19

 

 

 

Zarah estaba a salvo, al fin.

 

Le había salvado la vida, aunque para hacerlo había tenido que dejar todo al descubierto…

Allan no pudo evitar sentirse mareado al salir de la habitación donde la dejó dormida al cuidado de las enfermeras, sus hermanas y amigas. Estaba fuera de peligro, con suerte despertaría en un par de días… Y entonces tendría que volver a enfrentarse a ella y a la realidad.

La mente le daba vueltas, cientos de emociones se habían despertado en su mente al sentirse tan cerca de perderla… Emociones que no sentía desde que la había perdido a ella…

Las ideas no dejaban de fluir, los recuerdos mezclados lo traicionaban, ya no era él mismo, la frialdad y la calma conseguida a base de tanto esfuerzo a lo largo de siglos de entrenamiento se le iban como agua entre los dedos…

Se escucharon pasos por el pasillo. Allan intentó adoptar una pose natural de serenidad que no sentía en absoluto. Vio a Raquel y Patrick aparecer por el camino, todavía discutiendo sobre lo sucedido.

—Allan, el coronel te ha mandado llamar—le dijo Raquel, aún molesta por lo ocurrido.

—Voy enseguida—Allan inspiró hondo, intentando calmar las oleadas de emociones que divagaban por su mente.

—¿Te encuentras bien, capitán?—Le preguntó Patrick, posando una mano sobre su hombro.

—¿Encontrarse bien?—Bufó Raquel—. Si no lo mandan a encerrar por un siglo tendrá suerte.

—Raquel, siempre tan animosa—le espetó Patrick en tono sarcástico.

—Es su padre quien lo llama. El coronel seguramente le pedirá cuentas por lo ocurrido, y también a nosotros.

—Siento haberlos acarreado conmigo a esto…—Allan los miró a los ojos—. No era mi intención, se los aseguro.

Raquel suspiró al notar la sincera aflicción en su mirada y por primera vez bajó la guardia.

—No debes preocuparte por nosotros, sino por ti, Allan. Es tu padre quien te llama, él siempre ha sido el más duro en juzgarte, en especial desde… —se calló, sin saber cómo continuar.

—Dilo. No importa.

—Desde que cree que nos traicionaste…—Raquel posó una mano sobre su hombro—. Pero no importa lo que él crea, Allan. Eres nuestro amigo y nuestro compañero, además de nuestro capitán, y te apoyaremos en el juicio que te hagan.

Ahora fue Allan quien sonrió sarcásticamente.

—¿Crees que mi padre me concederá un juicio?—Bufó—. Para él soy un Kinam desde el mismo momento en el que ese monstruo me atacó

cuando era niño. Ese día dejé de ser su hijo, para él hubiese sido mejor que hubiera muerto, en ese caso no habría tenido que cargar con la vergüenza de tenerme como su hijo.

—¿Tú una vergüenza para tu familia? ¿Por qué es que eso me suena familiar?—Escucharon una voz que provocó que los tres se tensaran.

—Tanek—Allan sonrió, irguiéndose en toda su estatura para encarar al hombre que iba llegando en ese momento.

Era alto, un poco menos que Allan, de piel morena y ojos de un azul profundo. El cabello negro lo llevaba largo y atado en una cola bajo la nuca, a la vieja usanza.

—¿Has venido a escoltarme al patíbulo, Tanek?—Le preguntó Allan con una sonrisa mordaz en el rostro.

—Te esperan, Allan—le dijo él sin demostrar ninguna emoción.

—Tranquilo hermano, estamos contigo—Patrick hizo un ademán de adelantarse con él, pero Tanek se lo impidió, interponiéndose entre ambos.

—Quieren hablar a solas con él.

—Somos sus compañeros en esta misión, tenemos derecho…—comenzó a replicar Raquel, pero Tanek se lo impidió, levantando una mano como señal para hacerla guardar silencio.

—Ustedes estaban bajo sus órdenes—les dijo—. Es Allan quien debe dar respuestas, no ustedes.

—Pero…

—Tranquila, Raquel. Todo estará bien—Allan le sonrió, esta vez sinceramente—. Háganme un favor, ¿quieren? Cuiden de Zarah.

Raquel frunció los labios, como si se estuviera aguantando de soltarle una palabrota.

—Raquel…

—¡Bien!—Bramó, dando una patada al suelo—. Pero te advierto Allan que si no me explicas qué es lo que pasa cuando salgas de ese lugar…

—Si es que sales—aclaró Patrick.

Raquel le dedicó una mirada de odio antes de continuar hablando.

—Me debes una explicación, Allan.

—A todos, en realidad—dijo Allan, mirando a Tanek antes de darse la media vuelta para emprender el camino.

—¡Allan!

—Tranquila, Raquel. Todo se aclarará a su debido momento…

 

 

***

 

—Esta vez sí la hiciste en grande, Allan—le dijo Tanek cuando se hubieron alejado lo suficiente como para que los otros no los escucharan—. ¿Qué fue lo que te pasó por la cabeza para traer a esa chica humana aquí?

—No te incumbe—le espetó Allan, sin voltear a mirarlo.

Tanek se detuvo bruscamente y lo obligó a volverse hacia él.

—Escúchame, Allan, puede que te hagas el fuerte con tus amigos, pero a mí no me engañas. Te conozco desde que traías pañales, fui yo quien te entrenó cuando no tenías ni idea de cómo usar tus dones Kinam,

fuimos juntos a recorrer el mundo, ¡no hay una persona en este lugar que te conozca mejor que yo! Te conozco Allan, eres frío, tienes la mente fría todo el tiempo, no te dejas llevar por los sentimientos, y de pronto te estás escondiendo, nadie sabe nada de ti, no das cuenta de tus acciones ¡y ahora traes a esa chica humana aquí!

¿En qué diablos estabas pensando?

—Estaba en peligro. No iba a dejarla sola en riesgo de que esos Kinam…

—¿Ella estaba en riesgo?—Repitió Tanek, subiendo el tono de voz, molesto—. ¡¿Cómo puede ella estar en peligro?! ¿No es su hermana menor el Alma Pura? Y por lo que entendí, ni siquiera estabas tú con el Alma Pura al momento del ataque… Dime Allan, ¿qué fue lo que sucedió?

—Bueno, será eso lo que tendré que aclarar con el coronel cuando entre en esa sala, ¿no es así? Si quieres enterarte, entra allí y entérate con los otros.

—¿Pero qué es lo que te pasa, Allan? ¡Es conmigo con quien hablas, tu mejor amigo de toda la vida, tu maestro, tu hermano…! Ya ni siquiera te reconozco…

Allan suspiró, agachando la mirada.

—Lo siento, Tanek… Yo… He estado distraído últimamente.

—¿Distraído o demasiado concentrado en un asunto del que no quieres que nadie se entere?—Le preguntó sin quitarle los ojos de encima, escrutándolo con la mirada.

Allan no contestó, desviando la vista.

—Bien, como quieras. No me digas nada.

—No me juzgues, Tanek… La verdad quedará al descubierto en su momento. Si es que no me cortan la cabeza primero.

—Estás loco si crees que tu padre te va a condenar, Allan. Podrá estar enojado contigo, pero no es mi padre. Aníbal fue duro contigo, pero nunca te rechazó como mi padre. Tuve suerte de que el viejo terminara muerto antes de que terminara degollándome la cabeza, o no podría estar aquí ahora para salvarte el cuello.

Allan rió sonoramente.

—¿Ahora ríes?—Tanek frunció el ceño.

—¿Tiene algo malo que me ría? ¿Acaso alguien no puede reír a las puertas de la muerte?

—No es el momento en el que te rías lo que me sorprende, es el hecho de que te rías—lo miró de arriba abajo—. No te había visto reír desde hace al menos mil años atrás, cuando mi hermana aún vivía…

La sonrisa en el rostro de Allan se borró por completo.

—Lo siento… Yo… No debí traerte ese mal sabor de boca, no ahora que debes…

—No—Allan se irguió, encarándolo—. Ella nunca será un mal sabor de boca.

Las puertas tras ellos se abrieron en ese momento, un guardia apareció por ellas y Tanek se dirigió a él.

—De aviso de que el Capitán Allan se encuentra aquí.

El hombre hizo la seña Capadocia de respeto juntando los dedos índice y del corazón de la mano derecha sobre la palma extendida en vertical de la izquierda, y despareció una vez más dentro de la sala.

—La hora de la verdad…—musitó Tanek, volviéndose hacia él.

—Irónico, ¿no te parece?—Allan sonrió mordazmente—. Por siglos intentaste matarme, y ahora estás a mi lado intentando salvarme la vida.

—Una cosa te digo, Allan—Tanek le dirigió una mirada severa, clavándole el índice en el pecho—. Si no te maté antes fue por respeto al cariño que te tuvo mi hermana, pero si ahora dejas que te maten por una estupidez, te juro que ni siquiera el recuerdo de Madeleine evitará que sea yo quien te eche la soga al cuello.

Allan rió acompañado con Tanek, aunque la risa no le llegó a los ojos.

—Al menos podrás conseguir algo bueno de todo esto; la muerte es algo que has deseado por mil años. Si te la conceden, al menos te librarás de este calvario que has jurado vivir desde la muerte de Madeleine.

Allan asintió, a pesar de que ya no lo escuchaba. Se había quedado en el último fragmento de sus palabras, en el recuerdo de un día muchos, muchos días atrás…

 

 

 

 

Año 1002…

 

Allan caminaba por el sendero del bosque buscando un poco de soledad. Sólo tenía diez años, pero se sentía hastiado de la compañía de la demás gente, en especial cuando ellos sólo buscaban burlarse de él.

Lo había atacado un Kisinkan, era todo cuanto recordaba, todo cuanto sabía. Con excepción de que a partir de ese momento su vida había cambiado por completo…

Desde entonces todos en la aldea lo trataban diferente. Su madre no dejaba de llorar día y noche, y la única explicación que le había dado su padre era que en adelante él sería distinto a los demás chicos; tendría mayor fuerza, mayores poderes, pero por lo mismo, debía controlarlos al máximo para evitar herir a alguien.

Era ese el motivo por el que prefería esconderse de los otros niños. Aunque fueran muchos más grandes que él, su padre le había prohibido enfrentarse a ellos por temor a que Allan llegase a no controlar su fuerza y la situación se saliera de control. “No quiero que nadie salga lastimado, hijo”, le dijo la vez que hablaron sobre el tema, después del ataque, “ahora tú eres en parte Kinam, y aunque puede que ahora lo sientas como una maldición, en un futuro verás que te traerá muchas cosas buenas”.

Y así fue…

Sólo que entonces, y a esa corta edad, ni siquiera lo sospechaba todavía.

La aldea era un sitio donde a Allan ya no le gustaba estar, en la escuela cada día lo atormentaban más, y únicamente en su hogar podía encontrar un poco de paz… Por excepción de cuando llegaba su padre. Ese era su momento favorito del día; sacaban las espadas y  entrenaban por horas, hasta que prácticamente Allan caía desfallecido por el cansancio.

Le encantaba luchar, sentir la fuerza del Alma Roja fluyendo por todo su cuerpo, incluso tenía que admitir que la fuerza del Kinam comenzaba a agradarle…

Pero estando en la aldea, con esa gente que podía atacarlo y él tenía la obligación de no defenderse por temor a hacerles daño, cuando era precisamente lo que sus oponentes buscaban hacerle a él, no podía evitar sentir odio por los enfrentamientos… Y por todos los aldeanos y habitantes de su clan.

Se miró sus botas, sucias a causa de la pelea, y su camisa nueva rota por el cuello. Su madre se enojaría mucho con él, se había quedado hasta tarde la noche anterior remendando sus prendas a la luz de las antorchas, todo con la intención de mandarlo presentable a la escuela al día siguiente. Pero todos sus esfuerzos por mantener sus ropajes intactos habían resultado infructuosos cuando la pandilla de Zack lo había atacado en el receso. Su padre le había prohibido pelear, aunque fuera para defenderse de esos cinco grandulones que lo sobrepasaban en edad, fuerza y estatura, y no había podido hacer nada para evitar que ellos se llevaran la moneda que su padre le había dado para comprar el carnero nuevo, así como su orgullo, pisoteado al máximo desde aquel incidente…

Escuchó gritos y voces no lejos de allí. Se escondió entre unos arbustos, oscurecía, pero él podía ver a la perfección, al menos ya comenzaba a encontrar una ventaja de ser en parte Kinam, sabía que esos monstruos podían ver en la oscuridad, pero no tenía idea de que tuvieran una visión tan extraordinaria.

Se trataban de cinco chicos, los reconocía por la escuela; la pandilla de Zack. Todos eran mayores que él por varios años, sólo uno iba en su clase, Enrique, aunque era porque había repetido un par de años. Molestaban a una niña, una pequeña que no debía de pasar los siete años. No la conocía, pero sabía quién era por el símbolo que llevaba bordado en el pecho de su capa, la insignia de los Ruffian, una de las mejores familias de los alrededores.

Algo se encendió dentro de Allan, un fuego muy distinto al talento de Alma Roja que poseía. Una cosa era no defenderse a sí

mismo por orden de su padre, pero otra muy distinta el permitir que otros lastimasen a esa niñita.

Era un abuso en toda la extensión de la palabra, esa pequeñita no se merecía lo que le hacían, y él sencillamente no podía quedarse más tiempo observándolo sin hacer nada, y no iba a darse la vuelta y hacer como si nada pasase…

—…te crees mucho porque tu familia es una de las mejores guerreras de la zona, ¿no es verdad?—Le espetó uno de los chicos más grandes, sujetándola del cabello a la fuerza, provocando que gruesas lágrimas surcaran el rostro de la pequeña.

—¡Mírate, no eres nada más que basura!—Gritó otro—. ¡Tú eres la vergüenza de nuestra familia, y de nuestro clan!

Allan ensanchó la mirada, indignado, al percatarse de que ese chico portaba la misma insignia. Debía ser pariente de ella, probablemente un primo o un hermano mayor.

—Suéltenme…—rogó la pequeña, llorando en silencio.

—¿Quieres que te soltemos?—Le dijo otro, el más grande y el líder; Zack—. ¡Pelea por tu libertad, niña cobarde!—Al decirlo, la arrancó de las garras de su compañero y la lanzó al suelo, y la pequeña fue a dar directo contra el lodo.

—¡Déjenla en paz!—Bramó Allan, incapaz de mantenerse más tiempo impasible.

—Miren quién llegó, el niño dragón—se burló Zack—. ¿Qué quieres, fenómeno? ¿También te estás buscando una paliza?

—Sí, no importa que tu papá sea el jefe del ejército, igual podemos golpearte—le espetó Ernesto, el que iba en su clase, y el que sabía estaba resentido con él por la manera en que su padre había castigado

al suyo, bajo su mando, tras una desobediencia. Se lo había dejado muy claro en varias ocasiones, de hecho aún traía marcadas en las costillas varios golpes de ese pelmazo.

—He dicho que la dejen en paz—siseó Allan, aproximándose a ellos sin temor.

La pequeña levantó la vista para mirarlo, observándolo igual como si se tratara de la aparición de un ángel salvador, pero al hacerlo, uno de los chicos se agachó a su lado y le hundió el rostro en el barro.

La niña chilló, liberándose por fin para poder respirar, llorando más avergonzada por lo ocurrido que adolorida, pero eso no impidió que Allan sintiera un peligroso temblor recorrerle cada parte del cuerpo.

—No te atrevas a volver a tocarla—gruñó bajo, interponiéndose con su cuerpo entre la chica y los otros.

Por primera vez los cinco chicos parecieron pensar dos veces antes de actuar, y permanecieron aparte, mirándolo con ojos abiertos como platos.

—Tranquila, ya estás a salvo…—le dijo Allan de la misma manera como había visto cientos de veces hablar a su padre al rescatar a alguna persona de un ataque—. Ven conmigo, te llevaré a tu casa—le tendió una mano para ayudarla a levantarse.

La chica asintió, sin dejar de prácticamente comérselo con los ojos, maravillada con él. Tomó la mano que él le tendía y se puso de pie con su ayuda, dedicándole una tímida sonrisa de agradecimiento.

—¿A dónde crees que vas, Allan?—Bramó Zack, antes de que pudieran irse.

Allan lo miró a los ojos, esos ojos de un azul claro que tanto odiaba…

—No me molestes, Zack—le dijo en tono bajo, pero firme, intentando controlar el temblor que nacía dentro de él.

—Sé quién eres, ¡no eres más que un cobarde llorón! Eres el último de la clase, la vergüenza de tu familia y del clan, ¿quién te crees para venir a darnos órdenes?

Allan lo miró intensamente a los ojos, era verdad, era el último de su clase, pero sólo porque su padre le había prohibido hacer muestra de sus nuevos poderes. Al no tener control de ellos, no podía saber hasta dónde llegaban unos, los propios de un Capadocia, y dónde comenzaban los de Kinam…

—Es cierto—lo secundó Ernesto—. Ni siquiera deberían considerarte un Alma Roja, ¡no te mereces el título de un Alma de Fuego!

—El título de Alma de Fuego está reservado para lo mejor de lo mejor, y tú sólo eres escoria—continuó hablando Zack, actuando como el líder que era, para gozo de los otros que ya se retorcían los nudillos con la paliza que le pondrían a Allan—. No te mereces ese título, no te mereces estar en nuestra escuela, ni siquiera en nuestro clan. Deberías largarte con los de tu especie, Kinam.

—No me llames así…—siseó Allan, al tiempo que un rojo intenso se encendía en sus ojos.

—¿O qué…?—Lo retó Zack—. ¿Vas a ir llorando con tu mami?

Allan estuvo a dos pasos de abalanzarse sobre él cuando sintió una suave y pequeña mano sobre su antebrazo, reteniéndolo.

—No les hagas caso, Allan—le dijo la pequeña niña a su lado—. Sólo te molestan porque están celosos de ti.

—¡Tú cállate!—Bramó Zack, utilizando su talento de Alma Plateada para propinarle a la niña un buen golpe con un látigo de plata que hizo surgir de sus manos.

Esta vez no hubo fuerza en el planeta que contuviera a Allan, y su talento de Alma Roja salió a relucir: Un aura roja rodeó a Allan de pies a cabeza, al tiempo que sus manos se encendían como dos inmensas antorchas.

Los chicos retrocedieron asustados, sabían de la intensidad de poder que podía alcanzar el fuego de un Alma Roja, capaz de calcinar a cualquier objeto con sólo tocarlos, pero Zack permaneció en su lugar, impasible.

—¿Quieres pelea?—Sonrió Zack de manera mordaz, cubriéndose con una armadura y escudo de plata que hizo surgir de sí mismo—. Veamos de qué eres capaz, “híbrido”.

El sólo reto encendió a Allan por completo como si se tratara de una antorcha humana, y sin detenerse a pensarlo dos veces, se abalanzó con todo sobre el otro.

Zack era mayor, más grande, y tenía más entrenamiento y experiencia que Allan. Pero Allan había sido entrenado por su padre, uno de los mejores capitanes del ejército del clan, sin mencionar que poseía un talento innato para la guerra, y claro, contaba con la extraordinaria fuerza del Kinam.

Antes de que pudiera siquiera darse cuenta, el tamaño de Allan se extendió hasta alcanzar cerca de los dos metros, sus músculos se ensancharon y de toda su piel, que había adoptado una extraña coloración azul grisácea, surgieron franjas negras que fueron

acompañadas por algunas púas sumamente filosas y supurantes de veneno, así como en la punta de la cola que había emergido de su parte posterior.

Esta vez incluso Zack retrocedió asustado. Nadie era tan tonto como para enfrentarse con la fuerza de un Kinam.

Sólo los adultos eran capaces de luchar contra un dragón, como solían llamarlos a manera de burla. Y ellos, después de todo, no eran más que unos niños.

El montón de brabucones salió corriendo despavorido, dejando a Allan a solas con la pequeña, que se había puesto sumamente pálida y lo miraba con los ojos tan abiertos como si en cualquier momento fuera a desmayarse, aterrorizada.

Allan se sintió avergonzado, una cosa era luchar contra sus enemigos, pero otra muy distinta causarles pánico, en especial le molestaba haber aterrorizado a esa pequeña, a la que se suponía que intentaba proteger.

Se dio la media vuelta, dispuesto a alejarse de allí cuanto antes, cuando, de la nada, volvió a sentir el contacto de la calidez de la mano de la pequeña niña sobre su muñeca.

—Ten cuidado, podrías quemarte—le dijo él con voz baja, y su voz sonó sumamente ronca a causa de la transformación a Kinam.

—No me importa—la pequeña lo miró con esos ojos grandes y llenos de luz—. Soy un Alma Amarilla, puedo curarme.

 

—¿Un Alma Amarilla…?—Allan frunció el ceño. Dentro de la selecta escala de los Alma de Fuego, la más alta de La Capadocia, un Alma Amarilla estaba por encima del Alma Roja, y por supuesto que del

Alma Plateada; por su cercanía al centro de la llama, se trataba de una de las Almas más poderosas de las siete, sólo superada por el Alma Dorada y el Alma Azul, y claro, del Alma Blanca, la más extraordinaria y poderosa de todas, pero completamente inexistente…

Hasta ahora.

—¿Cómo puedes ser un Alma Amarilla?—Le preguntó todavía incrédulo. Era pequeña, pero el poder de un Alma Amarilla no tenía edad, era enorme—. ¿Por qué no te defendiste?

—Puedo curar… pero nada más—la pequeña bajó la mirada, apenada—. No soy fuerte, ni sé pelear. Por eso ellos me molestan…

Tienen razón, soy una cobarde. No merezco mi talento, ni llevar el apellido de mis antepasados.

Allan la miró fijamente, compadeciéndose de ella. Los Ruffian eran una de las familias de mayor prestigio del clan, fama que se habían ganado gracias a su enorme talento en la guerra.

Por su padre sabía que los Ruffian eran competitivos y agresivos, más que cariñosos y compasivos. Una niña dulce como ella debía pasar como la oveja de la familia, la diferente del clan… Y él sabía en carne propia cómo se sentía vivir así.

La miró fijamente, estudiando sus facciones. Se veía que sufría… Sufría tanto como él, a maneras tan distintas: Él, de tener tanto poder y no poder demostrarlo por la prohibición de su padre; ella de tenerlo, y no poder demostrarlo por no tener la capacidad.

—No te pongas triste, niña…—le dijo Allan, acercando sin pensarlo su mano a su rostro para secar una lágrima. Al hacerlo, notó que su mano había recuperado su forma habitual, todo él lo había hecho. El desear

estar en contacto con esa niña lo había ayudado a adoptar una vez más su forma normal humana. Algo que hasta entonces no podía controlar.

La niña se miró la falda de su vestido azul claro, cubierta de lodo, y su largo cabello castaño trenzado manchado también, y por poco se suelta a llorar, pero por alguna razón, Allan supo que no lo hacía por su ropa o su cabello manchado, sino por la vergüenza de que él la viera en ese estado deplorable.

Allan sacó un pañuelo y se lo tendió, intentando ayudarla a quitarse el lodo, pero ella negó con la cabeza.

—No, aún no—le dijo tomándole la mano antes de que pudiera intentar sacudirle el barro—. No todavía…

Allan asintió, sin molestarse en preguntarle la razón de su petición.

—Mi nombre es Madeleine—le dijo ella con una sonrisa—. Pero llámame Mady, así me gusta—se encogió de hombros—. ¿Puedo llamarte Allan?

—Claro, por qué no—sonrió Allan también.

—Me alegra, me encanta tu nombre, siempre me ha encantado, es tan… lindo—le dijo ella, poniéndose colorada.

Allan rió alegremente, agachándose para recoger los retazos de su camisa, destrozada con el cambio, pero ella se le adelantó.

—¿Cómo es que sabías mi nombre?—Le preguntó él, ayudándola con la tarea.

—Porque te conozco… Es decir, no en persona, pero te he visto… En la calle y en el grupo de mis primas… Tú vas con ellas, se llaman Raquel y Rebecca, ¿las conoces?

—Ah, sí…—Allan se puso serio. Eran pocas las veces que había hablado con Rebecca, pero Raquel era una arpía, no vivía si no lograba hacer sentir a alguien miserable, y lo había elegido a él como centro de sus burlas.

—Te entiendo, a mí tampoco me caen bien—ella sonrió tímidamente, entregándole los retazos de la camisa—. Pero tú sí me caes bien. Mi hermano mayor, Tanek, me contó tu historia, ¿sabes…?

Allan agachó la mirada, suponiendo que esa niña sería otra más a la que su familia hubiese ordenado alejarse de él.

—¿En serio?

—Sí, y siento mucho lo que te pasó. Pero creo que debe ser fantástico, ¿no es así?

—¿Fantástico?—Él la miró como si ella intentase burlarse de él.

—Sí, poder crecer de esa manera, hacerte grande y fuerte…—suspiró emocionada—. Me encantaría ser grande y fuerte como tú.

—Soy un Kinam… bueno, en parte—le dijo él en tono molesto—. ¿Por qué te gustaría ser como yo?

—Porque yo también quiero ser grande—la niña suspiró mirándose a sí misma con tristeza—. Todos en mi familia son fuertes y grandes guerreros, pero yo… Yo soy débil, pequeña y… cobarde.

—No eres cobarde, sólo eres muy pequeña, lo acabas de decir. ¿Cuántos años tienes, siete, ocho…?

—Nueve—lo corrigió ella, y Allan no pudo evitar arquear las cejas por la sorpresa—. Casi diez, de hecho… Soy pequeña para mi edad.

—Eso no importa, ya crecerás.

—¿Cuántos años tienes tú?

—Diez… Pero pronto cumpliré once.

—¿Lo ves? Tú tienes casi mi misma edad, y eres mucho más fuerte y valiente que yo—ella agachó la mirada, con tristeza—. Mi padre querría a un hijo como tú a su lado, no como yo…

—Mady, créeme, nadie me quiere como su hijo… De hecho, creo que ni siquiera mi padre me quiere como su hijo…

Mady apoyó una mano sobre su hombro, sonriéndole ligeramente.

—En ese caso, creo que nos parecemos un poco.

Allan sonrió también.

—¿Sabes…? No tienes que ser débil si no quieres. Es decir, eres un Alma Amarilla, eres fuerte por naturaleza, sólo tienes que entrenar.

—Entrenar no servirá de nada, soy débil, ya te lo dije. Si al menos fuera un Alma Fucsia…—suspiró soñadoramente.

—¿Prefieres ser un Iris a un Alma de Fuego?—Allan la observó como si se hubiera vuelto loca—¿Por qué preferirías tener el talento de manipular la vegetación en lugar de curar? Es mucho mejor curar.

—Ser un Alma Amarilla te exige ser muy poderoso. Si fuera un Alma Fucsia, nadie esperaría nada de mí, y podría dedicarme a hacer lo que realmente amo; cuidar de las flores y las plantas—le sonrió de manera sumamente dulce—. ¿Te imaginas lo maravilloso que ha de ser poder hacer crecer vida de la nada?

—No.

—Quizá puedas si lo intentas—replicó ella, poniendo los brazos en jarra.

—No me interesa hacer crecer nada, quiero ser fuerte. Tú tienes mucho poder, podrías ser fuerte de creerlo.

—Ya te lo dije, soy débil.

—Sólo eres débil si realmente lo crees…—se calló al notar la tristeza grabada en el rostro de ella—. Hagamos algo… Yo también tengo mucho que entrenar, debo… aprender a dominar mi cuerpo—voló los ojos, hastiado con las palabras de su padre, que acababa de repetir—. ¿Por qué no entrenamos juntos? Así los dos podríamos mejorar, ¿no te gustaría?

—¿De verdad… de verdad tú me ayudarías?—Ella tartamudeó, mirándolo con los mismo ojos embelesados.

—Seguro que sí, ¿qué dices?

—¡Sí!—Sonrió, colgándosele del cuello para abrazarlo.

Allan se quedó paralizado sin saber qué hacer o cómo reaccionar. Era la primera vez que una chica lo abrazaba.

—Oh… Lo siento—se disculpó ella, apenada y con las mejillas encendidas al máximo.

—No te disculpes—le dijo, a pesar que se sentía tan nervioso como ella—. No hay problema….

¿Qué dices si nos vemos aquí mañana a esta misma hora?

—Perfecto—ella sonrió, mirándolo embelesada.

—Bien… entonces, nos vemos mañana, Mady.

—Hasta mañana, Allan—se despidió ella con la mano.

—Ah, por cierto… ¿Te molestaría prestarme tu pañuelo ahora?

—Creí que no lo querías.

—Te dije que no todavía—le sonrió de esa manera tan dulce que ella tenía, cogiendo el pañuelo que Allan le tendía—. El lodo es más sencillo de quitar cuando se ha secado. No quedarán manchas ahora.

Allan sonrió, agradeciendo el dato que bien podría utilizar más adelante.

—Hasta mañana, Allan.

—Hasta mañana, Mady—Allan se limitó a sonreír y se alejó por el mismo sendero por el que había llegado, sin evitar sonreír por el encuentro con la primera persona que no lo había rechazado desde que ese Kisinkan le cambió la vida…

 

***

 

—Es hora—el guardia había aparecido una vez más por la puerta sin que Allan lo notara.

Tanek asintió con la cabeza, posando una mano sobre el hombro de su amigo.

—Vamos, hermano. Tenemos un asunto que zanjar.

—¡Esperen, aquí estoy!—Llegó un hombre vestido con una gabardina y llevando un paraguas en una mano.

—¿Alberto?—Preguntó Allan, palideciendo al máximo—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Te estuve esperando en el mismo lugar por casi dos horas. Si Raquel no me avisa…—lo miró enojado—. En fin, no es tiempo de discutir. Vamos a contarles la verdad.

—¡No, Alberto! No lo hagas, le harás más daño… No sacaremos nada con ello…

—Evitar que te corten el cuello es bastante para mí—le dijo el hombre sin detenerse a escuchar más.

—¡No…! ¡Alberto, no!

—Allan, sé que no vas a hacer nada para intentar salvarte. Pero yo sí—le dijo él tajantemente, abriendo las puertas atrás de ellos de par en par para entrar en el salón donde se llevaría a cabo el juicio.

—Vaya, yo creía que sería el que realizaría ese trabajo—bufó Tanek.

Allan no contestó, mirando por primera vez con preocupación hacia la sala.

—¿Por qué tengo el presentimiento de que él va a ser quien realmente te salve el cuello?

Allan miró a Tanek sin decir nada. El rasgueo de un fósforo rompió el silencio cuando Alberto encendió su pipa, dispuesto a comenzar a hablar a pesar de que Allan aún no entraba siquiera en el lugar donde se celebraría su propio juicio.

—Vamos, hermano. Lo que suceda, sucederá—le dijo Tanek.

Allan asintió sin decir más y juntos entraron en la habitación que se encontraba a sus espaldas.

El lugar se encontraba abarrotado de gente, en el centro Ruperto, el General de la base, y a su lado Aníbal, el estricto coronel de fama reconocida por todo el globo, su padre, aguardaban delante de la sala para comenzar el juicio. Y por la mirada que ambos le dirigieron mientras se colocaba en el centro de la sala, supo que ciertamente la tendría difícil ese día…

Pero no era es lo que le preocupaba. Únicamente las palabras que Alberto fuera a decir ese día…

Todo el secreto que había llevado meses ocultando quedaría al descubierto.