CAPITULO X

EN LOS ARRECIFES

REALMENTE, no era el momento más oportuno para dormir viendo aproximarse aquel amenazador huracán, que ya había empezado a remover el Océano, tan poco tranquilo desde muchos días atrás.

Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción, y el agua caía cada vez con más fuerza, como si las cataratas del cielo se hubiesen abierto igual que en los terribles días del Diluvio Universal.

Mientras «Cabeza de Piedra» guiaba la ballenera y «Petifoque» atendía a la vela, pronto a tomar los rizos que fuera necesario o arriarla por completo, en caso de peligro, el tudesco, que había descubierto un achicador de lienzo grueso, se había dedicado a vaciar el agua que había embarcado el bote, y que bazuqueaba por bajo de los bancos.

Entretanto, las olas seguían asaltando a la ballenera, bramadoras y feroces, como si estuvieran impacientes por engullir aquella débil presa.

La luz de los relámpagos tenía extraños matices, desde el lívido azulado hasta el rojo intenso. A la vez silbaba con feroz estridencia el viento de Levante, acompañando al horrible concierto que formaban truenos y mar con sus fragorosos ruidos.

Pero, a pesar de sus escasas dimensiones, que apenas llegaban a cinco metros, aquella ballenera hacía frente a la tempestad, subiendo y bajando en aquel caos de montañas de agua y botando lo mismo que una pelota de goma en el suelo.

Es verdad que hocicaba horriblemente y que sus socolladas descomponían de nuevo el estómago del pobre tudesco.

Algunas veces parecía que iba a desaparecer en el abismo; pero con ágil y fuerte mano «Cabeza de Piedra» sabía, por medio de hábil maniobra, dominar aquel golpe de mar.

Durante toda la noche, aquellos tres bravos lucharon desesperadamente, dispuestos a defender la vida, hasta que a cosa de las tres de la madrugada sintieron un terrible ruido que hasta entonces no habían oído entre los demás de la tempestad.

—¿Qué es eso, «Cabeza de Piedra»? —preguntó «Petifoque», preparado para maniobrar con la vela.

—Es que corremos hacia los arrecifes —contestó el contramaestre, que, sin abandonar la barra del timón, se había puesto en pie.

—¿Cuáles?

—¿Y me lo preguntas tú? ¿Es que tengo aquí alguna carta marítima?

—Es el bramido del mar que se estrella en algún obstáculo ¿no es verdad?

—Sí; es el bramido que no se olvida nunca cuando se ha oído una vez. ¿Dónde estaremos? ¡No sé lo que daría por saberlo! Meditemos un poco; yo he mantenido siempre el rumbo aproximadamente hacia Poniente; así, pues, deben de ser los arrecifes americanos los que amenazan destrozar esta miserable cáscara de nuez. ¿Serán los de la Carolina del Sur, de Georgia o de la Florida? He perdido por completo la brújula y me confieso desorientado, ¡con cien mil campanarios! ¡Duro es para un viejo marino tener que confesarlo, después de haber manejado el sextante tan bien como sir McLellan y el señor Howard!

—Y además, ¿para qué nos serviría en este momento? —dijo el joven gaviero—. No se descubre ni una sola estrella, y no sé si mañana brillará el sol para tomar el punto.

—Toma un rizo; llevamos mucho trapo y el viento aumenta. ¡Ayúdale, Hulbrik, hijo mío, y acaba ya de vaciar el estómago!

—¡Estar muy malo, padre! —respondió el pobre tudesco, que seguía con las angustias del mareo.

—Ya lo sé, y voy a darte un consejo.

—¿Cuál, padre?

—Cuando nuestros reclutas continúan arrojando les obligamos, por las buenas o por las malas, a cargar de nuevo el estómago. Puesto que a ti te gusta tanto el sebo, mira si encuentras alguna vela entre las provisiones y estíbala como si fuera una salchicha.

—¡No poder, padre!

—Pues, entonces, sigue arrojando.

La ballenera continuaba dando espantosos saltos y embarcando bastante agua, que trataba de achicar el gaviero, después de haber arrizado la vela.

En tanto aumentaba horriblemente el fragoroso ruido, que parecía provenir del embate del mar contra una enorme cordillera de arrecifes, y no contra un simple escollo.

En vano había intentado «Cabeza de Piedra» penetrar en las tinieblas con aquellos ojos que valían por dos anteojos de gran potencia.

Para aumentar el horror de aquella noche, seguía diluviando terriblemente.

—¡Pongámonos en manos de Dios! —dijo el contramaestre—. Si ha llegado nuestra última hora, moriremos como buenos marinos. «Petifoque», está preparado para arriar vela cuando te lo mande.

—Sí, «Cabeza de Piedra» —respondió el joven gaviero, que conservaba una sangre fría extraña en su edad—. ¿Nos estrellaremos?

—A eso ya no puedo contestarte.

Una montaña de agua negra, como si fuera de tinta o de alquitrán líquido, cogió la ligera embarcación y la levantó como una pluma sobre su espumosa cresta. «Cabeza de Piedra» lanzó en aquel momento un grito y dijo:

—¡Escollo a proa, a un cable de distancia!

—¿Qué hago? —preguntó con ansiedad el gaviero.

—¡Arría!

—¿Y después?

—Pereceremos o nos salvaremos juntos. En cuanto ocurra el choque, huid para que no os coja la resaca.

Era tal la naturaleza del viento, que, a pesar de haberse arriado la vela, seguía la ballenera filando, como si llevase aún desplegada la tela.

El contramaestre sujetaba con mano de hierro la barra del timón, y procuraba dirigir el barquichuelo hacia algún punto que las aguas del furioso Atlántico batiesen menos que los demás.

Comenzaba a alborear, y una luz gris y todavía mortecina se difundía entre los nubarrones, rebosantes de lluvia y de viento.

La masa de arrecifes era ya bien visible; un enorme banco casi a flor de agua, erizado de puntiagudas rocas.

—¡Cuidado! —dijo «Cabeza de Piedra», cuya voz temblaba, quizá por primera vez en su vida.

Las olas se precipitaban unas tras otras con espantosos bramidos. Se lanzaban contra el obstáculo tratando de destruirlo, y, rotas ellas mismas, se retiraban, para ser de nuevo impelidas al asalto por el viento y la corriente.

Arriada la vela, la navecilla apenas obedecía ya al timón, falta de apoyo.

Subía y bajaba con terribles sacudidas las crestas y los abismos; era una cáscara de nuez en medio de aquel torbellino.

—¡«Cabeza de Piedra»! —gritó el gaviero, aferrándose al palo.

—¡Padre! —decía el pobre tudesco, después de haber arrojado hasta lo último que contenía el estómago—. ¡Tener miedo! ¡Esto ser peor que la guerra!

—¡Valor, muchachos! —respondió el bretón, después de lanzar un prolongado suspiro—. ¡Ya estamos! ¡Llegó el momento! ¡Valor!

Se hallaban ya sobre los arrecifes.

La ballenera sintió una última y horrible sacudida; después, entre los bramidos de las olas, se oyó el chasquido de algo que se destrozaba, y tres gritos humanos que el viento llevó en sus alas, muy lejos.

Transcurrieron algunos minutos. Únicamente se oía la voz poderosa del Océano batiendo furiosamente aquel obstáculo que se oponía al paso de sus arrolladoras olas.

Sobre el sitio donde habían naufragado los tres desgraciados revoloteaban grandes aves marinas, albatros, quebrantahuesos y fragatas entre bandadas de rincópsidos que el viento arrastraba.

¿Buscaban entre los arrecifes alguna fácil presa que les sirviera de pasto?

Era lo más probable.

De pronto, un enorme albatros, casi enteramente blanco, cuyas alas no medían menos de tres metros y medio de punta a punta, después de haber descrito varios círculos cada vez más pequeños, se dejó caer casi a plomo entre dos rocas, gruñendo como un cerdo.

Oyóse un grito, un grito humano.

—¡Ah, canalla! ¿También tú? ¡No estoy muerto todavía! ¡Toma, bicharraco del demonio!

El volátil trató de levantar el vuelo, batiendo apresuradamente las amplias alas; pero, tras breve lucha, cayó lanzando un último gruñido.

Había sido decapitado por el cuchillo de «Cabeza de Piedra».

¿Cómo es que aquel hombre extraordinario no se había destrozado entre aquellas rocas? No tenían, realmente, nada de blandas; pero entre ellas se habían amontonado en cantidad considerable, formando una especie de lecho, fucos y algas que arrastraba el mar.

Por una verdadera fortuna, después de un buen salto, «Cabeza de Piedra» había caído sobre uno de aquellos lechos. Ya sabemos que el bravo bretón había nacido con buena estrella y que podía contar con la suerte.

La voltereta no había sido suave, sin embargo, puesto que, a pesar de que aquel hombre tenía miembros y costillas de acero, prescindiendo de su famosa cabeza, se había desmayado al golpe como una mujercilla. Quizá hubiera permanecido aún mucho más tiempo desvanecido si el albatros, creyéndole muerto, no le hubiera aplicado aquel vigoroso picotazo, que sirvió para reanimarle.

Esos grandes pájaros consiguen muchas veces abrir el cráneo a los nadadores; pero por algo era bretón «Cabeza de Piedra», y no en balde también llevaba tal sobrenombre.

Así es que, sacando rápidamente el cuchillo de maniobra que llevaba a la cintura, una buena hoja entre machete mejicano y navaja andaluza, le había decapitado.

Hecha la proeza, aplicó al volátil, que aún se movía, tres o cuatro patadas que le destrozaron las alas, y después trató de levantarse.

—¡Por vida de todos los campanarios! —exclamó, registrándose cuidadosamente las costillas—. ¡Vaya un golpe! ¿Y los otros? ¿Se habrán destrozado?

«Cabeza de Piedra» reunió toda la fuerza de los bretones de Batz y se puso en busca de sus compañeros.

Se había puesto en pie, haciendo crujir aquellos restos vegetales que le habían servido de lecho, y con no poca sorpresa se encontró con que su máquina funcionaba todavía perfectamente.

—Necesitaba un poco de aceite —dijo—. Más tarde pensaremos en eso.

Después de registrar y remover todo aquel lecho aplastando centenares de moluscos, miró en torno suyo.

La cordillera de arrecifes en que se había destrozado la ballenera se prolongaba unas millas, interrumpida únicamente por algunos bancos de arena que el Océano saltaba con sus furiosas olas.

¡No se ve más que rocas, agua y aves! —dijo, poniéndose en marcha por entre aquellas rocas, que a veces ocultaban una cortina de agua pulverizada—. ¿Habrán perecido? «Petifoque», aunque no sea de Batz, al cabo es bretón, y en cuanto al tudesco, debe de tener también la cabeza bien dura. ¡Vamos a ver si los encontramos!

Felizmente, un rayo de sol, que se había proyectado sobre los arrecifes, abriéndose paso por entre aquellas nubes, siempre amenazadoras, favoreció al marinero. Si el Océano no se había llevado ya a su seno los cuerpos de sus dos amigos, debían de hallarse, muertos o desvanecidos, en algún sitio cercano.

Decidido «Cabeza de Piedra» a saber lo que había sido de ellos, avanzó con gran cuidado, evitando aquellas traidoras olas, que algunas veces conseguían subir hasta los lechos de algas depositados en los más altos huecos de las rocas. Llegó a un sitio donde los arrecifes formaban una especie de pasillo o corredor, casi cubierto en lo alto por una serie de rocas que unían sus simas, y con el suelo cubierto de algas y fucos,* mezclados con grandes cantidades de guano.

—¡Parece la cubierta de una batería! —dijo «Cabeza de Piedra», que no podía permanecer callado, a pesar de la angustia que le devoraba. Se detuvo y lanzó un fuerte grito.

Veinte pasos más allá estaba todavía la ballenera, sujeta entre dos rocas, y con los costados destrozados.

—¡Quizá estén dentro! —exclamó—. ¡Un golpe así no lo podrán haber resistido!

Apretó el paso, haciendo crujir fuertemente aquellos restos vegetales aportados por el mar, y después de correr veinte veces el peligro de ser arrastrado por las olas que continuaban sus furiosos asaltos, consiguió llegar a la chalupa.

El Océano debía de haber levantado la embarcación, haciéndola salvar la primera fila de escollos, para dejarla caer después sobre la segunda, compuesta de rocas puntiagudas como lanzas. Allí había permanecido retenida, con la quilla destrozada, abiertas las costillas y deshecho el timón. Aunque hubiera sido de hierro no habría podido resistir la violencia de aquel golpe.

El bretón miró dentro de la chalupa con indescriptible ansiedad; pero no vio a «Petifoque» ni al alemán. Por un azar extraordinario, los víveres y las armas permanecían intactos, a pesar del tremendo golpe.

—¡Haberme quitado el mar a mi «Petifoque»! —sollozó, tendiendo los puños hacia el Océano, que continuaba su tumultuoso movimiento—. No era un alemán, no, ¡sangre de un tiburón!, ¡un bretón, lo mismo que yo! ¡Pero no; es imposible que haya muerto! De igual modo que yo me he salvada ha podido sucederles a ellos. ¡Dale a las piernas, «Cabeza de Piedra», y mientras haya fuerzas, busca y revuelve, ya que na te has roto las costillas y tus piernas funcionan perfectamente!

Cogió un fusil y un sable y volvió hacia atrás, registrando atentamente los abundantes lechos de restos vegetales que había entre roca y roca, algunos de ellos muy grandes. Las olas de años y años habían arrastrado y acumulado en ellos vegetales, como para salvar a los náufragos de sus brutales caricias en días de tempestad.

Ya había visitado «Cabeza de Piedra» cuatro o cinco de aquellos depósitos, cuando advirtió que un quebrantahuesos se lanzaba rápidamente entre dos rocas con el largo pico abierto. Los quebrantahuesos, encarnizados perseguidores de doradas, de peces voladores y de otras clases de pescados, pertenecen a la especie de procelarias gigantes, y son tan grandes como un albatros, aunque desarrollan menos fuerza que éste. No pesan más de diez kilogramos, a, pesar de su tamaño, pues tienen una considerable cantidad de plumas; pero son terribles por la impetuosidad de sus ataques y por su avidez. No temen al hombre, y lo mismo que los albatros, cuando descubren algún náufrago, suelen lanzarse contra él con fiera resolución.

Hacía mucho tiempo que «Cabeza de Piedra» conocía ya a aquellos pajarracos de plumaje oscuro, e inmediatamente preparó el fusil, aunque no estuviese muy seguro del arma.

—¡Allí está un camarada! —había gritado—. ¡Estos canallas de pajarracos acuden siempre a los muertos!

Apuntó e hizo fuego. La detonación se confundió con el bramido del mar. El arma había disparado, a pesar de las dudas de «Cabeza de Piedra», y el quebrantahuesos, malherido, se había dejado llevar por una ráfaga de aire que le había lanzado al agua.

El bretón avanzó corriendo, sin cuidarse de las puntas de aquellas rocas, duras y cortantes como el acero, que le destrozaban las botas. Recorrió quince o veinte pasos y se encontró con un lecho de vegetales muy espeso, que formaba una especie de nicho bastante grande para contener varias personas. Un cuerpo humano yacía sobre las algas.

—¡Hulbrik! —exclamó el bretón—. ¿Y «Petifoque»? ¡Pensemos primero en éste!

Volvió rápidamente a la chalupa, cogió una botella, milagrosamente salvada del naufragio, que debía tener gim o ginebra, y volvió solícitamente al lado del pobre tudesco, que parecía hallarse medio reventado.

—¡Ohé, «Compadre Cerfeza»! ——gritó—. ¿Qué hace usted entre esos hierbajos?

Al oír aquella voz, bien conocida, el alemán abrió los ojos y dijo:

—¡Ah, padre! ¡Yo estar muy malo!

—¿Rota la columna vertebral?

—Yo creer que no.

—Entonces todo marcha bien. ¿Y «Petifoque»?

Una risotada respondió a esta pregunta. Era el joven gaviero, que, listo como una ardilla, se había levantado de otro lecho inmediato de restos vegetales y se registraba el cuerpo frotándose vigorosamente las costillas.

—¿Te has roto algo, hijo mío? —preguntó apresuradamente «Cabeza de Piedra».

—¿No sabes que los bretones de Poulignen somos elásticos? —respondió «Petifoque», haciendo, sin embargo, un gesto.

—Voy creyendo que sí —contestó el contramaestre—. ¡Qué raza somos los bretones! ¡Sólo pueden tumbarnos las balas de cañón!

—¿Y la chalupa?

—Con los costados abiertos.

—¿Perdida?

—No creo que haya cerca de aquí ningún carpintero que venga a repararla, porque no veo ni casa ni cabaña alguna en estos arrecifes.

—Entonces, ¿estamos presos?

—Por ahora, sí.

—¿Y cómo vamos a poder vivir?

—No es cosa de inquietarnos tan pronto. Estoy armado, como ves, y en la chalupa queda todavía un fusil. Además, tenemos en la despensa un albatros que he decapitado. Estará duro como un mulo de los Pirineos; pero cuando aprieta el hambre todo se come. ¿Podéis andar?

Hulbrik y «Petifoque» se miraron recíprocamente, y, haciendo un esfuerzo, siguieron al contramaestre, tropezando más o menos.

Al cabo de unos cuantos minutos se encontraron en el sitio donde había naufragado la ballenera.

Hicieron rápidamente el inventario de cuanto contenía, experimentando la agradable sorpresa de encontrar un barrilito que contenía cinco o seis litros de agua pestilente, y que sólo un verdadero milagro había podido salvar del naufragio.

—Voy a haceros una proposición —dijo «Cabeza de Piedra», después de haber reunido todas las provisiones sobre un lecho de algas secas.

—¡Dila ya! —exclamó «Petifoque».

—¡Vamos a almorzar!