NAVES VOLADORAS Y MARÍTIMAS

El Tangaroff en ese momento se cruzaba con el navío volador, pasándole a babor. Era un huso enorme todo de acero, de más de ciento cincuenta metros de largo, con la proa agudísima, y con una anchura en el medio de unos quince metros.

Estaba cubierto por completo, con un gran número de ventanas en la cubierta, protegidas por vidrios que debían tener un gran espesor.

En medio se erguía una torre también de metal, de cuatro metros de alto, en cuya plataforma estaban sentados, cerca de la rueda, dos timoneles. Detrás se levantaba un poste para la telegrafía aérea.

Andaba velozmente, casi sin producir ruido alguno, dejando detrás de sí una estela blanquísima que parecía aceitosa.

Más que una nave parecía un cachalote nadando a toda velocidad.

En el momento en que pasaba por debajo del Centauro, el aparato eléctrico de esta nave dejó oír un ligero tintineo y registró un despacho expedido por los timoneles del Tangaroff.

Era un cordial «buen viaje» que enviaban a los navegantes del aire, junto con la noticia de que los hielos habían interrumpido la navegación por el mar Blanco.

—¡Hermosa! ¡Espléndida! —exclamó Brandok, que seguía con la mirada al veloz piróscafo.

—¿Cuándo llegará a Islandia?

—Mañana por la noche —respondió Holker.

—¿A pesar de los hielos?

—Nuestros barcos se ríen de los hielos. Los atacan a golpes de espolón y los disgregan sin importar el espesor que tengan. Son verdaderos arietes, de una potencia inaudita.

—Sobrino mío —dijo Toby—, ¿qué ha sido de los barcos submarinos que en nuestro tiempo daban tanto que hablar?

—Desde que las guerras son imposibles, casi han desaparecido. Todavía hay algunos que sirven para las exploraciones submarinas y para recuperar las riquezas perdidas en el fondo de los mares.

—¿Y el canal de Panamá? —preguntó Brandok.

—Fue concluido hace ochenta y cinco años, mi querido señor.

—¿Aquella gran empresa fue llevada a término?

—Y por nuestros compatriotas; y se han realizado otras para acortar el viaje de las naves. El istmo de Corinto, que unía Morea con Grecia, también fue cortado; el de la península de Malaca también, y ahora se está realizando otra gran obra.

—¿Cuál?

—El gran desierto del Sahara está por transformarse en un mar accesible incluso por las más grandes naves. Trabajan allí desde hace cinco años y dentro de cinco o seis meses también esa obra estará concluida.

¿Qué queda por hacer ahora? —preguntó Brandok.

—Mantener el mundo en equilibrio, ya se los dije —respondió Holker—, y esperemos que nuestros científicos lo consigan. La campana nos llama para desayunar; este aire marino me ha abierto un apetito de lobo. Imítenme, amigos; después se sentirán mejor.

Mientras pasaban al salón comedor, la nave voladora continuaba su carrera hacia el sudoeste, devorando el espacio a una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora.

El océano seguía cubierto de grandes bancos de hielo y también de enormes icebergs que proyectaban reflejos enceguecedores.

Aquí y allá se divisaban canales, dentro de los cuales se veía alguna rarísima foca, una de las pocas que habían conseguido huir de la destrucción de los pescadores noruegos y rusos.

Los tres amigos estaban por terminar su desayuno, simple pero abundante, cuando oyeron la sirena proveniente del aparato eléctrico, y poco después vieron aparecer al capitán con el ceño fruncido.

—¿Ha recibido alguna mala noticia, comandante? —preguntó Holker.

—Me telegrafiaron de la estación escocesa del cabo de York diciéndome que desde hace dos días, cerca de las islas Británicas, se ha desencadenado un furioso huracán —respondió el capitán—. Se anuncia un pésimo invierno este año.

—¿Estará obligado a refugiarse nuevamente en las costas noruegas?

—No quiero perder más tiempo; desafiaré al ciclón.

—¿Resistirá su nave? —preguntó Brandok.

—No se inquieten, señores; mi Centauro ha sido construido con acero de primera calidad.

No habían transcurrido tres horas cuando ya el huracán anunciado por la estación escocesa se hacía sentir en los parajes por donde marchaba el navío aéreo.

El cielo se había oscurecido y vientos impetuosos, verdaderas ráfagas marinas que venían del sur, embestían poderosamente las alas y las hélices del Centauro.

El océano se rompía en olas que se volvían rápidamente en gigantes, y que disgregaban con mil estrépitos los bancos de hielo que venían de la isla jan Mayen. El comandante había dado la orden a sus maquinistas de aumentar la velocidad, esperando poder evitar así los ataques del ciclón, y a los timoneles, de que se dirigieran hacia el oeste para evitar el centro del huracán. Sin embargo el Centauro sufría sobresaltos imprevistos y a veces era impotente para resistir las ráfagas. Más de una vez había sido arrastrado por algún trecho hacia el norte, a pesar de los esfuerzos de las alas y las inmensas hélices.

—¿Caeremos al mar? —preguntó Brandok, que se había colocado detrás de los vidrios del compartimiento de proa.

—Aunque eso sucediera, nos haríamos poco daño —respondió Holker.

—¿No nos hundiremos?

—En absoluto, mi querido señor. Nuestros ingenieros pensaron en semejantes desgracias y les han puesto remedio.

—¿De qué modo?

—¿No observaron que la parte inferior de la plataforma es casi esférica como los de los botes y los barcos, y que también tiene una quilla? En el interior hay cajas de aire que impedirían que el Centauro se sumergiera.

—¡Así que estas naves voladoras, en caso de necesidad, pueden transformarse en barcos! —exclamó Toby con estupor.

—Y perfectamente navegables, tío —respondió Holker—, porque la popa esconde dentro de un hueco una hélice de metal que funciona con la misma máquina que pone en movimiento las alas. Como ven, ningún peligro nos amenaza y aunque cayéramos podríamos llegar igualmente a Inglaterra.

—Es para volverse loco —dijo Brandok—. Estos hombres modernos han pensado en todo y han perfeccionado todo.

Mientras tanto el huracán aumentaba a medida que el Centauro avanzaba.

El viento se había desencadenado con un estrepitoso acompañamiento de aullidos, silbidos y mugidos, soplando ora de sur a norte y ora de este a oeste, como si Eolo se hubiese vuelto completamente loco.

El espectáculo que ofrecía el océano desde esa altura era espantoso y al mismo tiempo admirable.

Montañas de agua, negras como si fueran de tinta, y con las crestas en cambio blanquísimas y casi fosforescentes, se movían en todas direcciones, montándose unas sobre otras y alzándose a gran altura.

Se formaban abismos profundos que inmediatamente después se llenaban para volver a abrirse, y de los cuales salían rugidos formidables, producidos por el choque tumultuoso de las aguas.

Durante todo el día el Centauro luchó vigorosamente, ora elevándose, ora bajando, a menudo empujado fuera de su ruta, y cuando cayó la noche se encontró envuelto en una niebla tan densa que las lámparas de radium no conseguían atravesarla.

—He aquí otro peligro, y tal vez mayor —dijo Brandok.

—¿Por qué? —preguntó Holker.

—Si el Centauro se encontrase con otra nave aérea que avanzara en sentido contrario, ¿quién conseguiría salvarse de una colisión entre dos máquinas impulsadas a una velocidad de ciento veinte a ciento cincuenta kilómetros por hora?

—No tema —dijo Holker—. Eso puede suceder en una ciudad donde las máquinas voladoras son numerosas y se encuentran por todas partes; no en el mar.

—¿Y por qué no?

—Cada nave voladora está provista de un eófono.

—¿Y qué clase de bicho es ese eófono?

—Un simple y sin embargo preciosísimo aparato formado por dos embudos receptores de sonido, separados entre ellos por un diafragma central. Estos dos embudos se aplican a los oídos del timonel y cuando se encuentran en la dirección de las ondas sonoras emitidas por un cuerpo cualquiera, producen un ruido de la misma intensidad y son tan sensibles que registran las vibraciones más imperceptibles. Supongan ahora que una nave voladora se acerque a nosotros. El ruido que producirá desplazando la masa de aire y las vibraciones de las alas se transmite inmediatamente a los embudos de nuestro timonel. ¿Qué hará entonces? Envía un telegrama que es recibido por la otra nave por medio de su aparato eléctrico. Ambos se detienen y se desvían, y así desaparece cualquier peligro de choque. ¿Qué me dice ahora, señor Brandok?

El joven sacudió la cabeza, sin responder.

Durante toda la noche el huracán no cesó de arreciar un solo momento. El viento había girado hacia el oriente e impulsado al Centauro bastante lejos de su ruta, arrastrándolo en medio del océano Atlántico.

A mediodía, cuando el capitán, aprovechando un rayo de sol, pudo tomar altura, vio que habían dejado atrás Escocia algunos centenares de millas.

—Por el momento debemos renunciar a la esperanza de atracar en Inglaterra —dijo a Holker, que lo interrogaba—. El viento nos arrastra como si mi Centauro se hubiese vuelto un velero, y no sería prudente tratar de ofrecerle resistencia.

¿Y dónde iremos a terminar nosotros?

—¿Los asusta un vuelo en medio del Atlántico?

—No, siempre que el viento no nos haga volver a Norteamérica. Queremos visitar las grandes capitales de los Estados europeos antes de volver a Nueva York.

—Cuando el ciclón se calme volveremos a emprender la marcha hacia Inglaterra. En Liverpool tomarán un tren o un barco que va a Londres. No se trata más que de algunos días de retraso. Este viento terminará por cambiar.

El capitán se equivocaba.

El huracán sopló con fuerza extrema durante los días siguientes, poniendo en serio peligro varias veces al Centauro, cuyas alas poco a poco se desgarraban.

La mañana del tercer día, cuando ya empezaba a ceder la furia del viento, el capitán advirtió a los viajeros que se refugiaran en la galería para no ser arrastrados por las olas.

—¿Bajamos al mar? —preguntó Holker.

—Sí, señor —respondió el comandante—. El Centauro se sostiene en el aire con mucho trabajo, y antes de caer de un modo imprevisto prefiero descender.

—El océano está revuelto —observó Brandok.

—El armazón de la galería es de una solidez a toda prueba y los vidrios tienen un espesor de cinco centímetros. Las olas no conseguirán romperlos jamás. Nos convertiremos en marineros después de haber sido pájaros. Nosotros ya no nos mareamos.

Entraron en la galería junto con la tripulación y el comandante, ya que los timones se podían manejar desde el interior, y el Centauro descendió lentamente en medio de las olas.

Brandok, Toby y también Holker, por un momento, creyeron que podían terminar en el fondo del Atlántico.

Apenas la nave voladora se posó sobre las aguas sufrió una serie de sobresaltos y cabeceos tan espantosos que temieron que volcase para no enderezarse nunca más.

Pero apenas las dos hélices se acero salieron de sus huecos y se pusieron en movimiento, el Centauro volvió a adquirir estabilidad y se puso en marcha como un piróscafo cualquiera, subiendo y bajando con las olas.

Las cajas de aire que se encontraban en el casco lo mantenían maravillosamente a flote, mejor que un bote vacío. Pero ¡qué sobresaltos sufría a veces! ¡Y qué golpes de mar debía soportar la galería! Las olas se precipitaban sobre ella con una furia increíble, haciendo temblar los armazones. ¡Ay de todos si los cristales se hubieran roto! Ni una sola de las personas encerradas allí hubiera salido viva.

—¡Por amor de Dios! —murmuraba Brandok, que se mantenía agarrado a una de las barras de la galería para poder resistir mejor las sacudidas—. He aquí una emoción que hace poner la piel de gallina. Señor Holker, ¿no terminaremos acaso nuestro viaje cayendo de cabeza en los abismos del Atlántico?

—No tenga miedo; estas naves están maravillosamente construidas y pueden resistir también en el mar las olas más violentas. ¿No ve qué tranquilos están los maquinistas y los timoneles? Por esto puede comprender que se consideran perfectamente seguros.

—¿Y nosotros dónde nos encontramos? —preguntó Toby.

—A no menos de cuatrocientas o quinientas millas de las costas de España —respondió el capitán, que lo había oído.

—¿De España dijo? De Inglaterra querrá decir.

—No, señor. El viento, después de habernos alejado de las costas inglesas, nos ha arrastrado hacia el sur, en dirección a las Islas Canarias.

—¿Y volveremos a Europa? —preguntó Brandok.

—Mi pobre Centauro ya no podrá volver a emprender vuelo. Miren cómo las olas destrozan las alas y las hélices. Pero no se preocupen; nos desplazamos a una velocidad de cuarenta millas por hora, ya que las máquinas no están estropeadas. Dentro de dos días llegaremos a Lisboa o a Cádiz, y en esos puertos encontrarán muchos barcos y naves voladoras que los llevarán directo a Inglaterra.

—¿Así que —dijo Brandok— estaremos obligados a cruzar el Gulf Stream para volver a Europa?

—Así es —respondió el capitán.

—¿Tendremos ocasión de ver los famosos molinos?

—Quisiera dirigirme antes al número siete para ver si puedo deshacerme del bandido que está encerrado en el último camarote, y que ustedes todavía no han visto. Esa isla se encuentra a veinticinco millas de la ciudad submarina portuguesa de Escarios; podría ahorrarles un paseo inútil hasta allí.

—No, señor capitán —dijo Holker—. Mis amigos todavía no han visto uno de esos refugios de los peores delincuentes del mundo. Estamos dispuestos a pagar pasaje doble y a hacerle un buen regalo si nos lleva hasta Escarios.

—Está bien —respondió el capitán después de dudar un poco—. Quién sabe si no encontraré allá algún mecánico que pueda arreglar las alas y las hélices de mi Centauro.