A BORDO DEL CÓNDOR

Apenas había amanecido cuando Holker entró en la habitación de su antepasado y el señor Brandok gritando:

—¡Arriba, mis queridos amigos!… Mi Cóndor nos espera delante de las ventanas del salón y el hotel ya ha mandado el té.

No hacían falta más que esas palabras, «nos espera delante de las ventanas», para hacer saltar de la cama al doctor y a su compañero.

—¡El automóvil delante de la ventana! —habían exclamado poniéndose los pantalones.

—¿Les sorprende?

—¿En qué piso estamos? —preguntó Brandok.

—En el decimonoveno. Se respira mejor aquí arriba y apenas llegan los ruidos de la calle.

—Entonces, ¿qué tipo de automóvil tiene usted que puede subir a semejante altura?

—Ya lo verán; apúrense, amigos, porque esta mañana quiero llevarlos hasta las cataratas del Niágara para mostrarles las colosales instalaciones eléctricas que suministran energía a casi todas las fábricas de la Federación. Antes iremos a ver la estación ultrapotente de Brooklyn, porque debo mandarle noticias mías a mi amigo marciano. Ese buen hombre debe estar un poco inquieto por mi largo silencio y recibirá con placer la noticia de la resurrección de ustedes.

—¡Cómo! —Exclamó Toby—. ¿Tú le habías informado que un antepasado tuyo dormía desde hacía cien años?

—Sí, tío —respondió Holker—. De vez en cuando tenemos nuestras confidencias, porque estamos unidos por una profunda amistad.

—¿Sin haberse visto nunca? —exclamó Brandok.

—Por algunas indicaciones mías habrá podido esbozar mi retrato.

—¿Y tú? —preguntó Toby.

—Yo tengo el suyo.

—¿Cómo son entonces los habitantes de Marte? ¿Se parecen a nosotros?

—Por las descripciones que hemos recibido de ellos no son muy parecidos a nosotros; sin embargo, en lo relativo a civilización y ciencia, parece que no son inferiores. Imagínese, tío, que tienen la cabeza cuatro veces más grande que la nuestra y que entonces, con semejante desarrollo del cerebro, no deben estar muy atrasados con relación a nosotros.

—¿Y el cuerpo?

—Los marcianos, por lo que hemos podido comprender, son anfibios que se parecen a focas, con brazos cortísimos, que terminan en diez dedos, y pies muy grandes y palmeados.

—¡Verdaderos monstruos, en suma! —exclamó Toby, que escuchaba con viva curiosidad esos detalles.

—Efectivamente, no parece que sean muy bellos —respondió Holker.

—Pero vayamos a tomar el té, lo encontraremos frío. Volveremos a hablar de los marcianos y su planeta cuando estemos en la estación ultrapotente de Brooklyn.

Dejaron la habitación y entraron al salón. El pequeño ferrocarril con un solo vagoncito estaba detenido en el extremo de la plancha de metal. Pero no fue eso lo que atrajo la atención de Brandok y del doctor, sino una sombra gigantesca que se agitaba delante de las amplias ventanas.

—¿Qué es eso? —preguntaron, lanzándose hacia adelante.

—Mi Cóndor —respondió tranquilamente Holker.

—¿Un globo dirigible?

—No, señores, una máquina voladora que funciona perfectamente, dotada de una velocidad extraordinaria, una velocidad tal que puede competir con las golondrinas y las palomas, ¿no las había hace cien años?

—Algún globo dirigible, siempre peligroso —dijo Toby.

—Y como los globos causaban tantas desgracias, nosotros, desde hace cincuenta años, abandonamos el hidrógeno por las alas. Tomemos el té, después tendrán tiempo de observar mi Cóndor y de verlo maniobrar.

Separó casi a la fuerza de la ventana al doctor y a Brandok y sacó las tazas del vagoncito, las servilletas y el recipiente con la perfumada infusión y algunos bizcochos.

—No sean tan impacientes —dijo—. Hay que ver una cosa por vez o se cansarán demasiado. Tiempo no nos falta.

Bebieron el té, mojando en él algunos bizcochos. Después Holker subió al alféizar que era muy bajo y puso los pies en la plataforma de la máquina voladora sobre la que habían sido colocados cuatro cómodos sillones.

image5.jpeg

Harry, el negro gigante, estaba detrás de la máquina con las manos sobre una pequeña rueda que hacía girar dos inmensos timones de forma triangular construidos con una especie de tela muy brillante y montados sobre una ligera armadura de metal.

Brandok y Toby apenas se habían sentado cuando el Cóndor levantó vuelo oblicuamente hasta colocarse encima de las inmensas casas, describiendo una serie de giros de una precisión admirable. Esa máquina, inventada por los científicos del 2000, era verdaderamente estupenda y, lo que es más importante, era de una simplicidad extraordinaria.

No se componía más que de una plataforma de un metal que parecía más ligero que el aluminio, con cuatro alas y dos hélices colocadas paralelamente, ambas de tela, con ejes de acero y una pequeña máquina que las movía.

El gas, como se ve, no tenía lugar en el aparato; la mecánica había triunfado sobre los globos dirigibles del siglo precedente.

Toby y su compañero miraban con admiración ese invento extraordinario que subía y bajaba y giraba y volvía a girar como si fuese un verdadero pájaro.

Muchos otros artefactos similares volaban sobre los techos de los edificios, compitiendo en velocidad, en su mayor parte montados por señoras que reían alegremente y por niños alborozados.

Los había de todas las dimensiones: enormes, que llevaban hasta veinte personas; pequeños, apenas suficientes para dos, y otros formados por sólo dos alas parecidas a las de los murciélagos, que no maniobraban con menor precisión y rapidez que los demás.

Arriba y abajo se cruzaban saludos y llamadas; después la flota aérea se dispersaba en todas direcciones aterrizando en las calles, en las plazas, en las inmensas terrazas de las casas, o deteniéndose delante de las ventanas o en los balcones para embarcar nuevas personas. Brandok y Toby habían enmudecido, como si el estupor les hubiese paralizado la lengua.

—¿Entonces? ¿No dicen nada? —Preguntó finalmente Holker—. ¿Perdieron el habla?

—Yo me pregunto si estoy soñando —dijo Brandok—. Es imposible que todo esto sea realidad.

—Mi querido Brandok, estamos en el 2000.

—Lo que usted diga, pero no logro convencerme de que el mundo haya progresado tanto en sólo cien años. ¡Transformar a los hombres en aves! ¡Es increíble!

—¿Y no hay peligro de que estas máquinas voladoras se caigan? —preguntó Toby.

—A veces hay choques, las alas se despedazan, las hélices se destrozan y entonces, ¡ay del que cae! Pero ¿quién se preocupa por eso? ¿Hace cien años no chocaban también los viejos ferrocarriles y las naves? Son accidentes que no conmueven a nadie.

—¿Qué máquinas son ésas que mueven las alas?

—Máquinas eléctricas de gran potencia. Como ya les he dicho, en estos cien años la electricidad ha hecho progresos estupendos.

—¿Y qué velocidad pueden darles a estas naves voladoras? —Hasta ciento cincuenta kilómetros por hora. — ¿Entonces han suprimido los ferrocarriles? —preguntó Brandok.

—Oh, no, mi querido señor, pero no son como los que se usaban hace cien años, demasiado lentos para nosotros; tenemos muchísimos. Entenderán que en estas máquinas voladoras no se pueden cargar grandes pesos.

—¿No sirven más que para divertirse y para hacer pequeños viajes de placer?

—Y también para largos viajes a través del océano —dijo Holker—. Tenemos verdaderos buques aéreos que parten regularmente de todos los puertos del Atlántico y del Pacífico y que en treinta y seis horas llegan a Inglaterra y en cuarenta al Japón, a la China, a Australia.

—¿Ya no hay naves en los mares?

—Oh, sí, todavía las tenemos. Pero no son las que se usaban en el siglo pasado. Verán muchas cuando atravesemos el Atlántico. Pensé en dejar mi Cóndor en las cataratas del Niágara y llevarlos al Quebec con el ferrocarril canadiense para embarcar después allí hacia Europa.

—Mi querido nieto —dijo Toby—, abandonas tus asuntos; supongo que tendrás alguna ocupación.

—Soy médico del gran hospital de Brooklyn; pero por ahora no necesitan de mí: tengo dos meses de vacaciones.

—¡También tú eres doctor! —exclamó Toby.

—Un doctor que haría un papelón al lado de un hombre que ha hecho un descubrimiento tan grande.

—Tú serás el heredero —dijo Toby.

En ese momento el Cóndor descendió bruscamente sobre una vasta plaza rebosante de gente que parecía enloquecida.

—¿Qué sucede allá abajo? —preguntó Brandok, que se había asomado por la baranda de la plataforma.

—Ésa es la plaza de la Bolsa —respondió Holker.

—Pareciera como si los hombres estuvieran escapando del fuego. Van y vienen casi corriendo.

—Y también la gente que se agolpa en las calles cercanas parece que caminara sobre brasas —dijo Toby—. No serán bolsistas aquellos también.

—¿Caminaban de otro modo hace cien años? —preguntó Holker con cierta sorpresa.

—Los hombres eran mucho más tranquilos, mientras que ahora veo que hasta las señoras corren, como si tuvieran miedo de perder el tren.

—Desde que vine al mundo siempre los vi correr como ahora.

—¡Ah! —Exclamó Toby—. Ahora comprendo: es la gran tensión eléctrica que actúa sobre sus nervios. El mundo se ha vuelto loco, o casi.

—Harry —dijo Holker—, vamos hacia Brooklyn.

El Cóndor se elevó un centenar de metros y se lanzó hacia el este a ciento cincuenta kilómetros por hora.

Calles inmensas se abrían bajo los aeronautas, si así se los podía llamar, flanqueadas de edificios enormes, de veinte, veinticinco e incluso treinta pisos, que debían contener cada uno miles de familias, la población entera de un pueblo. Mil fragores subían hasta los oídos de los dos resucitados, producidos quizá por máquinas gigantescas: silbidos, golpes formidables, detonaciones, explosiones, y se veían, a lo largo de las paredes y en la cima de columnas de hierro, dar vueltas a una velocidad extraordinaria ruedas de dimensiones nunca vistas.

—¿Qué hacen allí? —preguntó Brandok.

—Son talleres mecánicos —respondió Holker.

—¡Cuántos miles de obreros trabajarán allí dentro!

—Se equivoca, mi querido señor; hoy día los obreros casi han desaparecido. No hay más que algunos mecánicos para dirigir las máquinas. La electricidad ha matado al trabajador.

—¿Qué fue de esas enormes masas de trabajadores que existían en una época?

—Se volvieron pescadores y agricultores; el mar y los campos poco a poco han absorbido a los obreros.

—Entonces ya no habrá más huelgas.

—Esa palabra es desconocida.

—En nuestra época sí que las había, ¡y cómo! Especialmente después de la organización llevada a cabo por el partido socialista. ¿Qué fue del socialismo? Se predecía un gran porvenir para ese partido.

—Sí, pero desapareció después de una serie de experimentos que no contentaron a nadie y disgustaron a todos. Era una hermosa utopía que en la práctica no podía dar resultados, concluyendo en una especie de esclavitud. Así hemos vuelto a lo viejo, y hoy día hay pobres y ricos, patrones y trabajadores, como mil años antes, y como siempre ha sido desde que el mundo comenzó a poblarse. Subsisten todavía algunas colonias alemanas y rusas, compuestas de viejos socialistas que cultivan en común algunas regiones de la Patagonia y de la Tierra del Fuego, pero nadie se ocupa de ellos, ni tienen ninguna importancia; poco a poco van desapareciendo.

—¡El puente de Brooklyn! —Exclamó Brandok—. Todavía lo reconozco. ¿Así que ha resistido hasta ahora?

—Sí, hace más de ciento veinte años que está allí. Los ingenieros del siglo pasado eran buenos constructores —dijo Holker.

—¡Qué inmenso se ha vuelto ese suburbio! —exclamó el doctor, mirando con admiración la infinita agrupación de edificios inmensos que se extendía hasta perderse de vista.

—Cuatro millones de habitantes —observó Holker—. Ya compite con Nueva York.

—¿Y Londres, qué será hoy?

—Una ciudad de doce millones de habitantes.

image6.jpeg

—¿Y París?

—Una metrópoli inmensa, más grande aun… Harry, ve derecho a la estación ultrapotente.

El Cóndor, después de pasar sobre el puente, había acelerado su vuelo.

También sobre el antiguo suburbio de Nueva York se veían, dando vueltas, un gran número de máquinas voladoras cargadas de personas que se dirigían en su mayoría hacia el Hudson o hacia el mar.

El Cóndor, después de haber pasado sobre la ciudad, se dirigió hacia una pequeña altura en la que se erigía una torre inmensa en cuya cima había una antena desmesuradamente alta, que parecía un cañón monstruoso que amenazaba el cielo.

—La estación ultrapotente —dijo Holker—. ¿Ven allí, al costado de la torre, un tubo brillante de dimensiones colosales?

—Sí, ¿qué es? —preguntó Toby.

—El más grande telescopio que existe en el mundo.

—Debe ser inmenso.

—Por cierto: tiene ciento cincuenta metros de largo, señores míos, una verdadera maravilla que permite ver la Luna a sólo un metro de distancia.

—Así que ustedes han hecho realidad el antiguo sueño de nuestros astrónomos.

—¡Ah! ¿También los sabios antiguos intentaron acercarse tanto a nuestro satélite?

—Sí, sobrino —respondió Toby—, pero sin conseguirlo. ¿De modo que ahora conocen la Luna en todos sus detalles?

—Conocemos incluso la más pequeña roca.

—Dígame: ¿está poblada?

—No, es un cuerpo apagado, sin aire, sin agua, sin vegetación y sin habitantes.

—Sí, también nuestros científicos la habían imaginado así.

—¿Y cuánto consiguieron acercarse a Marte? —preguntó Brandok.

—A sólo trescientos metros.

—¡Qué maravilla!

—Despacio, Harry; baja despacio.

El Cóndor había superado un largo cerco que rodeaba la estación y descendía suavemente, describiendo amplias curvas. A las ocho de la mañana se detenía a treinta metros del enorme telescopio.