XIII
41
Levallois-Perret,
domingo, 9 de septiembre de 1877
Queridos padres:
Estoy aún conmocionado por la muerte de la pobre Marguerite, mi amada Marguerite. Por mucho que supiéramos que el problema no nos permitía abrigar esperanzas, lo cierto es que llevaba un tiempo encontrándose mejor. El viernes estaba bien al acostarse, después de haber cenado. De madrugada, a eso de las cuatro, me llamó y acudí presto. La encontré vomitando sangre. Le dio un síncope y falleció sin haber recobrado la consciencia ni un solo instante, pese a todos nuestros esfuerzos. Estoy atenazado por el estupor, no puedo hacerme a la idea de que haya ocurrido esta desgracia terrible. ¿Qué será ahora de mis pobres hijos y de mí?
Un abrazo,
GUSTAVE
Eiffel permaneció largo rato con los ojos fijos en la misiva, sin lograr releerla ni pensar en nada. La pena y el agotamiento habían podido con las pocas fuerzas que le quedaban. Muchas veces había imaginado estos momentos, para los que lo habían preparado todos los médicos, mientras a Marguerite la dejaban en la más completa ignorancia sobre su situación. Con su padre había evocado, a media voz, su situación futura, y la idea de volver a casarse le repelía. Pero cómo reorganizar la vida familiar, ahora que las obras y los encargos se le acumulaban. Contempló la foto de Marguerite y él rodeados por los niños, la fotografía tomada en el jardín hacía dos años, justo antes de que le concediesen la obra de Oporto. Abajo, en el salón, el murmullo de voces iba a más: parientes y amigos habían venido a rendir homenaje a su mujer. No tenía valor para afrontar sus condolencias, cada palabra le recordaba su nueva situación. Aún no.
—¿Gustave, dónde andas? —preguntó una voz desde el pasillo.
—En mi despacho, Albert —respondió.
Albert Hénocque era la única persona a la que Gustave tenía ganas de ver en estas circunstancias. Era a quien había mandado llamar cuando se había encontrado a Marguerite en medio de un charco de sangre. El médico vivía en una casa muy próxima pero, a pesar de su pronta aparición, no había podido reanimarla. Tenía una hemorragia interna masiva. Él se había ocupado del papeleo y de los pormenores del entierro, ahorrándole a Eiffel la insoportable frialdad de los trámites consabidos.
—Marie está con Marguerite, ha terminado de arreglarla y pregunta qué vestido querrías que llevara puesto.
—¿Qué vestido? La verdad, cómo puedo saberlo yo…
—¿No hay ninguna prenda que fuera su favorita o algún conjunto que le hubieses comprado y que le gustara ponerse?
Eiffel reflexionó largamente y acabó poniendo cara de ignorancia absoluta.
—Para serte sincero, no lo sé. En realidad no tenía tiempo para fijarme en esos detalles. Pídele a Marie que escoja ella.
—Ya sabes cómo es tu hermana, quería estar segura de que no tuvieses alguna preferencia.
—No, no tengo ninguna… no…
—No te preocupes, encontrará algo en el ropero de Marguerite. A propósito, no sabía que tu mujer se llamara también Marie en verdad.
—No podía haber dos Maries —dijo Eiffel sonriendo débilmente—. A ella le gustaba mucho su nombre ficticio, mucho.
El médico le apretó el hombro en un gesto de ánimo.
—Procura comer algo, si no me veré obligado a extenderte una receta.
—La de Chamonix —respondió misteriosamente Eiffel.
—¿De qué hablas?
—De la ropa. Que coja la ropa que llevaba en Chamonix.
El viaje de agosto de 1874, que lo había llevado en compañía de Marguerite y Claire a los Alpes franceses y suizos, había sido su mejor recuerdo de unas vacaciones familiares. Una joya de sosiego en un joyero de olvido. Una semana durante la cual los pulmones de Marguerite habían hecho las paces con ella, el sol se había instalado en el cielo por encima de una nieve granulosa como el adorno con que se cubre un pastel apetitoso, los paseos habían sonrosado las mejillas e incrementado el apetito y cualquier cosa había sido un pretexto para jugar y reír como locos. Le había comprado un vestido de muselina negra en uno de los modistos de aquel centro turístico tan chic, que el hombre había presentado como si fuese el último grito en París y que había confeccionado en dos días. Ella se lo había puesto la tarde de su partida, atrayendo las miradas y los cumplidos de los huéspedes del hotel.
—Sin duda —confirmó, hablando para sí—. El vestido de Chamonix. Es el que le habría gustado a ella.
Una vez a solas, Eiffel observó detenidamente su reflejo en el espejo de pared. Albert tenía razón, se le notaba el cansancio en los rasgos y en las mejillas hundidas. Nunca se había preocupado por su aspecto físico, pero decidió cuidarse para no desasosegar a sus hijos y allegados. Tenía demasiadas responsabilidades para dejarse arrastrar por la pena. Se cambió de batín a uno sobrio y elegante, que a Marguerite le hubiera gustado verle puesto.
—¿Me has mandado llamar, papá?
Claire había entrado sin que la oyera.
—Sí, hija mía. ¿Puedes cerrar la puerta y sentarte?
Eiffel sentía un cariño especial por su hija mayor. Con catorce años, era la que imponía orden en toda la chiquillería y en las ayas sobre cómo conducir a la tropa.
Lo que su padre estaba a punto de pedirle iba a cambiarle la vida para siempre.
—Claire, mi hija querida, debemos ser valientes en estos momentos. Debemos enfrentarnos a esta pérdida irreparable. Pero la vida sigue su curso sin importarle nuestra desgracia. Debemos preparar el futuro de nuestra familia desde este mismo instante.
Eiffel, que se había quedado de pie, hizo una pausa y a continuación afirmó con aire solemne:
—De ahora en adelante tu papel en esta casa cambiará. Serás, aún más que antes, la responsable de tus hermanos y hermanas. Deberás reemplazar a tu madre ante ellos. Lo van a necesitar. Sé que te estoy pidiendo mucho, pero es tu obligación, nuestra obligación, por la memoria de tu pobre madre, llevar la casa como si siguiera entre nosotros.
—Bien, papá —respondió ella sin saber qué otra cosa decir.
La emoción la privó de su elocuencia natural. Sin atreverse a mirarlo, trató de fijar la vista en un objeto neutro. Le sirvió el pequeño reloj de péndulo del secreter, de mármol negro y coronado por dos angelotes. Era un reloj que siempre había visto en un lugar destacado del escritorio de su padre y se había hecho una idea del paraíso con la estampa reconfortante de aquellos dos querubines regordetes y risueños. Pero todo le recordaba a su madre y las lágrimas la pillaron desprevenida.
—Vamos, vamos, tienes que ser fuerte —le dijo él ofreciéndole un pañuelo al ver que se secaba con la manga—. Pienso posponer todos los viajes que tenía previstos para los próximos días, pero hay uno que no voy a poder eludir mucho tiempo. Así pues, partiremos a Oporto a primeros del mes que viene.
—¿Partiremos?
—Tú me acompañarás. No será un viaje de placer, te necesitaré como ayudante, como confidente y también como sostén. Era el papel que hacía tu madre y estoy seguro de que sabrás cumplirlo a la perfección.
—Lo haré, papá, y no te decepcionaré —le aseguró su hija, cuyo entusiasmo con la idea de ver la obra con sus propios ojos barrió por un instante la gravedad de lo sucedido.
—No volveremos hasta que el puente esté acabado y haya sido inaugurado.
—Pero ¿voy a faltar al colegio?
—No te preocupes más por el colegio, hija mía. A partir de ahora ya no irás.
—Ah —respondió ella, atribulada—. Pero ¿hasta cuándo?
Se oyó la campanilla de la puerta. Eiffel miró por la ventana y vio que Marie recibía un ramo enorme de flores. Su hermana lanzó una ojeada en dirección al despacho y entró de nuevo en la casa. Él sopesó la decisión y una vez más le pareció que era la única opción posible. Su hija estaba en edad de asumir esas responsabilidades domésticas y tenía aptitudes. Se sentó a su lado en la silla baja de la chimenea.
—Ya no habrá más colegio, Claire. De ahora en adelante tu sitio es este, a mi lado y al lado de tus hermanos y hermanas. Te necesito, ¿comprendes?
Ella respondió con la cabeza, vacilante.
—Todo irá bien, ya lo verás.
Marie entró sin llamar.
—Gustave… Perdonad que os haya interrumpido —dijo al ver su gesto de sorpresa—, pero no encuentro por ninguna parte el vestido que dices.
—Yo me ocupo, papá —se ofreció Claire poniéndose en pie—. ¿Cuál buscas?
—No será necesario. Creo que ya lo he encontrado —respondió Marie mirando a su sobrina de hito en hito.
—¡Pues claro! —exclamó Eiffel al ver entonces por primera vez el vestido negro que se había puesto su hija.
—Me lo dio mamá hace unos meses —indicó Claire—. Ya no le valía. ¿Por qué lo buscabas?
—Por nada, hija. Estoy seguro de que mamá se habría alegrado mucho de que te lo hayas puesto hoy.
42
Hospital de San Juan de Dios, Granada,
domingo, 9 de septiembre de 1877
El juez Ferrán había mandado que le llevasen un sillón y aguardaba pacientemente, con las manos juntas debajo del mentón, a que Pinilla hubiese instalado una pila de almohadas para incorporar a Clément. El médico los dejó no sin antes insistir en que la conversación fuese lo más breve posible, a lo que el magistrado no respondió nada. Alicia se había sentado al lado de su marido para disimular su nerviosismo. Él le cogió la mano discretamente y ella respondió de forma maquinal. Clément comprendió entonces que lo que en un primer momento él había tomado por inquietud era cólera. Una enorme cólera contenida.
—Bien, ¿a qué debo el honor de conocerlo, señor juez Ferrán?
—En primer lugar, quisiera unirme al sentir de todos los granadinos para expresarle hasta qué punto me alegro de verlo de vuelta sano y salvo. La ciudad se enorgullece de sus hazañas. Ahora bien, si estoy aquí en estas circunstancias es porque he recibido una denuncia en la que me piden que lo encarcele.
El hombre hizo un alto para calibrar la reacción de Clément, cuya incredulidad le pareció sincera.
—¿Y no me puede decir más? —preguntó él después de mirar a su mujer con expresión interrogante—. ¿Habré suscitado alguna que otra susceptibilidad por haber soltado mi globo sin esperar a las autoridades?
—A Dios gracias, la falta de urbanidad no es delito —respondió el magistrado, serio. Ferrán hablaba en voz baja, con un timbre agudo y sin desprenderse en ningún momento de su mirada inexpresiva y fría—. Pero parece ser que está a malas con un miembro de la Guardia Civil.
El capitán Cabeza de Rata había acudido a la justicia después de que sus superiores hubiesen rechazado su petición de encarcelar a Clément.
—¿Y todo porque cree que ayudé a un anarquista a esconderse en la Alhambra hace dos años? Pero ¡qué disparate!
—Por desgracia la situación es un poco más compleja. Por eso estoy aquí. —El juez se enderezó en el sillón antes de continuar—: Hace catorce años, siendo él un joven alférez, un conocido de ustedes, un mayoral de Guadix, testificó ante él en relación con la explosión de una casa en el pueblo de Cogollos.
—Sí, lo recuerdo. Pasamos por allí aquel mismo día. ¿Y?
—El problema es que, según él, usted se jactó de saber que se trataba de un taller clandestino de explosivos —prosiguió la voz de falsete.
—Pero si yo solo le expliqué lo que debió de pasar. No era nada del otro mundo, por las paredes había salitre a espuertas.
—Su alférez conectó mentalmente ambos incidentes. Primero ese testimonio escrito que lo relacionaba a usted con un taller clandestino, y luego la presencia de un anarquista en su lugar de residencia.
—Pero todo eso no es otra cosa que un malentendido combinado con una coincidencia. Estamos los dos perdiendo el tiempo —dijo Clément, aliviado ante la levedad de las acusaciones.
—Entre usted y yo, estoy de acuerdo, pero «malentendido» y «coincidencia» son dos palabras que a la justicia no le hace gracia asociar.
—¿Y por qué ahora? ¿Por qué viene a por él justo hoy? —intervino Alicia.
—El sábado por la tarde se perpetró un atentado anarquista en Murcia, señora. Un artefacto explosivo en medio de una función de teatro. Afortunadamente no ha habido muertos, tan solo un puñado de heridos por la estampida.
—Como usted mismo puede ver, en ese preciso instante me encontraba yo malparado, a trescientos kilómetros de Murcia.
Clément no conseguía tomarse en serio la denuncia del militar, pero se contuvo de bromear con el asunto. El tiempo que el juez estaba tomándose para replicar, cada vez más largo, delataba el bochorno que sentía.
—Lo sé. Pero este capitán se encuentra destinado actualmente en Murcia y están todos con el agua al cuello: tienen la obligación de dar con el paradero de los culpables del atentado. Hace ya unos años se formó en Andalucía un grupito anarquista que trata de reclutar adeptos para fomentar una revuelta.
—Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo? Sigo sin entender —insistió Clément sin perder la calma.
El hombre parecía haber ido menguando en el transcurso de la conversación. Se había cogido las manos a la altura del pecho y se las masajeaba como para aliviar un dolor invisible.
—Se trata de su aparato —dijo después de tomar aliento como si le faltara el aire—. Su máquina de tomar muestras atmosféricas.
—¿Qué pasa con ella?
—Pues pasa que funciona mediante un mecanismo de retardo que contiene ácido sulfúrico.
—Correcto. Yo mismo lo he perfeccionado y no es ningún secreto. El doctor Pinilla informó hace unas semanas a la Academia de Ciencias.
—El capitán está al corriente de esta máquina. Esto es precisamente lo que ha motivado su denuncia. Según dice, es el mecanismo que habría podido emplearse para el atentado, puesto que se han encontrado restos de ácido en las ropas. Lo acusa de ser cómplice de los anarquistas y de haber fabricado la bomba.
—¡Pero mi marido no es un activista, no defiende ninguna causa política! ¡Eso es absurdo!
Alicia se había puesto de pie y era como si su cuerpo quisiese erigir una muralla física contra esas acusaciones. Clément tiró suavemente de su mano para acercarla a sí.
—Una máquina como esta no puede servir como arma, esta acusación no se sostiene —resumió con tono neutro, una vez que ella se hubo sentado de nuevo.
El juez parecía incómodo en su papel de acusador. Del exterior les llegaba el murmullo del gentío, impaciente, como una marea que fuera subiendo. El magistrado esperó hasta percibir una resaca de silencio para retomar la palabra:
—Estoy tan convencido como ustedes, créanme. Pero también entenderán que no queda más remedio que ver su máquina para constatarlo y archivar oficialmente la denuncia. Después ya no volverá a saber de mí. Salvo para felicitarlo por su récord.
—Me temo que eso no va a ser posible, juez Ferrán —respondió Clément apretando con más fuerza la mano de su mujer.
—¿Por qué no? Me han dicho que la Guardia Civil ha recuperado todo el material.
—Sí, cierto. Todo menos el aparato para la toma de muestras de aire. Se partió en el aterrizaje.
El rostro del magistrado no denotó sorpresa, como si la práctica de la justicia lo hubiese vuelto impermeable a las emociones.
—En tal caso, me veo obligado a interrogarlo sobre qué fue lo que le sucedió, señor Delhorme.
Clément había pedido agua y había bebido despacio, saboreando en cada trago el frescor intenso del Darro que diluía los últimos restos del cloroformo que había inhalado. Después había hablado sin omitir ningún dato, del tirón, aportando a su relato una dosis suficiente de detalles para evitar preguntas intempestivas. Ferrán lo escuchó sin interrumpirlo. Asimismo, había considerado innecesario mandar llamar a su secretario para dejar constancia escrita de la explicación del ingeniero. No se trataba de un interrogatorio sino de una mera formalidad. Reiteró al matrimonio Delhorme su convicción sobre la inocencia de Clément, se despidió y se volvió a su casa con la satisfacción del deber cumplido.
Augusto Ferrán vivía en la ciudad baja, a quince minutos a pie del hospital, en el cruce de las calles Almona del Campillo y Acera del Casino. La tarde tocaba a su fin y el viento extraía las fragancias de los jardines floridos ocultos tras las altas tapias, para esparcirlas luego por toda la ciudad; las piedras conservaban el calor acumulado y adquirían tonalidades áureas. Ferrán cruzó el Darro justo antes de que el río se metiera bajo tierra, saludó con su sombrero cordobés la fachada de la casa que había visto nacer a Eugenia de Montijo, como siempre que pasaba por delante de la vivienda de la que fuera emperatriz de los franceses, lo que provocó por error el saludo de un paisano con el que se cruzó, y aprovechó la larga avenida que conducía hasta su casa para repasar los hechos descritos por Delhorme, cuya sucesión le resultaba poco coherente. Se paró en la acera delante de su inmueble y levantó la vista hacia el último piso, en el que tenía su domicilio. El piso estaba coronado con una torre de esquina con un sorprendente diseño octogonal y dos alturas, sobre la cual a su vez había una azotea en la que se erigía, imponente, una estatua de la reina Isabel la Católica. Ferrán había soñado muchas veces que esta, empujada por unas manos asesinas, se despeñaba encima de él justo cuando salía del edificio. Nunca se había atrevido a pedir que la quitaran, se habría considerado una provocación digna de los anarquistas a los que todo el mundo perseguía, cosa que ni su estatus ni sus convicciones le permitían hacer. Pero el juez tenía siempre cuidado de comprobar que la giganta de piedra estuviera sólidamente plantada en lo alto de la torre antes de pasar. Después de haberla mirado hasta que la fachada la ocultó, se apresuró a entrar y subió parsimoniosamente todos los pisos, lo cual no evitó que llegase arriba sin resuello. La versión de Delhorme lo tenía cada vez más intrigado. Saludó a su mujer con un beso en la frente y le pidió que lo escuchara con atención un momento. Se sentaron en su despacho y Ferrán le contó el relato del francés con gran fidelidad.
—¿No le parece que resulta algo asombroso? —le preguntó al concluir, sin decirle antes lo que opinaba.
—Ciertamente no —respondió ella sin tomarse tiempo para meditar—. Sierra Nevada está llena de historias de este estilo. Ha habido muchos viajeros que han sufrido el ataque de los lobos. Hace diez años le pasó al vendedor de hielo, no recuerdo cómo se llamaba, sabe cuál le digo, el que ahora tiene la máquina esa. Le faltan dos dedos de la mano izquierda.
—Bueno, se lo agradezco, querida esposa. Voy a redactar mis conclusiones para que el gobernador esté informado desde mañana por la mañana.
El magistrado no tenía ninguna opinión definida, aunque desaprobaba la actitud del capitán. Sin embargo, no terminaba de entender que los lobos, que en septiembre andaban ya hambrientos, hubiesen atacado a Delhorme y no a su mula cargada.
Había decidido esperar hasta última hora de la tarde para proceder a abrir el canuto y leer el registro de altitud en la placeta de la Alhambra. Clément había descansado en su cuarto bajo la mirada conmovida de sus hijos, en primer lugar de Nyssia, y de Javier. Jezequel se había unido a ellos para la cena que, por deseo de todos, habían decidido tomar en la estancia en la que se encontraba él, echado. Era como si quisieran recuperar el tiempo perdido. Clément les había contado una vez más su lucha con los lobos, arma blanca en mano, y luego les había anunciado su intención de suspender temporalmente las sueltas de globos para concentrarse en su algoritmo de predicción a partir de los datos enviados por los corresponsales de su equipo. La sonrisa de los trillizos había sido el regalo más precioso.
Ramón y Mateo ayudaron a Clément a instalarse en una carreta que habitualmente se usaba para transportar los cascotes de las zonas que estaban restaurándose, después de haberla limpiado y cubierto con una sábana de lino, y lo llevaron hasta la explanada donde los esperaba una nutrida concurrencia. Habían puesto el instrumento de registro encima de un mueble alto traído del taller, como si fuera un trofeo expuesto, y el doctor Pinilla tuvo el privilegio de extraer el papel milimetrado en el que había quedado registrado el trazo de la ascensión. Se caló los anteojos, se concentró en la lectura del gráfico y se inclinó hacia Clément para obtener su confirmación. El murmullo de la muchedumbre se hizo tumulto. Había ocurrido algo. La agitación alcanzó a Alicia y a sus hijos, que en esos momentos rodeaban a los dos hombres. Cuando finalmente el médico se presentó ante los granadinos allí congregados, agitó en alto el papel y explicó lo que nadie se había esperado.
43
La Alhambra, Granada,
martes, 11 de septiembre de 1877
Por fin estaban solos. Alicia se tumbó junto al cuerpo de su marido, que había lavado con un jabón de nerolí antes de aplicarle la pomada del médico en la impresionante cicatriz que le cruzaba el abdomen, así como en los tres grandes hematomas de los brazos y el vientre. Después de encender un pebete de incienso, lo acarició rozándolo apenas, largo rato, en silencio, sin dejar de cubrir su mirada con sus ojos de color esmeralda. Ya no importaba nada más que ese instante que los llevaba lejos, muy lejos de todo, allí donde nadie podría acompañarlos, a ese paraíso aún más salvaje que Sierra Nevada. Cada beso era una recompensa que sabía a cerezas dulces; cada tierno abrazo, un grito de liberación.
Hicieron el amor con mil y un cuidados, inventándoselo una y otra vez a lo largo de una noche salpicada de intervalos efímeros. Cuando las velas entregaron el alma, en la penumbra diáfana de los rayos del alba, habían renovado ese pacto mutuo que ya duraba más de veinte años.
—Nunca el uno sin el otro —murmuró Alicia.
—Nunca el uno sin el otro —repitió él.
Transcurrieron unos instantes en silencio; en el rostro de Alicia se reflejaban las dudas.
—Sé lo que estás pensando —dijo Clément acariciándole la frente.
—¿Tanto se nota?
—Mi historia no era muy creíble, ¿verdad?
—No tienes por qué darme explicaciones.
Alicia ayudó a Clément a incorporarse un poco y a apoyar la espalda en la pared. Luego se acurrucó pegada a él.
—Hay una incógnita que había olvidado en la ecuación de la montaña —dijo con los ojos vueltos hacia la sombra de la sierra que se destacaba en el marco de la ventana.
—¿Qué fue lo que pasó realmente, amor mío?
El viento había llevado muy rápidamente el globo por encima el macizo montañoso. Había superado el Trevenque y se había posado suavemente en una pendiente del Veleta, bastante antes de los primeros ventisqueros.
—En un campo con unos cuantos olivos y las ruinas de una vieja casa medio derruida —le contó—. Cuando llegué, la barquilla se había empotrado en la copa de un árbol y había impedido que el globo se arrastrase a lo largo de cientos de metros, como pasó hace un año.
Alicia recordaba la desventura que le había costado a Clément el verse obligado a cambiar totalmente de material. Se abrazó a su pecho y luego apoyó la cabeza en el torso de su marido.
—La tela estaba ya desinflada y solo tenía que volver a embalarlo todo y cargar a Barbacana —prosiguió mientras le acariciaba los bucles de seda de la cabellera—. ¡De los vuelos más fáciles hechos jamás! Decidí descansar un poco y comer algo, y estaba metiendo los aparatos de registro en los cestos de la mula cuando comprendí entonces qué era lo que me incordiaba desde que había llegado al lugar: la tela.
—¿Qué tenía de raro?
—Su emplazamiento. Teniendo en cuenta el ángulo de la caída, era imposible que se hubiese quedado en esa posición. Físicamente imposible: en vez de haber tapado por completo la copa del árbol, la tela estaba parcialmente enrollada a la base del tronco. Había habido una intervención exterior. Entendí que algún mamífero de gran tamaño había intentado llevársela tirando de ella. En ese preciso instante Barbacana rebuznó. Me di la vuelta y ahí…
—¿Sí? —dijo Alicia, que había dejado de acariciarlo.
—Nada, todo estaba normal. Ni una sola bestia, solo el campo vacío hasta donde alcanzaba la vista, el sol que pegaba y, al fondo, el valle con la ciudad que titilaba. Una belleza. Empecé a desatar las cuerdas que sujetaban la barquilla a la tela, buscando marcas de colmillos en los rombos de aluminio, y justo en ese momento acerté a ver una sombra que se reflejaba en ellos. Algo me empujó de costado y luego todo pasó muy deprisa.
—¿Era un lobo?
—Un hombre. Había un hombre, Alicia. Vi un destello en sus manos. Cuando quise levantarme, me asestó un tajo.
Se calló. Los ojos de Clément se movían rápidamente bajo los párpados. Estaba reviviendo la escena, no para exorcizarla sino para entender en qué momento había bajado la guardia.
—Estaba tendido, la camisa se me estaba empapando de sangre —prosiguió—. Recuerdo que me sorprendió lo caliente que estaba el líquido. Mientras tanto, el tipejo me dijo por gestos que no intentara nada. Se acercó a Barbacana y, como puedes imaginarte, necesitó Dios y ayuda para asirla de las riendas. Y se marchó con ella y todo el material en dirección al llano.
—Y más tarde ella se marchó por las buenas… ¡Barbacana siempre ha detestado que la lleve otra persona que no seas tú!
—Yo no podía levantarme. Me arrastré hasta el árbol. Mi suerte fue que la punta de su cuchillo resbaló primero al chocar con mi reloj. El corte era grande pero no demasiado profundo para resultar mortal. Lo demás ya lo sabes.
Dejaron que pasase el tiempo, suspendido de los primeros rayos de sol que traspasaban la habitación. La ternura del instante sabía a las fresas silvestres que cogían en las laderas del Cerro del Sol.
—Te topaste con el único bandido que queda en Sierra Nevada —concluyó ella abrazándolo con más fuerza—. Qué suerte hemos tenido. Pero ¿por qué mentiste al juez? ¿Para proteger a ese vagabundo que a punto estuvo de convertirme en viuda?
—No era ningún vagabundo, Alicia. Su acto fue premeditado.
Ella se sentó en la cama, las piernas recogidas debajo de los muslos, envuelta en la sábana en la que el perfume de sus pieles se mezclaba con la fragancia de las especias exóticas del incienso.
—Me preocupas. ¿Qué pasa, Clément?
—Eres hermosa, eres mi maravilla —respondió él, conmovido e impresionado por la belleza de su mujer como el primer día—. ¿Lo sabes, mi amor? —Sus ojos respondieron por ella cubriéndose con un velo húmedo—. Al pie de mi árbol tuve tiempo para reflexionar —continuó Clément, la frente arrugada por el dolor que despertaba de nuevo—. El ladrón no quería nada de nuestra mula. Llegó antes que yo e intentó arrancar los paneles de aluminio.
—¿Para revenderlos?
—Sí, valen una fortuna. Rápidamente se dio cuenta de que tardaría demasiado rato y trató de llevarse la tela entera. Ahí otra vez fracasó: hace falta práctica y el individuo era evidente que no tenía ninguna, pues me encontré las cuerdas todas enredadas. Fue entonces cuando llegué y él se escondió en la casucha en ruinas. Esperó a que le diera la espalda para dejarme de tal manera que no pudiera hacerle nada. A falta de aluminio, acabó conformándose con los instrumentos que estaban a lomos de Barbacana. Fin del misterio, o casi.
El sonido característico de la carreta de Mateo saliendo a entregar su hielo resonó en la calle del Mexuar. Alicia se levantó, envuelta en la sábana como en una toga romana, y trajo de la cocina dos trozos de sandía.
—Eso no responde a mi pregunta, mi amor: ¿por qué se lo ocultaste al juez? No porque lo hayamos recuperado todo hay que dejar que el criminal siga suelto. ¡Por poco te mata!
Él puso cara de niño pillado en falta mendingado un perdón, antes de decir:
—Hay un último asunto del que quisiera hablarte. Un detallito. El aparato de toma de muestras de aire no se partió en el aterrizaje. Estaba intacto; y la ampolla con la muestra, sellada. Lo había dejado junto con todos los objetos que luego me robó.
Alicia le acercó los tacos de sandía que había pinchado con un palillo.
—Pudo romperse cuando se le escapó Barbacana —sugirió ella mientras se comía sus trozos.
—Sí. Y en ese caso no lo sabremos nunca. Pero existe otra posibilidad y ha sido el juez el que me ha dado la idea.
Alicia volvió a colocarse como antes, aovillada junto a su marido, con la cabeza en el hueco de su cuello y las piernas enroscadas en las suyas como lianas, con cuidado de no rozarle el abdomen dolorido. Clément sospechaba que el hombre, desde hacía un tiempo, se había fijado en todos los ingredientes que se podían emplear en la composición de un artefacto explosivo.
—Si creemos lo que ha dicho Ferrán, está formándose un grupo anarquista en Andalucía. Y necesitan productos químicos.
—Puede que sí en el caso del ácido de tu frasco de aire, pero ¿qué interés puede haber en robar la tela?
—El polvo de aluminio mezclado con el perclorato de potasio es un explosivo deflagrante, ángel mío. Nunca lo había pensado antes, pero ¡en mi globo hay de todo para fabricar una bomba! Empiezo a entender al capitán Cabeza de Rata… Por todo esto no podía contarle la verdad al juez: demasiados elementos para suponerme culpable.
En la puerta se oyó un primer arañazo que interrumpió la conversación. Al segundo, Alicia abrió y por el marco asomó la cabeza de Victoria.
—No puedo dormir más. Hace rato que lo intento —dijo con su voz más engatusadora—. ¿Puedo venirme con vosotros? He echado mucho de menos a papá —añadió, subiéndose a la cama sin esperar respuesta.
—Te haremos un pequeño hueco —cedió Clément.
Los combates de las horas precedentes lo habían dejado incapaz de oponer la más mínima resistencia. Y, además, estaba deseoso de estrechar entre los brazos a sus trillizos, de apretarlos sin pensar en la herida que le tiraba la piel, deseoso de decirles cuánto los quería, y de repetírselo también, porque los niños, a diferencia de los adultos, no se cansan nunca de que se lo digan, deseoso de que le dijesen a él todo lo que él mismo no había sabido nunca decir a sus padres antes de que Alicia entrase en su vida y lo liberase de todos los artificios de su educación.
—Mi pobre papá —dijo Victoria, zalamera—, ¿no te da una pena horrible el resultado?
Con la precipitación del lanzamiento del globo, el meteorólogo se había olvidado de dar cuerda al mecanismo del cilindro conectado con el rulo de registro. Al cabo de quince minutos el trazo se había interrumpido, a más de siete mil metros de altura, lo que había motivado a Clément a sostener que, en vista de la progresión, el globo había superado sin duda su récord anterior en mil metros por lo menos.
—Me dan pena los que estaban esperándolo —concluyó—. Para mí ha sido la señal de que era hora de parar.
Irving irrumpió en la habitación poco después, seguido de Nyssia, y acabaron todos hechos un nudo encima de la colcha, jugando y riendo, procurando no hacer daño a Clément, pero sin separarse ni medio centímetro de él, como si quisieran impedir que volviera a marcharse.
Desayunaron en la cama y Clément declaró que ese día sería festivo para la familia Delhorme, lo que desató los vítores de los chicos. Alicia los observaba y pensaba que nunca habían sido tan felices todos juntos, y se prometió que reproduciría cada día aquel instante de gracia, aunque solo fuera un ratito, pues en materia de felicidad hasta las migajas eran esenciales. Alicia las estuvo picoteando hasta el final de la tarde, evitando en todo momento pensar en la última frase que había dicho Clément justo antes de que sus hijos pusieran fin a su intimidad: se le había metido en la cabeza buscar a su agresor y sus compinches, para poder recuperar su máquina.