CAPITULO XI
LA NAVE MISTERIOSA
ERA, realmente, lo mejor que podían hacer para reponer sus fuerzas, después de aquella terrible aventura, que pudo enviarlos a servir de pasto a los peces en el fondo del Atlántico.
Volvía a llover, y el mar seguía desencadenando su furor frente a los arrecifes. Altas montañas de agua se lanzaban unas contra otras, con pavoroso fragor, al asalto de aquel obstáculo.
Con la débil ayuda del alemán, que cojeaba bastante, consiguió «Petifoque» formar un cobertizo con la tela de la vela tendida sobre los remos. Mientras tanto, «Cabeza de Piedra» no daba reposo a los víveres, creyendo que podría encontrar algo de jamón o embutidos.
Pero no había allí más que un poco de bacalao seco, lleno de gusanos y duro como una suela. No se había olvidado Wolf, sin embargo, de agregar alguna galleta, que no estaba en mejores condiciones, por cierto, así como un litro de aquel vinagrillo que llamaban vino.
—¡Qué miseria! —gruñó el bravo bretón, que se había acomodado bajo la tienda en un mullido lecho de algas—. No podremos ir muy lejos con estas provisiones. Por lo que he visto y oído, sin duda, ya empiezan a escasear las provisiones en la fragata. ¡Toma! ¡Ahora me acuerdo de mi pajarraco! ¡Ahí tendremos unos quince kilos de carne!
Dejó a sus dos compañeros acabando de arreglar el campamento, y, pasando de lecho en lecho y de roca en roca, fue a recoger su albatros, inmensa mole que casi no tenía más que plumas.
—¡Esto, a la despensa! —dijo, echándolo a los pies del gaviero—. Así se pondrá más sabrosa su carne. ¡Ahora, compañeros, a la mesa!
Metiéronse bajo la improvisada tienda, y entre el horrible bramar de las olas, que parecía que iban a destruir los sólidos cimientos de aquellos arrecifes, se pusieron no a comer, sino a triturar.
Por fortuna, los tres tenían magníficos dientes, y el bacalao, como la galleta, perfectamente molidos, pasaron a sus no menos excelentes estómagos.
Continuaba lloviendo, y a lo lejos se oía el ronco ruido del trueno que anunciaba la tempestad.
—¡Magnífico tiempo para ir a la pesca del congrio y de los calamares! —dijo «Cabeza de Piedra», que tumbado cómodamente en los fucos, parecía escuchar casi con placer el ruido que hacía la lluvia sobre el toldo de la tienda—. ¿No acabará esto nunca? Ya hace algunas semanas que el Atlántico está rabioso como si le hubiese mordido un perro hidrófobo. ¡«Petifoque», danos de beber!
—¿Vinagrillo?
—Todo sabe bien tras el bacalao seco.
Aunque el bravo muchacho estaba medio destrozado, no quería confesarlo, y se apresuró a obedecer.
«Cabeza de Piedra» se había preparado ya para abrir la botella con su cuchillo a falta de sacacorchos; pero al recibirla de manos de «Petifoque» no pudo reprimir un grito, exclamando:
—¡Bonzy!
—¿Qué es eso? —preguntó el alemán.
El contramaestre le miró de soslayo, levantó la botella, que estaba tapada con una cápsula de papel de estaño dorado, y después de mirarla y remirarla, haciéndola girar entre sus manos, gritó de nuevo:
—¡Bonzy! ¡Bonzy! ¡Por la torre de Babel rota! ¡Todavía sé leer, porque no he olvidado lo que el cura de Batz me metió en los sesos!
«Petifoque», a su vez, comenzó a gritar como si se tratase de alguna maniobra:
—¡Bonzy! ¡Bonzy!
«Cabeza de Piedra» le miró con cierto desprecio, y le dijo:
—Gritas lo mismo que un pato, sin saber lo que contiene esta botella, que sabe Dios cómo ha ido a parar a la despensa de esa fragata inglesa. El sol de Londres no ha madurado nunca uvas de champaña.
—¿Has dicho champaña, «Cabeza de Piedra»? Por fuerza te equivocas.
—Eres un pollino completo, «Petifoque». Esto no es vinagre, sino verdadero champaña rojo de Bonzy.
—¡Bonzy! ¡Bonzy! —repitió el gaviero—. Ese señor Bonzy, ¿era un general o un almirante famoso?
—¿No te ha hecho probar nunca tu padre nuestros más famosos vinos, por lo menos el tinto, ya que el blanco cuesta un ojo de la cara?
—¡Eh, compañero! ¿Es que antes de hacerte marino fuiste comerciante de vinos?
—Mi abuelo…
—¡Oh, ya salió!
—Cuando el negocio de la pesca se ponía malo, iba a trabajar en los viñedos de Reims y nos traía botellas a casa. ¡Cómo saltaba el vino!
—¿En la botella?
—Y en las copas. Es vino que se escapa en seguida, aunque no sea blanco.
—¡Abre ya!
Quitóse ante todo su gorro el contramaestre para evitar la salida del precioso líquido, y con un golpe seco de cuchillo hizo saltar el cuello de la botella.
El generoso vino, madurado entre los estratos gredosos del Marne, asomó inmediatamente su alegre espuma, tratando de huir; pero el contramaestre se apresuró a tapar la salida con el gorro, prudentemente preparado.
—¿Le oyes borbotear, «Petifoque»? —preguntó—. ¡Qué música! ¡Cuántas veces la hacía sonar mi abuelo en mis oídos!
—Mejor dicho, en tu estómago.
—¡Es lo mismo! Pruébalo.
Quitó el gorro, y, a riesgo de herirse en la boca comenzó a sorber con tal avidez, que los dos compañeros temieron fundadamente que no les dejase ni un sorbo.
—¿Has concluido? —preguntó el gaviero—. ¿Es verdadero champaña?
—Igual al que nos llevaba mi abuelo; verdadero Bonzy.
—¡Deja algo para nosotros, glotón! Tenemos el bacalao en la boca del estómago, que no quiere subir ni bajar.
—Es justo —contestó el contramaestre—. Soy un egoísta completo. ¡Tomad, camaradas; bebed todo lo que queda!
—Yo, no —dijo Hulbrik, haciendo un gesto de verdadera repugnancia.
—¡Gracias, camarada; eres un buen muchacho! —dijo el bribón de «Petifoque», vaciando por completo la botella antes que «Cabeza de Piedra» pudiera intervenir otra vez.
—¡Eh, chiquillo! ¿Qué me dices de este vino? —preguntó el contramaestre.
—No he bebido nunca otro mejor.
—¡Ya lo creo! Sin embargo, estas botellas suelen costar dos escudos, mientras que las del vino blanco cuestan dos o tres veces más.
—Parece, «Cabeza de Piedra», que has sido también comerciante de vinos, según hablas de ellos.
—Yo, no; mi abuelo —contestó seriamente el contramaestre—. Yo sólo he pescado.
—¡Ah, el famoso abuelo que te dejó la pipa! ¿No es verdad?
«Cabeza de Piedra» no pudo contener un grito al recuerdo de la pipa, y se había llevado las manos a los bolsillos temiendo una catástrofe.
—¡Por todas las pipas del mundo! —gritó palideciendo—, ¡después de tantos años, sólo me faltaba esta desgracia! Era una pipa de verdadera espuma de mar, ¿sabes, Hulbrik?
—¿Barro?
—En tu país se fabrican las pipas con una tierra que tiene un nombre tudesco que nunca he podido pronunciar; pero mi pipa, ¿entiendes?, era de la propia Asia Menor.
—¿El país de las pipas?
—¡Todos turcos grandes fumadores!
«Cabeza de Piedra» consiguió, al fin, encontrar en los bolsillos su querida pipa, que sacó, y después se pasó la mano por la frente, bañada en frío sudor, pues no estaba intacta, por desgracia; se había roto por mitad del cañón.
Pálido como un muerto, dijo con voz conmovida:
—¡He fumado en ella durante treinta años! ¡La usaron igualmente mi abuelo y mi padre, y se ha quemado en ella una montaña de tabaco! ¡Había conseguido salvarla de siete naufragios, y ahora ya está inútil para siempre!
—No, «Cabeza de Piedra» —repuso el gaviero—. Todavía se puede fumar en ella.
—Sí; pero ya no es la histórica pipa del pueblo de Batz.
—Cárgala y fuma, si tienes tabaco seco.
—Aunque estuviese chorreando y cubierto de marisco, lo fumaría del mismo modo. El pedernal, el eslabón y la yesca están bien cerrados en una caja impermeable.
Por fortuna suya, se hallaba asimismo bien seco el tabaco que le había regalado Wolf.
Cargó cuanto pudo la mutilada pipa, y después de encenderla se tumbó en el lecho de algas, echando bocanadas de humo denso y bastante acre.
Mientras tanto, la tormenta seguía rugiendo en el Atlántico. El cielo se había oscurecido profundamente, y enormes masas de vapores corrían impulsadas por el viento entre relámpagos y truenos. Caía un diluvio de agua, y al romperse en aquel firme obstáculo del arrecife, las olas arrojaban otra lluvia de agua pulverizada que llegaba hasta el minúsculo campamento.
Pero ninguno de los tres náufragos se preocupaban de ello. La escollera estaba firmemente cimentada para que pudieran temerse los embates del mar, y el lecho de algas era sobrado capaz para que pudieran estar en él cómodamente los tres náufragos.
¿Qué más podían desear en aquel momento? Ya podía el Atlántico enfurecerse y bramar cuanto quisiera; ellos estaban por el momento bien a cubierto de su cólera. Ya no se hallaban embarcados en aquella frágil ballenera que fue juguete de las olas, sino entre sólidas rocas que habían resistido durante muchos siglos los embates del mar y las tempestades.
Después de haber terminado de fumar su pipa, «Cabeza de Piedra» se había quedado dormido, ejemplo que no tardó en seguir el alemán, formando con el contramaestre un estrepitoso dúo de ronquidos.
Mientras tanto, «Petifoque», por hacer algo, había comenzado por desplumar al albatros muerto por el viejo marino, y gruñía y juraba para arrancar aquellas plumas, sólidamente agarradas a la dura piel del ave.
—¡Magnífico asado! —gruñía, moviendo la cabeza—. ¡Entre esto y el bacalao podrido no sé lo que escogería! Y luego no tendremos champaña para digerir este animalucho, que parece enorme, pero que pesa menos que el más pequeño delfín. ¿Es ésta la caza de «Cabeza de Piedra», un bretón de Batz?
Casi había terminado de desplumarlo cuando se fijaron sus ojos en un punto del mar, donde se percibía algo entre blanco y gris, que no era el agua.
—¡Un buque! —exclamó, dejando caer el ave y poniéndose en pie entre una nube de plumas—. ¿Será la fragata? Entonces correría algún peligro nuestro cuello.
En dos saltos se halló al lado de «Cabeza de Piedra», que seguía roncando y mantenía entre los dientes el trozo de la histórica pipa.
—¡Arriba, dormilón! —le dijo—. ¿Quieres hacerte colgar?
—¿Quién habla de cuerda? —respondió el contramaestre, bostezando como un oso.
—¡Yo, «Petifoque»!
—¿Se ha caído el mundo o ha desaparecido el Atlántico?
—Es que la fragata está a la vista.
—¡Cien mil campanarios! ¡Otra vez esos chaquetas rojas! ¿Es que ese maldito lord se ha empeñado en tener nuestra piel? Vamos a cuentas, bretoncillo: ¿qué es lo que has visto?
—Una nave a la deriva con rumbo a esta escollera.
—Pero, ¿es la fragata?
—¡Ah, eso ya no puedo decirlo, porque no tengo ningún anteojo!
«Cabeza de Piedra» soltó una carcajada, y dijo:
—Para un buen marino, los anteojos casi no sirven de nada. Mis ojos, ¿sabes?, valen más que todas las lentes que puedan fabricarse. ¿Dónde está esa nave que trae el cabo con que han de ahorcarnos?
El gaviero tendió su brazo derecho, indicando la dirección del punto negro.
«Cabeza de Piedra» guardó, ante todo, cuidadosamente su pipa en el bolsillo, y abriendo bien los ojos, que rodeó con las manos abiertas, estuvo observando atentamente, y dijo después:
—Que sea una nave, no lo niego; pero que sea una fragata, sí, sin duda alguna.
—¿Y si te engañas?
—¿Quién? ¿Yo? ¿Un pescador de Batz?
—Algunas veces no se ve bien, especialmente si se ha bebido champaña negro o blanco.
—¡Tú serás siempre un borrico, hijo mío! ¡Qué desgracia! ¡Y, sin embargo, eres un excelente gaviero!
—¡Gracias, camarada!
—¡Eh, alto ahí! ¡Olvidas siempre que soy superior tuyo!
—Mi abuelo me dijo…
—¡Ah! ¿También has tenido tú un abuelo?
—Claro es que mi padre no fue hijo de un orangután.
—¡Muy bien dicho! Ya veo que los viajes te instruyen rápidamente. ¿Y qué es lo que hacía tu abuelo?
—Vendía pulpo asado en las tabernas de Poulignen.
—Pero, ¿no te ha dejado ninguna pipa?
—Sólo un arponcillo, que rompí un día pescando un calamar grande que se había metido en una cueva bajo el agua, y…
Pero «Cabeza de Piedra» no le escuchaba ya. Miraba atentamente la nave, que el agua y el viento llevaban a las aristas de los escollos.
—¡Qué fragata ni qué ocho cuartos! Es un bricgoleta, desarbolado casi por completo.
—Tú, que tienes ojos capaces de desafiar a los más potentes anteojos, ¿puedes ver si hay alguien a bordo?
—Nadie, «Petifoque».
—¿Se habrá llevado el mar a toda la tripulación?
—Eso ya no lo sé —contestó el contramaestre.
—¿Llegará a destrozarse en la escollera?
—Quizá no, aunque pasará muy cerca, y creo que lo más prudente es que estemos preparados para abordarla.
—¡Valiente nave se nos presenta!
—¡Mejor será la ballenera con las cuadernas rotas, y que hará agua por todas partes!
—¡Tienes razón, «Cabeza de Piedra»; siempre seré un asno!
—Así lo creo; pero no es extraño, porque no eres de Batz.
—¡Ah! ¡Dichoso Batz! ¿Es la cuna de los dioses marinos?
—De los verdaderos bretones. Despierta en seguida a Hulbrik.
—¡Ronca tan a gusto!
—La nave se acerca, y los abordajes deben hacerse al vuelo, según decía un almirante holandés.
—¡Qué de cosas sabes!
—¡Vamos ya, chiquillo; obedece!
—¡En seguida, mi comandante!
Se echó sobre el alemán y le sacudió vigorosamente, agarrándole también la nariz.
Hulbrik aspiró ruidosamente la brisa marina y se sentó.
—¿Sabes nadar? —le preguntó «Cabeza de Piedra».
—Yo ser nacido junto a un gran río —contestó el alemán—. Andar mucho por el agua.
—Entonces, todo va bien. ¿No te asusta tener que nadar un par de millas?
El alemán hizo un gesto negativo.
—¡Qué fuertes son estos tudescos! —dijo el bretón—. ¡Ahora comprendo por qué los ingleses se van a reclutar gente a esos principados alemanes! ¡Excelente juventud, sana, robusta, un poco obtusa, pero siempre dispuesta para hacerse matar! Sin estos hombres, los americanos hubieran dado ya buena cuenta de los bebedores de té.
—¿Quiénes son? —preguntó «Petifoque».
—¿Qué otra cosa beben los ingleses?
—Yo los he visto muchas veces beber buenas botellas de gin y brandy.
—Pero ésos eran marineros —contestó gravemente «Cabeza de Piedra».
Había fijado de nuevo la mirada en la nave, que, según ya hemos dicho, navegaba o, por mejor decir, era llevada hacia los escollos como si un perverso timonel estuviese empeñado en conducirla a una pérdida segura.
Pero era muy dudoso que hubiese a bordo persona alguna, porque aquel casco desarbolado navegaba sin rumbo alguno, y las escasas velas que llevaba desplegadas por bajo de las cofas flotaban libremente a impulsos de las ráfagas del aire.
—Y bien —preguntó «Petifoque»—, ¿es nave de guerra?
—No, no; un barco mercante cualquiera, quizá con rumbo a las Antillas, y que ha desarbolado la tempestad.
—¿Y la tripulación?
—¡Yo qué sé!
—¿Y cuentas con que podremos abordarlo?
—¡Sangre de tiburón! ¡No quiero morir en estos arrecifes abrasado por el sol y la sed! Aunque esa nave sea una cáscara vieja, siempre será mejor que una ballenera desencuadernada que no puede estar sobre el agua. Sólo me preocupa una cosa.
—¿Cuál?
—¿Conseguiremos salvar estos dos fusiles y las municiones?
—Yo espero que sí.
—¡Hum, hum! ¡Pobre pólvora! En fin, preparémonos.
—¿Y el albatros? —preguntó «Petifoque».
—¡Déjalo que se pudra aquí! Espero que en aquella nave encontremos algo mejor para lastrar nuestro estómago. Los náufragos no lo habrán devorado todo antes de abandonar el barco. ¡Fuera los zapatos, la casaca y los calzones! ¡Las municiones y los fusiles, a la cabeza! ¡Apresuraos, camaradas; el viento empuja al barco rápidamente!
Mientras tanto, la nave misteriosa avanzaba con horrible balanceo en la cresta de las olas.
Parecía, sin embargo, que el viento se proponía salvarla de aquel peligro, porque, cambiando repentinamente de dirección, hinchó las dos velas bajas del brick y la hizo virar, navegando hacia alta mar.
—¿Estamos dispuestos? —preguntó «Cabeza de Piedra», que, ya despojado de sus ropas, se había asegurado a la cabeza un fusil y un paquete de municiones.
—¡Estamos! —respondió el gaviero.
La nave se encontraba entonces a milla y media de distancia y continuaba su rumbo al Sur, aunque tan inseguramente, que probaba que no era conducida por ningún timonel.
Los tres náufragos se acercaron al borde de la escollera, esperaron la retirada de una ola para no ser arrastrados por el banco de arena y se lanzaron al agua, nadando vigorosamente. La resaca era fortísima; las aguas avanzaban y se retiraban con fragor siniestro, removiendo profundamente el fondo.
«Cabeza de Piedra», notable nadador, había tomado la dirección del grupo y cortaba las ondas con vigor extraordinario. Seguíale inmediatamente «Petifoque», nadando como un delfín, y, por último, iba el alemán, decidido a no dejarse ir al fondo.
Habían nadado ya como una media milla, cuando Hulbrik lanzó un grito de espanto.
—¿Qué te pasa, hijo mío? —preguntó «Cabeza de Piedra», que acababa de cortar una ola más alta que las demás—. ¿Te vas al fondo?
—No, padre.
—Pues ¿por qué gritas así? No estamos en un campo de batalla, ni creo que haya sordos entre nosotros.
—¡Gruesa «pestia» pasar junto a mí!
—¿Qué era?
—No poder mirar en el agua, padre.
—¡Será algún marrajo!
—¿Comerme a mí?
—Del todo, no. Ofrécele un pie, y verás cómo se conforma.
—¡Entonces, yo no poder ir a la guerra! —respondió el alemán.
—Andarías sobre el otro pie que te quedaba.
El contramaestre se burlaba despiadadamente del pobre tudesco; pero no era capaz de abandonarle en caso de peligro. Había sacado el cuchillo, y volviendo rápidamente hacia atrás llamó en su auxilio a todos los campanarios del mundo.
Con pocas brazadas se puso al lado del tudesco, que continuaba nadando tranquilamente, aunque estaba convencido de que había tropezado con un peligroso animal marino.
—Veamos lo que es —refunfuñaba el valeroso bretón, girando una y otra vez en torno de Hulbrik, y, por último, se puso de nuevo a la cabeza del pelotón, gritando:
—¡Avante! ¡A la nave!
El bricgoleta pasaba entonces a menos de cinco cables de los nadadores, y aunque sin gobierno alguno, había evitado, por una extraordinaria casualidad, el peligro de la escollera.
Había doblado también los bancos de arena, y empujado por el viento, que mal que bien seguía hinchando las dos velas bajas que permanecían desplegadas, continuaba filando hacia el Sur, algo inclinado sobre la banda de estribor. El temor de que se escapara prestó fuerzas a los nadadores, que ya luchaban penosamente con las impetuosas olas.
Con un vigoroso esfuerzo consiguieron llegar al costado y aferrarse a algunas cuerdas que pendían al exterior.
—¡Arriba! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Estamos salvados!