XVI

48

Granada,

miércoles, 15 de octubre de 1879

El capitán Cabeza de Rata no se inmutó cuando llegó el juez Ferrán, ni cuando se le expusieron las denuncias que acababan de llevar a su expulsión de la Guardia Civil. Miró la pared desconchada de la sala del Consejo y pensó que las cosas seguían exactamente igual que antes de su destierro de dos años a Murcia. Había obtenido su reasignación a Granada a primeros de año y no había cesado de insistir hasta convencer al juez Ferrán para que reabriese el expediente del señor Delhorme, arriesgándose a desoír las advertencias tanto de sus superiores jerárquicos como del magistrado. Las amenazas no habían tenido otro efecto que reforzar su convencimiento: que Clément era culpable y que el gobernador de la provincia lo tenía bajo su ala, por un motivo que se le escapaba pero que acabaría descubriendo. Los anarquistas estaban a un paso de urdir un complot, se beneficiaban de complicidades en el seno del aparato del Estado y su exclusión de la Benemérita había terminado de convencerlo de ello. Pero aquello poco le importaba, y, pese a estar reintegrado a la vida civil, continuaría indagando sobre Delhorme, lo desenmascararía y de paso lavaría su honor escarnecido.

El excapitán se quitó el cinto y entregó sus armas depositándolas, impertérrito, en la mesa. Hizo el saludo por última vez a su superior y abandonó el palacio, la mirada dominada de súbito por el espacio que se abría ante sí. Tenía permiso para conservar hasta fin de año su aposento en el cuartel de la calle Molinos. Allí fue. Se mudó de ropa, arrojó la vieja por la ventana abierta y se quedó un buen rato contemplando los tejados rugosos que parecían al alcance de su mano. El cachivache para las muestras de aire había reaparecido intacto una mañana de noviembre; alguien lo había dejado a la puerta del despacho del doctor Pinilla, en el hospital San Juan de Dios. Intacto pero vacío de su reserva de ácido sulfúrico. «Como por casualidad, justo cuando Delhorme se encontraba en Portugal», farfulló para sí. Cabeza de Rata había deducido de ello que la coartada demasiado perfecta del francés era una prueba más de su culpabilidad. Apretó las mandíbulas y bajó a estrenar su nueva vida en la ciudad.

Cabeza de Rata recorrió la majestuosa avenida de plátanos que seguía el río Genil, cruzó por el Puente Verde, vestigio de la ocupación francesa, y atravesó unos cuantos barrios antes de penetrar en una zona de la ciudad baja en la que las viviendas habían cedido el espacio a un puñado de fábricas y un sinnúmero de talleres. Se quedó a pie firme mirando a un hombre que trataba de venderle dos pavos a un restaurador del Albaicín. Un joven aguador se acercó a ofrecerle un vaso por un real, que él aceptó con tal de quitárselo de encima.

Cabeza de Rata se presentó en la puerta de un taller, al fondo de una calleja de tierra apisonada, cuya estrechez y la presencia de un pino enorme mantenían sumida en una penumbra permanente. Pestañeó para acomodar la vista a la falta de luz y poder así leer la inscripción de la placa de cobre. «Se acabó el recreo —pensó—, vuelta al deber».

Chupi estaba de pie, los brazos en jarras, delante de la inmensa máquina de hacer hielo. Lo había reclutado Alfredo Lupión junto a otros tres neveros. Después de su visita a Mateo, aquel había mandado fabricar una réplica de su aparato de hielo, aun desconociendo cuál era el líquido calorífero. Después de un montón de ensayos infructuosos, había terminado por comprarles a los hermanos Carré una patente que empleaba éter sulfúrico, y con esto había podido iniciar la producción. De todos modos, el rendimiento había sido inferior al de la máquina de Mateo y los riesgos de explosión los habían obligado a exiliarse lejos del casco urbano. Lupión había decidido construir una segunda máquina, dos veces y media más grande, con el fin de paliar el magro rendimiento, y había ofrecido a comerciantes y particulares unos precios más bajos que los que aplicaba Mateo. Pero al cabo de dos años no había logrado ganarse más que un cuarto del mercado granadino, por culpa de un hielo de aspecto heterogéneo y gusto a veces ácido, y el señor Lupión no había conseguido en ningún momento reducir los costes de fabricación al nivel de su competidor. Seguía vendiendo con pérdidas, esperando que Mateo terminase tirando la toalla. Lupión mantenía su actividad gracias a los beneficios de sus otras empresas y a las disminuciones salariales de sus empleados, lo cual había tenido como consecuencia que dos de los tres neveros se hubiesen marchado.

—¿Es usted el que andaba buscando mano de obra?

La voz de Cabeza de Rata resonó en la sala, coronada por una bóveda metálica. Todavía no se había habituado a actuar con discreción y su pregunta había sonado como una orden. Chupi se dio la vuelta con parsimonia.

Pué ser —dijo secándose las manos, enrojecidas por el frío.

—¿Qué tipo de faena?

—Fabricar hielo y repartirlo —respondió Chupi, al tiempo que calibraba la fuerza física de su interlocutor.

—¿Y el salario?

—Quince reales.

Cabeza de Rata dio un silbido.

—Buena paga.

—Eso es el salario semanal, no por día. Y nada la primera semana, el tiempo de aprender a usar la máquina.

—Ah, eso lo cambia todo.

—Lo toma o lo deja. Es un oficio con futuro. Puede acabar de jefe de taller en otra ciudad —alegó Chupi, que ya no se hacía ilusiones con las promesas iniciales de Lupión pero que tenía una necesidad imperiosa de ayuda.

El excapitán se acercó a la máquina y la rodeó.

—Y ese olor, ¿qué es? —preguntó después de olisquear el cilindro de vidrio que entraba en la caldera.

—El refrigerante líquido —respondió evasivamente Chupi—. Un secreto de fabricación.

—Es acre, como de ácido —observó Cabeza de Rata—. ¿No será peligroso, al menos?

—Ningún peligro. Todo se hace al vacío —afirmó Chupi—. Una maravilla del progreso.

Esa misma mañana le había enviado un telegrama a Lupión alertándolo una vez más sobre la precariedad de las juntas, que se estropeaban enseguida y dejaban escapar con frecuencia el líquido volátil.

—Bueno, qué, ¿le interesa? —le lanzó con gesto contrariado ante la vacilación del hombre—. Tendré un detalle con usted: la primera semana se la pago. La vida está difícil para todos, ¿verdad?

Cabeza de Rata asintió.

—¿Cuándo empiezo?

—Ya mismo: me va ayudar a llevar el hielo del hotel de Los Siete Suelos.

—¿Dónde tiene el tiro? —preguntó el antiguo militar que no había visto ni pollino ni carreta.

—¿El tiro? ¡Delante mía lo tengo! —respondió Chupi lanzándole sus guantes—. ¡Dar de comer a los animales cuesta demasiado dinero!

Pusieron dos bloques de hielo de cincuenta kilos en una carretilla de mano que Cabeza de Rata llevó él solo hasta la Puerta de las Granadas, después de lo cual Chupi lo ayudó a subirla por la Cuesta de los Gomeles.

—Espéreme allí y recupérese un poco —dijo este, dándole una palmada en el hombro con gesto condescendiente—. Al principio pasa siempre. Voy a avisar al patrón para que nos abra la puerta trasera de la antecocina. La última vez me montó una escena porque supuestamente habíamos estropeado las esteras de esparto de su pasillo.

Cabeza de Rata miró su cargamento con aire de reproche y se sentó contra una de las ruedas. Su plan marchaba tal como lo había previsto. Hacerse contratar por el antiguo nevero había sido coser y cantar.

49

Levallois-Perret,

miércoles, 15 de octubre de 1879

Émile Nouguier masticaba concienzudamente un trozo de pan fresco mientras hojeaba el número de Le Temps de ese día, barriendo con la mano las migas cada vez que pasaba la página.

—Vaya, Inglaterra ha recuperado Cabul[12] —comentó en voz alta—. Pero ¿esto no se acabará nunca?

Partió un trozo más, que mojó en su café frío antes de comérselo. Nouguier, que llevaba en el taller desde las cinco de la mañana, no se había alimentado de otra cosa durante la jornada que de expedientes. Acababa de permitirse un descanso antes de continuar con el diseño de la estructura de Le Bon Marché.

—¿Qué hay de nuevo? —quiso saber Jean Compagnon entrando en la oficina de los ingenieros, con una pila de registros en los brazos.

—Pues que acaba de terminar la huelga de carpinteros —respondió Nouguier paseando su lupa por la página del diario—. Pero ahora les han tomado el relevo los chiquichaques.

—Deberías encargarte unas gafas —comentó Compagnon dejando su carga encima del escritorio.

—Ellos sí que deberían encargar un tipógrafo nuevo, ¡este se empeña en que todo quepa en cuatro páginas! ¡Ni un águila subida a mi hombro vería algo!

—Pues cambia de periódico.

—Es el más completo para la actualidad internacional. Con nuestras obras en el extranjero, es importante mantenerse al corriente de todo —alegó Nouguier doblando el periódico—. Coge pan si quieres, lo he comprado esta mañana en el mercado.

—Con mucho gusto —respondió Compagnon tomando asiento—. Tu café tiene tan mal aspecto como tú —dijo señalándole el brebaje en cuya superficie flotaba un montón de migas.

—Pues también es de esta mañana.

Compagnon abrió de nuevo Le Temps y rechazó la lupa que Nouguier le ofrecía.

—¿Qué haces con esos registros? —preguntó este último señalando la pila.

—Gustave me ha pedido que rehaga el inventario. Al parecer Seyrig pone en cuestión una parte —respondió distraídamente Compagnon. Levantó la cabeza de su lectura y añadió—: ¿Tú te esperabas que se separaran?

—Hacía tiempo que la relación entre ellos había dejado de ser cordial, tú mismo lo notaste antes que yo —atemperó Nouguier, mirando con aire dubitativo la taza antes de decidirse a terminarse el café.

—Sí, pero nunca habría imaginado que ocurriese de manera tan brutal. ¿Te ha propuesto Seyrig que te vayas con él?

—Sí. Supongo que a ti también, ¿no?

—Sí. Pero no habría sido correcto con respecto al patrón, y más cuando está pasando por un momento tan duro —concluyó Compagnon limpiándose la barba.

Después de perder a su mujer, Eiffel había perdido a sus padres, con un año y medio de diferencia, y había vivido el trance como una pesadilla.

—No sé cómo lo hace para mantener el tipo. Y además se empeña en no querer contraer matrimonio nuevamente —le confió Nouguier—. Menos mal que tiene estos proyectos.

—El cuaderno de pedidos está lleno. Cuando veo las dificultades de las otras empresas y las huelgas un poco por todas partes, me digo que, por ese lado, tiene mucha suerte.

—Se lo ha ganado, no escatima esfuerzos. Él mismo fue a buscar estos contratos a la otra punta de Asia y de América del Sur. Por cierto, ¿y el pedido de hierros para el puente de Cubzac?

—Está en marcha. Nos hemos decidido por la empresa Dupont et Fould, de Pompey. Tienen los mejores productos. ¿Has visto que ha vuelto a haber un caso de rabia? Un obrero de Saint-Ouen. «El sábado por la tarde, en la fábrica donde trabajaba, se abalanzó sobre uno de sus compañeros con la intención de darle un mordisco» —leyó en voz alta—. ¡Qué desgracia de enfermedad! ¿Qué tiene de cómico? —preguntó viendo que Nouguier se aguantaba la risa.

—Ya sé que no es muy caritativo por mi parte, pero el patrón ha llevado tanto al límite a Seyrig que me lo imaginaba tratando de morder a Gustave para reclamarle lo que le debe. ¡Lo habrían acusado de tener la rabia y se lo habrían llevado al hospital de Beaujon!

—La imagen resulta chusca —dijo Compagnon, sonriendo a su vez—. Pero de ahora en adelante habrá que desconfiar de él como de la rabia, efectivamente. Nos hará una competencia temible. ¿Qué hora es?

—¿Me tomas por Joseph? —bromeó Nouguier sacando su reloj de bolsillo—. ¡Las cuatro en punto!

—Está bien, tengo tiempo —dijo Compagnon doblando el periódico antes de pasárselo—. Le prometí a mi mujer que iríamos al teatro. Están representando La taberna de Zola en el Ambigu-Comique.

—Yo prefiero los libros. De todos modos, cuando salgo de los talleres las funciones han empezado ya.

—¡Sí, o han terminado ya!

—Tienes razón. Afortunadamente acabamos de contratar a Koechlin, así podré respirar un poco.

Compagnon hizo sitio en la mesa, tomada por un puñado de rulos de planos.

—¿Qué te parece el nuevo? —preguntó abriendo el primer libro de registro—. Un poco joven, ¿no?

—No te fíes de su edad, Maurice es terriblemente inteligente. En cuestión de poco tiempo nos dará mil vueltas. A todo esto, ¿dónde se ha metido?

—Está con el jefe. Salieron a primera hora de la tarde a una cita fuera.

—Otro puente que tirar entre dos orillas; me apostaría lo que quieras a que es en la Conchinchina —dijo Nouguier rebuscando algo en los bolsillos, haciendo sonar las monedas.

—No deberías, pierdes todas las veces —le avisó Compagnon, divertido.

—Bueno, qué —insistió el ingeniero.

—Yo me inclino por Portugal.

—¡Chócala! Me da que voy a ganar yo. Gustave me pidió que gestionara las patentes de puentes portantes y el gobernador de Conchinchina, al que conoce en persona, está en París en estos momentos. Quod erat demostrandum! —exclamó, jubiloso, Nouguier—. A la espera de mi victoria oficial, me voy al cafetín a por otro café, ¿te traigo uno?

—No, pero sí que me tomaría un cuenco de sopa para entrar en calor y ayudarme a tragar esta lectura indigesta.

Nouguier se acercó y hojeó uno de los libros de cuentas.

—¿Qué le reprocha Seyrig a Gustave?

—Pone en duda una partida de las cifras del inventario por la parte que le corresponde, el montante de unos ingresos, la tasa de interés… Y esto aún no ha acabado, puedes creerme, ¡esos dos van a pelear hasta por el último céntimo, como los traperos! Tráete también un pan, creo que me terminaré el tuyo —añadió Compagnon lanzándole cincuenta céntimos—. Y que te pongan también un poco de mantequilla, no tendré tiempo de ir a casa a comer antes del teatro.

Nouguier atrapó la moneda y se paró en el umbral. Entornó los ojos con gesto de perplejidad.

—Qué raro tanto silencio. No se oye ni un ruido en el taller. ¿Dónde están los muchachos?

Se oyeron entonces unos gritos en el lado de la entrada principal. Los dos se precipitaron hacia allí y comprobaron que había estallado una gresca entre los obreros, que se habían escindido en dos grupos desiguales. El primero, formado por una cincuentena de franceses, rodeaba al otro, la mitad de numeroso y constituido por obreros italianos. Estaban todos muy alterados, y las amenazas y las invectivas se mezclaban alegremente en el idioma de la ira. Dos de los protagonistas llegaron a las manos. Todos los demás hicieron un gran corro a su alrededor y los insultos se convirtieron en jaleos. En el centro del ring improvisado el italiano le lanzó un cabezazo al francés, que lo esquivó solo a medias y, desequilibrado, cayó de espaldas. El otro se le tiró encima y lo inmovilizó, pegándole la cara contra el suelo.

—¿Qué está pasando aquí? —tronó Compagnon con su vozarrón estentóreo, para imponer la calma.

El corro se abrió y dejó ver en medio a los dos contrincantes, embadurnados de polvo. Cada grupo se recompuso al instante y quedaron frente a frente.

—Levántense —ordenó Compagnon— y vayan a limpiarse.

Se los quedó mirando mientras ellos se aseaban rabiosamente, cerca del punto de abastecimiento de agua. La ira no había disminuido.

—Y ahora me van a explicar por qué nadie está en su puesto de trabajo. ¿Marcel?

El hombre, uno de los obreros de más edad de los talleres, era conocido por su facundia y su carácter vengativo; avanzó hasta el jefe del taller y respondió:

—Es la huelga, Jean.

—¿La huelga? —repitió Compagnon, perplejo.

—Sí, la huelga —aseveró el obrero después de buscar con la mirada el apoyo de los demás.

Los franceses asintieron y el grupo de italianos protestó, provocando un barullo general. Compagnon sofocó la reanudación de las hostilidades.

—¿Aquí? ¿En los establecimientos Eiffel?

Marcel respondió que sí con la cabeza.

—Pero ¿por qué motivo? —preguntó el jefe de taller, realmente sorprendido.

—¡Nosotros no queremos huelga! —interrumpió un hombre con un acento transalpino muy marcado—. ¡Pero ellos no quieren dejar que trabajemos! —dijo señalando a Marcel—. Quieren bloquear la entrada mañana por la mañana.

La intervención desencadenó nuevos abucheos de una parte y otra.

—¡Basta!

Todos reconocieron la voz de Eiffel. El silencio fue inmediato. El grupo de los franceses se abrió en dos para dejar pasar al industrial acompañado de Koechlin. Mientras el joven ingeniero se iba con Compagnon y Nouguier, Eiffel afrontó a solas a sus obreros.

—Ahora mismo me van a explicar cuáles son todas sus reivindicaciones y por qué se ha armado semejante trifulca. Pero antes de nada quiero que salga un representante de cada grupo. Marcel, parece que es usted el designado para el papel. Señores italianos, ¿quién quiere representarlos?

Las miradas del grupo se dirigieron hacia el púgil, que había vuelto al grupo pero se mantenía aparte, con el rostro magullado.

—Yo —dijo ante el asentimiento tácito de los suyos.

—Muy bien. Rosario y Marcel, vengan conmigo. Los demás, a trabajar. Juntos.

—Vayan, muchachos —transigió Marcel—. Nos vemos luego.

Los dos hombres acompañaron a Eiffel como dos críos pillados en falta que se iban tras su maestro antes de recibir el castigo. Desde la oficina, en el piso de arriba, se dominaba la totalidad del espacio que ocupaban los talleres. Eiffel se quedó de pie cerca del gran ventanal interior.

—Soy todo oídos.

—Pues, mire usted —dijo Marcel después de tragar saliva mientras sopesaba sus argumentos—, los muchachos y yo hemos pensado que, en vista de las actividades del momento y de la cantidad de horas que echamos a diario, deberíamos tener derecho a un aumento de cinco céntimos la hora, como mínimo.

—¿Se están quejando de tener demasiado trabajo?

—No, no es eso, nunca hemos renegado de la faena, señor Eiffel, bien lo sabe, pero…

—¿Les parece que están peor pagados que en otros sitios?

—Eso tampoco, usted paga bien, por ahí no tenemos queja ninguna.

—Entonces ¿qué? ¿Quieren que contrate otros obreros?

—¡Ah, no! —reaccionó enojado Marcel mirando a Rosario—. ¡Hay quien está quitándoles el trabajo a los franceses!

—¿De verdad? ¿Qué tiene que decir usted, Rosario?

—Nosotros tampoco tenemos queja ninguna, señor Eiffel, pero algunos quieren impedirnos trabajar si no vamos a la huelga como ellos. ¡Y de eso nada! ¡Nuestra dignidad está en juego!

Eiffel se dirigió a su escritorio y sacó un papel de uno de los cajones.

—¿Puede decirme algo de esto? —preguntó, alargándoselo a Marcel.

El hombre, reconociendo su letra, rehusó coger el papel.

—Tal vez quiera que lo lea yo mismo —concluyó el industrial.

—¿De dónde lo ha sacado? ¿Quién se lo ha dado? —rezongó Marcel.

—Eso es lo de menos.

—¡Han registrado el guardarropa!

Eiffel soslayó la acusación frunciendo las cejas, irritado, y no se tomó la molestia de contestar.

—Se trata de una petición —explicó—. Una petición para expulsar a los italianos, leo: «… porque vienen a Francia a quitarle el trabajo al proletariado francés».

Rosario soltó un taco entre dientes.

—Tenían la idea de hacérmela llegar una vez iniciada la huelga —prosiguió Eiffel—. Con el fin de contar con un modo complementario de presión.

—¡Estos son unos esquiroles! —exclamó Marcel señalando con un dedo a Rosario—. ¡La huelga es un derecho! Qué, señor Eiffel, ¿acaso quiere que lleven sus talleres, que se conocen y gozan de respeto en el mundo entero, únicamente obreros extranjeros? ¿Obreros italianos?

—¿Y qué les recriminan ustedes?

—¡Pues que nos quieren quitar el pan de la boca!

—Rosario, usted es remachador, ¿no es cierto? —le preguntó Eiffel—. Marcel, ¿acaso Rosario hace mal su trabajo?

—Pues… ¿a qué viene esa pregunta?

—Ya veremos después a qué viene. Ahora solo respóndame: ¿hace mal su trabajo? Porque en ese caso me veré obligado a prescindir de él. No porque sea italiano, sino porque sería un punto débil en nuestra organización. Y, como les he dicho tantas veces, todos somos importantes aquí. Un remache mal puesto puede resultar en una catástrofe para un puente o un armazón metálico.

—No, es un buen obrero, pero…

—Mejor así, me tranquiliza usted, Marcel. Caballeros, yo respondo por cada uno de ustedes cuando estamos aquí, en los talleres, preparando los componentes, o en la obra montándolos. De cara a mis socios, actúo como garante de su profesionalidad, de su moralidad y de sus cualidades humanas, pues un equipo sin solidaridad, un equipo en el que no haya colaboración ni altruismo, no es un equipo. Marcel, si Rosario se encontrara en apuros a ciento cincuenta metros del suelo, cerca de usted, ¿qué haría? ¿Dejaría que se las apañara solo?

—¡No, jamás he hecho eso! ¡Por supuesto que lo ayudaría!

—Yo también lo ayudaría si estuviera en apuros, sabe que puede contar conmigo —intervino Rosario.

—Puede que él sí que me ayudase, y recalco lo de «puede que», pero ellos, los italianos, siempre están en grupo, siempre apartados, maquinando en su rincón.

—Pero ¿maquinando el qué?

—Yo no sé nada, pero no enseñan sus cartas, se niegan a unirse a nosotros cuando la huelga es por el bien de todos los obreros. Si conseguimos ese aumento, ellos también lo recibirán sin haber movido un dedo. Eso no es honrado.

—¿Y le parece a usted honrado ir a la huelga cuando se les paga mejor que en otras compañías?

—Hoy por hoy, hay veces en que trabajamos más de doce horas al día por causa de los pedidos. ¡Es gracias a nosotros que sacan ustedes sus beneficios!

—¿Acaso se recorren ustedes el mundo entero en busca de obras nuevas? ¿Son ustedes los que negocian con las autoridades, los que contrarrestan las jugarretas de la competencia, los que adelantan miles de francos para poder participar en las licitaciones? Si puede responder afirmativamente a estas cuatro preguntas, estoy dispuesto a renegociar su estatuto, Marcel. Tengo el mayor de los respetos por mis colaboradores, por todos mis colaboradores, y eso lo sabe aquí todo el mundo. Pero si desea probar suerte en otra parte, si piensa que le pagarán mejor en otro lado, si piensa que trabajará menos y estará mejor considerado, lo invito a marcharse, ya que eso es lo que quiere. Si no, le pido que dé lo mejor de sí mismo por el bien de la empresa que les da de comer y que trabaje en armonía con todas las comunidades. Y diga a todos que en la compañía Eiffel nadie usurpa el papel de nadie porque cada cual está en el lugar que le corresponde, y que si he elegido a Rosario es porque ustedes no correrán ningún riesgo cuando él ponga sus remaches. Es una suerte para ustedes trabajar con los mejores de cada oficio.

Marcel, a falta de argumentos, se rascó la cabeza por debajo de la gorra.

—Pero… los muchachos están decididos, esperan algo concreto, un aumento. Va a haber huelga, aunque no la promueva yo, ¡es el grupo entero el que se revuelve!

Eiffel los acompañó a la puerta, poniendo así fin a la discusión.

—Sabrá hablarles, sabrá convencerlos. Y podrá comunicarles que, gracias a su don de gentes, he aceptado encargarme del seguro de accidentes de las obras. Eso debería sosegar los ánimos y suponerles cierto ahorro. Señores, esta conversación no saldrá de estas cuatro paredes —finalizó, rompiendo el papel de la reclamación.

El sonido del papel al rasgarse hendió el aire como el restallido de un látigo.

El patio se había quedado desierto y habían recomenzado los martillazos contra las piezas metálicas. Los tres ingenieros se quedaron allí un buen rato antes de regresar a la oficina.

Nouguier guardó las monedas que se había quedado en la mano.

—Se me han quitado las ganas del café —le confesó.

—Pues la sopa se va a quedar para luego —añadió Compagnon.

—Menos mal que la tarde había empezado bien —dijo Koechlin.

—¡La Conchinchina! —exclamó Nouguier.

—¿Portugal? —preguntó Compagnon.

—¿Eh? Yo no sé nada de eso —se extrañó el joven ingeniero.

—Pero, entonces, ¿adónde han ido? —se impacientó Nouguier.

—A los talleres Gaget, en la calle de Chazelles. Bartholdi nos llamó para que lo ayudásemos con la estatua de la Libertad.

50

Granada,

miércoles, 15 de octubre de 1879

Cuando entró en la cocina, Chupi se quedó de piedra al ver ante sí a Mateo, al que el gerente del hotel estaba pagando una remesa de hielo.

—Eh, amigo —dijo el hotelero—, ¿no has recibido mi mensaje? Mandé a mi empleado para que te avisara. Anulé mi pedido.

—Pero ¿por qué motivo? —quiso saber Chupi.

—Pues porque otra vez encontré inmundicias en tu hielo —explicó el hotelero mostrándole un insecto que había dejado como muestra en un platillo—. Mis clientes están hartos y yo también. Fui yo el que pedí a Mateo que se pasara por aquí. Qué quieres, prefiero pagar más caro a cambio de un producto de mejor calidad.

Chupi empezó a sulfurarse pero Mateo le dijo que se callara. Cuando Clément se había visto con Chupi en el mesón del Corral del Carbón, los había acusado a él y a su hermano de su agresión en Sierra Nevada. Viéndose acorralado, el hombre lo había negado con uñas y dientes y se había hecho el ofendido hasta rayar en el ridículo. Clément le había dado una semana para entregar el aparato de toma de muestras de aire, so pena de demandarlo al juez Ferrán. «Yo lo habría mandado al calabozo —se había dicho Mateo—. Clément es demasiado bueno con este granuja». Desde entonces, ponían cuidado en evitarse el uno al otro, una actitud tanto más difícil de mantener cuanto que eran competencia directa en el mercado del hielo.

Mateo le dio las gracias al gerente por su confianza y le prometió una siguiente entrega para el fin de semana. Al salir, vio que Cabeza de Rata tiraba de la carretilla al lado de Chupi, que, incapaz de dominarse, iba soltando imprecaciones a todo aquel con que se cruzaba, bestias inclusive.

Mateo recordó el día en que había recorrido la montaña en compañía de Chupi, buscando a Clément. El hombre lo había llevado deliberadamente hacia la parte opuesta al lugar en el que se hallaba el francés. Como siempre que evocaba aquel recuerdo, apretó los puños. Sin la presencia de ánimo de los niños, Clément habría muerto en el monte. Chupi había salido demasiado bien parado y era algo que Mateo no podía soportar. Se dejaba la piel en su batalla contra su competidor; en solo un año le había arrebatado a sus principales clientes. Estaba decidido a hundirlo definitivamente y a obligarlo a abandonar Granada, como ya había hecho su hermano y cómplice, que había sido el que había asestado la cuchillada.

El camino de vuelta a la Alhambra le permitió soltar la ira y concentrarse en su relación con Kalia. En el mes de mayo, habiendo perdido él ya toda esperanza, la gitana había aceptado reiniciar una vida en común con Javier y con él. Lo más difícil había sido convencer al joven; Mateo se había empleado a fondo en ello con ayuda de la familia Delhorme. El reencuentro había sido gélido pero, poco a poco, Kalia había ido ganándose a su hijo. Mateo estaba feliz, por mucho que en ocasiones sintiera celos de la estrecha relación que empezaba a nacer entre los dos.

Entró en las huertas del Generalife e hizo con el brazo un gesto amplio hacia Clément, que salía en ese momento del mirador con sus datos de la jornada.

Mateo le relató el incidente con Chupi.

—¡Pienso eliminarlos de la lista de proveedores de hielo! —terminó diciendo, al tiempo que enseñaba el puño cerrado.

—No te tomes la molestia, Mateo, ellos solitos ya lo están haciendo. Su producto es de tan mala calidad que dentro de poco no tendrán ni con qué comprar la leña para el fuego.

—Igualmente, me pregunto qué estaba haciendo con él ese capitán. Sigue vigilándole a usted de cerca.

—Pues acabo de enterarme de que ya no está en la Guardia Civil. No volverá a molestarnos. Pero ellos no son los que me preocupan en estos momentos.

—Entonces ¿quién?

—Todos esos industriales, como Geneste y Herscher, que están inundando Francia con máquinas domésticas para hacer hielo. El año pasado presentaron un modelo de Carré en la Exposición Universal y ahora la quiere todo el mundo. Dentro de poco habrá una en cada domicilio burgués y también en las cafeterías. España irá detrás, no te quepa duda.

—Entonces ¿es el fin de nuestro negocio? —preguntó Mateo, preocupado, quien, adelantándose a los acontecimientos, se veía ya entrando en bancarrota, a Kalia dejándolo y a Javier renegando de él por no haber sabido conservar a su lado a su madre.

—No, si sabemos adelantarnos a los demás. Tengo un nuevo proyecto de máquina que te mostraré en cuanto esté terminado.

—¿Sí? Pero ¿qué otra cosa podemos hacer mejor que nuestras barras de hielo? ¿Meterles trozos de fruta? Se me ocurrió el otro día mientras hacía el reparto en el mercado. ¡Podríamos ponerlo todo junto y hacer una especie de granizado!

—No es mala idea, pero a la semana siguiente puedes estar seguro de que todos los demás estarían ofreciéndolo también. No, no es una máquina para fabricar hielo. ¿Sabes?, el comercio es una ecuación con dos incógnitas: la necesidad y la apetencia. ¡Ten una pizca de paciencia!

Clément dejó que Mateo terminase de llegar a su trozo de tierra. Desdobló su gorro dándole una buena sacudida en el aire y se lo caló, ligeramente echado para atrás. A pesar de la época del año, el sol seguía imponiendo un calor que picaba. Optó por entrar por el camino de ronda para concederse un respiro antes de reencontrarse con su familia, que ya no lo dejaría tranquilo en toda la tarde. Todos menos Nyssia, cuyo comportamiento solitario se había acentuado todavía más desde su regreso de Oporto, hacía un año. Él ya no sabía de qué modo abordar a su hija. No le había quedado otra opción que imponerle ciertas restricciones, por mucho que abominara del funcionamiento familiar clásico, que él juzgaba represor. Su sistema personal, que a su modo de ver se basaba en dar responsabilidades a los niños así como en concederles una libertad considerable, tenía sus fallos también. «Pero ¿en qué he fracasado? —se preguntó, parándose cerca de la Torre de la Cautiva, que se quedó mirando como un símbolo del malestar de Nyssia—. ¿Por qué se considera una prisionera de este lugar? ¡De este lugar, nada menos!».

Guiado por la intuición, cruzó el Patio de los Leones y entró en los Baños por la sala caliente. Allí estaba Nyssia, sentada con la espalda apoyada en una pared, absorta en la lectura de una novela. Ella le lanzó una ojeada sin levantar la cabeza y siguió a lo suyo. Clément no conseguía acostumbrarse a la actitud arisca que había adoptado desde hacía meses. Había creído que acabaría cediendo, pero su hija poseía el mismo carácter testarudo que él. Se sentó a su lado y esperó a que ella iniciase la conversación. Nyssia terminó su capítulo sin darse ninguna prisa y cerró el libro.

—¿Es la hora de la cena? —preguntó con falsa ingenuidad.

—Más bien la de tener una charla, ¿no crees?

—Ya hemos tenido un montón, no hay nada nuevo, papá.

—No podrás seguir mucho más tiempo evitando a toda la familia. Reconoce que tuve motivos para poner fin a una relación inconveniente.

—¡No era inconveniente!

—Sea. Imaginemos que hubiese continuado. ¿Qué estaría pasando en estos momentos? ¿Te habrías casado con él? Una plebeya andaluza de dieciséis años y sin un real. Respóndeme con toda franqueza: ¿crees que hoy seguiría interesado en ti?

Nyssia callaba. La contrariedad afloró a su semblante.

—Fuiste para ese hombre un paréntesis que nosotros cerramos antes de que lo hiciera él. Tu belleza y tu vivacidad intelectual lo cautivaron, eso no lo dudo, son dos rasgos que nos cautivan a diario, a tu madre y a mí, y nos llena de orgullo tener una hija como tú. Pero ese tipo de personaje solo va tras una cosa: la conquista. Después se cansa y cambia de terreno de caza. Y así se recorre todo el vasto mundo, créeme.

Ella suspiró, conteniendo el llanto.

—Mira a tu alrededor, este lugar está lleno de hombres jóvenes dispuestos a condenarse por tenerte de novia.

—Pero yo no quiero vivir aquí, no quiero ser una madre y una esposa resignada, no quiero ser la sombra de un hombre, quiero decidir qué hacer con mi vida, ¡que sea decisión mía y que no me la dicte nadie!

—Pero ¿quién te mete esas ideas en la cabeza, hija mía? —le preguntó, quitándole el libro de las manos.

«El pobrecito hablador de Larra, llamado Fígaro», indicaba la tapa, que desprendía un fuerte olor a cuero nuevo.

—No son otros que los que me dejáis que lea… Pero ya no necesito que ningún escritor me dicte mis ideas.

Clément le devolvió el libro con expresión de desamparo.

—Papá, padre mío —dijo ella estrechándolo contra sí—, ¿cuándo vas a confiar finalmente en mí?

—«A quien Dios le quiso bien, en Granada le dio de comer». Tu sitio está aquí, hija mía.

—Pues, sabes qué, quisiera que Dios se olvidase de mí. Yo os quiero, os quiero a todos, pero siento una atracción irresistible por el ancho mundo. El exterior es mi hogar, papá.

Clément se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo, cerca de los datos científicos. Rodeó a su hija con un brazo y constató que había crecido aún más, que la cabeza de ella le llegaba por encima de su hombro. Había alcanzado su estatura de adulta.

—Te voy a contar una historia, Nyssia. No sé si será verdadera, pero en nuestra familia se ha ido contando de generación en generación. Es la historia del Erizo Blanco.

—Otra historia de animales parlantes —se lamentó ella—. Papá, que ya no tengo diez años.

—El Erizo Blanco era un cirujano que vivía en Nancy en los tiempos en que la Lorena era un ducado independiente. Cierto era que tenía mucha labia y un carácter que más valía no provocar demasiado, y siempre llevaba puesto un pequeño sombrero blanco. Pero este hombre tenía un sueño particular.

—¿Cuál? —preguntó ella poniendo las piernas encima de las rodillas de su padre, como cuando era una niña y escuchaba los cuentos de la Alhambra, sentada en la cama de su habitación, a la luz de la luna.

—El sueño de llegar al mar en barca desde Nancy.

—¿Y se puede?

—Sí, siguiendo el río que discurre hasta allí. El Meurta se vierte en el Mosela y este, a su vez, desemboca en el Rin. Y el Rin, lejos, muy lejos, desemboca en el mar del Norte. Con una embarcación y experiencia de marino, podía navegar hasta la desembocadura, en el reino de los Países Bajos. Solo que él no tenía ni una ni otra.

—¿Y qué hizo? ¿Contrató a un capitán y su barco?

—Pues no tenía medios para eso y además era demasiado orgulloso para delegar su sueño en otra persona. El Erizo Blanco construyó él mismo el Nina, un velero de cinco metros de eslora, tablón a tablón. A ello dedicó más de veinte años.

Nyssia, con creciente interés, se enderezó para mirarlo de frente.

—¿Y luego? ¿Zarpó?

—Sí. Un año después de terminarlo. El 3 de diciembre de 1702, el mismo día que las tropas francesas invadieron Nancy. Tenía miedo de que pudieran prenderle fuego a su Nina.

—Y lo logró, espero, ¿no?

—Mi antepasado, su mejor amigo, cirujano como él, nunca más tuvo noticias suyas.

—Entonces ¿nadie lo supo? Pues qué lástima… Tu historia no es interesante —comentó, apoyándose contra la pared de baldosines, con ese frescor que tanto le gustaba las noches de verano.

—Casi cien años más tarde, mi bisabuelo, un abogado del colegio de Lyon, recibió una carta de uno de sus colegas de profesión de la ciudad de Metz en la que le contaba que tenía a su disposición un baúl lleno de los papeles personales del Erizo Blanco: su compañera, que había fallecido, había pedido expresamente que se devolvieran a mi familia. Uno tras otro habían ido sucediéndose diferentes notarios hasta que uno, más avispado, o simplemente más terco, logró dar con mis familiares, cuarenta y cinco años después.

—Bueno, entonces ¿sí que consiguió llegar hasta el mar?

—No exactamente. Cuando mi bisabuelo recuperó el baúl, contenía numerosos apuntes anatómicos y quirúrgicos, lo que demostraba que había seguido ejerciendo su oficio durante diez años en otra población. Pero, además, se guardaban en él las cartas que había escrito nuestro hombre y que nunca había enviado: en ellas contaba su peripecia, que no tenía nada de la odisea de Ulises. El Erizo Blanco había alcanzado el Mosela, eso sí, pero había encallado en un banco de arena cerca del pueblo de Vaux.

—¿Nunca llegó al mar?

—Vaux está a unos kilómetros al suroeste de Metz. El casco del Nina estaba demasiado dañado y requería muchas reparaciones. Él se instaló provisionalmente en Vaux y allí acabó sus días. A cuatro horas a caballo de Nancy.

—Pero ¿por qué nunca regresó? ¿Por qué su silencio?

—Su verdadero sueño no era ver el mar, sino construir su barco, día a día. Eso fue lo que aprendió, y ya no le importaba tanto continuar. Pero era un hombre orgulloso y no quiso regresar después de su fracaso.

—¿Por qué me cuentas ahora esta historia, papá?

—No hay que equivocarse de sueño, hija mía. Las cosas mundanas no son otra cosa que ilusiones, como el mar al final del camino. Todos, en algún momento de la vida, nos hemos sentido atraídos por espejismos. Solo hay que darse cuenta a tiempo.