CAPITULO XXII
UNA ATREVIDA EXPEDICION
DURANTE veintiséis días las dos naves se mantuvieron siempre a corta distancia, sin que la brisa de la noche les permitiera más que cambiar algún que otro cañonazo.
Llegaron juntas a las aguas de Nueva York, región en la que la guerra se desarrollaba con mayor encarnizamiento, tanto por el mar como por tierra.
Todas las supremas energías de los americanos se habían concentrado allí bajo el mando del infatigable Washington. Habían jurado conservar sus conquistas, y habían reunido hasta veintisiete mil hombres entre tropas regulares y voluntarios, con numerosa artillería, en su mayor parte adquirida de los corsarios franceses y holandeses.
También los ingleses habían concentrado todos sus esfuerzos en excelentes fortificaciones y contaban con gran número de buques.
Los hermanos Howe, que habían recibido grandes refuerzos de Inglaterra, habían ocupado la península de Sandy-Hook, y después atacaron a Long Island, arrojando poco a poco a los americanos, que, a pesar de llevar dos años guerreando, no sabían resistir una carga a la bayoneta.
Se habían reñido muchos combates, en los que Washington había llevado casi siempre la peor parte; pero quedaba por decir la última palabra, y los ingleses no podían bañarse en agua de rosas, a pesar de sus victorias, que les costaban mucha sangre, sin conseguir ventaja alguna de importancia.
Un gran peligro amenazaba a Inglaterra, porque el Congreso americano había hecho alianza con Francia y España, que habían ofrecido a la naciente República armas, municiones, soldados y navíos.
Esta era la situación de aquella guerra en la nebulosa noche en que llegaron a Nueva York aquellas dos naves, que habían hecho una tras otra la derrota desde la Florida.
Otra vez estaba el marqués a salvo, conservando en su poder a la rubia miss, y ahora tenía menos que temer que nunca, porque los ingleses poseían gran número de buques en aquellos parajes.
Quien corría verdadero peligro era el barón, porque podía dar con un par de navíos de alto bordo, ser preso y ahorcado con todos sus corsarios.
Así es que decidió, aunque con la muerte en el corazón, abandonar una vez más a su prometida y tratar de reunirse con el general Washington, porque sólo al lado de los americanos podría continuar su larga y penosa empresa.
Mientras el barco inglés se alejaba hacia Sandy-Hook, desapareciendo bien pronto entre la bruma, el Caboto puso la proa hacia Poniente, y por fortuna consiguió ponerse a salvo en el río Rariton, cuyas orillas estaban ocupadas por los americanos. Eran las cuatro de la mañana.
—¿Y ahora —preguntó sir William a Howard y a «Cabeza de Piedra», mientras McBiorn recibía a los comandantes yanquis, agradablemente sorprendidos de recibir aquella ayuda por la parte del mar—, qué haremos?
—Presentarnos a Washington, esperar una batalla y procurar deshacernos del marqués. Después pensaremos en la miss.
—¡Hum! ¡Hum! —dijo «Cabeza de Piedra» poco satisfecho—. Esas combinaciones son muy difíciles en una batalla; aparte de que el marqués podría estarse muy tranquilo algún tiempo en Sandy-Hook, ya que se hallan al frente los hermanos Howe. Estoy pensando, mi comandante, en que tenemos a nuestro lado un hombre que pudiera resultar valiosísimo, puesto que nos puede proporcionar informaciones sobre el marqués.
—Y ese hombre, ¿sería capaz de ir a Sandy-Hook?
—¡Se lo aseguro; ahora odia a los ingleses tanto como nosotros!
—¿Y te fiarías de él?
—Despacio, mi comandante. ¿Se ha olvidado usted ahora de sus dos bretones?
—¿Qué quieres decir?
—Que «Petifoque» y yo acompañaremos a los tudescos, vestidos los cuatro de lanceros. Los americanos seguramente tendrán algunos uniformes que pueden regalarnos, y a mí no me da ningún cuidado plantarme la ropa de un muerto.
—¡Poco a poco, «Cabeza de Piedra»! —dijo mister Howard—. Olvidas que el marqués de Halifax os conoce a ti y a «Petifoque».
—Disfrazados de alemanes, yo aseguro que pasaremos a través de las líneas inglesas. Hagan ustedes que los americanos nos proporcionen un bote, y respondo de todo.
—¿Pero qué planes tienes?
—Informarme de si ahora que se encuentra seguro el marqués quiere casarse, aunque sea a la fuerza, con la rubia miss.
El barón, pálido como un muerto, se había llevado la mano al corazón.
Durante unos instantes no pudo articular una palabra; al fin, haciendo un esfuerzo, pudo decir:
—¡Confío en ti, «Cabeza de Piedra», y en tus amigos! Veré al general Washington, que se encuentra acampado en Long Island, y trataré de obtener de él vestidos, un bote y quizá algo más todavía. Tú sigue aquí al cuidado de la nave, cuya tripulación no debe permanecer ociosa: Dentro de dos días, lo más tarde, tendrás noticias mías.
—¡No pierda usted tiempo, mi comandante; siempre temo una sorpresa del marqués!
El barón y mister Howard fueron a reunirse con el capitán del Caboto, que había recibido a bordo a los jefes de las fuerzas destacadas a lo largo del río, y todos ellos celebraron un breve consejo de guerra.
La situación de los americanos era en aquellos días muy difícil, porque los ingleses, con tropas de refresco, casi todas ellas alemanas, se preparaban a intentar un esfuerzo supremo para destruir aquellas tropas de Washington, maltrechas ya por llevar casi un año en campaña continua.
Se decidió reunirse al general, llevándole el refuerzo de los corsarios.
Antes de despuntar el alba, los americanos habían proporcionado a los marinos ciento cincuenta caballos, que el hambre y la fatiga habían puesto en mediano estado, y aquel fuerte grupo, que podía ser muy útil al general, siempre escaso de gente, partió para Long Island, conducido por el barón, McBiom y Howard.
A bordo del bergantín quedó «Cabeza de Piedra» sólo con sus tres amigos, porque hasta habían desembarcado cincuenta americanos para reforzar las filas del general Putmon, al cual atacaban constantemente los ingleses.
—¡Por todos los campanarios de Bretaña! —exclamó el buen contramaestre cuando vio salir al último hombre del buque—. ¡Creo que éste es el momento de las grandes audacias y de las grandes iniciativas! ¡Nuestro trabajo empieza ahora, amigos míos!
—¡Yo estoy dispuesto a seguirte siempre! —dijo «Petifoque».
—¡Y nosotros tampien, padre! —agregaron los alemanes tendiendo sus manos.
—Pues, ahora, esperemos.
Antes que hubiesen transcurrido dos días mister Howard conducía una pequeña embarcación de dos palos, capaz de navegar por alta mar con una escasa tripulación.
Venía acompañado de algunos marineros que tenían que regresar inmediatamente con él, porque era inminente una batalla.
Sir William confía en vosotros —dijo al bretón y a sus amigos—. ¡Procurad, ante todo, que no os ahorquen!
—¡Aún no se ha sembrado el cáñamo que ha de servir para ahorcarme! —respondió «Cabeza de Piedra».
Examinó y registró la barca minuciosamente, se cercioró de que había en ella algunos trajes alemanes, y después, mirando fijamente al segundo de La Tonante, dijo:
—Suceda lo que suceda, mister Howard, nosotros partiremos. En seis o siete horas podemos llegar a Sandy-Hook. Apenas tengamos noticias del marqués y de la miss, volveremos. Diga usted, sin embargo, al barón, que si se presenta ocasión de dar un golpe de mano, somos hombres capaces de intentarlo.
—¿Qué quieres decir, «Cabeza de Piedra»?
—Que si podemos robar la rubia miss…
—¿En medio del campamento inglés? ¿Estás loco?
—¡Eli, mister Howard, «Petifoque» y yo somos bretones, y los dos alemanes no son ningún par de estúpidos!
—¡Vuelve lo antes posible, y quiera Dios que nos veamos todos!
—¿Por qué, mister Howard?
—Porque esta mañana darán los ingleses un asalto formidable al campo americano. Tú asistirás a la batalla, puesto que tienes que costear Long Island, que es donde correrá más sangre.
—¡Confió en que nos encontraremos todos después, señor!
El teniente de La Tonante le dio un estrecho apretón de manos, le recomendó de nuevo que fuera prudente, y descendió a una chalupa, en la que esperaban ya los marineros para volver al campamento de Washington.
«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» desplegaron las dos velas, y la chalupa, a su vez, dejó silenciosamente la orilla para acercarse a las playas de Long Island.
La noche era bastante nebulosa; pero el viejo bretón conocía aquellos sitios paso a paso, y estaba seguro de llegar a Sandy-Hook sin tropiezo alguno.
—¿Y los vestidos? —preguntó «Petifoque» cuando las velas estuvieron bien aseguradas.
—El corsario nos ha enviado diez o doce uniformes alemanes, y no tendremos más que escoger —respondió «Cabeza de Piedra»—. Pensaremos en ello más tarde, cuando estemos en pleno mar. Por ahora, tratemos de ganar tiempo, ya que parece que los ingleses han dejado a Sandy-Hook para atacar a Long Island. Cuantos menos sean mejor podremos obrar. Abramos bien los ojos, y procuremos que no nos coja algún crucero inglés. No faltarán algunos por esta costa.
Encendió su pipa y se puso al timón, en tanto que «Petifoque» y los dos alemanes se ocupaban de las velas.
La chalupa, que era de construcción inglesa, porque en América apenas había astilleros, marchaba perfectamente a favor de una fresca brisa que agitaba el mar produciendo grandes olas.
Era un verdadero barquito de carreras, que sin duda alguna poseían los corsarios por habérselo tomado a los ingleses.
Apenas aquellos cuatro audaces expedicionarios se habrían alejado unas doce millas y se acercaban a la costa, temiendo que si navegaban por alta mar pudieran ser vistos por alguna nave, cuando empezaron a oír el ruido de un terrible cañoneo.
En aquellos momentos se libraba en la isla una de las más sangrientas batallas que registra la historia de la independencia americana.
Decididos los generales ingleses a apoderarse de la ciudad que conservaban los americanos, habían caído sobre éstos y empeñado resueltamente el combate.
Traían con ellos las tropas más escogidas de su ejército, gente aguerrida, avezada a la vida de campaña, con abundante artillería, y por el lado del mar muchos buques y gran número de barquichuelos armados para entrar en los ríos.
Washington había tenido noticias del gran choque que se preparaba y que podía comprometer gravemente la causa de la independencia, y había tomado sus medidas para hacer frente al huracán.
Sabiendo por experiencia que sus tropas regulares no podían resistir en campo abierto a los alemanes e ingleses, había reunido sus fuerzas en aquella isla y formado un campo fortificado en el paraje llamado Altura de Guana.
Estaba protegido por grandes bosques, en los que los americanos sabían defenderse mejor que en campo libre. Una cadena de montañas, cubiertas también de bosques, separaba a los combatientes. La batalla se empeñó con el mayor encarnizamiento desde el principio, tanto por parte de los ingleses como de los americanos, pues unos y otros querían conservar las respectivas ventajas conseguidas al cabo de tantos esfuerzos.
Después de haberse cañoneado algún tiempo, desde lejos, generalizóse la lucha cuerpo a cuerpo, y aquel día sufrió Washington una desastrosa derrota.
Atacado por los regimientos alemanes que conducía el general Heister y por la infantería inglesa al mando de Comwallis, después de siete horas de defensa desesperada, había tenido que retirarse precipitadamente a otras alturas, dejando en el campo tres mil hombres entre muertos, heridos y prisioneros, y cuatro piezas de artillería.
No era, sin embargo, una derrota tan completa como habían pensado los ingleses, porque el valeroso general americano había tenido la precaución de mantener bien concentrado el núcleo principal de sus fuerzas.
Mientras se combatía tan encarnizadamente en el interior de la isla, la chalupa guiada por «Cabeza de Piedra» continuaba su rápida carrera hacia Sandy-Hook.
Los cañonazos llegaban distintamente a oídos de los navegantes, que no se hallaban muy alejados del teatro de la desesperada lucha.
—Puede ser un bien para nosotros —dijo «Cabeza de Piedra» a «Petifoque»—. Si los ingleses se han dejado caer por aquí, no volverán a Sandy-Hook tan pronto y nos dejarán el campo más que libre. Todo consiste en llegar pronto.
—¿Podrán resistir los americanos? —preguntó «Petifoque» con cierta preocupación.
—Tienen mucha tierra detrás de ellos y Washington es muy hábil para preparar sus campamentos. ¡Oh!
A quince o veinte pasos de la chalupa había aparecido una gran sombra, destacándose entre la niebla que parecía levantarse.
Con un rápido golpe de caña había dirigido «Cabeza de Piedra» la chalupa hacia uno de los bajos fondos en que no hubiera podido navegar un barco de algún porte, tanto más cuanto que estaba erizado de innumerables escollos que sólo podía evitar un bote de poco calado.
La niebla, que sólo un golpe de viento había llegado a despejar un momento, volvió a cerrarse.
—¡Firme a la vela! —ordenó «Cabeza de Piedra», en voz baja—. Tratemos lo primero de desembarazamos de ese curioso.
—¿Dé qué modo? —preguntó «Petifoque», mirándole con estupor—. Ese buque debe de ser muy grande, y no creo que tengas la pretensión de que entre los cuatro lo tomemos al abordaje.
—¡Déjame obrar a mí!
En lugar de proseguir su derrota, se había puesto al pairo el crucero, dispuesto a capturar aquella misteriosa chalupa que trataba de huir en una noche de batalla.
Pero tenía que habérselas con dos lobos bretones, capaces de jugar con ellos entre aquellos bancos y con aquella niebla, que se rasgaba por un lado para cerrarse por otro.
No era, sin embargo, asunto de broma, porque podían recibir una buena bala de cañón cuando menos lo pensasen.
Esperó «Cabeza de Piedra» a que la niebla levantase un poco, vio una fila de escollos junto al banco de arena, y se alejó del crucero con una hábil bordada.
A pesar de la niebla, debían divisar los ingleses a la chalupa, porque viraron en redondo inmediatamente, y se oyó una voz imperiosa que gritaba:
—¡Parad o hacemos fuego!
—¡No habléis ninguno! —dijo en el acto «Cabeza de Piedra», que continuaba internando la canoa por los sitios más peligrosos, completamente inabordables hasta para una embarcación de mediano porte.
Los ingleses repitieron la intimación en tono más seco y amenazador:
—¡Parad!
—¡Id al infierno! —murmuró el contramaestre, que conducía la chalupa con habilidad incomparable.
Un minuto después sonó un cañonazo, rasgando la niebla, y silbó una bala a diez o doce metros de la chalupa.
—«Cabeza de Piedra», ¿quieres hacer que nos aplasten antes de arribar a Sandy-Hook? —preguntó el joven gaviero.
—¿Por qué? Disparan al azar.
—¿Y si la niebla levanta de pronto?
—¿Crees tú que esta chalupa no es capaz de hacer correr a ese crucero, que será probablemente un cascarón viejo, como todos los buques que envía el Gobierno inglés?
Aun cuando la niebla había vuelto a espesarse, todavía se presentaba de cuando en cuando la silueta del crucero a los ojos de los fugitivos.
Transcurrieron algunos minutos más. El crucero iba y venía, tratando de acercarse a los bancos entre los que se había refugiado la chalupa; pero la fuerte resaca le obligaba a mantenerse en guardia. «Cabeza de Piedra» seguía manejando su barco detrás de una línea de escollos bastante macizos, en los que llegaría a destrozarse una nave de alto bordo.
Los alemanes y «Petifoque» seguían sus órdenes con toda puntualidad, consiguiendo que las velas estuvieran siempre dirigidas al viento.
Resonó otro cañonazo, acompañado de frases amenazadoras; pero esta vez los fugitivos no oyeron el paso del proyectil.
—¡Nos han perdido! —dijo el contramaestre—. ¡Eh! ¡Querían cogernos como si fuéramos cuatro pájaros bobos!
—¿Vamos a zafar? —preguntó «Petifoque».
—Espera un momento; en estos asuntos tan peligrosos no se debe obrar con precipitación. Si estuviéramos en las costas de Bretaña, yo les haría dar un buen salto de cabeza a esos curiosos; pero no desespero aún de hacerles alguna de mis jugarretas. ¡Atención a mis órdenes, y cuidado con las velas!
La chalupa se había ocultado entre los bancos y la escollera, donde la niebla era más abundante, y continuaba corriendo bordadas para huir del enemigo.
Pero aun cuando éste sólo había descubierto aquella navetilla por una casualidad, se obstinaba en capturarla, como si llevase dentro a los más caracterizados jefes del ejército de Washington.
Después de haber largado los dos primeros cañonazos, se internó en el mar, como tratando de descubrir un paso entre los bancos que le permitiera caer repentinamente sobre la chalupa, y desapareció.
«Cabeza de Piedra» empezó a manifestar inquietudes, pues temía siempre una desagradable sorpresa.
Esperó a que algún golpe de viento dispersara la niebla, y dirigió resueltamente la chalupa hacia una alta escollera, tras de la cual aparecía el mar libre.
—¡Esperemos! —dijo.
—¿A que vengan a buscarnos? —preguntó «Petifoque».
—A que nos pierdan de vista.
—¡Hum!
—¡Quien viva verá!
Largaron un anclote para poder resistir a la resaca, que los impulsaba con fuerza hacia el Sur entre dos filas de escollos, y se pusieron a escuchar. Oían los gritos de las aves marinas, pero nada que les pudiese indicar dónde se hallaban los ingleses.
Aumentaban las inquietudes del viejo contramaestre, que veía también transcurrir inútilmente un tiempo tan precioso para sus propósitos.
¿Dónde diablos se habría ido a esconder aquel crucero? No era de esperar que se hubiese marchado después de aquellos dos cañonazos sin resultado.
Iba ya «Cabeza de Piedra» a tomar una resolución, cuando en medio de la niebla oyó una fuerte voz que gritaba:
—¡Stop! ¡Siete pies!
—¡Aquí están! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Vamos a ver qué tal jugamos la última carta! ¡No os mováis hasta que yo lo diga!
El crucero debía de hallarse al otro lado de la escollera, y, aunque no podía moverse, se oían las voces de la tripulación y el grito del encargado de practicar el sondaje de aquellas arenas.
—¡A las velas! —dijo «Cabeza de Piedra» a sus amigos——. ¡Aprovecharemos el momento oportuno para escapar!
—¿Levo el anclote? —preguntó «Petifoque».
—¡Todavía no! ¡Si no hay tiempo, se pica la amarra!
Entretanto seguían oyéndose los gritos que indicaban el sondeo:
—¡Stop! ¡Cinco pies! ¡Stop! ¡Cuatro pies! ¡Fondo! ¡Canal con siete pies!
«Cabeza de Piedra» sintió un estremecimiento.
—¡Ahora se nos echan encima! —dijo—. Por fortuna no nos han pescado todavía.
Miró a sus compañeros, que mantenían las escotas de las velas, y dijo a «Petifoque»:
—¡Pica el cable! ¡Atención a las velas!
Cogida la chalupa por la resaca, dio un gran salto hacia aquel canal que la niebla seguía cubriendo; viró de bordo a sesenta pasos del escollo y pasó con la velocidad de una flecha, empujada por un viento demasiado fuerte.
Un momento después aparecía la nave inglesa. Era un grande y viejo brik destinado al servicio de la costa, que tenía como un millar de toneladas y con batería.
«Cabeza de Piedra» pasó casi frente a la proa y enfiló el canal, corriendo bordadas para no dejarse cañonear fácilmente.
El brik disparó dos cañonazos, cuyas balas se perdieron, y se lanzó a la caza de la chalupa; pero a los pocos instantes se detenía con horrible estrépito por haber chocado contra un escollo que «Cabeza de Piedra» supo evitar con su acierto de siempre.
Se oyeron voces, órdenes y denuestos, que cesaron pronto, porque la chalupa se alejó rápidamente impulsada por las velas que el viento hinchaba con fuerza.
—¿Habéis visto? —preguntó «Cabeza de Piedra» levantándose y tratando de descubrir algo a través de la niebla—. ¡Esa es la jugarreta, querido «Petifoque», que pensaba hacer para desembarazarme de ese curioso!
—¿Se habrá destrozado el buque? —preguntó el gaviero, que tenía aún en los oídos aquel estrépito de maderas rajándose.
—Ha chocado con el escollo tan de frente, que la proa se ha abierto en el acto.
—¡Padre! ¿Ahogarse ellos quizá? —dijo Hulbrik.
—¡Deja que sirvan de pasto a los peces! ¡No son parientes nuestros! ¡Si quieren salvarse, ya se refugiarán en los escollos!
Sonaron siete u ocho cañonazos seguidos. Era que el brik pedía socorro.
El viejo bretón se puso en la boca la pipa apagada, cogió la caña del timón y lanzó la chalupa a través del canal gritando alegremente.
—¡Siempre han sido los de Batz grandes marinos!
La niebla, batida por el viento, comenzaba a levantarse con caprichosas ondulaciones. De cuando en cuando, bancos de arena o filas de escollos cubiertos de aves marinas aparecían con tal rapidez, que se necesitaba toda la pericia del contramaestre para evitarlos.
Después de algunas horas de marcha, la chalupa se encontró en un amplio canal formado por la costa de Long Island y una serie de islotes.
—¡Ya sé dónde estamos! Dejemos por un momento la chalupa y ocupémonos de nuestro disfraz. Otra vez en Boston me puse el uniforme alemán, y confieso que me sentaba perfectamente.
Como el mar estaba tranquilo, dejaron caer las velas, echaron otro anclote, único de que disponían, y llevaron a cubierta los trajes regalados por el general Washington, procedentes de prisioneros tudescos.
Había unos doce, todos en perfecto estado, con calzado kolbak y armas inglesas.
«Cabeza de Piedra» se embutió en el uniforme de un sargento que debía de tener su misma estatura; «Petifoque» se disfrazó de tambor, con la gran profusión de cordones y alamares que usaban los alemanes, y los dos hermanos se limitaron a cambiar sus vestidos, que ya se hallaban bastante destrozados.
Cargaron los seis fusiles que hallaron a bordo de la chalupa, desplegaron nuevamente las velas, recogieron el ancla y emprendieron otra vez la navegación.
—Esta noche llegaremos a Sandy-Hook —dijo el contramaestre, poniéndose al timón—. ¿No vamos a conseguir jugársela a los ingleses? ¡Me daría vergüenza!
La chalupa continuaba siempre por canales peligrosos, llenos de bancos y de escollos, y, por lo tanto, sólo accesibles para los pequeños veleros.
Pero «Cabeza de Piedra» se burlaba de estos obstáculos, manejando su barco como si lo conociese de toda su vida. Hacia mediodía, y mientras atravesaban otro ancho canal, un pequeño schooner, tripulado por media docena de aduaneros, intentó darles caza. Cuatro disparos hechos por Hulbrik y Wolf convencieron a los perseguidores de que debían abandonar la partida.
Después, y siempre con viento favorable, siguieron su derrota nuestros amigos, y a las nueve de la noche, en el momento en que volvía a caer la niebla, llegaban a Sandy-Hook, sin ser observados por nadie.