LA CIUDAD SUBMARINA
El Centauro avanzaba sin ninguna dificultad, como un verdadero piróscafo, flotando magníficamente en el océano, que seguía calmo después del último ciclón.
Por cierto, no podía competir con los verdaderos transatlánticos, dotados de una velocidad extraordinaria, pero no tenía nada que envidiarles a los de un siglo antes, a los que hubiera podido vencer en la carrera.
Brandok y Toby se divertían inmensamente con ese viaje marítimo. Paseaban horas y horas en la galería, donde se encontraba un pequeño puente de metal que iba de proa a popa; respirando a todo pulmón la salobre brisa marina, fumaban excelentes cigarros que les regalaba el capitán y, sobre todo, hacían honor a las comidas, porque los dos tenían un apetito envidiable. Y se encontraban mucho mejor porque ya no experimentaban esos extraños malestares y esos sobresaltos nerviosos que los habían inquietado un poco cuando pasaban sobre las grandes ciudades norteamericanas y sobre las gigantescas turbinas de las cataratas del Niágara.
Holker no los dejaba un minuto, discutiendo animadamente sobre futuros y extraordinarios proyectos que estaban estudiando los científicos del 2000, dándoles explicaciones acerca de mil cosas que todavía no habían podido ver la raíz de la rapidez con que efectuaban el viaje.
—Señor Holker —dijo Brandok después de una comida mientras tomaban café en el puente de la galería—, ¿cómo encontraremos Europa? ¿Como hace un siglo, o ha habido cambios políticos en los distintos Estados?
—Sí, ha habido muchos cambios, y eso para mantener la paz entre los distintos pueblos, eliminando de esa forma las guerras para siempre —respondió el sobrino de Toby.
—¿Qué sucedió con la gran Inglaterra?
—Hoy es una pequeña Inglaterra, pero siempre rica y muy industriosa.
—¿Por qué dice pequeña?
—Porque ya ha perdido todas las colonias, separadas poco a poco de la madre patria. Canadá es un Estado independiente; también Australia. África meridional ya no tiene nada en común con Inglaterra. Incluso la India forma ahora un Estado aparte.
—¿Así que el gran imperio colonial?… —preguntó Toby.
—Sí, ha quedado completamente desmembrado —respondió Holker.
—¿Sin guerras?
—Todas las colonias se habían unido en una liga para declararse independientes el mismo día, y a Inglaterra no le quedó otra posibilidad que resignarse a perderlas.
—Ya en nuestros días el imperio comenzaba a quebrantarse —dijo Brandok—. ¿Y Rusia?
—Perdió la Siberia, que también se volvió independiente, con un rey que pertenece a la familia rusa. Austria perdió sus archiducados alemanes y Hungría, que volvió a conquistar su independencia, ahora ocupa la Turquía europea.
—¿Y los archiducados?
—Fueron asimilados por Alemania, mientras que Istria y el Trentino fueron restituidos a Italia junto con las viejas colonias venecianas de Dalmacia.
—¿Así que Italia?…
—Hoy es la más poderosa de las naciones latinas, habiendo recuperado también Malta, Niza y la isla de Córcega.
—¿Y Turquía?
—Ha sido definitivamente arrojada al Asia Menor y a Arabia, y no ha conservado en Europa más que Constantinopla, ciudad que era ambicionada por demasiadas naciones, y que podía volverse una causa peligrosa de discordia permanente. ¡Ah! Me olvidaba de decirles que ha surgido un nuevo Estado.
—¿Cuál?
—Polonia, formado por las provincias polacas de Rusia, Austria y Alemania. Hace cincuenta años Europa se agitaba peligrosamente, amenazando con una guerra espantosa. Los monarcas y los jefes de las repúblicas pensaron entonces en distribuir mejor el mapa europeo mediante un gran congreso celebrado en La Haya, sede del arbitraje mundial. Allí se convino restituir a todos los Estados las provincias que les pertenecían por derechos geográficos e históricos y de crear uno nuevo, Polonia, que amenazaba con desencadenar una guerra entre Rusia, Austria y Alemania. Así se aseguró la paz, gracias a la poderosa intervención de las confederaciones norteamericanas y de las antiguas colonias inglesas, que obligaron a las obstinadas naciones a perder una parte de sus posesiones. Ahora reina una paz absoluta desde hace diez lustros en el viejo continente europeo.
—¿Y quién regula las cuestiones que pudieran surgir?
—La Corte arbitral de La Haya, reconocida en la actualidad por todas las naciones del mundo. Por otra parte, como ya les dije, hoy una guerra sería imposible y conduciría al exterminio de las dos naciones beligerantes.
—¡Oh! —exclamó en ese momento Toby, que se había levantado—. ¡Se está alzando la luna! Nunca la vi tan grande. ¿Es que hasta el satélite se ha modificado?
Holker también se había puesto de pie.
La oscuridad había comenzado a invadir el horizonte y hacia el oriente se veía brillar a flor de agua un medio disco de dimensiones gigantescas, que proyectaba a su alrededor una luz intensa ligeramente azulada.
—¿Toma aquello por la luna? —Exclamó Holker—. Se equivoca, tío.
—¿Qué puede ser?
—La cúpula de la ciudad submarina de Escario.
—Quisiera saber por qué han fundado ciudades submarinas que deben haber costado sumas enormes.
—Simplemente para desembarazar a la sociedad de los seres peligrosos que turbaban su paz. Cada Estado posee una, lo más lejos posible de sus costas, y manda allí la escoria de la sociedad: los ladrones empedernidos, los anarquistas más peligrosos, los homicidas más sanguinarios. —¿Con un gran número de guardias?
—Ni uno solo, mi querido tío.
—Entonces se matarán entre ellos.
—Todo lo contrario. Saben que al más mínimo desorden que surja, la ciudad será hundida sin misericordia. Esa amenaza ha producido efectos inesperados. El miedo doma a las fieras, que terminan por amansarse completamente.
—¿Y quién los gobierna?
—Es asunto de ellos. Ellos eligen sus jefes, y parece que hasta ahora reina un acuerdo admirable en esos presos. Además hay otra cosa que contribuye a volverlos dóciles.
—¿Qué es?
—La incesante lucha contra el hambre.
—¿Los gobiernos no les dan víveres a los condenados?
—Les dan redes, máquinas para realizar varias cosas, como telas, zapatos, vajilla y otros objetos que después venden a las naves que llegan, comprándoles las materias primas que necesitan para la industria, tabaco, víveres, etcétera.
—¿Algunas veces sufrirán hambre? —preguntó Brandok.
—El océano les suministra comida más que suficiente. Los peces, atraídos por la luz que emiten las lámparas que iluminan esas ciudades, acuden en masas enormes. Los salan en gran cantidad y los mandan a Europa y a América.
—¿Y el agua?
—Tienen máquinas que les suministran toda el agua que necesiten, haciendo evaporar la del mar.
—Así que hoy los condenados no le cuestan nada a la sociedad —dijo Toby.
—Únicamente la fuerza necesaria para mover sus máquinas, que es suministrada en su mayor parte por los molinos del Gulf Stream.
—Deben haber costado sumas importantes esas ciudades —observó Brandok.
—No digo que no, ¿pero qué ventaja han conseguido el Estado y la sociedad? Los millones que antes se gastaban en el mantenimiento de tantos bandidos, ahora quedan en las cajas de los gobiernos. Debo agregar además que el temor de ser enviado a las ciudades submarinas ha disminuido inmensamente el número de delitos.
—¿No correremos ningún peligro entrando, o mejor, bajando a Escarios? —preguntó Toby.
—Ninguno, no lo duden. Ellos saben que cualquier mala acción para con un extranjero significaría la sumersión de su ciudad.
—Una medida un poco inhumana, me parece.
—¡Pero que los frena como ninguna otra! Ya llegamos. El capitán debe haber advertido a los habitantes de nuestra llegada; oigo funcionar el aparato eléctrico.
El Centauro se detuvo delante de una inmensa cúpula, que debía tener al menos cuatrocientos metros de circunferencia, formada por un armazón de acero de un espesor extraordinario y de planchas de vidrio de forma circular encastradas sólidamente y muy gruesas.
Una reja de hierro cubría toda la cúpula para preservarla mejor del golpe de las olas y una galería la rodeaba, llena de redes puestas allí para que se secaran.
En la parte superior, donde parecía que se abría un agujero, habían aparecido dos hombres más bien envejecidos, que llevaban vestimentas de tela gruesa y calzaban botas altas de mar.
El capitán del Centauro acercó con precaución la nave a una de las cuatro escaleras de hierro que conducían a la salida, y con un breve gesto invitó a los viajeros a seguirlo.
—Los conozco —dijo—. No hay nada de qué temer. Precedió a los tres amigos y saludó a uno de los dos hombres con un cortés y familiar:
—Buenas noches, papá Jao. ¿Cómo va todo por aquí?
—Muy bien, capitán —respondió el interrogado, quitándose cortésmente el sombrero ante los tres viajeros.
—¿Siguen estando tranquilos sus administrados?
—No puedo quejarme de ellos. Y además, ¿por qué habrían de ser malos? Vivimos en la abundancia y no nos falta nada.
—Estos señores desean visitar la ciudad. ¿Responde usted de su seguridad?
—Perfectamente: bienvenidos.
—El gobernador de la colonia —dijo el capitán dirigiéndose a Brandok, Toby y Holker.
—Síganme, señores —dijo el condenado con una amable sonrisa.
—¡Ah!, debo dejarles aquí a un deportado de Europa, un súbdito inglés que más tarde deberán consignar a la nave de su nación —dijo el capitán—. A mí me estorba, dado que un ciclón ha estropeado las alas y las hélices de mi nave.
—Entréguemelo; yo me ocuparé de él. Vamos, señores, porque dentro de media hora daré el toque de queda y se apagarán todas las lámparas.
Condujo a los tres viajeros y al capitán ante una especie de pozo abierto en el medio de la cúpula donde había un ascensor.
Los hizo sentar en los bancos y el aparato descendió rápidamente, pasando entre un cerco de lámparas de radium que derramaban torrentes de luz en todas direcciones.
Con visible estupor de Brandok y Toby, que no daban crédito a sus ojos, se encontraban en una vasta plaza rectangular de cien metros de largo y sesenta de ancho, toda rodeada de bellísimos cobertizos con techos de cinc divididos en pequeños compartimientos que formaban los camarotes destinados a los confinados. Detrás de ellos se veían otros dotados de ruedas y tubos de metal.
En la plaza un sinnúmero de barriles, pértigas y redes estaban amontonados confusamente.
—Mi ciudad —dijo el gobernador—; esto es todo.
—¿Con cuántos habitantes cuenta? —preguntó Toby.
—Con mil doscientos setenta cobertizos y veinte talleres, donde trabajan los que no se dedican a la pesca.
—¿Dónde se asienta la ciudad?
—En la cima de un islote sumergido a quince metros de profundidad.
—¿No experimenta sacudidas las ciudad cuando afuera sopla la tempestad?
—Ninguna, señores; las paredes, que están hechas con planchas de acero encajadas en sólidos armazones y sostenidas por enormes columnas de hierro enterradas profundamente en la roca, pueden soportar cualquier golpe. Además, deben saber que a ocho o diez metros bajo el nivel del agua las olas no se dejan sentir. Es la cúpula la que soporta todo el ímpetu del oleaje y puede desafiarlo impunemente.
—¿No es maravilloso todo esto, señor Brandok? —preguntó Holker.
—Éste es un nuevo mundo —respondió el norteamericano—. ¡Nunca hubiera esperado ver, después de cien años, tantas novedades extraordinarias!
El capitán del Centauro miró a Brandok con estupor.
—¡Dijo cien años! —exclamó.
—Estaba bromeando —respondió el norteamericano—. Dígame, ¿le obedecen siempre sus súbditos?
—Yo nunca les digo que hagan esto o lo de más allá —respondió el jefe de la ciudad submarina—. El que no trabaja no come, por eso todos están obligados a hacer algo sin que yo se los imponga.
—¿Nunca han sucedido revueltas? —preguntó Toby.
—¿Con qué fin? Yo no soy un rey, no represento ningún poder. Si no están contentos conmigo, me piden que deje mi puesto a otro y todo termina allí.
En ese momento un estruendo formidable recorrió la inmensa cúpula haciendo vibrar los cristales.
—Eso fue un trueno —dijo el capitán del Centauro, cuya frente se había arrugado—. ¿Qué ocurre? ¿Nos caen encima todas las desgracias?
—Estamos en la estación del cambio de los alisios y el tiempo empeora de un momento a otro.
—Volvamos a subir, señores.
La pequeña comitiva subió al ascensor y en pocos momentos se encontró sobre la inmensa cúpula.
El Atlántico había asumido un feo aspecto y el cielo estaba más feo aún.
Desde el poniente llegaban grandes olas y negras nubes avanzaban a una velocidad vertiginosa. En la lejanía los truenos retumbaban sin pausa.
—Está por estallar un verdadero huracán, señores —dijo el capitán del Centauro—. Con una nave tan averiada yo no me atrevería a emprender el camino hacia Europa.
—¿Estaremos obligados a pasar aquí la noche? —preguntó Brandok.
—Tenemos cómodas camas y puedo ofrecerles también una buena cena hecha a base de pescado, se entiende —dijo Jao—. Mis compañeros no los molestarán, se los aseguro.
—Estoy preocupado por mi nave —observó el capitán del Centauro—. Las olas pueden lanzarla contra la cúpula.
—El fondo alrededor de este escollo es bueno y sus anclas se aferrarán muy bien.
—Pero hay algo más que me inquieta. ¿Sus compañeros duermen siempre durante la noche?
—¿Por qué me hace esa pregunta? —quiso saber Jao, asombrado.
—Primero respóndame.
—Cuando se desata la tempestad y no hay luna, prefieren descansar, porque echarían inútilmente sus redes. Con una noche tan fea no dejarán sus camas.
—¿Me lo asegura? —Respondo por ellos.
—Lo que pasa es que llevo un cargamento de alcohol destinado no sé a qué combinaciones químicas.
—Nadie lo sabe, por lo tanto pueden dormir tranquilos —respondió Jao—. Y además mis súbditos, como los llaman ustedes, a esta hora deben haber perdido la costumbre de tomar, ya que está severamente prohibido venderles bebidas alcohólicas. La nave que las suministrara sería inmediatamente confiscada por los vigilantes.
—¿Quiénes son? —preguntó Brandok, que siempre era el más curioso de todos.
—Naves pertenecientes a todas las naciones encargadas de vigilar todos los océanos y prestar ayuda a los navegantes. Señores, ¿quieren aceptar una cena y una cama en mi modesta casilla? Puede ser peligroso dormir en el Centauro con este huracán que se avecina.
—¿Y mis hombres? —preguntó el capitán.
—Cuando hayan anclado bien la nave también ellos podrán bajar a la ciudad submarina —respondió Jao—. Los haré hospedar con algunos presos que gozan de buena estima.
—Una gran estima —rezongó Brandok. —Vamos, señores —dijo Jao.
El huracán soplaba en ese momento con una furia inaudita. Ráfagas impetuosas barrían el océano levantando gigantescas olas que se estrellaban con estrépitos y rugidos espantosos contra las paredes y la cúpula de la ciudad submarina.
El Centauro, vivamente sacudido, se levantaba como una pelota de goma, a pesar de haber arrojado ya sus anclas.
—Mala noche —dijo el capitán moviendo la cabeza—. No sé si mi pobre nave resistirá.
Después de advertir a la tripulación que la abandonara lo antes posible y se uniese a ellos, subieron al ascensor y bajaron en la pequeña plaza que todavía estaba espléndidamente iluminada y donde se encontraban muchos confinados, ocupados aún en reparar sus redes para que estuvieran listas apenas el océano se hubiera calmado.
Jao condujo a sus huéspedes hacia una hermosa casilla, construida íntegramente con láminas de hierro, dividida en cuatro minúsculas habitaciones que parecían más que nada camarotes, pues el espacio era demasiado precioso en aquella extraña ciudad como para permitirse el lujo de poseer casas más amplias.
Jao los introdujo en su cuarto, que servía al mismo tiempo de salón comedor, los hizo sentar y él mismo sirvió (no tenía criados a su disposición, ya que tampoco el gobernador podía gozar de prerrogativas especiales) un excelente pescado, cocinado esa mañana, y pan.
La cena, compuesta exclusivamente por productos de mar, adornados con ciertas pequeñas algas sabiamente aderezadas y una sola botella de vino, que Jao probablemente había reservado para alguna gran ocasión, fue saboreada por los navegantes del Centauro, a quienes no les faltaba el apetito.
Como todos estaban cansados, el gobernador los condujo a la habitación destinada a ellos, otro camarote que apenas podía contener a Brandok, Toby y Holker.
El capitán del Centauro los había dejado para ver cómo crecía el huracán y poner a salvo al menos a su tripulación.
—Y bien, Toby —dijo Brandok cuando estuvieron solos—, parece que el mundo ha cambiado, pero la naturaleza no ha perdido nada de su violencia brutal. Estos hombres modernos, tan maravillosos, no han conseguido domarla.
—Quizá algún día logren realizar también ese milagro —respondió Toby—. Como en nuestro tiempo se supo aprisionar el rayo, un día u otro estos seres extraordinariamente poderosos terminarán por domesticar también los furores del océano y el ímpetu de los vientos. Estoy convencido de que nada será imposible para los científicos del 2000.
—Mientras lo consiguen, yo duermo —dijo Brandok—. Yo no sé a qué puede deberse, pero el hecho es que de un tiempo a esta parte a menudo me siento extenuado y experimento también extrañas perturbaciones en el cerebro. Cuando me despierto a la mañana, todos mis nervios vibran como si recibieran descargas eléctricas. ¿Tú, que hace cien años eras doctor, sabrías explicarme estos fenómenos que, te lo confieso francamente, a veces me asustan?
—Yo ya no valgo absolutamente nada frente a los médicos modernos —respondió Toby con un suspiro—. Sin embargo, lo atribuyo a la gran tensión eléctrica que reina en todo este pobre planeta. Pero espero que terminarás acostumbrándote.
Se echaron en las camas, apagaron la lamparilla de radium y cerraron los ojos, mientras en la lejanía los truenos estallaban con tanta fuerza que hacían vibrar los vidrios de la cúpula.
Dormían desde hacía varias horas cuando de pronto fueron despertados por un griterío espantoso y un estruendo horrible.
Toby fue el primero en levantarse de la cama, y encendió la lamparilla.
—¿Qué pasa? —preguntó Brandok vistiéndose a toda prisa.
—¿Habrá cedido la cúpula? —gritó Holker, asustado.
—No lo sé —respondió Toby, que no estaba menos impresionado—. Pero seguramente es algo grave.
En ese momento se abrió la puerta y el capitán del Centauro se precipitó en la casilla llevando en la mano un revólver eléctrico.
—¡Los confinados se han vuelto locos! —gritó—. Síganme, rápido.
—¿Locos? —Exclamaron Brandok, Toby y Holker—. Explíquese.
—¡Silencio… más tarde! Huyan, antes de que suceda una desgracia.
Los tres amigos se lanzaron fuera de la casilla sin hacer más preguntas. Jao los esperaba. El pobre hombre se arrancaba los cabellos y blasfemaba en todos los idiomas.
Las lámparas se habían vuelto a encender en la pequeña plaza y bajo aquellos haces de luz veían agitarse desordenadamente a los habitantes de la ciudad submarina.
El capitán tenía razón al decir que todos se habían vuelto locos.
Aullaban, saltaban, se golpeaban, se arrojaban al piso rodando en medio del horrendo estrépito producido por las barras de hierro que golpeaban furiosamente las paredes metálicas que los defendían de la invasión de las aguas del océano.
—¿Pero qué sucedió? —preguntó Toby.
—Lo que me temía —respondió el capitán del Centauro—. ¿No perciben el olor?
—Sí, la ciudad apesta a alcohol.
—Es el mío, el que debía transportar a Hamburgo y que estos miserables han saqueado.
—¿Y el Centauro? —preguntó Brandok.
—¿Qué sé yo? Ignoro si todavía flota o se ha hundido.
—¿Y sus marineros?
—No los he vuelto a ver.
—Amigos —dijo Toby—, no nos queda otro recurso que largarnos antes de que todos estos rufianes se vuelvan locos furiosos. Mientras tengan alcohol seguirán bebiendo y podrían volverse peligrosos. Salvémonos lo más pronto que podamos.
Dieron la vuelta por detrás de las casas guiados por el viejo Jao, que lloraba de rabia, y se dirigieron hacia el ascensor, mientras los confinados, que no cesaban de vaciar los barriles de alcohol, se entregaban a una danza desenfrenada.
Afortunadamente, el ascensor se encontraba más bien lejos de la plaza y no lo habían estropeado.
Subiendo automáticamente, sin necesidad de nadie, los cinco hombres se lanzaron dentro de él y en pocos segundos se encontraron en la cúpula.
Un huracán aterrador azotaba el Atlántico.
Olas altas como montañas caían con espantosos rugidos sobre la balaustrada de hierro, torciéndola como si estuviese hecha de estaño, y ráfagas tremendas pasaban sobre la ciudad submarina con silbidos ensordecedores.
Una nube negra como el carbón corría desenfrenadamente por el cielo, desencadenando relámpagos y truenos.
Los cinco hombres habían avanzado hacia la parte meridional de la cúpula, manteniéndose aferrados a la balaustrada para no ser arrastrados por el viento, que había adquirido una velocidad incalculable, cuando un hombre surgió casi debajo de sus pies, gritando:
—¡Atrás, canallas, o los mato!
—¡Katterson! —exclamó el comandante del Centauro.
—¡Usted, mi capitán! —respondió ese hombre que no era otro que el piloto de la nave aérea—. Creí que lo habían asesinado.
—No todavía. ¿Dónde está el Centauro? ¿Resiste todavía?
—El Centauro desapareció, capitán —respondió Katterson—, junto con el delincuente que habíamos desembarcado y una docena de confinados.
—¿Y los marineros?
—Fueron sorprendidos mientras dormían, hechos prisioneros, y me parece que han hecho causa común con los habitantes de esta maldita ciudad, no sé si voluntariamente o para salvar sus vidas, porque antes de huir los vi bebiendo junto con ellos.
—¿Y mi nave desapareció?
—Se la llevaron, después de haber descargado todos los barriles de alcohol. Por lo que pude comprender, mientras nosotros dormíamos, los confinados tramaron una conjura para adueñarse del cargamento y realizar una espantosa orgía. Nuestro prisionero, más hábil que los demás, se embarcó con algunos amigos que encontró aquí y se escapó.
—¿Y nosotros qué haremos ahora? —preguntó Brandok, que sin embargo no parecía muy impresionado.
—Estamos obligados a esperar el paso de alguna nave —respondió el capitán—. Yo no les aconsejo que bajen de nuevo a la ciudad mientras esos locos tengan alcohol.
—¿Había mucho a bordo? —preguntó Toby.
—Treinta toneladas.
—Tienen para beber hasta reventar durante una semana —dijo Brandok—. Buen negocio si no llega una nave a sacarnos de este enredo.
—Y a vengarnos —dijo el viejo Jao—. Los gobiernos de Europa y América, como les dije, no son muy indulgentes con los habitantes de las ciudades submarinas.
—¿Cómo los castigarán? —quiso saber Toby.
—Ahogándolos a todos. La justicia hoy es muy expeditiva.
—Jao, ¿no podría usted tratar de calmar a esos condenados? —pidió el capitán.
—Una vez desencadenados no hay quien los dome, y si me presentase y tratara de hacerlos entrar en razón me matarían a golpes sin más. Ya les dije que los gobernadores de estas penitenciarías no tienen más que una autoridad relativa.
—Entonces, antes de que se les ocurra tomárselas, también con nosotros, impidamos que suban hasta aquí —propuso Brandok.
—Inutilizando el ascensor, no vendrán a molestarnos —respondió Jao—. La altura de la cúpula es considerable para que puedan alcanzarnos, y las paredes metálicas son perfectamente lisas. ¡Ah! ¡No me esperaba una rebelión como ésta!
—Culpe a la tempestad que nos ha impedido marcharnos —dijo Toby.
—Y el cargamento de mi nave —agregó el capitán—. Pero por ahora debemos ocuparnos de resistir al huracán. Cuando el sol salga, veremos qué se puede hacer para dejar esta poco placentera ciudad submarina y sus peligrosos habitantes.
Se retiraron hacia la parte más elevada de la cúpula, sujetaron el ascensor para estar más seguros de que los confinados no lo harían bajar y se pusieron a mirar hacia abajo, a través de la ancha abertura.
La orgía había llegado al colmo, y de la ciudad submarina subía un hedor tan fuerte que no se podía resistir.
Los condenados, que continuaban desfondando los barriles, reían como locos y parecía que ya no sabían lo que hacían.
Mientras unos grupos bailaban furiosamente en la plaza, saltando como cabras, golpeándose, cayéndose al piso de a docenas, otros, presa de una inesperada rabia destructiva, derribaban las casas, arrojando al aire camas y mesas, rompiendo las redes, destrozando los aparejos de pesca, gritando y riendo.
Con frecuencia estallaban peleas entre danzantes y demoledores, y entonces eran verdaderas granizadas de puñetazos y palos que llovían de todas partes. Las cabezas rotas eran incontables.
—Si esos delincuentes pudieran salir, destrozarían hasta los vidrios de la cúpula —dijo Toby.
—¿No llegarían a romper las paredes de hierro de la ciudad? —preguntó Brandok con ansiedad.
—No teman —respondió Jao—. Son de un espesor notable y además no poseen masas ni otros instrumentos adecuados.
—Yo jamás he visto nada parecido —dijo el capitán del Centauro—. Esos hombres, si siguen bebiendo de ese modo, terminarán por transformar esta ciudad en un verdadero manicomio. ¿Cómo terminará todo esto? Confieso que no estoy tranquilo. No podemos esperar otra cosa que la providencial aparición de algún buque. Desgraciadamente nos encontramos fuera de la ruta ordinaria que siguen los que desde Europa van a América. ¡Bah! No hay que desesperar.
Se tendieron en medio de la plataforma, uno junto a otro, esperando pacientemente que despuntase la aurora.
El huracán asumía proporciones espantosas. Era una furia de agua y viento que se ensañaba con la cúpula con una rabia inaudita.
Olas gigantescas rompían contra las paredes de la ciudad, imprimiendo a toda su mole oscilaciones que inquietaban mucho al capitán del Centauro y al piloto, que sabían algo de las cóleras del Atlántico.
De cuando en cuando la ciudad, a pesar de estar sólidamente fijada al escollo submarino y sostenida por gigantescas columnas de acero, sufría movimientos como si en cualquier momento pudiera ser arrancada y llevada lejos de allí.
Tampoco los tres norteamericanos estaban tranquilos, a pesar de las afirmaciones de Jao.
—¿Y si fuera arrancada del escollo? —Preguntó Brandok en cierto momento—. ¿Qué sucedería entonces con todos nosotros?
—Sería el fin de todos —dijo el capitán.
—Nada de eso —respondió Jao, que no demostraba preocupación alguna—. Esta ciudad es como una inmensa caja de hierro y flotaría muy bien.
—Ahora respiro mejor —dijo Brandok—. La idea de terminar mi viaje en el fondo del mar no me agradaba mucho, aunque…
Una blasfemia del piloto interrumpió la frase.
—¿Qué sucede, Tom? —preguntó el capitán.
—Lo que yo digo es que si viene otra ola como ésa que acaba de pasar, la ciudad no podrá resistir. Oí unos crujidos. ¿Habrán cedido las columnas de acero?
Todos se habían puesto a escuchar, pero el estruendo que producían los truenos en medio de las densas nubes y el que subía por el hueco del ascensor eran tan fuertes que no podían distinguir ningún otro ruido.
—Quizás te has engañado, Tom —dijo el capitán.
—Puede ser —respondió el piloto—. Pero quisiera confirmarlo.
—Podemos intentar llegar a la balaustrada, si todavía existe.
—Las olas lo arrastrarán, señor —dijo Brandok.
—Tom y yo las conocemos desde hace mucho tiempo y no nos dejaremos sorprender… Ven, piloto.
Se echaron boca abajo y, haciendo oídos sordos a los consejos de los tres norteamericanos y de Jao, se alejaron arrastrándose, manteniéndose bien cerca de los travesaños de acero que servían de apoyo a las placas de vidrio.
El estrépito producido por el incesante romper de las olas se había vuelto horrendo.
Había momentos en los que parecía que toda la cúpula iba a romperse en mil pedazos a causa de aquellos golpes espantosos.
La ausencia del capitán y el piloto fue brevísima. Se los vio regresar velozmente entre los chorros de espuma que cubrían toda la cúpula.
—¿Y entonces? —preguntaron ansiosamente todos juntos, los tres norteamericanos y Jao.
—Los pilares de acero ceden uno a uno… —respondió el capitán.
—Entonces vamos a ser arrastrados —concluyó Brandok.
—Sí, si el huracán no se calma.
—¿Tiene alguna esperanza de que las olas disminuyan su furia endiablada?
—Por el contrario, temo que se esté formando un ciclón espantoso.
—¡Yesos delincuentes siguen divirtiéndose! —dijo Toby.
—Déjelos que revienten —agregó Brandok.
—¡Con tal de que no reventemos también nosotros!
—Ya les dije que aunque la ciudad fuese arrancada de su escollo no correríamos ningún peligro, al menos que se encuentre otro escollo que la destruya al chocar con ella. Pero en esta parte del océano son raros, ¿no es verdad, capitán?
—No se les encuentra hasta las Azores —respondió el comandante del Centauro—; podemos entonces recorrer trescientas millas con la plena seguridad de que no chocaremos.
Un crujido formidable se oyó en ese momento.
Una ola colosal se había estrellado contra la ciudad submarina, sacudiéndola tan violentamente que derribó unos sobre otros a los tres norteamericanos, que se habían levantado para ver si la orgía de los confinados había terminado o todavía seguía.
—Me parece que esta caja de acero se ha movido —dijo el capitán.
Parecía que ese estruendo había sido advertido también por los borrachos, ya que sus gritos cesaron de improviso.
Jao había lanzado a su alrededor una rápida mirada.
—Sí —dijo poco después—. La ciudad se ha movido. La columna de acero que le servía de apoyo principal ya no se ve, la ola se la ha llevado.
—¡Qué consoladora noticia! —Exclamó Holker—. ¿Qué sucederá ahora?
Nadie respondió. Todos miraban con angustia las olas, las que, reflejando la luz intensa proyectada por las lámparas de radium, parecían masas de bronce fundido.
Aunque tranquilizados por las palabras de Jao, que debía conocer a fondo la resistencia que podía ofrecer aquella extraña penitenciaría, una profunda inquietud se había adueñado de todos.
Se hubiera dicho que no respiraban más y que sus corazones ya no latían, tanta era su ansiedad.
¿Aquella enorme masa de metal flotaría realmente o se hundiría como una masa inerte?
Los truenos seguían haciendo ruido en las profundidades del cielo, compitiendo con el espantoso fragor de las olas y con los aullidos diabólicos del viento.
Abajo, en la ciudad, el alboroto había cesado.
De vez en cuando la cúpula sufría sacudidas.
Los vidrios, a pesar de su enorme espesor y la robustez del armazón de acero, ¿estaban a punto de ceder?
De pronto una nueva y más formidable ola cayó con furia irrefrenable sobre la penitenciaría, arrancándola completamente del escollo y envolviéndola con una espesa cortina de espuma.
Casi al mismo tiempo se oyó retumbar la voz del capitán entre los espantosos aullidos del ciclón:
—¡Flotamos!… ¡Agárrense bien fuerte!…