LOS MARCIANOS

Un hombre de unos sesenta años, que tenía una cabeza más grande que la del señor Holker y el rostro completamente afeitado, salió de la inmensa torre que se elevaba en medio del cerco y fue al encuentro de los visitantes, diciendo:

—Buen día, doctor; hace bastante tiempo que no se lo ve por aquí.

—Buen día, señor Hibert —había respondido Holker—. Le traigo dos amigos que llegaron ayer de Inglaterra y que tienen curiosidad por conocer su estación y tener noticias de los marcianos.

—Bienvenidos —respondió el señor Hibert, estrechando las manos de los huéspedes—. Estoy a vuestra disposición.

—El más grande astrónomo de Norteamérica —dijo Holker después de la presentación—. A él le debemos la gloria de haber puesto en comunicación la Tierra con Marte.

—Creía que habían sido los científicos europeos —observó Toby—. Sé que se ocuparon mucho de ello en un tiempo.

—Norteamérica los ha precedido —dijo Holker.

—Tengo curiosidad por saber cómo consiguieron hacerles llegar noticias nuestras a aquellos lejanos habitantes de Marte. Habrán tenido que superar dificultades inmensas.

—Y, sin embargo, ¿qué dirían si yo les contara que la idea de enviarnos señales nació primero en el cerebro de los marcianos? —dijo el astrónomo.

—¡Me parece imposible! —exclamó Brandok.

—Y, sin embargo, fue precisamente así, mi querido señor. Hace ya muchos lustros, más precisamente desde el año 1900 e incluso antes, nuestros viejos astrónomos, y también los europeos, en particular el italiano Schiaparelli, habían notado que sobre ese planeta aparecían, de cuando en cuando, especialmente después del retiro de las aguas que cada tanto invaden aquellas tierras, inmensas líneas de fuego que se extendían por miles de kilómetros.

—Lo recuerdo —dijo el doctor Toby—. Lo leí en una vieja colección de periódicos del año 1900 que conservo en mi casa. Entonces se creía que los fuegos eran señales hechas por los habitantes de Marte.

—En este siglo nuestros astrónomos, viendo que aquellas líneas de fuego se repetían con mayor frecuencia y que la mayoría de las veces describían formas parecidas a una J monstruosa, supusieron que realmente eran señales y decidieron intentar responder. Fue en 1940 cuando se hizo el primer experimento en las grandes llanuras del Far West. Doscientos mil hombres fueron colocados de modo que formaran una J y una noche oscura doscientos mil antorchas fueron encendidas. Veinticuatro horas después la misma señal aparecía también en uno de los inmensos canales del planeta marciano. Entonces se pensó, para ver mejor si la última era una respuesta a nosotros, en repetir el experimento, pero cambiando la forma de la señal, y fue elegida la letra Z. Veinte noches después los marcianos respondían con una lengua de fuego de la misma forma. Ya no podía haber dudas. Los marcianos, quién sabe desde hacía cuánto tiempo, trataban de ponerse en contacto con nosotros. Las pruebas se continuaron a lo largo de un mes, cambiando siempre la letra, y con creciente éxito.

—Pero no podían comprenderse —dijo Toby.

—Hubiera sido necesario que tuvieran un alfabeto igual al nuestro, y además ese medio hubiera sido demasiado costoso. Nació entonces en la mente de los científicos la idea de mandar allí una onda hertziana con la esperanza de que también los marcianos tuvieran un elemento receptor. A expensas de varios gobiernos americanos se levantó una torre de acero, que fue llevada a cuatrocientos metros y se colocó en la cima una estación ultrapotente de telegrafía sin hilos.

—Un invento para nada moderno ése de la telegrafía aérea —dijo Brandok.

—Sí, es verdad, ya que se la conocía desde comienzos del siglo pasado, y fue perfeccionada por los descubrimientos de un gran científico italiano, el señor Marconi; pero entonces no tenía la potencia que tiene hoy. Nuestros instrumentos, perfeccionados por muchos científicos, alcanzaron tal fuerza que hoy podríamos comunicarnos hasta con el Sol, si allí hubiera habitantes y receptores eléctricos. Durante muchos meses lanzamos ondas eléctricas sin ningún resultado; un día, con gran sorpresa nuestra, oímos sonar nuestro aparato de señales; eran los marcianos que finalmente nos respondían.

—¡Ese pueblo también ha hecho maravillosos descubrimientos! —exclamó Toby.

—Nosotros tenemos nuestros motivos para creer que están mucho más adelantados que nosotros. Al principio las señales eran confusas y nos resultó imposible entendernos.

Pero poco a poco se combinó un sistema de claves especiales que los marcianos, después de un par de años, consiguieron descifrar, y ahora nos comprendemos perfectamente bien y nos comunicamos todo lo que sucede aquí y allá.

—¡Asombroso! —exclamaron al unísono Brandok y Toby.

—Se los había dicho —recordó Holker.

—Dígame, señor Hibert, ¿Marte se parece a nuestra Tierra?…

—Un poco, dado que tiene tierra y agua, como nuestro globo. Sus condiciones físicas, en cambio, son muy diferentes. Los mares de ese planeta no ocupan ni la mitad de la extensión total de ese globo: el calor que recibe del Sol es mediocre, siendo la distancia alrededor de la mitad mayor que la de la Tierra y la cantidad de calor es más de la mitad inferior. Por otra parte, el año es dos veces más largo, o sea, tiene seiscientos ochenta y siete días.

—¿Y el aire es igual al nuestro?

—El aire es más ligero, así que su atmósfera es más pura, no se forman nubes, no se desencadenan tormentas, los vientos casi no existen y las lluvias son desconocidas.

—¿Y el agua?…

—El agua es análoga a la de la Tierra, y eso se sabía antes, por la semejanza de las nieves acumuladas en sus polos con las nuestras, pero no da lugar a evaporaciones sensibles, por lo tanto nada de lluvias.

—¿Entonces faltará vegetación en Marte?

—Nada de eso, mi querido señor: hay plantaciones y selvas espléndidas que no tienen nada que envidiarles a las de nuestro globo.

—¿Y quién las riega si no llueve? —preguntó Brandok.

—La naturaleza igualmente ha proveído —dijo el astrónomo—. Dado que el agua no circula con un sistema de nubes, de lluvias y manantiales, como ocurre entre nosotros, han compensado esa falta las nieves condensadas en las regiones polares. Cada seis meses, hacia la época del equinoccio, se derriten y producen inundaciones sobre inmensas extensiones de centenares de miles de kilómetros. Las aguas, reguladas por una serie de canales construidos por aquellos habitantes, corren y se desbordan a través de los continentes, fertilizando las tierras y regando las plantas. Cuando terminan de derretirse los hielos, las aguas se retiran por los mismos canales y dejan nuevamente las tierras al descubierto.

—¿Entonces los grandes canales que los científicos del siglo pasado ya habían advertido, son obra de los marcianos? —dijo Toby.

—Sí —respondió el astrónomo—. Trabajos imponentes, colosales, teniendo cada uno una longitud de cien kilómetros y más.

—Y nosotros que estábamos orgullosos de las obras de los antiguos egipcios.

—Señor Hibert —dijo Holker—, llévenos a la torre. Debo mandar un saludo a mi amigo Onix.

—¿Onix es tu marciano? —preguntó Toby.

—¿Qué hace ese hombre, o mejor, ese anfibio? —preguntó Brandok.

—Es un comerciante de pescado que siempre se queja de no poder hacerme probar las gigantescas anguilas que sus pescadores atrapan en el canal de Eg.

—¿Entonces allá arriba hay patrones y trabajadores?

—Como en nuestro globo.

—¿Y también reyes?

—Hay jefes que gobiernan las distintas tribus dispersas por los continentes.

—Todo el mundo es un país.

—Parece que sí —dijo Holker, riendo.

Vengan, señores —agregó el astrónomo—. La máquina está lista para llevarnos arriba, a la plataforma.

Dieron vuelta a la colosal torre mirándola con profunda admiración. ¡Qué papel mezquino hubiese hecho al lado de ella la torre Eiffel, construida hacía veinticinco lustros en París, que en aquella época lejana había maravillado al mundo entero por su altura!

Era un tubo descomunal, de cuatrocientos metros de altura y con un diámetro de ciento cincuenta en la base, construido parte en acero y parte en vidrio, dotado en el exterior de una cornisa que subía en espiral, tan ancha que permitía el paso de un vagón capaz de contener a ocho personas.

Su forma era redonda, como la de los faros, y poseía una resistencia capaz de desafiar a los más poderosos ciclones del Atlántico.

Toby, Brandok, el astrónomo y Holker entraron al vagón, y éste comenzó a subir a una velocidad vertiginosa, girando alrededor de la torre, mientras que los vidrios, que parecía que se agitaban mecánicamente, daban a los viajeros la ilusión de estar subiendo en torno a un colosal tubo de cristal.

Dos minutos después el vagón se detenía automáticamente en la plataforma de la torre ante una inmensa antena de acero que sostenía los aparatos eléctricos de telegrafía aérea.

—Esta estación, mucho más grande, se parece a esa otra que el señor Marconi, hace cien años, había instalado en el cabo Bretón —murmuró Toby al oído de Brandok—. ¿Te acuerdas que la habíamos visitado juntos?

—Sí, ¡pero qué potencia han conseguido darle ahora a las ondas eléctricas! —Respondió el joven—. ¡Ah, cuántas maravillas! ¡Cuántas!… ¡Toby, me vuelve el temblor de los músculos!

—Sí, es la electricidad.

—¿Estos hombres no sufren esta agitación?

—Ellos nacieron y crecieron en medio de esta gran tensión eléctrica, mientras que nosotros somos personas de otra época. Esto me preocupa, James, no te lo oculto.

—¿Por qué?

—No sé si podremos acostumbrarnos.

—¿Qué es lo que temes?

—Nada por ahora, sin embargo… ¿sientes el spleen?

—Hasta ahora, no —respondió Brandok—. ¿Cómo podría aburrirme con tantas maravillas para ver? Esta es una segunda vida para nosotros.

—Mejor así.

Mientras intercambiaban estas palabras, el director ya había lanzado varias ondas eléctricas a los habitantes de Marte.

Hicieron falta quince minutos para que el timbre eléctrico anunciara la respuesta, que era un saludo del amigo de Holker.

—Se ve que ese buen hombre se encontraba en la estación telegráfica —dijo el sobrino de Toby—. Seguramente estaba esperando noticias mías.

—Señor Hibert, ¿conseguirán un día llegar hasta Marte?

—Yo creo que ya nada es imposible —respondió con gran seriedad el astrónomo—. Desde hace dos años los científicos de los dos mundos se ocupan de esta gran cuestión para dar un desahogo a la creciente población de la Tierra. Hoy tenemos explosivos mil veces más formidables que la pólvora y la dinamita que se usaban antiguamente.

—¡Antiguamente! —exclamó Brandok, casi escandalizado.

—Es un modo de decir —dijo el astrónomo—. Puede afirmarse que algún día podremos lanzar a los marcianos un cohete de gran potencia llena de habitantes terrestres. No se sabe qué nos tiene reservado el porvenir. Bajemos y vengan a ver mi telescopio, que es el más grande que se ha construido hasta ahora.

Volvieron a subir al vagón y en medio minuto se encontraron en la base de la torre. Allí cerca se erguía el gigantesco largavista.

Consistía en un enorme tubo construido con chapas de acero, de ciento cincuenta metros de largo, un diámetro de cinco y un peso de ochenta mil kilogramos, instalado sobre dos enormes pilares de piedra.

—¡Un cañón colosal! —Exclamó Brandok—. ¿Cómo hacen para mover este monstruo?

—No es necesario —respondió el astrónomo—. Como pueden ver, está fijo.

—Entonces sólo pueden observar una sola porción del cielo —observó Toby.

—Se equivoca, querido señor. Mire atentamente hacia arriba y delante del objetivo verá, en la prolongación del eje, un espejo móvil destinado a enviar las imágenes de los astros al eje del telescopio. Ese espejo es impulsado por un movimiento de relojería dispuesto de manera tal que avanza en sentido contrario a la rotación de la Tierra, de manera que el astro que se quiere observar queda constantemente en el campo visual del telescopio, como si nuestro planeta estuviese completamente inmóvil.

—¡Qué maravillosos inventos! —murmuró el doctor.

—¿Qué es en comparación con esto aquello de lo que se vanagloriaban tanto los científicos franceses del siglo pasado? —dijo Brandok.

—¿Usted se refiere al gran telescopio de París? Sí, durante muchos años fue considerado una maravilla —declaró el astrónomo—, pero no nos acercaba a la Luna más que a sólo ciento veintiocho kilómetros, y ya era mucho para aquellos tiempos. No podía acercarnos más, dado que la Luna está a trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros. Ahora nosotros nos acercamos a un metro.

—Amigos —dijo Holker—, vámonos o almorzaremos demasiado tarde. Las cataratas están un poco lejos.

—¿Van a visitar las cataratas del Niágara? —preguntó el astrónomo.

—Sí —respondió Holker.

Estrecharon la mano del científico, subieron al Cóndor y pocos instantes después volaban sobre Brooklyn, dirigiéndose hacia el noroeste.