CAPITULO II

EL FUERTE DE MOULTRIE

HABÍA aparecido la luna sobre el océano, roja primero como un disco de metal incandescente, clara después y derramando sus rayos de color azul pálido.

Flotaban dentro del agua las medusas y las noctilucas, lanzando miriadas de refulgentes chispas. Dejábanse aquéllas ir a la deriva, retorciendo sus largos brazos de pulpo; surgían las otras de la profundidad del mar como estrellas que se extinguían rápidamente al primer golpe de las olas.

Impulsada la corbeta por un viento seco del Norte, cortaba el agua bastante rápidamente, a pesar de su mutilación.

Ningún peligro había por el momento, porque la escuadra de lord Howe, obstinadamente perseguida por los bergantines contrarios de las Bermudas, había preferido acercarse a la costa americana para buscar refugio en algún puerto amigo.

El verdadero peligro estaba en Boston. Todavía tenían allí los ingleses buen número de barcos para anunciar la caída de la ciudad a los que vinieran de Europa, evitándoles entrar en una trampa erizada de cañones.

Aun cuando la guarnición había salido con la escuadra de lord Howe, los americanos, que temían siempre un golpe de mano, habían ocupado todos los canales e islas, y, sobre todo, habían artillado formidablemente el fuerte Moultrie con treinta y seis cañones de grueso calibre, para impedir la entrada de las naves inglesas en la bahía.

Por los corsarios que vigilaban el Atlántico se había sabido ya que una escuadra, mandada por el almirante Peter Parker y por el conde Cornwallis, había salido de Irlanda con un gran contingente de montañeses de Escocia, hombres valerosos y algo temidos por los yanquis.

Pero por el momento no había que pensar en la eventualidad de encontrarse con dicha escuadra enemiga.

La Tonante cojea, pero anda —había dicho «Cabeza de Piedra» al segundo de a bordo—. ¿Qué más se puede pedir después de salir de ese combate?

Y La Tonante, aunque cojeando, descendía hacia el Sur, corriendo bordadas cortas.

Se veía destacarse claramente en el horizonte la costa americana con sus verdes alturas y sus profundos canales.

Avanzada ya la noche, «Cabeza de Piedra», que iba de guardia en el castillo de proa, advirtió una gran luz que se proyectaba hacia el cielo.

Casi al mismo tiempo señalaba el segundo de a bordo uno de los faros de Boston.

—¡Voto a todos los campanarios de Bretaña! —exclamó el viejo contramaestre mordiéndose el canoso bigote—. ¿No ha terminado aún la lucha en Boston? ¿Qué quieren ahora esos ingleses? ¿Los otros buques? Creo que hemos hecho mal en dejarlos marchar. ¡Por la villa de Batz! Sin duda, se han olvidado de que tenemos aquí un verdugo. ¡Verdad es que hubiera necesitado trabajar demasiado!

El barón, que ya se había prevenido de lo que sucedía, había salido a cubierta y dirigía su anteojo hacia Boston.

—¿Sabe usted qué es lo que arde allí, Howard? —preguntó al segundo.

—Será, quizá, la ciudad.

—No; la luz sería entonces más intensa. Es el castillo de William, que desaparece. Ya me habían dicho que lord Howe, temiendo un ataque por nuestra parte, había dado orden de desmantelarlo e incendiarlo. Lo siento por la artillería, que esos ingleses quizá habrán arrojado al canal.

Un golpe de viento inclinó en aquel momento la corbeta a estribor.

—¡Arriad los juanetes de trinquete! —ordenó el corsario—. ¡No quiero perder otra ala!

El Atlántico, tranquilo hasta entonces, comenzaba a removerse y a mugir sordamente. Altas olas cubiertas de espuma avanzaban furiosamente de Levante y se estrellaban mugidoras en el costado de la nave, retrasando su marcha.

Después de ordenar a una docena de marineros la maniobra de aferrar las velas de juanete y sobre de proa y arriar la gavia, «Cabeza de Piedra» había salido al castillo y se sentó a horcajadas sobre una de las piezas de caza. No hay que decir que «Petifoque» se le había unido en el acto, porque aquellos dos lobos de mar, que siempre estaban riñendo, no podían hallarse separados diez minutos.

—¿Qué buscas, «Cabeza de Piedra»? —dijo el joven, viendo al contramaestre inclinarse hacia delante.

—Sondeo las tinieblas —respondió el bretón.

—Pero ¿es que la gente de Manica tenéis anteojos de larga vista por ojos?

—¡Nosotros!… Tenemos lentes cóncavas y lentes convexas, que acercamos o alejamos a nuestro gusto.

—¡Gorda es ésa, «Cabeza de Piedra»!

—¿Quién ha sido el primero que ha notado ese fuego que había en Boston?

—Tú, es verdad. Pero dime: ¿continúa todavía? Yo confieso que no veo ni una chispa.

—Los del País de Gales son medio bretones, pero bretones ingleses, y por eso no valen lo que los bretones franceses —respondió gravemente el contramaestre—. ¡Acuérdate siempre de esto, muchacho!

—Bueno; pues ya que tienes un par de anteojos en la cara, dime qué es lo que ves ahora.

—Solamente tinieblas.

—Eso también lo veo yo, aunque no soy bretón entero —repuso «Petifoque», lanzando una carcajada.

—Pero no serías capaz de dirigir La Tonante por los canales de Boston.

—¿Los ves ya?

—Vagamente.

—Pues yo veo que todo el horizonte está como si los diablos se divirtiesen en arrojar cubos de alquitrán líquido para ennegrecer todo cuanto se divisa.

—Y, sin embargo, yo veo.

—¿También el romper de la resaca?

—También.

—¿Y adonde iremos a refugiarnos en cuanto entremos en la bahía, si los buques de lord Howe nos permiten mojar la quilla en aquellas aguas?

—Bajo la protección de la artillería del fuerte Moultrie. Los americanos se hallan bien seguros dentro de ese fuerte, y los buques ingleses que vengan de Europa se romperán los cascos en ese obstáculo; yo te lo aseguro.

—Y con esta noche tan oscura, ¿no hay peligro de que el comandante del fuerte nos reciba a cañonazos?

—¡Pues no faltaba otra cosa! ¿Crees tú que nuestro comandante no ha tomado sus precauciones para el caso de que tuviésemos que regresar con tiempo oscuro? Si tiramos tres cohetes verdes, verás como los cañones del fuerte permanecen mudos. ¡Oh! ¡Cómo rompe la resaca dentro de los canales de Boston! ¡Vamos a sudar de lo lindo!

Era, sin embargo, una fortuna que el Atlántico no estuviera tranquilo y que se formaran aquellas enormes olas, porque con una noche tan oscura y tempestuosa, las naves inglesas no saldrían de su seguro refugio.

Verdad es que, faltando a la corbeta el palo mayor, había peligro de correr mal una bordada y encallar en alguno de los muchos bancos que entorpecen la entrada de la bahía, y que están formados por los arrastres que el río Mística aporta en gran cantidad, especialmente durante el estío y el otoño.

Conducida por su mejor timonel, y bajo la vigilancia del barón, Howard y «Cabeza de Piedra», la corbeta continuaba su marcha hacia el Sur, a pesar de los golpes de viento, que hacían peligrar seriamente al improvisado palo mayor, y a pesar de los bandazos de mar. A la luz de los relámpagos, que se sucedían sin interrupción, se divisaba ya la costa americana como a media docena de millas.

La mitad de la tripulación se hallaba sobre cubierta atenta, vigilante, preparada para cualquiera desesperada maniobra que fuera necesario realizar; la otra mitad estaba en la batería, tras los cañones, por si acaso aparecían de pronto cruceros ingleses.

Hacia la medianoche, la corbeta penetraba por el canal inmediato al fuerte Moultrie, que se halla edificado en el islote llamado Sullivan, a seis millas de la punta de tierra que hay entre los ríos Ashley y Cooper.

El oleaje del mar, cada vez mayor, penetraba furiosamente por entre ambas orillas, haciendo sumamente peligrosa la navegación. Un golpe de timón mal dado traería como consecuencia la pérdida de la corbeta.

El corsario había cogido el portavoz y lanzaba órdenes claras y precisas, que se percibían distintamente, a pesar de los siniestros silbidos de la ventisca entre la arboladura.

«Cabeza de Piedra», que había vuelto al castillo de proa con «Petifoque» y el verdugo de Boston, otro inseparable suyo, trataba sin cesar de sondear las tinieblas.

De cuando en cuando su voz, robusta como el mugido de un toro, se unía a la del barón, señalando al timonel la ruta con tal precisión que «Petifoque» no pudo menos de decir:

—¡Decididamente, este demonio de bretón ve de noche mejor que los gatos! Verdad que es de Batz, mientras que yo soy de Poulignen.

Poco después se oía una voz seca y breve:

—¡Orza a sotavento!

La corbeta, que luchaba penosamente con el oleaje, giró de pronto sobre sí misma y se deslizó rápidamente a lo largo de la costa de la isla Sullivan.

—¡Los cohetes!… —gritó el corsario.

Previendo aquella orden, «Cabeza de Piedra» había llevado a cubierta una caja de hierro.

Tres serpientes de fuego subieron a lo alto, venciendo a las ráfagas del viento, y estallaron lanzando millares de chispas del mismo color.

Un momento después salían de la extremidad del canal otros tres cohetes, seguidos de un cañonazo.

—¡Largad anclas! —gritó el corsario—. ¡Las dos de proa y dos anclotes a popa! ¡Arriad la gavia mayor y el trinquete!

Dos docenas de hombres, ágiles como monos, ejecutaron rápidamente la maniobra, y dando una última bordada, la corbeta dejó caer sus anclas con gran rechinamiento de cadenas en una pequeña bahía protegida por el fuerte.

Resonó a lo lejos algún que otro cañonazo; después, nada. Eran los buques ingleses, que habían disparado por precaución bien necesaria.

El fuerte Moultrie había sido levantado por los americanos antes de la toma de Boston. Era de construcción sólida, rodeado de una alta empalizada hecha con la madera esponjosa de una especie de palmera, en la cual penetraban los proyectiles sin causar grandes destrozos.

Había sido artillado con treinta y seis piezas de gran calibre, que fácilmente podían tener a raya a la escuadra inglesa que había dejado en aquellas aguas lord Howe.

Encerraba además una fuerte guarnición, porque los americanos habían establecido detrás de la isla unos astilleros, donde trabajaban alegremente día y noche carpinteros de ribera, herreros, calafateadores y demás obreros, construyendo una flotilla capaz de acometer altas empresas, y compuesta de cinco buques, casi terminados.

Apenas había dado fondo la corbeta y tendido un puente de paso, salieron del fuerte buen número de hombres armados con fusiles y provistos de linternas. A su espalda quedaban los artilleros con las mechas preparadas detrás de los cañones, por temor a una sorpresa.

El corsario y su segundo, que habían pasado a tierra, pronunciaron a la vez la misma frase:

—¡El coronel Moultrie!

—¿Y dónde debiera estar mejor que defendiendo el fuerte que lleva mi nombre? —contestó el heroico soldado, que tanto había contribuido a la rendición de Boston—. Buenas noches, barón; buenas noches, mister Howard. ¡No pueden ustedes llegar más a tiempo!

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—¿Por qué, coronel? —preguntó el corsario.

—Porque la escuadra inglesa se propone arrojarnos de aquí mañana. He recibido una confidencia.

—Querido coronel, nosotros volvemos en situación de ir al hospital. Hemos dejado en el mar el palo mayor.

—¿Ha conseguido escapar el marqués?

—Por desgracia mía, coronel. Su artillería nos ha inutilizado precisamente en el momento en que nos disponíamos a lanzarnos al abordaje sobre su fragata.

—Un mástil se coloca pronto cuando se dispone de astilleros. ¿Y lord Howe?

—Ha escapado con rumbo al Norte.

—Esos hombres que han conseguido salir de Boston darán mucho que hacer a Washington.

Permaneció Moultrie unos instantes silencioso, y después dijo:

—Si La Tonante ha perdido un mástil, supongo que conservará en buen estado sus excelentes cañones, que tanto juego dieron en la desembocadura del Mística. Sir William, cuento con usted y con sus bravos marinos. Más adelante buscaremos al marqués, y le prometo que llegaremos a encontrarle.

—¿Me lo promete usted?

—Le doy mi palabra de honor.

—Entonces, estoy dispuesto a combatir todavía por la causa americana —respondió el barón con voz enérgica.

En aquel momento, uno de los centinelas que estaban sobre los bastiones gritó:

—¡A las armas!

—¿El enemigo ya? —preguntó Howard.

—No le esperaba tan pronto; pero estamos preparados para sostener el ataque y destruir la escuadra inglesa, aun cuando se presente reforzada con alguna otra de Europa.

Algunos puntos luminosos surcaban las profundas aguas de la bahía, cambiando frecuentemente de dirección.

Eran los buques ingleses, que trataban de sorprender y destruir el fuerte Moultrie.

Como ya esperaban aquel movimiento, los americanos habían tomado grandes precauciones, haciendo que el regimiento regular de La Carolina ocupase el fuerte Johnson, que protegía los canales de Charlestown, y confiando a aquellos valientes la defensa de la isla de Saint James.

Muchos canales habían sido cerrados por medio de grandes trincheras o de baterías flotantes, y los almacenes emplazados en las orillas habían sido incendiados para evitar que los ingleses se refugiaran en ellos y amenazasen de nuevo a Boston.

El general Lee, en quien tenían gran confianza los combatientes americanos, había llegado a marchas forzadas con tropas regulares y ocupado muchas islas.

La lucha, que parecía paralizada desde la rendición de la capital de Massachusetts, iba a reanudarse con mayor furor, a pesar de faltarles a los ingleses los diez mil soldados que habían salido con Howe.

El corsario y su lugarteniente se habían apresurado a embarcar para prepararse al combate, que amenazaba ser terrible.

Apenas había dado la orden para que la gente ocupase su puesto en la batería, resonaron en lontananza algunos disparos.

—¡Ohé, camaradas! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ya podéis refrescaros el hocico, porque dentro de poco yo os aseguro que ha de hacer mucho calor! ¡Va a llover; pero serán balas enrojecidas lo que nos caerá encima! ¡En cuanto a mí, francamente, preferiría los chaparrones de las Bermudas! ¡Son abundantes, pero más saludables que éstos!