo del lado de «Cerrado». Belay se serenó en la rebotica y retomó el hilo de la conversación con el chico—: Pero primero tienes que estudiar.

—¿Estudiar? ¡Ninguna facultad enseña fotografía!

—Hablo de pintura, hablo de escultura, dibujo. Le Gray, Bayard, Le Secq, Baldus y hasta Carjat son pintores. Un buen fotógrafo es, en primer lugar, un buen ojo. El mejor químico del mundo podrá hacer las fotos más nítidas, pero no las más hermosas. Aprende pintura, estudia las bellas artes y después veremos. —Belay lo agarró de un hombro—. En cualquier caso, gracias por tu ayuda. Me voy ahora a llevar el material.

El fotógrafo desvió la atención a las placas, que fue colocando en vertical dentro de un arcón de madera preparado especialmente.

—¿Y usted? —preguntó Irving después de haber estado reflexionando un rato.

—¿Yo?

—¿Es pintor?

—Eso qué importa.

—¿Cómo le vino su pasión?

Belay respondió una vez que hubo cerrado el arcón.

—Tenía tu edad cuando conocí a Le Gray. Andaba necesitado de brazos y yo hice esa función.

—Entonces fue él el que le dio una oportunidad.

—Te veo venir, muchacho. Pero yo no soy Le Gray, solo soy uno más de los muchos fotógrafos que hay en esta ciudad.

—¡Deme una oportunidad a mí!

—Pero ¿por qué yo?

—Porque usted es una señal del cielo.

—Yo soy agnóstico, a mí déjame en paz.

—Porque es el mejor.

—Por ahí no vas mal pero no es suficiente.

—Porque yo le abriría las puertas de la Alhambra, como al señor Le Gray.

Belay soltó una carcajada.

—¡Un poco tarde, joven! Estuve hace unos años y ya plasmé toda su belleza en el papel.

Cogió el arcón y salió de la trastienda.

—En cualquier caso, tienes la primera cualidad que hace falta para lograr hacer bien una fotografía: la tozudez. ¿Serás capaz de aguantar dos horas al pie de tu trípode esperando que salga la pose, serás capaz de no estrangular al paseante o al bichejo que te echará a perder la foto justo antes de que acabe el tiempo de la toma, de soportar todas las atmósferas, todas las temperaturas, de aguantar mis cambios bruscos de humor, las placas que se chascan, la injusticia que sentirás cuando les diga a los clientes que si su prueba ha quedado mal ha sido por tu culpa? Si sí, entonces te propongo lo siguiente: que curses tus estudios en Bellas Artes y que me ayudes por las tardes y los fines de semana, sin refunfuñar ni una sola vez, sin rechistar, siempre con alegría, buen humor y veneración hacia mi persona. ¿De acuerdo?

Dominado por la emoción, Irving dijo que sí con la cabeza.

—Supongo que con esto cerramos el trato —concluyó Belay estrechándole la mano.

—No se arrepentirá, ya lo verá —dijo Irving, entusiasmado—. Tengo ya un montón de ideas…

—Guárdatelas para más adelante, muchacho, todo a su debido tiempo. Si verdaderamente son buenas, nadie más las tendrá por ti. Ahora te falta convencer a tu padre de tu cambio de rumbo.

Astronomía popular de Camille Flammarion. La cubierta era reconocible entre miles. Enmarcadas por una orla de color rojo sangre, estrellas y galaxias destacaban sobre un cielo azul turquí, por encima de un sol de oro dibujado como un girasol gigante.

—Es un placer regalárselo, señor Delhorme —dijo el autor—. Me alegro mucho de conocerlo y le estoy infinitamente agradecido a mi amigo Gustave por haber hecho posible este momento.

—En efecto, hacía años que tenía pensado presentarlos —abundó Eiffel—. El pionero de la divulgación científica y el pionero de los globos libres, reunidos; ¡esto bien merecería una fotografía!

—Antes de entrar en el meollo de la cuestión, celebremos el acontecimiento —propuso Flammarion—. ¿Qué desean tomar?

Todos optaron por una copa de Clos de Vougeot, de una botella obsequio de Eiffel. La señora Flammarion la llevó ella misma en una bandeja, tras lo cual se incorporó a la conversación, revelándose como una apasionada de la astronomía.

—¿Sabe usted dónde pasamos la luna de miel mi Sylvie y yo, señor Delhorme?

—Por el aire, de viaje en globo —respondió su mujer sin darle tiempo a Clément a pensar una respuesta.

Camille Flammarion era de constitución robusta y algo más bajito que la media. Llevaba una barba poblada que daba la réplica a una cabellera espesa, la cual ondulaba formando dos curvas opuestas desde una raya al medio, una mata de aspecto indómito. Su mirada, penetrante e inquisitiva, dejaba entrever un gran rigor intelectual, combinado con la perseverancia culpable propia de los exploradores.

Se habían instalado en la planta alta, en una pequeña terraza que había sido convertida en observatorio, con catalejos que dirigían sus lentes hacia el cielo.

—Una Secretan de 108 milímetros y un telescopio de 200 milímetros de los hermanos Henry —precisó Flammarion—. Pero muchas veces voy al Observatorio, que está a dos minutos de la calle Cassini. Pero ya hemos hablado bastante de mí, ¿en qué punto está usted en sus investigaciones?

—Pues sigo reuniendo datos para afinar mi teoría de los frentes de depresiones y su modelización matemática —respondió Clément dirigiendo la Secretan hacia el parque de Luxemburgo—. Igual que otros cientos de observadores.

—El señor Delhorme es demasiado humilde —intervino Eiffel—. Su algoritmo hace maravillas en nuestras obras y posee el récord incontestado de altitud de globo suelto.

—¿Es eso cierto? ¿Cuánto?

—Veinte mil metros —respondió Eiffel.

—¡Dioses del cielo! —exclamó Flammarion—. ¡Imagínese las vistas de nuestro planeta a esa altura!

Todos se lo imaginaron en silencio. Camille aprovechó para bajar a la biblioteca y subir con un ejemplar de Viajes aéreos.

—La obra que escribí con mi amigo James Glaisher —puntualizó—. Está en posesión del récord de vuelo más alto con globo tripulado: ocho mil quinientos metros según el registro. Tal vez más, a decir verdad, pero es que a esa altura James se desmayó. Se lo regalo: podrá servirle de inspiración.

—Me lo pensaré —respondió Clément de forma evasiva.

—Yo, por mi parte, casi no he pasado de los dos mil metros —confesó Flammarion—, pero sí he recorrido distancias nada desdeñables.

—Como de París a Prusia —apostilló su mujer, frisando el ridículo con sus gestos de admiración no fingida.

—Contrariamente a lo que se dice, los viajes en globo no son tan peligrosos, siempre y cuando no se pretenda batir ningún récord. Es necesario contar con un piloto experimentado y buenos conocimientos de meteorología. Entonces se puede disfrutar de ese espectáculo extraordinario, del silencio absoluto, tan solo perturbado por los gritos de los animales o de los niños que suben del suelo.

—Es curioso cómo viajan los sonidos en altura —confirmó su mujer—, como si se amplificasen y nos llegasen en su pureza original. El único al que no me acostumbraré en la vida es al de los crujidos del mimbre de la barquilla.

—Es una aventura que me tentaría, si no fuera porque estoy solo y soy responsable de cinco hijos —dijo Eiffel.

Flammarion besó afectuosamente la nuca de su mujer. Su complementariedad recordó a Clément su propia pareja y echó aún más de menos a Alicia. El vino generoso había desfajado las mentes y distendido los cuerpos. Delhorme jugaba a observar con la lente los detalles de las calles adyacentes.

—El instante que más me gusta es el momento en que el piloto lanza su «Suelten amarras», tan simbólico —siguió diciendo el periodista científico, poniéndose en pie para acercarse al borde de la terraza—. Ya nada nos ata a la tierra matriz, qué sensación absoluta la de hallarse entre la humanidad y los otros mundos… ¿Usted cree en la existencia de planetas habitados, señor Delhorme?

—Las matemáticas le dirán que sí y, si hago caso a sus propios cálculos, el primero de ellos sería Marte, ¿verdad?

—¡Ya lo creo! ¡Se han descubierto canales y mares en su superficie! Yo estoy convencido de que, si vive allí una raza, será superior a la nuestra. Me encantaría vivir el tiempo necesario para poder conocerla. Mire, cuando se lleve a cabo la conquista del aire, se fraguará la fraternidad universal sobre la tierra, la paz verdadera descenderá del cielo, desaparecerán las últimas castas y fundaremos la libertad en la luz.

—Ojalá el progreso pueda contribuir a ello —opinó Eiffel.

—¿Qué hora es? —preguntó Clément.

—Las doce y cuarto —respondió Flammarion, el más raudo abriendo la tapa del reloj—. Pero estoy siendo un absoluto desconsiderado, señores: permítanme que los invite a comer, y después iremos juntos a la Exposición de Electricidad.

Eiffel rehusó por cortesía y luego cedió a la insistencia de su anfitrión, que se lo llevó a un aparte.

—¿No se lo ha propuesto?

—Todavía no —dijo Eiffel—, estoy esperando el momento oportuno.

—¿Qué le pasa a Delhorme? Se le ve preocupado.

—Su hijo está haciendo los exámenes de la École Centrale en este preciso instante.

—Ah, ahora lo entiendo mejor. ¿Cree que aceptará?

—Para serle sincero, no lo sé. Pero si acepta, nadie tiene más probabilidades de lograrlo que él.

Al margen de los caballeros, Clément se quedó pensativo unos minutos, apoyado con los codos en la barandilla de la terraza, con la mirada perdida. Estaba seguro de haber visto a lo lejos a Irving discutiendo con un desconocido, en la esquina de la calle del Faubourg-Saint-Jacques una hora antes de que hubiese finalizado la prueba de dibujo. La Secretan era como las matemáticas: infalible.

La multitud, compacta, circulaba por las calles del recinto o se aglutinaba alrededor de los puestos del Palacio de la Industria en un tumulto indescriptible, obligando a los participantes a elevar la voz o a migrar a la calma relativa del piso superior. Georges Berger, comisario de la exposición, había dado una calurosa bienvenida a sus tres invitados, a los que había calificado de prestigiosos (de Clément no sabía nada, pero un señor que acompañaba a Eiffel y a Flammarion debía de tener también una hoja de servicios fuera de lo común). Los había dejado después de que el ministro de Correos se lo llevase, pues debía dar el discurso inaugural del congreso de electricistas que se celebraba en la primera planta.

La baja se dividía en dos por una fuente enorme en cuyo centro se alzaba, imponente, un faro de diez metros de altura y en la que convergían los visitantes en busca de algo de frescor. La primera mitad estaba dedicada a las naciones invitadas, con puestos de exposición que ocupaban espacios proporcionarles a su poderío industrial.

—Ganador: Estados Unidos, seguido de cerca por Inglaterra. Más distanciada queda Alemania —comentó Clément, entretenido en observar las diferencias. Pero lo apenó la escasa representación española, a remolque de Suecia y Suiza.

La segunda mitad estaba enteramente reservada a Francia y en ella la parte del león se la llevaban los ferrocarriles, lo cual tranquilizó a Eiffel por lo que respectaba a sus futuros encargos profesionales. Aprovechó para reavivar antiguos contactos, entre ellos con funcionarios del Ministerio de Guerra, en el que sus puentes portátiles contaban con numerosos apoyos.

—Bell y Edison están arriba —anunció Flammarion—, haciendo unas demostraciones.

La sala en la que el inventor americano había encendido sus bombillas eléctricas estaba repleta de curiosos y tuvieron que hacer cola para poder entrar. Para su gran decepción, no vieron a Edison, pues en ese momento se hallaba interviniendo en el congreso de los electricistas. Flammarion le hizo prometer a su ayudante que concedería una entrevista para Le Siècle y Eiffel dejó una tarjeta a Bell invitándolo a verse más adelante.

—Estos científicos son tan populares como los presidentes —observó Clément, que se había sentado un poco alejado, cerca de un aparato enorme para desmagnetizar relojes que no parecía interesar a nadie.

—Y aún más —lo corrigió Eiffel—. Estos hombres dentro de nada van a manejar un volumen de negocios inimaginable. ¡Dense cuenta de que el teléfono y la electricidad invadirán los hogares de todos los países!

—O por lo menos de los más ricos. Ya conoce mi opinión sobre las patentes. Estas invenciones deberían pertenecer a la humanidad.

—Las patentes permiten obtener los fondos que sirven para financiar otras investigaciones. Es usted un idealista, Clément, pero hasta sus globos necesitan dinero para volar más alto.

—Reconozco mis límites y mis contradicciones, Gustave.

—Todos nos enfrentamos a los mismos —agregó Flammarion—. Mi Astronomía popular le debe mucho a nuestro amigo Zola: pudimos editarlo gracias a los ingresos que obtuvimos con La taberna.

—La verdad reside siempre en el baricentro —concluyó Clément levantándose para marcharse de la exposición.

Flammarion y Eiffel cruzaron una mirada furtiva.

—Teníamos una propuesta que hacerle —empezó Gustave después de asegurarse de que nadie los oyera.

La sala de relojería estaba desierta, con la excepción de un representante de la casa Billodes que se había quedado traspuesto en su silla.

—Me gustaría mucho que se viniera a París a trabajar conmigo. Con nosotros —añadió señalando a Flammarion—. Su hijo y su amigo van a alojarse en la casa y usted podría venir con ellos. Toda su familia podría venir.

—Ya tiene suficientes ingenieros para los cálculos y yo puedo seguir ayudándolos desde Granada —objetó Clément.

—No se trata solo de eso. Me habló del fenómeno observado por encima de los diez mil metros, cuando la temperatura se estabiliza, y más arriba aún, cuando parece que vuelve a subir.

—Debemos saber, debemos comprender —completó Flammarion—. ¿Qué pasa en las capas altas de la atmósfera? Hay que ir, quiero decir no solo con el instrumental, las máquinas, sino nosotros, los seres humanos, para hacer observaciones sensibles e informar sobre ese secreto que inaugurará una nueva era para la humanidad.

—Yo no necesito subir allí para describirle lo que pasa. Por encima de ocho mil metros lo primero que se experimenta son vértigos y luego debilidad. Siente un hormigueo por las extremidades. A diez mil metros, si todavía está consciente, corre riesgo de sufrir asfixia y cianosis. Los miembros se le pondrán azules. A veinte mil, en la barquilla ya solo viajarán cadáveres. Ya ve, no me seduce la idea de ser el capitán del Holandés volante, ni aun siendo el que más arriba haya llegado del mundo.

Clément había hablado con calma y precisión. Eiffel comprendió que él mismo se había planteado la cuestión mucho antes que ellos, que había sopesado los pros y los contras y que, en nombre de la lógica matemática, había dilucidado las probabilidades de éxito. Entró un visitante y, al ver el aire de conspiradores de los tres caballeros, volvió por donde había venido, disculpándose.

—Imagino que no se habrá quedado satisfecho con esta conclusión —insistió Eiffel—. Lo conozco muy bien, Clément, y habrá imaginado el modo de mitigar todos esos riesgos. ¿Me equivoco?

El silencio del aventurero fue interpretado por los otros hombres como un sí. Y empezaron a avasallarlo a preguntas.

—He pensado en varias soluciones —terminó reconociendo—. Hoy solo queda una.

—Yo quiero estar ahí —suspiró Flammarion—. Por nada del mundo quisiera perderme ese intento. ¡Llevaremos a Eugène Godard, el mejor piloto, y usted es el mejor meteorólogo!

—Ni siquiera sé si es viable, yo solo he dibujado unos planos. Y no está al alcance de mis posibilidades.

—¿De qué se trata? ¿Desea compartirlo con nosotros?

—La única forma de alcanzar con vida semejantes altitudes es fabricando una aeronave con una barquilla cerrada y presurizada.

—Nosotros tendremos el dinero —anunció Eiffel, entusiasmado—. Camille donará una parte de sus derechos; y yo, de los beneficios de mis puentes portátiles. El presupuesto ya no será un impedimento. Queremos ser los primeros en conquistar esta última frontera. Y usted, ¿lo desea también?

El representante de Billodes se despertó cuando Flammarion exclamó un «¡Suelten amarras!» atronador. Miró a los tres sujetos con cara circunspecta, se preguntó si estaría soñando y volvió a adormecerse para comprobarlo.

—Yo no he dicho que sí —señaló Clément tratando de atemperar los ánimos, una vez que hubieron salido a la escalera—. Les pido un tiempo para meditarlo, tengo que hablarlo con Alicia. Sin ella no vendré.

—Esto le honra. Lo comprendo —lo tranquilizó Eiffel—. Incluso podríamos pensar en…

—¡Irving, es Irving! —lo interrumpió Clément al distinguir a su hijo entre el gentío—. Los dejo, señores, ¡hasta luego!

Fue con los dos muchachos, que se habían sentado en el borde de la fuente central. Javier fue el primero en verlo y se levantó, sonriendo de oreja a oreja, seguido de Irving, cuyo semblante reflejaba su tribulación interior.

—Papá, tengo que decirte…

Clément lo abrazó.

—Lo entiendo, no te preocupes. Lo has hecho lo mejor posible. Volvemos a casa.

—No, papá, yo me quedo. Me quedo en París.